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DIARIO DEL CAPITÁN: FECHA ESTELAR 6324.09

Nuestra misión actual de cartografiado del Sector 70.2 de este cuadrante inexplorado procede sin novedad, hasta tal punto que he tenido que recurrir a maniobras de combate simulado y ejercicios de abandono de la nave para mantener la eficacia de mi tripulación. Todos esperan con impaciencia la formación prevista de un destacamento de inspección y reparaciones en la Base Estelar 11, y la mayoría de los tripulantes han solicitado permiso de salida. La moral es alta, en parte debido a la fiesta planeada para la noche de nuestro atraque. Los únicos miembros de mi tripulación que no están contentos con el espacio son mi jefe del equipo médico y mi primer oficial. Ambos han estado excepcionalmente tranquilos durante los dos últimos días. No he interrogado a ninguno de los dos, pero pienso hacerlo en caso de persistir esta actitud.

La Enterprise, crucero de clase pesada, se deslizaba serenamente por el espacio, ajena al alboroto causado por su próxima revisión en la Base Estelar 11. La mayoría de los tripulantes, sin embargo, se dedicaban a pulir sus artes para la fiesta. El teniente Sulu y el soldado Phillips hacían una exhibición de esgrima. La coral ensayaba baladas —en parte imaginarias y en parte verdaderas— sobre el capitán. (Él fingía no darse cuenta de ello).

Y el pequeño teatro llevaba a escena al H.M.S. Pinafore. La producción era dirigida por la teniente Uhura, y el ingeniero jefe Scott, que tenía una hermosa voz de barítono y cantaba la parte del capitán Corcoran. Una tarde, a la hora de comer, Kirk, Scotty y Uhura comentaban la opereta cuando McCoy se unió a ellos.

—Siéntese, Bones. —Kirk tomó un buen bocado de una gran lechuga y sorbió su leche desnatada—. Me transformaré en conejo si sigo con estas dietas suyas. ¡Y entonces tendré que quedarme mirando mientras Scotty engulle una tarta Selva Negra!

El ingeniero jefe tragó y sonrió.

—¡Uno debe mantener sus fuerzas si tiene que trabajar todo el día y ensayar toda la noche!

—De hecho, capitán —dijo Uhura mientras daba golpecitos pensativos en su mejilla morena con una uña pintada—, deberíamos actualizar la producción un poco ¿no le parece? Reescribir a Gilbert y Sullivan para hacerlos más… contemporáneos. ¿Por qué, por ejemplo, no situar la opereta en la Enterprise y darle un nombre nuevo? U.S.S. Enterprise suena tan bien como H.M.S. Pinafore. ¡Entonces usted podría cantar la parte del capitán!

Kirk rió por lo bajo, canturreó unas notas y empezó a cantar.

—No enfermo nunca, nunca, en el espacio… —desentonó. Uhura y Scotty le acompañaron.

—Cómo, ¿nunca?

—¡No, nunca!

—Cómo, ¿nunca?

—Bueno… casi nunca… —Kirk dejó de cantar e hizo una mueca a McCoy.

—¿Qué dice, Bones? ¿Tengo futuro en la ópera? El ídolo cantante de la Flota Estelar ¿eh? McCoy miró al techo.

—Según mi opinión profesional, le deberían haber extirpado la laringe al nacer para evitar esta posibilidad. Como capitán de una nave estelar, pasa. Como cantante… lo siento, Jim.

Kirk movió la cabeza con pesar.

—Otra gran carrera rota en sus inicios por falta de apoyo. Echó una mirada al crono y se levantó. —He de volver al puente. ¿Viene, doctor?

Cuando alcanzaron la relativa intimidad del pasillo, preguntó con tono casual:

—¿Qué ocurre, Bones?

McCoy movió la cabeza pero no contestó. Por el contrario, preguntó:

—¿Recuerda el planeta Sarpeidón que visitamos hace dos años?

El capitán le dirigió una intensa mirada.

—Fue semanas antes de que pudiera quitarme de la nariz el olor de aquella prisión medieval. Y aquel viejo loco, el señor Atoz… ¿Por qué me lo pregunta?

Tampoco ahora contestó el doctor. Tras una larga pausa, inquirió:

—¿Le ha comentado Spock alguna vez lo que nos pasó allí?

—No; por lo que puedo recordar, ustedes dos mantuvieron bastante silencio respecto a aquel suceso. De su informe oficial deduje que hubo una mujer que les salvó la vida en aquella edad de hielo. ¿Cómo se llamaba?

McCoy dudó un instante.

—Zarabeth. ¿Ha visto a Spock últimamente?

—No. ¿Debería? No ha estado de servicio durante las últimas 36 horas. —Sus ojos castaños escrutaron la cara del médico con preocupación—. ¿Seguro que no puede hablar de ello?

McCoy evitó su intensa mirada:

—No hay nada de qué hablar, capitán. Le veré después.

Kirk fijó la vista en el pasillo vacío, tentado de seguirle e insistir sobre el tema, pero finalmente continuó su camino. Puede que McCoy no quisiera reconocerlo, pero tenía cierta afinidad con Spock. Si no quería hablar, nadie podría convencerle.

El puente era tranquilo y reconfortante. Kirk se dejó caer en su sillón de mando y estudió el tablero de los informes, pero parte de su mente contaba los minutos hasta que Spock se presentara a servicio. El mejor primer oficial de la flota… sí, sin duda lo era. ¿Qué podría estar insinuando McCoy con sus alusiones a Sarpeidón? ¿Y aquella mujer? ¿Hablaba de sí? Por alguna razón, Kirk creía que no. Pero Spock no se liaría con una mujer… al menos nunca lo había hecho, excepto por Omicron Ceti III y aquellas esporas… curioso, siempre había pensado que había algo más para el vulcaniano que aquellas condenadas esporas… y, naturalmente, estaba T’Pring… pero aquello era distinto…

El capitán se incorporó de un salto, su mente agitada. Eran las 1301 y Spock llevaba un minuto de retraso. ¡Imposible! Pero el indicador de la computadora destelló la confirmación bajo sus dedos.

La puerta del puente se cerró a espaldas de Kirk y allí estaba Spock, de pie al lado del sillón de mando, con las manos anudadas en la espalda.

—Señor Spock ¿hay algún problema? Llega tarde. —La voz del capitán era tranquila, pero preocupada.

—Lamento mi retraso, señor. No volverá a ocurrir.

Los ojos del vulcaniano, distantes, se fijaron en un punto a tres centímetros por encima de la ceja izquierda de Kirk.

Suspirando para sus adentros, el capitán desistió; sabía por larga experiencia que Spock sólo hablaría cuando estuviera preparado. Quizá nunca. Se levantó y dijo con tono formal:

—El mando es suyo, señor Spock. Tengo una inspección del laboratorio hidropónico a las 0815. Infórmeme de cualquier novedad. En este sector se han detectado algunas tormentas radiactivas de calibre considerable.

El capitán abandonó el puente con una molesta punzada de inquietud en la nuca. Spock lo hubiese llamado, irracional; Kirk lo llamaba premonición.

A lo largo de los tres días siguientes el silencio de Spock y McCoy persistió y Kirk siguió preocupado. Se desahogó de su frustración con el androide de entrenamiento de la sección de autodefensa del gimnasio.

Estaba en su cabina, descansando tras una sesión de ejercicio especialmente dura, leyendo boca abajo sobre su litera. El libro era uno de sus volúmenes encuadernados preferidos. «El tipo de libro que puedes sostener en las manos», como había dicho Sam Cogley. El letrado le había iniciado en la afición de coleccionar libros «auténticos», y Kirk había encontrado este ejemplar admirablemente bien conservado de un viejo favorito suyo en una antigua tienda de Canopo IV. Estaba absorto en las aventuras del capitán Nemo y su Nautilus cuando se encendió la señal de la entrada.

—Pase.

Kirk volvía a colocar el libro en su funda protectora cuando la puerta se abrió y apareció su primer oficial. Hizo un ademán para invitarle a sentarse.

—Siéntese. ¿Le apetece un poco de brandy sauriano?

Spock negó con la cabeza y Kirk sirvió un poco para sí. Se sentó frente al vulcaniano con la copa entre las manos, y esperó.

Spock vaciló un largo momento.

—Esperaba verme.

El capitán asintió. Cuando vio que el vulcaniano se callaba, dijo:

—Hace días que noto que algo va mal. Primero se puso misterioso McCoy y luego usted. Ya veo que se trata de algo serio. ¿Quiere hablar de ello?

Spock miraba absorto una pintura de la Enterprise que colgaba de la pared. Kirk tuvo que esforzarse para oírle.

—Debo solicitar permiso de ausencia durante un período de tiempo indeterminado. Se trata de… un asunto familiar.

El capitán sorbió lentamente el brandy y estudió a su amigo. El vulcaniano parecía cansado; nuevas arrugas habían aparecido en torno de sus ojos y un aura de inquietud había sustituido su habitual control sereno. Kirk escuchaba atentamente, esperando las siguientes palabras de Spock, y de repente se dio cuenta de que algo se filtraba subliminalmente en su mente, le tocaba, y, por un momento, sintió una firme resolución mezclada con un sentimiento de culpabilidad y vergüenza. Contuvo el aliento, tratando de mirar hacia dentro, de centrarse… y el contacto, si de un contacto se trataba y no de su imaginación, desapareció.

Spock le miraba fijamente.

—Jim, usted no es telepático, ya lo sé, pero por un momento…

—Ya. Yo también lo he sentido. Por un momento. Suficiente para saber que usted está decidido a marchar y que la situación, sea la que sea, es bastante mala. Pero tendrá que contarme el resto en palabras, Spock.

—Se lo diría si pudiera, Jim. Pero el responsable de este… problema soy yo. Lo debo resolver yo solo.

—Algo me dice que está a punto de emprender algo peligroso. ¿Tengo razón?

Spock miró sus manos y repitió:

—Debo ir solo. Por favor, Kirk, no me pida que le explique por qué.

Kirk se inclinó hacia delante, agarró al vulcaniano por los hombros y le zarandeó.

—No sé cuál es el problema pero sé por qué no me lo cuenta. Le preocupa que si descubro la peligrosidad de este proyecto insistiré en acompañarle. Tiene razón. Insisto en ello.

El primer oficial negó con la cabeza y su voz sonó con dureza.

—No lo permitiré. No puedo asumir también la responsabilidad de su vida. Voy solo.

Kirk apoyó su copa en la mesa de un golpe.

—Maldita sea, Spock, no tiene que contarme nada si no quiere, pero debe abandonar la idea de dejar la nave sin mí.

La mandíbula de Spock se endureció y sus ojos se llenaron de ira. Kirk miró aquellos ojos sin pestañear y se preguntó dónde diablos iría Spock. Era obvio que McCoy sabía más de lo que quería decir. «¿Sarpeidón? Pero aquel planeta ya no existe. Hizo explosión. El presente… y el pasado… la mujer… y la cara en la pared de la cueva… ¿Cueva? ¿Cara?»

Kirk se enderezó. La imagen estaba clara en su mente. Una cara vulcaniana pintada en la pared de una cueva. No la había visto antes.

—Esta vez lo tengo, Spock. Llámelo empatía, telepatía o lo que le parezca; ahora sé. Esto tiene que ver con… la biología ¿no es así?

El vulcaniano asintió en silencio y hundió la cabeza en sus manos. Su voz era tensa.

—Sí. Debo estar perdiendo el control de mis barreras si lo he podido transmitir con tanta claridad. Claro que ha habido un contacto mental pero… estoy cansado, esto debe ser…

—No importan las explicaciones. Ahora sé y ya no importa.

Kirk miró al vulcaniano y suspiró.

—Es increíble… hace 5000 años en aquel infierno helado…

—Zarabeth tuvo un hijo mío. —Spock acabó la frase.

Se miraron fijamente durante un largo minuto y, finalmente, el capitán se movió.

—Puede haber otra explicación. Quizá Zarabeth le pintara a usted. No puede estar seguro…

—Estoy seguro. La cara de la cueva presenta características inequívocamente vulcanianas pero no es la mía. Los ojos son distintos. El cabello es más largo. Las facciones son las de un adolescente o poco más. Hay otras cosas. Los artefactos encontrados en la cueva evidencian un grado de civilización superior al que había alcanzado la raza en evolución en aquel hemisferio. Hay restos de metales trabajados, una lámpara de piedra que quemaba grasas animales. Anacronismos para aquel tiempo.

Kirk estaba convencido, pero negó con la cabeza.

—No tiene sentido atormentarse por un niño que vivió y murió hace 5000 años. No hay nada que pueda hacer.

Spock le miró serenamente.

—Vuelvo a por él.

El capitán no sabía qué era lo que había estado esperando, pero no era esto.

—Pero… Spock… ¿cómo?

Antes de acabar de pronunciar las palabras, un repentino recuerdo aún doliente tiró de él. «Todo es como una vez fue… deja que yo sea tu puerta de entrada…» Tomó otro sorbo y sintió el brandy que le quemaba la garganta.

—El Guardián de la Eternidad; lo utilizará para volver.

El vulcaniano asintió.

—Spock, aquel planeta ha sido declarado territorio prohibido excepto para la expedición arqueológica. No le permitirán acercarse y mucho menos atravesarlo. Para conseguir permiso de utilizar el Guardián necesitaría una influencia poderosa, probablemente alguien del rango de un gobernador planetario, como mínimo… —Pensó por un momento y volvió a contestarse a sí mismo—: T’Pau.

—Deducción lógica, capitán.

Kirk recordó a T’Pau, pequeña, frágil, anciana… pero con suficiente autoridad como para que una petición suya pasara por encima de las órdenes de un almirante de la Flota Estelar. Sí, ella tenía la influencia, claro que sí. Pero ¿la emplearía?

Kirk verbalizó su duda. El primer oficial era inflexible.

—Intercederá cuando le explique la razón. La familia es muy importante en Vulcano. La lealtad familiar prevalece incluso por encima de la ley planetaria. Vulcano está prácticamente gobernado por una oligarquía compuesta por varias familias eminentes. La mía es una de ellas. Y T’Pau no permitirá que uno de la familia viva y muera solo, lejos de su gente.

—No envidio su misión, Spock. —El capitán movió la cabeza—. No me gustaría ser yo quien tuviera que explicárselo.

—Tampoco a mí me entusiasma la idea de hacerlo, se lo aseguro. Pero así tiene que ser. Es mi deber.

Spock se levantó, titubeante.

—¿Supongo que mi solicitud de permiso podrá ser aprobada inmediatamente? Podemos desviarnos hacia Andros, en el sistema de Antares, con tan sólo un retraso de una hora y treinta y dos punto cuatro minutos.

Kirk asintió y se puso de pie.

—Decidido. Cursaré su solicitud de permiso inmediatamente. Si le dejamos en Andros, necesitaría más o menos una semana para llegar a Vulcano… El permiso y su regreso a la Base Estelar 11 deberían llevarle unos diez días más. Menos mal que tenemos esta revisión programada… Sí, funcionará… Estaré listo para marchar cuando vuelva. Con suerte, regresaremos antes de que acabe la inspección final. ¿Y bien? ¿Por qué se queda ahí de pie?

—Capitán, debo ir solo… me niego rotundamente…

Kirk le interrumpió a mitad de la frase.

—Está decidido. Extorsión, señor Spock. Si yo no voy, usted no consigue el permiso. Es así de sencillo.

—Esto podría resultar peligroso… No le puedo permitir que se arriesgue…

—Deje de discutir. Y deje también de tratar de envolverme en algodones. Puede que los humanos no seamos tan fuertes como los vulcanianos, pero esto no le da derecho a decirme lo que puedo y lo que no puedo hacer. Al fin y al cabo ¿quién manda aquí?

Kirk miró al crono.

—Tiene cuarenta y cinco minutos para prepararse. Le veré dentro de dos semanas y media. ¡En marcha!

Spock descubrió que había respondido a la última orden de manera automática y se encontró de pie en el pasillo, ante la puerta cerrada. Movió la cabeza con tristeza y se dio prisa para hacer el equipaje.