Cuarenta años después.

Nota final del autor

ANTES de mi experiencia de supervivencia a bordo del Hereje, una reglamentación internacional organizaba el salvamento en el mar de los pasajeros que iban a bordo de navíos siniestrados. Hasta el drama del Titanic, el número de botes de salvamento a bordo de cada navío se dejaba a la apreciación de los armadores. El naufragio del Titanic, en la noche del 14 al 15 de abril de 1912, fue un terrible golpe para quienes tenían una fe ciega en la omnipotencia de la técnica. Aquel lujoso paquebote era el primer navío al que se declaraba «inhundible». Durante su travesía inaugural, colisionó con un iceberg en pleno Atlántico y se hundió en pocas horas.

Teóricamente, las embarcaciones de salvamento instaladas a bordo estaban previstas para poder evacuar 1.178 pasajeros y tripulantes. Ahora bien, en el Titanic habían embarcado 2.224 personas; 1.513 de ellas encontraron la muerte. (Por lo tanto, de entrada, se habían sacrificado, por así decirlo, 1.046 vidas humanas.)

En 1913 se decidió reunir en Londres una «Convención Internacional sobre el Salvamento en el Mar». Su objetivo: intentar que se admitiera el principio según el que cualquier persona embarcada a bordo de un navío debe, en caso de necesidad, tener lugar en un bote de salvamento. La guerra hizo retrasar la primera reunión de esta Convención hasta 1929. Por muy extraño que hoy parezca, no todo el mundo estaba de acuerdo en subscribir esta sencilla doctrina dictada por el sentido común y la equidad: que se reconociera a todo pasajero el derecho a tener, por principio, lugar a bordo de un bote de salvamento en caso de naufragio. Los «especialistas» —ya existían— hacían observar que, durante las catástrofes en alta mar, era muy raro que ni siquiera la mitad de los ocupantes de un navío tuvieran la posibilidad de llegar a las unidades de socorro que pudieran lanzarse al agua. Por consiguiente, se decidió que se limitarían a fijar un estándar mínimo de plazas de salvamento a bordo de los bajeles de cierto tonelaje. En realidad, en los países donde la Convención de Londres tuvo la suerte de ser aplicada, ese estándar mínimo se limitó al tercio de los pasajeros embarcados. Por lo que a los demás se refiere, se consideraba que debían perecer o desaparecer antes de que las embarcaciones de socorro fueran echadas al agua.

Así quedaron las cosas hasta la tercera conferencia de Londres, que se reunió en 1948 y cuyas conclusiones no debían entrar en vigor hasta 1952 —es decir, el mismo año en que decidí intentar mi experiencia.

Firmado sólo por diecinueve naciones, el documento final de la reunión preveía elevar el estándar mínimo de plazas de salvamento a... la mitad de los pasajeros embarcados. Para los demás —si resultaba que podían escapar al estadístico ahogamiento—, se preveía echar al agua una especie de balsas de corcho a cuyo alrededor podrían siempre refugiarse los improbables supervivientes para aliviar, por cierto tiempo, su esfuerzo de natación a la espera de la llegada de socorro (los ingenios estaban provistos de una barandilla a la que tenían que poder agarrarse una decena de personas sumergidas). Una nueva conferencia se celebraría en 1960, donde se esperaba, sin duda, poder hacerlo mejor.

Digamos que, en el momento en que yo decidía los detalles de mi viaje por el Mediterráneo y el Atlántico, ningún reglamento recomendaba, en caso de naufragio, recurrir a botes o balsas neumáticas —en las que hubiera sido fácil garantizar a todo el mundo un lugar seco—. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial había demostrado, ampliamente, la eficacia de estas embarcaciones ligeras, poco voluminosas y, sobre todo, muy seguras: gracias a ellas, los americanos, durante la campaña del Pacífico, pudieron recuperar vivos el 75% de sus aviadores derribados en mar abierto. Estas cifras formaban también parte de las estadísticas, pero se prefería ignorarlas.

La prensa, a mi regreso, en 1953, no dejó de alabar los méritos del Hereje, modesto no-sumergible que había cumplido todas sus promesas y un poco más aún. Eso hizo reflexionar a algunos. Portugal, deseando preparar seriamente la conferencia, prevista aún para 1960, organizó en junio de 1955, en Lisboa, una «pre-conferencia» a la que tuve el honor de ser invitado. Sus conclusiones coincidieron con mi opinión: hacían obligatoria la presencia de balsas neumáticas, con hinchado automático, en todos los navíos de los países signatarios de la Convención de Londres; finalmente, y sobre todo, cada persona embarcada debía ya tener su lugar en esas balsas, cuya superficie se determinaría en consecuencia. Para los diecinueve signatarios del documento final de esta reunión (entre ellos Francia, Gran Bretaña y los países de la Commonwealth, y los Estados Unidos), las medidas decididas eran de inmediata aplicación. Pero los países que quisieron luego unirse a ellos (eran setenta y tres en 1950) carecían con frecuencia de medios financieros para poner en práctica las decisiones vigentes. Muchos de ellos tuvieron que pedir una moratoria de ejecución, de modo que fue necesario esperar a los comienzos de los años ochenta para que las reglas definidas un cuarto de siglo antes se aplicaran, por fin, en todos los mares del mundo. Añadamos que los progresos realizados desde entonces permiten, hoy, a los náufragos tener a su disposición botes de salvamento infinitamente mejor concebidos —y sobre todo más confortables— que mi buen Hereje.

Para ser justo, quiero precisar aquí que la balsa neumática es sólo uno de los elementos sobre los que se basan las técnicas modernas de salvamento en alta mar. Las reglas fijadas en la inmediata postguerra habían previsto que se equipara a los artilugios de socorro con aparatos de radiolocalización por bip-bip automático. Por desgracia, el mar de fondo, actuando como «caja de Faraday», detenía las emisiones y el sistema no dio resultado apreciable alguno. En cambio, iban a obtenerse importantes innovaciones en algunos campos esenciales. Fueron, por este orden, el perfeccionamiento de las balsas neumáticas, la generalización del traje de supervivencia, la señalización por satélite, la puesta a punto de víveres liofilizados y, finalmente, la producción de agua dulce a partir del agua de mar, por osmosis inversa.

El perfeccionamiento de las balsas de supervivencia.

El hinchado automático debe ser hoy posible en todas las zonas (incluso las glaciales) en menos de tres minutos. Todas las balsas de supervivencia están recubiertas de lona de doble pared (principio del iglú). Una escala de cuerda lastrada en el primer travesaño se pone en posición poco antes del hinchado. Están previstos canalones de lona reforzada para recoger agua de lluvia. Se han previsto (en principio) víveres para tres días, tiempo necesario para calmar la angustia del primer choque.

El traje de supervivencia.

Permite luchar eficazmente contra el frío. Me opuse a él mientras no fue seguro poder encontrar a los náufragos en veinticuatro horas: en efecto, un hombre que vista su ropa ordinaria consigue sobrevivir con un litro de agua al día; pero el traje de supervivencia, al aumentar la transpiración, exige de diez a doce litros de agua por persona y día. Me volví un adepto del traje de supervivencia cuando apareció la baliza de comunicación por satélite —la baliza Argos.

La baliza de socorro.

Los navíos están provistos de un transmisor que envía, en caso de dificultad, una llamada que da su posición exacta a un satélite que remite la información a un receptor en tierra. Se ponen en marcha inmediatamente medios aéreos o marítimos y el navío naufragado puede ser socorrido en muy breve plazo.

lsabelle Autissier fue salvada por la conjunción de dos factores: la baliza de socorro y su traje de supervivencia. Afortunadamente, permaneció agarrada a su barco. Si hubiera sido arrancada de allí, la embarcación hubiera sido, efectivamente, encontrada, pero aunque lsabelle estuviera a unos cincuenta metros del pecio, no habría podido ser descubierta y salvada. Ha sucedido ya, lamentablemente (el caso se dio en el último Bock Challenge), que el navío accidentado sea encontrado sin el navegante, que entonces se considera desaparecido.

Los víveres liofilizados.

La admirable película de Gérard d'Aboville atravesando el océano Pacífico a remo, nos lo muestra probando platos variados, sacados de una pequeña bolsa de plástico y rehidratados: guisantes con zanahoria, foie-gras, vino de Burdeos, vino de Borgoña, pisto... Excelente para la moral y más eficaz que mi pescadería ambulante.

Pero el progreso más eficaz es:

La producción de agua dulce a partir de agua de mar.

Se habían propuesto varias técnicas. Primero la destilación por medio de un globo hinchado que flotaba en el agua: una esponja negra recogía el agua de mar; el sol la evaporaba y, por condensación, el agua dulce se depositaba en el fondo del globo. A mi regreso, probé el sistema. Creo que contribuye a desesperar un poco más al infeliz que intenta utilizarlo. La esponja negra se satura rápidamente de sal, que, por su parte, no se evapora. El menor movimiento en falso puede poner en contacto el agua dulce obtenida y la esponja, de modo que el néctar obtenido acaba siendo más salado que la propia agua de mar. Un químico cuidadoso podría (si el mar está en calma) aprovechar semejante artilugio. El agua seguía siendo, pues, hasta fechas muy recientes, el problema más importante (en peso y volumen).

La fantástica travesía del Pacífico a remo por Gérard d'Aboville aportó la solución. Llevaba un desmineralizador de agua de mar por osmosis inversa. La técnica era ya conocida: ejercer una presión sobre el agua de mar en contacto mediante una membrana semipermeable, o con una superficie untada de resinas intercambiadoras de iones. Se obtenía agua químicamente pura, pero la membrana —o las resinas—, tenía que librarse del excedente de sal... ¡por inmersión en agua dulce!

El desmineralizador utilizado por G. d'Aboville parece una bomba de bicicleta cuya sección tiene el diámetro de las antiguas bombas a mano que se utilizaban antaño para hinchar los neumáticos de los automóviles. La membrana flexible es substituida por un producto de aspecto mineral que elimina la sal por simple presión. Gérard d'Aboville consiguió así producir cinco litros de agua dulce en cuarenta minutos, y su elemento desalinizador le sirvió durante toda la travesía, de julio a noviembre, es decir, durante cinco meses.

Llegado el momento de concluir realmente, recuerdo, claro está, imágenes de sufrimiento, de humillación sobre todo (¡ah, cuántas veces se rieron en mis narices!), pero por qué ocultar que, tanto en un caso como en el otro, una vez superada la prueba, me sentía preñado de auténtico orgullo —aunque sea de buen tono ignorar este sentimiento—. Sí, sigo sintiéndome orgulloso de haber dado la primera patada a ese muro de ignorancia que, ayer aún, contribuían a edificar los «especialistas», y cuyos mortales efectos todos estábamos expuestos a sufrir un día u otro —pues todos somos candidatos al naufragio—. Algunas decenas de millares de personas perdían la vida, unos años más, otros menos, en nombre de una idea aceptada. Haber podido contribuir a salvar a muchas basta para justificar la «locura» de mi empresa: «estaré como una cabra» si se quiere (puesto que eso me dijeron, con toda amabilidad); pero, en cualquier caso, no por nada.

Una «locura» que me valió, por lo demás, miles de cartas de agradecimiento (que algún día tendré que decidirme a publicar): algunas son verdaderas novelas de aventuras —es decir, hermosas lecciones de valor—. En una de ellas, recibida a finales de 1994, la señora Luisa Longo me conmovió especialmente. Una tempestad de otoño sorprende a los Longo, en su barco, frente a las costas de La Coruña. Una tempestad como sólo existen en los libros... pero terriblemente real para ellos. Apenas tienen tiempo de arrojarse a su balsa de supervivencia. «El resto ya lo conoce usted, me escribe la señora Longo. Me gustaría agradecerle (...) Todo lo que usted escribió era en parte cierto: la moral permite sobrevivir. No dejé de pensar en los deportados, en mi familia, en mis amigos y, sobre todo, en mi hija Gaella. Y recé mucho... En ningún momento fuimos víctimas del pánico... No comimos nada durante quince días, y bebimos agua de lluvia. Creo que habríamos podido aguantar semanas. Lo importante era creer.» Luisa Longo había leído, de adolescente. Náufrago voluntario: me confía al principio de su carta que no lo había olvidado. Me siento extrañamente conmovido. Explica también que la fe es más vasta que todas nuestras «razones» —que muy a menudo son malas razones (¡aunque no lo sepamos!)—. Leer las páginas que me dirige al salir del hospital me remite a mis antiguas angustias: a aquellas horas en las que la desesperación parecía aullar en todos los horizontes del cielo. Encontré en alguna parte, no sé dónde, la fuerza de decir no a esa voz obscura que es, en nosotros, la de la muerte. Que este libro, después de mí —no pido otra cosa— ayude a quienes tengan que sufrir, en algún rincón de mar o en otra parte, la violencia de esta voz: y que en su alma, una vez más, el no del hereje sea un a la vida.

Náufrago voluntario
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