XIII

 

 

 

Me reincorporo al trabajo con los puntos del corte todavía frescos, pero con una necesidad de salir de casa que hace que me dé igual tener que apretar un poco los dientes en algunas tareas de la cocina. Además, mañana es el gran día de la mudanza, y prefiero trabajar cien horas seguidas en el restaurante que aguantar la vorágine de cajas e inventarios en la que han entrado Camden y Amanda.

Con Luke todo sigue como siempre, así que hago mi mayor esfuerzo por pensar solo en las tareas de la cocina, los platos que tengo que preparar y a los compañeros a los que tengo que coordinar. Un par de pinches han caído víctimas de la gripe primaveral, así que tenemos que redoblar esfuerzos para que todo funcione como tiene que hacerlo.

En casa, son días un poco locos. De la mudanza se ha encargado una empresa, pero el panorama que encontramos al llegar a ella agobia bastante. No tengo ni idea de cómo hemos podido reunir tantísimas cosas en los tres años y pico que hemos vivido en Sausalito, pero el caso es que hay cajas por todas partes. Le hemos dado prioridad a dejar listas cuanto antes las habitaciones de los niños, para que el cambio afecte lo menos posible a sus rutinas. Como consecuencia, hemos pasado olímpicamente de nuestras propias cosas y, cada vez que necesito una camiseta limpia, tengo que abrir unas doce cajas antes de encontrarla. Y escuchar a Camden repetirme que, si hubiera hecho un inventario de dónde había guardado cada cosa, no me pasaría esto.

La verdad es que todas las incomodidades iniciales compensan cuando veo mi nuevo hogar. Una casa victoriana de tres plantas en pleno Alamo Square, con una planta baja diáfana, cuatro dormitorios, el apartamento de la buhardilla que he decorado a mi gusto y un jardín precioso en el que Lucy insiste en que tenemos que instalar una piscina.

La primera noche que pasamos en la nueva casa, cuando llegué del restaurante casi de madrugada, me encontré a mi hermano sentado en las escaleras de la entrada con una lata de cerveza en la mano y la mirada perdida. No tardé en entender qué le ocurría. Charlamos un rato, compartimos un par de cervezas más y creo que ambos dimos gracias en silencio a la vida por plantarnos a la rubia en el camino. Porque la casa la ha pagado ella, sí, con la herencia de sus padres y el dinero que obtuvo de la venta de su casa de Hot Springs. Pero no es una cuestión económica. Es casi, casi… una cuestión de fe. Ella, además del director de nuestro instituto, fue la única que creyó que había algo bueno en nosotros, algo por lo que merecía la pena luchar. Ha hecho falta mucho más que dinero para que los hermanos Reed saliéramos de la marginalidad en la que habíamos vivido en Arkansas y acabáramos teniendo buenos trabajos, trabajos que nos apasionan, una vida familiar sana, tan diferente a la que vimos mientras crecíamos, y una relación entre nosotros que nunca debió haberse roto.

Cuando las cosas empiezan a normalizarse en casa, decido retomar el tema de Luke. No es que me hubiera olvidado de él, pero he conseguido distraerme con otras cosas del hecho de que tengo que hacer algo para intentar recuperarlo, para que encontremos juntos el punto de convivencia que a mí me permita seguir disfrutando de mi familia a diario, mientras crece mi relación con él. Hace ya demasiado tiempo que estamos separados y no he dejado de echarlo de menos ni un día.

El domingo, decido que es el día de jugarme el todo por el todo. Lo espero al salir de trabajar en el callejón donde siempre aparcamos las motos, y su gesto refleja un poco de estupefacción al verme apoyado en su flamante Triumph granate. No solo porque adora esa moto y me mataría si le ocurriera algo, sino porque, desde que él me pidió que lo hiciera, he mantenido las distancias, por muy difícil que me haya resultado por momentos.

—Más te vale estar tratándola con todo tu cariño, Matthew —me dice, con una media sonrisa. Es el primer comentario distendido que recibo de él en tanto tiempo que tengo la sensación de haber estado conteniendo el aliento.

—¿Lo dudas? Ya sabes que me encanta.

—¿Querías algo? —me pregunta, y veo algo en su cara a medio camino entre la prudencia y la ilusión. O quiero imaginarme que lo veo, vaya.

—Sí. Quería… —Joder, me tiembla la voz de lo nervioso que me he puesto en el último momento. Una cosa es haberme planificado el discurso en casa durante un par de horas (sí, vale, y haberlo ensayado con Amanda), y otra cosa es que me salga sin titubear delante de un hombre que, solo con mirarme, consigue que se me reblandezca el cerebro y se me endurezca otra cosa.

—¿Sí?

—Quería pedirte una cita.

—Matt…

—No, no. No digas nada. No es ese tipo de cita. Tú… bueno… Has sido una persona… Eres una persona muy importante para mí. Haya pasado lo que haya pasado entre nosotros, no dejas de ser el mejor amigo que he tenido desde que llegué a San Francisco.

—No digas gilipolleces, Matt. Tú y yo nunca hemos sido amigos.

—Bueno, pues no le pongamos nombre a lo que hemos sido. A lo que somos. Solo sé que a ti te he contado cosas sobre mí que solo sabe mi familia. Te dejé entrar mucho, aunque pueda parecerte lo contrario. Y… joder, te echo de menos.

—Yo a ti también te echo de menos. —Su rostro tiene una expresión torturada. Se pasa las manos por su larga melena y se la recoge en una coleta baja—. Quizá por eso no tengo muy claro que sea una buena idea tener una cita.

—Salgamos como amigos. Tenías toda la razón. Nunca hicimos nada fuera de la cama. No es que tenga ninguna queja de…

—Matt…

—Vale, sí, ya me callo. —Nos da un poco la risa nerviosa a los dos y soy yo el que decide ponerse serio—. Déjame que te enseñe un poco más quién soy. Por favor.

—Está bien. —Me sonríe y por un momento soy incapaz de recordar el motivo por el que no podemos estar juntos—. ¿Cuándo?

—Mañana. A las seis. En los cines que hay cerca de Alamo Square. ¿Sabes cuáles te digo?

—Sí. ¿A las seis de la tarde? ¿Qué clase de cita…

—Tú espera y lo verás. Ponte guapo —le digo, con un puntito burlón en la voz y, antes de que se me escape, me acerco a él y le doy un beso muy rápido en los labios.

Enciendo mi moto y me largo de allí como alma que lleva el diablo. Se me ha agotado todo el valor del que disponía para arriesgarme a su rechazo, y para no lanzarme como un desesperado sobre él, así que mejor hacer una retirada digna a tiempo.