15

Spock y Zar se fueron acercando hasta encontrarse a unos quince metros del guardia romulano. Estaba al lado de la nave, vuelto de espaldas, y lucía el uniforme y la postura envarada de los centuriones. Cada cinco minutos exactamente, patrullaba a lo largo de la nave y escrutaba los alrededores con ojo avizor.

El vulcaniano susurró en voz tan baja que el joven tuvo que esforzarse para oírle:

—Ve al otro lado de la nave y distrae su atención. No hagas mucho ruido. Yo me ocuparé del guardia.

Zar resopló toscamente y siseó:

—Esto es altamente ilógico, y usted lo sabe. Soy yo el que puede acercársele y ocuparse de él sin ruido. Si no hay escándalo no vendrán más romulanos. Espere aquí.

Spock quiso agarrarle por los tobillos pero ya se había ido, fundido en las sombras como si nunca hubiese existido. El vulcaniano forzó la vista y finalmente le vio al otro lado de la nave, tras la negra sombra de una roca. Contorneó el casco a hurtadillas, y Spock vio brillar algo en su mano.

El centurión había recorrido la mitad de su ronda cuando Zar le asaltó. El movimiento fue tan rápido que todo acabó antes de que el primer oficial pudiera registrarlo. A pesar suyo, su mente ralentizó la acción y la repitió.

El salto felino —la llave en la mandíbula del guardia, el tirón hacia atrás de su cabeza—, el tajo que dejó el cuchillo en la garganta con un gesto veloz —y Zar que se apartó ágilmente para evitar la sangre.

A Spock le hizo falta casi medio minuto para levantarse y recorrer aquellos quince metros. Encontró a Zar sentado en sus talones, ocupado en limpiar el cuchillo contra el hombro que aún se contraía. El joven alzó la vista, sus ojos plateados en la luz tenue.

A Spock se le revolvieron las entrañas.

—¿Qué vas a hacer ahora? ¿Destriparle y colgarle?

La luz feroz fue apagándose en los ojos grises.

—¿Qué?

—Has quitado una vida… no había razón alguna… no hay excusa…

Zar no se dignó a mirar la figura ensangrentada. Se encogió de hombros.

—Era un enemigo. ¿Qué importa su vida?

Spock apretó los puños, luego se esforzó por abrirlos. Sus palabras fueron comedidas, decididas:

—Si eres capaz de hacer esto, no tienes derecho a considerarte vulcaniano.

El gesto no se le había escapado al joven, y su expresión se endureció. Se puso de pie frente al otro. Habló fríamente:

—He actuado con lógica. ¿Por qué dejarle vivir y arriesgarnos a que dé la alarma? Además, él y los suyos mataron a mis amigos… sin tanta piedad. Yo he matado de un golpe. Ellos murieron lentamente.

Spock negó con la cabeza.

—Su violencia no justifica la tuya. No había razón para matar… En Vulcano, la vida es valiosa… nunca puede ser devuelta ni reemplazada. Si tuviera la menor idea de que tenías… esta intención… te lo hubiese impedido. —Quiso darle la espalda, vaciló—. Avísame inmediatamente si alguien se acerca. —Miró al centurión con repulsión—. Más vale que escondas el cuerpo.

Zar le siguió con la mirada y rechinó los dientes con tanta fuerza que le dolieron los músculos de la mandíbula. Después tragó saliva compulsivamente y se agachó, enfundó el cuchillo y cogió al guardia.

El oficial científico llevaba casi una hora trabajando cuando Zar, hasta entonces una sombra inmóvil entre otras sombras, se le acercó. Se agachó al lado del vulcaniano y susurró:

—¿Cuánto tiempo más?

—Unos cuatro minutos para completar estos arreglos, luego podré conectar la corriente.

El joven negó con la cabeza.

—Es demasiado. Tenemos que escondernos y salir de aquí. Alguien viene. Ahora. —Los ojos grises se entrecerraron y se le vio ensimismado, atento—. Son más de uno.

Spock vaciló pero siguió con su trabajo.

—Lo conectaré y me ocultaré. Piérdete de vista.

—No le voy a dejar. Quizá no sea vulcaniano… pero no soy cobarde. —De nuevo la mirada ausente—. No tenemos ninguna posibilidad. Son seis. ¡Estarán aquí en cualquier momento!

El primer oficial rechinó los dientes, dudó un largo segundo más, luego se enderezó y empujó con los pies unas piedras sobre la unidad.

—Esperaremos a que se vayan y volveremos. Dirígete hacia aquellas ruinas.

Se fueron corriendo. Cuando llegaron a las ruinas, una pila fantasmal de bloques caídos que pudieron pertenecer a un edificio derrumbado, una autopista o prácticamente cualquier otra cosa, se encaramaron rápidamente a la cima. Había una gran roca que coronaba las demás dejando un pequeño hueco en medio. Apenas cabían.

Los dos hombres podían ver a los romulanos a través de una estrecha rendija en la base de la roca, que les permitía una visión limitada. Los seis soldados se agitaban, confusos, obviamente en busca del guardia desaparecido. Luego se alejaron, y los dos furtivos dependían de la capacidad de Zar para percibir las emociones de los buscadores. Se agazaparon sin hablar, salvo cuando el joven susurró un comentario.

—Están confundidos.

Pasaron dos minutos.

—Sospechan… han pedido ayuda… Diez minutos más.

—Vienen más. Todos buscan. Una hora y media.

—Sorpresa. Conmoción. Ira. Alguien le ha encontrado.

Ahora podían ver al enemigo cruzar su campo de visión en parejas. En una ocasión tuvieron que encogerse, agradecidos por los trajes negros y el camuflaje de manos y caras, cuando un romulano subió hasta la roca y escrutó su escondrijo. El hueco estaba a oscuras; no les vio.

Seis horas y media. No hablaban, sólo observaban con tensión creciente mientras sus perseguidores peinaban las ruinas con la despiadada paciencia de cazadores expertos. Zar conocía bastante bien esta tenacidad y sabía que los romulanos seguirían buscando hasta asegurarse de que los intrusos ya no estaban allí. En medio de aquellas ruinas, esto podría requerir demasiado tiempo.

Gradualmente, a lo largo de un intervalo que transcurría lentamente para los dos hombres apretujados en su diminuto escondite, el número de romulanos disminuyó. Finalmente, cuando llevaban quince minutos sin haber visto a nadie y Zar declaró que no podía sentir presencia alguna en el área, salieron a rastras de entre las piedras y se estiraron con alivio.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Zar, temeroso de la respuesta.

—Treinta y cuatro punto dos minutos hasta que el capitán inicie la destrucción. Según el punto donde empiece a aplicarla, podríamos disponer de algún tiempo adicional antes de que el planeta comience a disgregarse. No obstante, yo no contaría con ello.

—No podemos darnos prisa. Los puedo sentir por todas partes… Agáchese y sígame. Me mantendré oculto siempre que pueda.

Se dirigieron a la izquierda, una lenta incursión exploradora hacia el perímetro de la barrera. Por un mudo acuerdo mutuo, sabían que cualquier intento de volver al Guardián sería un suicidio.

Se agachaban y corrían unos metros, se escondían tras una roca o columna caídas, escrutaban el área delante suyo, volvían a agacharse, se movían a gatas o a rastras para serpentear por un espacio abierto, y todo empezaba de nuevo…

Los dos eran fuertes, endurecidos, pero pronto se resintieron de ese ritmo. Spock se concentró para olvidar el dolor punzante de sus manos. Tenía las palmas y los dedos descarnados y el frío aumentaba el dolor. No podía permitirse ni el tiempo ni el esfuerzo necesarios para erigir barreras mentales contra el dolor, así que tuvo que soportarlo.

Zar estaba algo mejor. Sus manos estaban endurecidas por largos años de exposición a la intemperie, y no le afectaba el frío. Otra cosa era el hambre; le era difícil no hacer caso a los pinchazos de su estómago. En el pasado, el hambre había sido siempre un adversario temible y su reacción habitual le impedía concentrar su percepción en la presencia enemiga.

Habían recorrido ya casi medio kilómetro de terreno quebrado y pedregoso antes de llegar al perímetro de la barrera y ver que todo había sido en vano.

Quien estaba al mando del destacamento romulano no se arriesgaba a que hubiera nuevas intrusiones. Parejas de guardias estaban estacionadas en espacios abiertos, cada una justo en el límite del alcance visual de las contiguas… «Nos podrían oír de sobra…», pensó Spock y sacó la pistola fásica, sólo para mirarla y volverla a guardar. «Demasiado ruido, aunque sólo dispare para aturdir. Y los espacios abiertos hacen imposible una emboscada…»

El vulcaniano se volvió hacia su acompañante.

—¿Crees que podrías correr rápido y pasar entre ellos mientras yo te cubro?

Zar negó con la cabeza.

—Aunque pudiera, no lo haría en estas condiciones. Si disparáramos los dos a la vez…

—Demasiado ruido. Tendríamos la siguiente pareja encima en cuestión de segundos. Francamente, yo dudo que pudiera correr más que ellos aunque dispusiera de un margen a mi favor. Nos enfrentamos con romulanos… no con humanos. Estamos en desventaja.

—¿Cuánto tiempo…?

—Catorce punto cuatro minutos.

Siguieron tendidos en silencio, mirando a los soldados de pie, con las manos apoyadas en las culatas de sus armas. Spock sentía el transcurso de los segundos en su cabeza y se mordió el labio. Una ecuación se fue formando inexorablemente en su mente; la muerte era el único resultado posible de cualquier acción que decidieran emprender en ese momento. Trató de razonar si la muerte por una descarga fásica sería preferible a la muerte por cataclismo por la destrucción del planeta, pero movió la cabeza, frustrado. ¡Tiene que haber otra alternativa!

Zar entrecerró los ojos, con su mirada fija en un punto más allá de los guardias. Justo detrás de ellos, podía ver la distorsión del dispositivo de camuflaje. Su visión le tentaba… la seguridad tan sólo a unos metros de distancia, y él iba a morir sin alcanzarla. Al cabo de pocos minutos, ahora, tendido en el polvo. Se deslizó hacia atrás, para agazaparse tras una roca y espiar al enemigo. Su cerebro contaba los segundos. Reunión… edificio. Iba a morir. Los romulanos le iban a matar. Les odiaba. Iba a morir dentro de poco. Más fuerte… edificio, reunión… Morir. Como Dave y Juan… como el guardia que había matado… Podía sentir la muerte…

Cuando se dio cuenta de que su acompañante ya no estaba a su lado, el vulcaniano retrocedió a rastras hasta poder verle. Zar estaba encogido, sus dedos clavados en la roca, la respiración entrecortada, el labio superior coronado de sudor.

—Voy a morir. —El susurro llegó al vulcaniano como el temblor de las hojas ipanki con el viento—. Tengo miedo… les odio… voy a morir.

Spock se sintió mal y, al tiempo, tuvo el impulso irracional de reconfortar a su hijo. Puso una mano en su hombro y le zarandeó suavemente.

—Basta ya, Zar.

—Cállate —Zar inhaló aire trabajosamente y no le hizo caso. Volvió a mascullar en letanía—. Tengo miedo. Les odio. Voy a morir… morir… —Fijó la mirada en los guardias, sus ojos muy abiertos y vidriosos—. Morir…

Arqueó el cuerpo, luego sus manos agarrotadas sobre la roca se relajaron y se cayó de lado, inerme.

Spock se le quedó mirando, sobrecogido. Después, en un acto reflejo, miró a los guardias. Yacían inmóviles.

Con una lentitud de pesadilla, se acercó a la figura desvalida y le tocó la muñeca. Nada. Apoyó la cabeza de su hijo en su regazo y palpó su cuello… una palpitación confusa, casi inexistente… Sus dedos buscaron en las sienes. Con un gran esfuerzo se concentró y, finalmente, pudo percibir las ondas mentales kar-selan. Marginales… débiles, muy débiles. Pero allí estaban. Respiró profundamente.

Tocó, tanteó, le llamó por su nombre una y otra vez porque, tal como dice la magia antigua, el nombre es la identidad. Zar… Zar… el Guardián se borró, las rocas desaparecieron. El dolor de sus manos también. Zar… ¡Finalmente… hubo… contacto! ¡ZAR!

Su hijo se movió y gimió entre sus brazos.

—Silencio —ordenó—. Lo has logrado. No te muevas un momento.

Spock respiró de nuevo profundamente y cerró los ojos por un instante. Cuando los abrió Zar le estaba mirando, sus ojos grises aún velados y desenfocados.

—¿Puedes moverte? Tenemos vía libre si actuamos rápido. No disponemos de mucho tiempo.

El joven asintió; intentó hablar pero no pudo. Se mordió el labio en el esfuerzo pero logró moverse.

—Bien… tómatelo con calma… venga…

Spock le rodeó con un brazo y tiró de él. Las piernas de Zar se doblaron un instante; luego se enderezó. Pasaron tambaleando al lado de los guardias. Ninguno de los dos miró a los romulanos.

A poca distancia del perímetro del dispositivo de camuflaje la natural resistencia del joven reapareció. Se desasió del brazo del vulcaniano y caminó solo. Les quedaban cinco minutos.