Epílogo

«Noche» en la inmensa nave estelar. Las luces bajas, los pasillos desiertos. Algunos miembros de la tripulación, de vuelta a sus cabinas después del turno de noche o camino a sus puestos para la guardia de madrugada, andaban casi de puntillas. Hasta el turboascensor parecía callar cuando Kirk abandonó su reducido cubículo para adentrarse en cubierta. Se acercó silenciosamente a una puerta, vaciló y tecleó la señal.

—Pasen —contestó la voz del interior casi de inmediato.

Como había sospechado, el vulcaniano no se había acostado. Estaba sentado en su escritorio, delante de su microlector. Kirk recibió la señal de sentarse.

—Saludos, capitán.

—Saludos, señor Spock. Pensé venir a ver qué tal le va. —Se estiró con cautela para no forzar sus costillas heridas—. Un día duro.

—En efecto, un día muy duro. —La fatiga velaba los ojos del vulcaniano, aunque una pequeña chispa centelleaba en sus profundidades—. La ceremonia que presidió esta mañana era… muy apropiada, capitán. Estoy seguro de que la aprobarían las familias de los arqueólogos y de la tripulación.

Kirk suspiró.

—Lo único que la hacía tolerable era saber que uno de los nombres en la lista no correspondía. ¿O sí? No sé cómo recordarle. Como alguien que vive al otro extremo de los siglos o como alguien que… murió… hace 5000 años.

Spock no respondió. Su mirada se había vuelto a fijar en la pantalla ante sí.

—¿Se ha dado cuenta de cuántos amigos se ganó en el poco tiempo que estuvo con nosotros, Spock? Christine Chapel, Uhura, Scotty, Sulu… incluso algunos tripulantes que yo no conocía. Aquella joven alférez… ¿cómo se llama?

—McNair. Teresa McNair.

—Ojalá pudiera decirles la verdad. Facilitaría mucho las cosas. ¿Son estas sus pinturas?

Kirk se acercó a los lienzos apoyados contra la pantalla y, tras el asentimiento del vulcaniano, empezó a mirarlos de uno en uno.

—Sí. —Dijo Spock, observándole—. He pensado regalar algunos a sus amigos. Creo que les gustaría. Un regalo en lugar de la verdad que no deben saber.

—Sería muy generoso por su parte, y sé que significaría mucho para ellos. —Kirk se mordió el labio y contempló distraído la última pintura. De repente, apretó el puño y lo estampó suavemente contra la pared—. ¡Maldita sea! ¡Si sólo pudiéramos estar seguros de que lo ha logrado! ¿No le preocupa esto, Spock? ¿No se lo pregunta?

El vulcaniano volvió a mirarle con aquella chispa en los ojos, y Kirk percibió regocijo y triunfo en la voz habitualmente plana.

—Lo ha conseguido, capitán. Tengo pruebas.

Sus largos dedos encendieron el microlector y Kirk se acercó al escritorio.

—Me dejó sus pinturas ¿recuerda? Sus pinturas pasadas y futuras, dijo. Aquí está, Jim. El símbolo que encontró, lo que le dijo que tenía que volver. Aquí.

Kirk miró el lector y vio la imagen en pantalla. Parte de su mente leyó automáticamente el encabezamiento, algo acerca de «un friso de los muros del palacio de la ciudad comercial de Nuevo Araen… del que, se cree poseer cierta significación esotérica religiosa…», pero sus ojos estaban tan llenos de la imagen que las palabras apenas tenían sentido. No lo necesitaban.

Contra un fondo oscuro y moteado de puntos blancos, destacaba la imagen familiar, las formas aerodinámicas de las barquillas motoras en torno al enorme disco, algo distorsionado pero, aun así, inconfundible, captadas en su vuelo por el espacio.

La nave; y bajo ella una mano abierta, los dedos extendidos por el tiempo y el espacio en un saludo vulcaniano.

FIN