I

 

 

 

—Es gay.

—Qué intensita estás hoy, rubia. —Me levanto a coger dos cervezas del frigorífico y vuelvo raudo a tumbarme en el césped del jardín junto a Amanda. En San Francisco, en septiembre, uno nunca sabe cuándo puede ser el último día del verano—. No es gay. Te lo digo yo.

—Es total y absolutamente gay —me responde Amanda, mientras se baja medio botellín de un trago. Joder con la modosita.

—¿Quién es gay? —Camden aparece llevando en brazos al pequeño Jake, que ya parece tener ganas de echarse a andar.

—¿Qué tal la siesta? —le pregunta Amanda, mientras le saca al bebé de las manos—. ¿Te ha dado mucha guerra?

—Si la ha dado, yo no me he enterado. —Camden me roba mi botellín de cerveza e ignora mis protestas—. ¿Quién es total y absolutamente gay?

—Nadie —gruño.

—El jefe de Matt.

—¡No es gay! —insisto. Ya me gustaría a mí que lo fuera. O no, yo qué sé. Tampoco es plan meterme en ese lío a las dos semanas de empezar a trabajar.

—¿Y tú de qué conoces al jefe de Matt? —le pregunta Camden a Amanda.

—Ayer pasé a recogerlo por el hotel de paso que traía a Lucy del colegio.

—¿Y?

—Está buenísimo.

—Entonces seguro que es gay, Matt. El único hetero que le gusta a Amanda soy yo. —Se ponen a hacerse carantoñas de enamorados y juro que tengo que darme la vuelta para evitar vomitar.

—Joder, qué graciositos estáis los dos. No solo no es gay, sino que además es un tirano. Hablando del asunto… Me largo.

—¿Ya?

—Los viernes tenemos que estar dos horas antes en la cocina. Instrucciones especiales para el fin de semana, blablabla. Lo que yo os diga: un tirano.

—Bueno, tú no te metas en líos y pórtate bien en el trabajo.

—Síiii, mamá —le contesto con desgana porque, joder, no me meto en un lío desde hace como cuatro años, por Dios. Le echo una mirada de reojo a Amanda y veo que está mordiéndose los labios para aguantar la risa.

Le doy un beso rápido a Jake en la cabeza y salgo pitando hacia el trabajo. Me subo a la moto preguntándome qué avería se le va a antojar hoy. Hace dos años, después de un verano entero trabajando en una hamburguesería apestosa de la bahía, en la que, desde luego, no perfeccioné demasiado mi técnica culinaria, pude permitirme comprar un scooter coreano de cuarta mano que, al menos, me lleva de un lugar a otro.

La aparco a unos metros de la entrada de personal del hotel St. Andrews y me quedo alucinado, como cada día de las tres semanas que hace que trabajo aquí. Para alguien que se crio en un bloque de apartamentos de un suburbio de clase baja de Hot Springs, Arkansas, un hotel de cinco estrellas en el centro de San Francisco es algo así como el palacio de Buckingham. O la estación espacial internacional, no sé.

Estoy acabando de cambiarme en el vestuario anexo a la cocina cuando oigo los pasos fuertes de Luke Parsons resonando en el suelo de tarima. Es el chef principal del restaurante del hotel y es jefe hasta en los andares. Y sí, como mi querida cuñada se ha encargado de recordarme unas cuatrocientas setenta mil veces desde ayer, está buenísimo. Pero no buenísimo en plan «oh, mira, qué guapo es mi jefe». No. Buenísimo más del estilo «por Dios santo, deja todo lo que estás haciendo y empótrame contra la nevera industrial». O contra cualquier otra superficie horizontal o vertical, vaya, no voy a ponerme exquisito.

Un metro noventa, hombros anchos, cintura estrecha, piel morena, barba tupida, un aro plateado en el labio inferior y una melena por debajo de los hombros que se recoge en un moño para trabajar. Un puto moño. Y ni siquiera es un hípster modernillo al que me apetezca darle de hostias, entre otras cosas, porque lo único que me apetece, recordemos, es tirármelo hasta que se me pongan los ojos del revés. Es más una especie de motero al estilo Sons of Anarchy, como demuestra la Triumph del tamaño de mi dormitorio que aparca día tras día al lado de mi pobre ciclomotor.

—¡Reed! ¿Quieres hacer el favor de despertar y venir aquí a supervisar los menús para el fin de semana?

Joder. Dos minutos de jornada laboral y ya tengo la sensación de que la he cagado. Bien, Matt, muy bien.