7
Zar se mantuvo erguido, con sus piernas fuertes contra el azote del viento, y contempló al Guardián y las estrellas en lo alto, brillantes, fijas y cercanas. Al verle, Kirk recordó la primera vez en que vio estrellas desconocidas —el temor, el apretón en el estómago, la alegría temblorosa— y sonrió. El joven rozó con los dedos el portal del tiempo y miró su parte central, transparente en aquel momento.
—¿Cómo funciona, capitán?
La expresión de Kirk fue de pesar.
—Es una buena pregunta que no tiene respuesta. Algunas de las mentes más lúcidas de la Federación lo han estudiado pero no se pueden poner de acuerdo. Pregúntaselo a Spock, él podría tener alguna teoría. Fue uno de los elegidos para estudiarlo.
El rostro barbudo frunció el ceño, pensativo.
—Cuando lo toqué, sentí que estaba vivo pero con una vida que nunca he conocido. —Vaciló—. Se… comunicaba… —Movió la cabeza y su expresión se acentuó—. No lo puedo explicar.
Kirk abrió mucho los ojos.
—¿Qué quiere decir que tú…? —Se calló ante el enfático movimiento de cabeza de Zar. De pronto, fueron interrumpidos por un saludo ya familiar.
—¡Epa! —Apareció la doctora Vargas—. Han vuelto antes de lo que… —Dejó de hablar en cuanto vio al cuarto miembro del equipo—. ¡Lo han conseguido! —Se giró hacia Zar y alzó la vista para mirarle—. Saludos. Me esperaba alguien más… joven.
Obviamente confuso, el joven echó una mirada a Spock, quien dio un paso adelante.
—Doctora Vargas, éste es Zar. Llegamos a un período posterior al deseado y descubrimos un adulto en vez del niño que esperábamos. Zar, te presento a la doctora Vargas, jefe de la expedición que estudia el portal del tiempo.
El joven hizo un tímido gesto de salutación. Vargas recorría sus ropas con la mirada, obviamente fascinada.
—Me gustaría hablar contigo antes de que te marches, si tienes tiempo. Es la primera vez que veo prendas de cuero que no estén podridas en una vieja tumba. Para mí, es una magnífica oportunidad de conocer a alguien que ha vivido como nuestros antepasados. ¿Empleaste tripas para coser? ¿Cómo curtiste las pieles?
Ante la aceptación desenfadada de Vargas, Zar se relajó visiblemente.
—Utilicé tripas para coser; mi madre tenía unas agujas de metal pero se rompieron y fabriqué otras, de hueso. He traído algunas cosas conmigo. ¿Le gustaría verlas?
Los tres oficiales observaron por un momento al joven y la arqueóloga que examinaban los implementos del pasado; luego Spock se disculpó y les dejó para dirigirse hacia el edificio del campamento. No había dado más que unos pasos cuando Zar le alcanzó, apresurado, y le bloqueó el camino.
—Debo hablar con usted, un momento… señor.
—¿Sí? El vulcaniano alzó una ceja inquisidora.
—He estado pensando en los poderes del Guardián. —Los ojos grises le miraban penetrantes—. Ahora que estoy aquí, en el presente, ¿no me sería posible también a mí hacer un viaje al pasado? Quizá podría… estar allí para prevenirla, cogerla antes de que se caiga. Salvarla antes de que se muera. Si me pudiera decir cómo…
Spock negó con la cabeza.
—No es posible. Lo que ahora es, es lo que debe ser. Si fueras a salvarla en el pasado, no podrías estar aquí ahora sabiendo que está muerta. El lenguaje es insuficiente para explicar estos conceptos. Te mostraré la ecuación más adelante. —Una sombra cruzó sus ojos—. Créeme, lo siento.
La decepción se apoderó por un instante de las facciones del joven, luego Zar asintió. El primer oficial miró a la dirección de la doctora Vargas, que seguía su examen del contenido del fardo de cuero.
—Doctora Vargas…
Vargas alzó la vista.
—¿Sí?
—Debo enviar un mensaje por radio subespacial. ¿Sería posible utilizar la que tienen en el campamento?
La mujer bajita y rechoncha se levantó con esfuerzo y se quitó el polvo ceniciento de las rodilleras de su mono pardo.
—Por supuesto, señor Spock. Le enseñaré dónde está. De hecho, quizá me pueda ayudar. Nuestro técnico se lesionó el mes pasado al caerse mientras exploraba las ruinas y tuvo que ser trasladado para someterse a tratamiento en la Base Estelar próxima. Aún no ha llegado su sustituto y parece que algunos de los circuitos del equipo de comunicaciones no funcionan bien. Desgraciadamente, ninguno de nosotros está capacitado para intentar repararlo.
—Los equipos de comunicación no son de mi especialidad pero veré lo que puedo hacer. —El vulcaniano se dirigió a Zar—. Ve con el capitán y el doctor McCoy. Ellos te indicarán dónde puedes lavarte y te darán ropas más apropiadas.
El joven siguió la partida del primer oficial con mirada triste antes de reunirse con los demás.
Cuando llegaron al edificio del campamento, Kirk partió en busca de un mono de trabajo y McCoy, consciente de las miradas fascinadas del joven al mobiliario, llevó a su protegido al interior de la estructura. Éste se comportaba con aplomo hasta que llegaron a la sala de repuestos y recreo. Las luces se encendieron automáticamente a su entrada. Zar dio un salto y aterrizó de cuclillas, con el cuchillo en la mano y los ojos rastreando el espacio.
McCoy le tendió la mano en un gesto reconfortante.
—Tranquilo, hijo. Las luces registran el calor de los cuerpos y se encienden cuando cruzamos el umbral.
Los ojos grises de Zar seguían abiertos de par en par.
—¿Automáticamente?
—Sí, sal conmigo un momento.
Salieron de la sala y de inmediato las luces se apagaron. El protegido de McCoy dio un paso adelante y se le escapó una exclamación inarticulada cuando las luces volvieron a encenderse. Dedicó todo un minuto a determinar qué porción de su cuerpo era necesaria para que se produjera el fenómeno. (Parecía que una pierna era suficiente aunque un pie solo, no.)
El doctor le observaba con paciencia, divertido, y cuando el joven hubo completado su experimento le reveló el milagro del agua corriente.
La instalación de las duchas logró, finalmente, que el aprendiz mostrara rechazo.
—Pero el agua es para beber —argumentó—. ¡No puede haber tanta como para gastarla de esta forma!
—Nosotros no tenemos que fundir hielo para obtener agua, Zar. Podemos fabricar toda la que necesitemos. Hay mucha. ¿Cómo te lavabas antes?
—En un cubo; a veces. Cuando mi madre estaba viva me hacía lavarme más a menudo pero últimamente… —El hombro cubierto de cuero se encogió levemente.
—Entonces ya es hora de que te frotes bien a fondo. Te aseguro que sólo duele un poco al principio, y tendrás que acostumbrarte. ¡Comparada con las instalaciones de la Enterprise ésta es primitiva, y tú las usarás! —La expresión aprensiva del joven produjo un amago de sonrisa en la comisura de sus labios, y se obligó a decir en tono severo—: Ahora date prisa. El capitán volverá en cualquier momento. Recuerda, los controles del agua están aquí, el jabón aquí y el aire caliente a tu derecha. —Girándose para marchar, echó una última mirada a su reticente alumno—. Adentro. Ahora mismo —ordenó y cerró la puerta.
Los chapoteos que vinieron del otro lado de la puerta le confirmaron que sus instrucciones estaban siendo obedecidas. McCoy sonrió cuando recordó que debió haber avisado a Zar de aguantar la respiración al sumergir la cabeza.
Kirk entró con un bulto de ropa. Giró la cabeza hacia el chapoteo.
—¿Todo va bien allí dentro?
—Supongo que sí. Tenía sus dudas pero, en cuanto le dije que todos lo hacían en la nave, cedió. ¿Dónde está Spock?
—Se ha ido a enviar aquel mensaje. Creo que se trata de algún tipo de confirmación a T’Pau. Vargas me ha dicho que está arreglando los circuitos.
—Probablemente esté encantado con la excusa para mantenerse alejado. ¿Dónde está mi botiquín?
—Lo he traído. —El capitán le dio el estuche negro.
—Bien. —El médico extrajo varias ampollas para su jeringa—. Debo asegurarme de que no contraiga todos los bichos, desde el sarampión a la fiebre rigeliana. Lo más probable es que no tenga defensas naturales. Buen chaval ¿no le parece? Simpático como un cachorrito. Odio pensar en lo que van a conseguir dos semanas de deshumanización vulcaniana. ¿Se ha fijado en cómo mira a Spock? Ya ha empezado a imitarle.
—Es natural ¿no le parece? Pero yo no me preocuparía demasiado. Es bastante autosuficiente y esto le ayudará. Tiene que aprender muchas cosas y la disciplina vulcaniana quizá sea exactamente lo que necesita.
McCoy resopló.
—Lo único para lo que sirve la disciplina vulcaniana es…
—Calló ante la interrupción de los ruidos en la ducha. Kirk sonrió y se fue hacia la puerta.
—Le dejo vestirle y afeitarle. Al fin y al cabo yo soy el capitán de una nave estelar, no un ayuda de cámara.
Tan pronto Zar emergió de la ducha, libre de mugre y de ropas, el oficial médico le puso varias inyecciones.
—¿Para qué? —quiso saber, tenso por el silbido del espray inyectable.
—Para que no te contagiemos enfermedades. Venga, ésta es la última.
McCoy recorrió a su paciente con el escáner y su mirada profesional. Aunque delgado hasta el extremo de demacrado, el tono muscular del joven era bueno. «Se parece más a un caballo de carreras que a un muerto de hambre —pensó McCoy—. Hombros anchos; cuando alcance su peso ideal será más robusto que Spock. ¿Cómo diablos consiguió esas cicatrices?»
Las mellas dentadas se habían curado hacía mucho, pero eran muy visibles. Una corría a lo largo del antebrazo derecho, de la muñeca al codo. La otra partía de la superficie externa del muslo derecho y llegaba casi a la rodilla. McCoy movió la cabeza cuando pensó en el aspecto de las heridas recién hechas.
—¿Qué son estas cicatrices, hijo? —preguntó, señalando los surcos de los queloides.
—Me atacó un vitha. Tenía crías y yo me resguardé de una tormenta al lado de su guarida. Me quedé dormido y ella volvió y me atacó antes de que tuviera tiempo de darle miedo.
El doctor le dio la ropa que había traído Kirk y prosiguió mientras le ayudaba con los desconocidos cierres:
—¿Qué es un vitha? ¿Es uno de los animales que pintaste?
—No. Son muy tímidos y no se dejan ver. Son feroces cuando se sienten atrapados, así que no solía cazarles. Las heridas que provocan supuran fácilmente, como pude descubrir. —Gesticuló en el aire—. Así de altos, con tórax grande y orejas que… podría dibujar uno mejor que describírselo.
McCoy cogió una estilográfica y un cuaderno de papel y le enseñó cómo utilizarlos. Los largos dedos delgados, con sus uñas dentadas, dibujaron con rapidez la imagen de una extraña criatura, que al médico le parecía como una mezcla de nutria y cabra. Lo reconoció: había visto su esqueleto en un libro sobre el pasado de Sarpeidón, y recordaba que alcanzaba una altura de dos metros y medio cuando se levantaba sobre sus patas traseras.
—Si éste es el aspecto que tenían, fuiste listo al mantenerte alejado de ellos.
McCoy estudió más a fondo el apresurado dibujo. El estilo no era sofisticado, pero las líneas eran precisas y sugerían vida y movimiento.
—Cuando volvamos a la Enterprise tendré que presentarte a Jan Sajii. Es un artista bastante conocido, aparte de su trabajo como xenobiólogo. Quizá te pueda dar algunos consejos. Zar asintió con la cabeza. —Me gustaría.
McCoy sacó unas tijeras médicas de su botiquín y le indicó que se sentara en una silla.
—Es casi una lástima cortarla —comentó, sopesando la negra y ondulada cabellera que casi llegaba a la cintura del joven—. Pero la moda masculina actual, sobre todo a bordo de las naves espaciales, decreta que se debe eliminar. —Envolvió a Zar solemnemente con una sábana y empezó a cortar con rápidos ademanes—. Antiguamente, los cirujanos dedicaban gran parte de su tiempo a la barbería. No seamos descorteses con el pasado.
Su cliente parecía confuso.
—¿Perdón?
—Es una referencia arcaica. Te lo explicaré más tarde. Hace unos minutos, dijiste algo que me llamó la atención. ¿Cómo podías dar miedo al vitha? ¿Qué quisiste decir?
—Es lo que intenté hacer con el… señor Spock cuando vi que podían encontrar mi cueva. Su mente fue demasiado fuerte para mi miedo. Y ustedes eran tres, demasiados para poder influir en todos.
—¿Quieres decir que eres capaz de proyectar tus propias emociones como medio de defensa?
—No sé cómo lo hago. Cuando estoy asustado o enfadado, puedo… concentrarme en una persona o animal, si es un animal superior, y transmitirle el miedo o la ira que yo siento. Si hago un gran esfuerzo, puedo hacer que el miedo sea tan grande que el animal se marche. Cuando me atacó el vitha tuve la certeza de que iba a morir, y mi ira y mi miedo mientras luchábamos eran tan grandes que lo maté. Al menos es lo que creo que pasó. Perdí el conocimiento por el dolor y, cuando desperté, él estaba muerto y mi cuchillo todavía en su funda. Pero nunca más pude proyectar con tal fuerza.
—¿Lo aprendiste de Zarabeth?
—No. Ella me dijo que algunos de los miembros de su familia podían percibir las emociones y comunicarlas a los demás, pero mi madre no podía hacerlo.
—¿Y eres capaz de leer el pensamiento, las ideas?
Zar pensó atentamente antes de contestar.
—A veces, cuando usted me toca… sé lo que piensa. Es un instante, luego desaparece. Hoy, que he estado por primera vez con otras personas, tuve que impedirlo porque las impresiones me confundían. Cuando era pequeño aprendí a leer los pensamientos de mi madre pero ella dijo que no era de buena educación hacerlo sin su permiso.
«De modo que —pensó McCoy— Zar puede haber heredado ciertas habilidades telepáticas de los vulcanianos, además de esa proyección del miedo, sea lo que sea. Tengo que examinarle cuando volvamos a la nave». Se ocupó con las tijeras y el peine y, al cabo de pocos minutos, dio un paso atrás para admirar su obra.
—No está nada mal. Ahora deshagámonos de la barba.
Poco después, el joven pasó los dedos por la cabeza y se frotó la barbilla.
—Tengo frío en el cuello.
—No es de extrañar —dijo McCoy distraído mientras estudiaba las facciones recién reveladas. «La mandíbula y la boca son las de su madre pero, sobre todo…» Movió la cabeza—. Vamos a limpiar e ir a comer algo.
Sus ojos se iluminaron ante la mención de la comida.
Cuando llegaron, la cocina rebosaba de olores apetitosos. Kirk y Spock se les habían adelantado y estaban sentados en la gran mesa con la doctora Vargas y el resto de los arqueólogos. Zar vaciló al cruzar la puerta, consciente de pronto de todas las miradas vueltas hacia él. Ante todas esas personas, más de las que había visto en su vida entera, sintió que su corazón empezaba a latir con fuerza aunque no hubiera nada con que luchar, nada de que huir. Sus ojos buscaron desesperadamente una imagen familiar y encontraron el rostro del capitán, luego la cara de Spock, pero sus expresiones no le reconfortaron; estaban asombrados.
McCoy apoyó la mano en su hombro y Zar se sobresaltó.
—Siéntate aquí, hijo.
El joven se sintió aliviado al ponerse en movimiento, aliviado de poder sentarse al lado del médico y escapar de aquellas miradas insistentes que no comprendía. Hubo un largo minuto de silencio hasta que la doctora Vargas carraspeó.
—No sabía que el parecido familiar fuera tan marcado entre los vulcanianos, señor Spock. ¿Cuál es su grado de parentesco?
La voz del primer oficial era normal aunque no miró a la arqueóloga a los ojos.
—Las relaciones familiares son complicadas en Vulcano. El término es intraducible.
«Ahí va otra mentira», pensó McCoy, y miró a Zar. El joven miraba a Spock inexpresivo, pero el médico sabía que había captado la evasiva aunque no su motivo.
Se volvió a iniciar la conversación, y McCoy pasó fuentes de comida a su protegido. Zar comparó mentalmente la cantidad de alimentos sobre la mesa y el número de comensales y se sirvió una ración pequeña; muchas veces se había tenido que conformar con menos. Viéndolo, McCoy preguntó:
—¿No tienes hambre? Hay mucho más donde ha venido esto.
—¿Suficiente para todos?
El joven parecía escéptico.
—Claro. Adelante; cómete todo lo que quieras.
McCoy le pasó otra fuente. El joven se sirvió con vacilación y empezó a comer lentamente; manejaba cuchillo y tenedor con eficiencia, pero imitaba a los demás comensales en el momento de usar los utensilios de servir. McCoy se fijó en que Zar copiaba la elección de alimentos de Spock.
Al final de la comida, la doctora Vargas les invitó a la sala de recreo donde varios de los arqueólogos —que sabían tocar instrumentos musicales— se reunían cada tarde para un concierto informal.
Colocándose en sus asientos, Kirk murmuró a McCoy:
—Lo hizo a propósito, Bones. Me refiero a cortar su pelo como el de Spock.
El oficial médico sonrió, impenitente.
—Claro que sí —contestó—. A Spock siempre le va bien una pequeña sacudida. ¿Vio su cara cuando entró Zar? Que no tiene emociones, ¡y una porra!
—Desde luego me conmocionó a mí. Me pregunto cuál será la reacción cuando volvamos a la Enterprise.
—No sospecharán la verdad debido a la diferencia de edad pero… —McCoy calló porque el concierto estaba a punto de comenzar.
Los arqueólogos tocaban bien, especialmente Vargas, quien tocaba el violín. McCoy vio que a Zar le fascinaba la música. Al final del concierto el joven examinó el violín con gran atención aunque no se atrevió a tocarlo.
—¿Cómo funciona? —quiso saber.
Vargas sonrió y acarició la madera pulida.
—Necesitaría mucho tiempo para explicártelo todo, Zar. Más tiempo del que dispones, ya que el señor Spock dice que se van con la nave de suministros mañana por la mañana. Pero, si te informas acerca de los violines, estarás contento de haber tenido la oportunidad de ver éste. Es un auténtico Stradivarius, uno de los aproximadamente cien que existen todavía fuera de los museos. Necesité un permiso especial para poder quedármelo para uso personal y tuve que ahorrar durante años para comprármelo.
Spock, que estaba sentado cerca, se acercó para estudiar el instrumento.
—Un ejemplar bien cuidado, doctora Vargas. Su tono es excelente.
—¿Toca usted, señor Spock? —preguntó ella.
—Solía hacerlo antes… pero hace años.
—A propósito, gracias por reparar el aparato de comunicaciones.
—No fue difícil. Sin embargo, necesita una revisión general. —El vulcaniano se giró hacia Zar—. Me gustaría hablar contigo, un momento.
Cuando llegaron a la intimidad de la biblioteca, Spock le indicó que se sentara.
—No será fácil explicar tu presencia cuando lleguemos a la Enterprise —empezó sin preámbulos—. Debido a tu… aspecto, la gente te considerará vulcaniano y esperará de ti determinado comportamiento. Creo que será mejor que estudies la historia y las costumbres vulcanianas para saber qué se espera de ti. Empezaré a enseñarte la lengua tan pronto como te encuentres preparado para aprender.
Se detuvo y le ofreció varios microcarretes.
—Te ofrecerán cierta información básica.
A Zar no se le ocurría nada que decir así que permaneció callado.
Spock alzó una ceja.
—¿Puedes leer, supongo?
—Sí —respondió Zar lacónicamente, ofendido—. Antes de su exilio, mi madre era maestra, entre otras cosas. ¿No lo sabía?
La delgada cara saturnina era distante.
—No.
—Sabía muchas cosas de ustedes… Spock se levantó.
—No veo lógica alguna en remover el pasado. Cuando hayas acabado con estas cintas trazaré un plan educativo. Buenas noches.
Después de su partida Zar permaneció sentado, sin saber qué hacer. Había sido un día largo. ¿Era posible que aquella mañana se hubiera despertado en el saliente sobre el campamento de los extranjeros? Miró la mesa de la cocina y consideró la posibilidad de acurrucarse debajo. Era probable que nadie se fijara en él, pero quizá no fuera de buena educación. Sus ojos se cerraban a pesar suyo cuando le encontró McCoy.
—Ah, estás aquí. He venido para enseñarte dónde puedes dormir esta noche.
Siguió al médico hasta la sala de recreo, donde le habían abierto un saco de dormir.
—Me temo que tendrás que conformarte con el suelo, como el resto de nosotros. Los arqueólogos no tienen muchas visitas y no disponen de camas extra. Estos sacos de dormir no están mal, sin embargo. Tienen piso de espuma y control térmico. —McCoy se los mostró—. Así que no deberías sentirte demasiado incómodo.
Zar parecía divertido.
—Doctor McCoy, ayer noche dormí en un saliente de roca y hielo no mucho más ancho que yo, y sin más que una capa de piel para cubrirme. Estaré bien aquí.
—Entiendo. Bien, buenas noches entonces. —McCoy giró para irse y luego, en un impulso, se volvió—. Zar…
—¿Sí?
—No dejes que la… actitud de Spock te perturbe. Así son los vulcanianos.
El joven movió la cabeza con tristeza y suspiró.
—No esperaba otra cosa. Mi madre me dijo que era frío y callado cuando le conoció, pero que después fue amable y considerado con ella. Todavía no me conoce. Debo pasar la prueba, como hizo ella.
McCoy quedó sorprendido pero pronto se repuso. Repitió las buenas noches con una sonrisa reconfortante. Por alguna razón no podía pensar en dormir, así que salió fuera.
Empezó a caminar bajo la dulce luz estelar, pensativo, con el cabello revuelto por el viento frío. Su primer impulso había sido contar a Zar toda la historia del atavachron y de su efecto sobre el metabolismo y las reacciones del vulcaniano. Pero no se sentía capaz de desilusionar al joven… y Spock no le agradecería la interferencia. Aun así… movió la cabeza al recordar la expresión del vulcaniano cuando miraba a Zarabeth antes de dejarla atrás, en aquel infierno helado. Claro que hablaría a Zar de un Spock distinto al que había conocido hoy. «Amable y considerado… Maldita sea…»
McCoy se apoyó contra la pared y pensó lúgubremente que el rescate de Zar causaría al joven muchos más problemas de los que iba a resolver.