9
El doctor McCoy se detuvo ante la cabina que Zar compartía con dos hombres más y tecleó en el panel de la puerta. Se abrió, y entró para ver a Juan Córdova y David Steinberg, los compañeros de cuarto de Zar, que jugaban al póker en la sala de estar común. Córdova levantó la vista.
—Hola, Doc. —Hizo un gesto hacia el dormitorio—. Está allí.
—Gracias, Juan. —El médico dudó—. ¿Le ven mucho últimamente?
Steinberg negó con la cabeza.
—No, durante estos dos últimos días. Está encerrado en sí mismo.
Córdova parecía preocupado.
—Hasta le invité a jugar una partida con nosotros, y se negó. Es la primera vez que ocurre esto.
A pesar de su preocupación, McCoy esbozó media sonrisa.
—Juega un póker bastante travieso, ¿verdad? Le enseñé todo lo que sabía… hasta que empezó a salirme caro.
Steinberg se indignó.
—¿Quiere decir que usted es el culpable? ¡Es la última vez que juego al póker con un vulcaniano!
—Sí —secundó Córdova—. Le llevaré conmigo en mi próximo permiso. ¡Reventaremos todos los casinos, desde el Centro hasta el Imperio Klingon!
El oficial médico rió por lo bajo y luego se puso serio. Señaló la puerta cerrada.
—¿Conocen la razón… han hecho algo que pudiera…? Steinberg negaba con la cabeza.
—Si quiere saber si le hemos molestado últimamente, la respuesta es que no. Cuando fui directo y le pregunté si se encontraba bien, se limitó a mirarme y dijo: «Claro. ¿Os parece que no?». Y lo dijo… ya sabe, de aquella forma tan… vulcaniana.
McCoy, sombrío, tecleó el panel de la puerta.
—Claro que lo sé —musitó.
—¿Quién es? —Era la voz de Zar pero la puerta permaneció cerrada.
—McCoy.
El panel se abrió.
—Disculpe, doctor. No sabía que estaba aquí. Entre, por favor… —El joven estaba sentado ante un caballete, pincel y paleta en mano.
—No te he visto mucho estos dos últimos días, Zar. ¿Qué ocurre?
Zar dio unos toques cuidadosos al lienzo y evitó la mirada escrutadora del médico.
—¿Ocurrir? La Enterprise mantiene una gravedad constante equivalente a la terrestre. ¿Por qué iba a…?
—¡No, otro más no! —le interrumpió McCoy con un gruñido. Al ver que el artista no apartaba los ojos de su lienzo, se corrigió—: Quiero decir ¿qué cosas te han ocurrido a ti últimamente?
Un hombro se alzó con lo que el oficial médico interpretó como un gesto de indiferencia. Confuso, McCoy dio la vuelta al caballete para ver mejor la pintura.
Era un sol rojo que se ponía tras un escarpado saliente de piedras y hielo. El fondo estaba borroso, y el reflejo del sol sobre las rocas escarchadas formaba una escena que McCoy recordaba vívidamente. El alzado desafiante del glaciar hería la redondez del sol como una daga.
—Un frío infierno, a pesar del sol —comentó el médico—. Recuerdo el extraño aspecto de ese helado resplandor. Lo has captado muy bien aquí.
El cumplido disipó en parte la expresión distante del artista. Zar dio una nueva y cuidadosa pincelada en una de las esquinas y se volvió para que McCoy no pudiera verle la cara, pero su voz le traicionó.
—Es hermoso. Tan cruel y tan hermoso. Lo echo de menos… a veces. —Se enderezó y dejó el pincel—. Éste es el favorito de Jan.
—¿Has hecho más?
—Sí, me gustaría pintar prácticamente todo lo que he visto. He hecho tres más desde que estoy a bordo, y algunos dibujos.
—Me gustaría verlos.
Zar sacó varios lienzos y un grueso block de dibujos del armario empotrado en la pared.
—Me temo que no son exactamente como los había imaginado —se disculpó—. Nada sale como me lo imagino.
McCoy puso la primera pintura al otro lado del caballete y la examinó. Un retrato de Jan Sajii. Las facciones características eran inconfundibles, a pesar de los errores de perspectiva. El artista había captado la peculiar inclinación de la cabeza, el sentido del humor en los ojos.
—Es el primero que hice —explicó el joven.
El oficial médico asintió.
—Desde luego, ése es Jan. Le has acertado.
La segunda pintura era una composición que mostraba el arpa vulcaniana de Spock apoyada contra una silla, al lado de un libro abierto. En sus páginas se podían leer ecuaciones matemáticas. Una túnica del uniforme de la Flota Estelar colgaba del respaldo de una silla, una de sus mangas caída. La trenza dorada de comandante brillaba contra la tela azul. McCoy estudió la pintura atentamente, aprobando para sí, y luego miró a Zar, que no le devolvió la mirada. Bajó el lienzo cuidadosamente.
La última pintura era abstracta; remolinos de tonalidades púrpura que se apagaban en tintes color espliego trocados en rosas y azules pálidos. Un brusco trazo mellado de color negro partía del centro para perderse en un lateral del cuadro. A McCoy le resultó inquietante.
—¿Qué es? —preguntó.
Los ojos grises aún evitaban su mirada.
—Lo pinté la otra noche. No significa nada, realmente. El médico produjo un tosco sonido.
—Y una porra, que no significa nada. Apuesto a que un psicólogo se lo pasaría bien interpretándolo. Ojalá supiera más en este campo.
Mientras Zar guardaba las pinturas, abrió el block de dibujo y sonrió un poco al reconocerse a sí mismo inclinado sobre un microscopio, en el laboratorio. Los dibujos abarcaban desde gente a bordo de la Enterprise hasta los animales ya extinguidos de Sarpeidón, con algunas tintas convencionales de frutas y unos cuantos estudios bosquejados de los circuitos electrónicos. El médico volvió a un dibujo de Uhura encorvada sobre su panel de comunicaciones, con su típica inclinación de cabeza, mientras escuchaba voces que sólo ella podía oír.
—Éste me gusta de verdad.
El joven miró por encima del hombro, luego quitó el cuaderno de manos de McCoy y arrancó la página para ofrecérsela. El médico sonrió, complacido, y señaló una esquina.
—Gracias. ¿Me lo firmarías? Tengo la sensación de que esto valdrá dinero un día. Jan está de acuerdo conmigo, dice que tienes auténtico talento.
Zar negó con la cabeza y farfulló:
—Es usted un optimista, doctor.
Pero McCoy sabía que estaba contento; firmó el dibujo con una floritura.
Aunque seguía perplejo por la reticencia y el mal humor del chico, al oficial médico le alivió que su tristeza pareciera disiparse. Propuso ir a comer y vio un destello de alegría en los ojos grises.
—¿Recuerda alguna vez que me haya negado a comer?
El pequeño comedor estaba atestado cuando entraron. McCoy dio su pedido y se llevó un sándwich, sopa, café y un gran trozo de tarta a una mesa vacía. Su acompañante se reunió con él al cabo de un minuto, con una gran bandeja cargada hasta los bordes de una enorme ensalada, barquillos de soja proteica, varios tipos de verduras y dos postres distintos. El médico movió la cabeza cuando el otro atacó la ensalada con entusiasmo.
—¿Sigues tomando el suplemento que te receté?
—Sí. Sabe bien.
—Bueno, creo que pronto podrás dejarlo. Desde luego has engordado desde que dejamos Sarpeidón.
—Lo sé. El otro día tuve que pedir un traje de talla mayor. El otro me apretaba en los hombros.
—Si sigues comiendo así te apretará en la cintura.
Zar detuvo el cubierto a medio camino hacia su boca y pareció algo alarmado.
—¿Lo cree de verdad? Hago ejercicios con el capitán Kirk casi cada día y me entreno mucho a solas. El capitán dice que sólo mirarme le cansa. —Bajó el tenedor y movió la cabeza—. No me gustaría estar gordo.
McCoy hizo una mueca.
—No me tomes al pie de la letra. Adelante, acaba tu comida. Te estaba tomando el pelo, es decir, era una broma. Ven a la enfermería algún día y te pesaré. Para mis archivos, y para satisfacer mi curiosidad.
La conversación volvió a la pintura; McCoy hablaba a su amigo de las galerías de arte en la Tierra cuando, de repente, toda la animación desapareció de la mirada de Zar. El doctor alzó la vista para ver al primer oficial y al ingeniero jefe al otro lado del comedor. «Ahora sabremos de qué se trata», pensó, y les llamó para que les acompañaran.
Los dos oficiales se sentaron, y McCoy y Scott intercambiaron unas palabras mientras Spock y Zar permanecían callados. El médico miró los dos rostros impasibles. «Peor que nunca. Y Zar ya ni siquiera lo intenta».
—¿Has terminado tu asignatura de física?
El vulcaniano era brusco. Su inflexión, la de un maestro a un alumno atrasado. McCoy podía sentir la incomodidad de Zar, aunque la expresión del joven no había cambiado.
—Casi, señor.
—Muy bien. ¿Qué son las líneas Fraunhofer?
Zar suspiró.
—Las oscuras líneas de absorción del espectro solar.
—Esencialmente correcto, pero falto de detalles. ¿Cuál es la función de la espectroscopia?
—Fue a través de la función espectroscópica como…
Zar prosiguió con voz precisa. Sonaba como una cinta educativa. Terminó y respiró profundamente. La catequización continuó.
—¿Qué es el Principio de Incertidumbre Heisenberg? No hace falta que me des las matemáticas.
«Generoso bastardo —pensó McCoy mirando al vulcano—. ¿Por qué hace esto?» Y con una repentina intuición: «No sabe de qué otra manera hablar con el chico…».
—… la medición de su momento es aproximadamente equivalente a la constante «h» de Planck; «h» equivale a 6,26 veces 10 elevado a menos una vigesimoséptima parte de ergios por segundo.
Zar terminó, aliviado.
«Basta. Ya», pensó McCoy. Pero, tras una pausa de un segundo, el vulcaniano prosiguió:
—¿Qué leyes rigen los efectos fotoeléctricos? Explica el fenómeno por medio de los conceptos de la teoría cuántica.
El joven dudó por un largo instante. Esta vez su respuesta fue más lenta e interrumpida, con pausas, mientras trataba de recuperar la información de su memoria.
Después de exponer debidamente las tres leyes, McCoy se dirigió al vulcaniano para cambiar el tema, pero Spock no le hizo caso.
—La fórmula, por favor.
Los ojos grises lanzaron una mirada al médico y descendieron. Ahora la voz de Zar sonó más baja, como si le apretaran los músculos de la garganta, y dudaba entre palabras, con obvio esfuerzo. Finalmente, terminó a trompicones.
El primer oficial alzó una ceja.
—Tienes que repasarlo. Muy bien ¿qué quiere decir ángulo crítico de incidencia?
Una larga pausa. McCoy agarraba con fuerza el mango de su cucharilla al remover su café, ya frío. El joven pensó intensamente, luego sus facciones se endurecieron y levantó la barbilla.
—No lo sé, señor.
—El ángulo crítico de incidencia… —empezó Spock y prosiguió con su eficaz lección durante cuatro o cinco minutos. El médico miró a Scotty, quien fingía un amable interés, bastante creíble para alguien que ya conocía todo aquello.
Finalmente, pareció que la lección llegaba a su fin. Spock concluyó con dos frases que resumían el tema, y se detuvo. Zar contempló a los otros dos oficiales, quedó callado por un momento y luego alzó lentamente una ceja.
—Fascinante —entonó.
La imitación era perfecta, pero en modo alguno bienintencionada. «Se puede imitar y se puede burlar —pensó McCoy—, y esto es decididamente una burla». El vulcaniano también la notó, bajó la mirada y cogió apresuradamente su tenedor.
El médico se aclaró la garganta.
—¿Cuál cree que será nuestra próxima misión, Scotty?
—Sea la que sea, espero que tenga algo de emoción. Mis diarios técnicos me resultan más fascinantes que este viaje.
La conversación entre el ingeniero jefe y el oficial médico prosiguió sin orden ni concierto, hasta que Scotty anunció que entraba en servicio, y se marchó.
Spock, para quien el ambiente resultaba evidentemente incómodo, hizo un nuevo esfuerzo.
—He terminado la revisión de tu asignatura en bioquímica, Zar. Tus respuestas han sido en general acertadas. Si tienes preparada tu siguiente asignatura, podría…
Sin pronunciar palabra, el joven se levantó y abandonó la mesa, encaminándose hacia los procesadores de alimentos al otro extremo del comedor.
Turbado y preocupado, McCoy trató de aligerar el ambiente:
—¡En mi vida he visto a alguien con un apetito así! ¡Conseguiría avergonzar a Atila y sus hordas de hunos!
Zar volvió a la mesa con un gran bocadillo de carne. Lo cogió deliberadamente y empezó a comer, ajeno a todo lo que le rodeaba.
Cuando, avanzado el día, el médico contó el incidente a Kirk en la enfermería, el capitán sonrió. McCoy movió la cabeza.
—No fue divertido, Jim. Zar lo comió delante de sus narices. Era el peor insulto que se le podría ocurrir. Debería haberle visto… ¡y debería haber visto a Spock!
—¿Le molestó de verdad?
—Sí. Su expresión cambió, sabe cómo, cuando está herido y no quiere que se le note, y se marchó. Zar se quedó hasta que desapareció de su vista, luego dejó su comida y se fue. No me importa reconocer que estoy preocupado por los dos. ¿Qué ha podido impulsar a Zar a este cambio de actitud?
Kirk pareció incómodo.
—Creo que lo sé. El otro día le dije la verdad… acerca de Spock, el atavachron y su relación con Zarabeth.
El médico silbó por lo bajo.
—Eso lo explica… ¿le supo muy mal?
—Sí. Esto es grave. No puedo arriesgarme a que estas cosas afecten a la eficiencia de Spock. Es un oficial muy valioso. Lo siento por Zar aunque… diablos, lo siento también por Spock. Pero tengo una nave que manejar. Esto no puede seguir así.
El silbido del contramaestre llenó el aire.
—Capitán Kirk, responda, por favor. Era la voz contralto de la teniente Uhura.
Apretó un botón en el comunicador de la enfermería.
—Kirk al habla.
—Capitán, recibo una llamada de socorro Prioridad Uno del sector 90.4. Está en código, señor. Alto secreto.
—Ahora voy.
Kirk había salido por la puerta antes de que McCoy tuviera tiempo de levantarse de su asiento.