III
En alta mar
28 de mayo-7 de junio
ME sorprende comprobar hasta qué punto sentimos, nosotros, los seres humanos, incurables terráqueos, un profundo consuelo cuando podemos percibir, aún, la tierra. Pues bien, aquella mañana del 27 de mayo, no sin cierta angustia, la vimos desaparecer definitivamente. Navegábamos entonces en el 210 del compás23, es decir, siguiendo una ruta teórica hacia el sudoeste. Sin embargo, siendo la declinación24 de 10º oeste, eso nos daba sur-suroeste. Bajábamos, pues, poco a poco, a igual distancia de Córcega y de Cerdeña, al este, y de las Baleares al oeste, aunque acercándonos lentamente a éstas. Durante el estudio de las corrientes que había realizado yo antes de la partida, aprendí que una corriente poco conocida, pero probable, la «corriente de las Baleares», tal vez nos empujara hacia el oeste.
¡Acabábamos de consumir, ay, la última migaja de mero! Tendríamos que ayunar de nuevo. Habíamos pescado uno; sería bien extraño si no seguían otros. Volveríamos a comer plancton y a beber agua salada. No había que preocuparse por la bebida, al menos, puesto que Jack le daba ya seriamente al agua de mar.
Aquel día 29, nos cruzamos muy cerca con dos cargueros, el uno griego y el otro inglés (el Dego), que nos saludaron al pasar. Algo excepcional, pues, en los precedentes días, al igual que en los siguientes, las embarcaciones encontradas habían ignorado e ignorarían nuestra presencia. ¿Voluntariamente? ¿Acaso no nos veían? De todos modos, poco a poco voy convenciéndome de que un náufrago debe ir en busca del socorro, puesto que hay pocas posibilidades de que el socorro acuda a él. A fin de cuentas, todo el mundo conocía nuestra presencia en el mar, sin víveres y sin agua. El hecho es tan extraño que me inclino a creer que nuestra posición a ras de agua impedía que nos distinguieran. Eso debe ocurrir también con los náufragos reales. Ciertamente, sólo hay que contar con uno mismo.
Al anochecer, el viento del este iba a levantarse y a hacemos tomar la propia ruta de las Baleares. El hambre comenzaba, de nuevo, a atenazarnos cruelmente. Habíamos terminado nuestro mero la víspera a mediodía y ningún pez, se había prendido del sedal. Los peces parecían no querer seguimos a mar abierto y el mar adoptaba, en nuestra imaginación, el aspecto de un desierto. Nos zambullíamos en la noche.
Hice la primera guardia. Al comienzo, todo me pareció normal. Aguzados por el hambre, nuestros sentidos estaban alerta. Aguzando el oído, en el gran silencio del mar, creí percibir, hacia las 11, extraños ruidos a nuestro alrededor. ¿Era juguete de una alucinación? Me dominó la inquietud. Me obligué a razonar. Los hombres estaban lejos, tan lejos que apenas si nos seguía el pensamiento de algunos. Ahora bien, los sorprendentes ruidos seguían brotando del mar. La noche era negra y no se veía nada. Imaginé entonces algunos delfines, algunas marsopas danzando una zarabanda, en nuestro honor sin duda, alrededor de nuestra frágil embarcación, que seguía con regularidad su camino. Pero el ardor, la duración, la magnitud de la fiesta me asombraba. La curiosidad me mantuvo despierto hasta el amanecer, y lo esperé con impaciencia. Al alba, descubrí alrededor del Hereje inmensos fantasmas grisáceos de metálicos reflejos.
«¡Ballenas!», exclamé enseguida. Y tiré con violencia del brazo de Jack. Contamos unas diez que evolucionaban, lentamente, a nuestro alrededor en una apacible ronda. Los cetáceos debían de tener un tamaño de veinte a treinta metros. A veces, uno de ellos, dirigiéndose hacia nosotros, se sumergía a pocas brazas de la embarcación; veíamos todavía la cola cuando su cabeza emergía por delante. Aquellos grandes animales nos parecían tranquilos, dóciles y llenos de buenas intenciones para con nosotros. Jack, sin embargo, se sentía inquieto por la inesperada presencia. Temía que un gesto de mal humor o la torpeza de una de aquellas grandes bestias nos hiciese zozobrar. Me contó brevemente la aventura de los dos hermanos Smith que, durmiendo en una ligera barca, habían despertado la cólera de una ballena al golpearla sin advertirlo y sus terribles coletazos les habían hecho volcar. Cuando, con el día, las ballenas se hubieron alejado, se prometió no dejarme velar a solas, pues no compartía mi confianza en la amabilidad de nuestras visitantes nocturnas. Aquello me encantó, pues, a continuación, utilicé aquel inocente subterfugio para que me hiciera compañía en los momentos más deprimentes de mi guardia.
La jornada del 30 no tuvo historia y nada se añadió al menú. Poco a poco nos acostumbrábamos a esa vida anormal; en cierto modo, estábamos rodándonos. Sin embargo, subsistía una incógnita: ¿Cómo se comportaría el bote durante una tormenta? ¿Aguantaría el mal tiempo, como había hecho de Boulogne a Folkestone? Yo lo creía. Jack, en cambio, estaba menos seguro de ello, pero aceptaba correr el riesgo. Mejor era, ciertamente, correr riesgo de accidente en ese mar muy frecuentado, que afrontarlo a mil quinientas millas de cualquier costa.
Al anochecer del 30 de mayo, una gran alegría nos invadió. Unas setenta y dos horas después de haber dejado de divisar la costa francesa, divisamos el monte Toro, punto culminante de la isla de Menorca, dibujándose en el crepúsculo. Jack lo había previsto a mediodía cuando, a costa de mil dificultades, había determinado nuestra posición por medio de una altura solar meridiana, La operación, que en condiciones normales me resultaba ya incomprensible, había adquirido en aquellas en las que nos hallábamos un aspecto de excepcional hazaña. Para Jack se trataba de hacer coincidir, por medio de sextante, la imagen del borde inferior del sol con el horizonte. La operación es delicada ya en lo alto de la cubierta de un navío: ¡háganla pues en un flotador de caucho que salta al albur de las olas!
—¡Tierra! ¡Menorca!
¡Qué alegría, dolorosa de tan fuerte como es, qué verdadera y devastadora alegría invade al náufrago cuando aparece, en la dirección prevista, la tan esperada tierra! Nos parecía que era ya hora, pues el hambre nos atormentaba horriblemente. En los últimos dos días sólo habíamos comido algunas cucharadas de plancton.
No habíamos llegado, sin embargo, al final de nuestras penas. ¡Nos serían necesarios doce días aún, es decir, el doble del tiempo que acabábamos de pasar en el mar, para alcanzar aquella ribera que divisábamos, que tan al alcance de la mano nos parecía! De haberlo sabido, tal vez nos hubiéramos desesperado. Pero, inconscientes, comenzábamos ya a hacer proyectos de vida en tierra. Las fórmulas de los telegramas se inscribían ya en nuestros espíritus. La visión de la primera comida en una pequeña posada aldeana fascinaba nuestras imaginaciones... cuando, de pronto, el viento cayó y la vela comenzó a flamear. Escrutamos el cielo a nuestro alrededor: se cubría; abundantes nubes se amontonaban en el sudeste, se preparaba la tempestad. Pronto, el ancla flotante al mar, pues no nos atrevíamos todavía a «ver venir25». Una vez arriado todo el trapo, cubrimos la embarcación de cabo a rabo para pasar la noche, a la espera de que la borrasca amainase. Cayó sobre nosotros de golpe26. Nos hallábamos confinados en un espacio estrecho, con las rodillas dobladas, tan incómodos como era posible, pero seguros. Las olas rompían en la proa del Hereje y oíamos el agua burbujeando sobre nuestras cabezas al pasar sobre la embarcación. Era como si estuviéramos en la gran noria de Viena, arrastrados por un gigantesco balanceo, pero horizontales siempre. Como un pulpo, el Hereje se pegaba al oleaje. Yo estaba ahora convencido de que nada podía comprometer la perfecta estabilidad de nuestro bote neumático. Podía redactar nuestro diario de a bordo. En el interior de la embarcación, nada se movía. Fuera, sin embargo, aumentaba el furor de las olas.
Intercambiamos pocas frases durante la larga espera, entrecortada por momentos de exclamaciones. Agachados bajo la tienda, en el espacio reservado para el sueño, nos mirábamos, fatalistas. Todo estaba iluminado por la luz amarillenta que se filtraba a través de nuestro abrigo. Amarillo era Jack, amarillo era yo, hasta la atmósfera adoptaba ese color de junquillo. Sin embargo, nos domina la angustia de sentirnos impotentes entre los desencadenados elementos; en esa espera pasiva, desesperante, hacemos pronósticos. Intentamos adivinar adonde nos llevará la tempestad. Jack se entrega, en una hoja de papel, a complicados cálculos para evaluar nuestra deriva y llega a la conclusión de que seremos arrojados al fondo del golfo de Valencia. Consulto de inmediato las Instrucciones náuticas y me entero de que se trata de una región peligrosa a la que los vientos se arrojan tormentosos antes de proseguir hacia el terrible golfo de León. Habíamos querido evitar, a toda costa, ese golfo. ¿Pero qué puede nuestra voluntad de hombres unidos a la suerte de ese pedazo de corcho? Nos confiamos a la Providencia y, prudentemente, intentamos aprovechar la inactividad involuntaria para recuperar nuestras debilitadas fuerzas.
Mientras, en la obscuridad de la tienda, nuestra imaginación trabaja. ¿Qué está ocurriendo ahí arriba, en esa furiosa lucha del cielo y el mar, que nos arrastra como una brizna de paja? Contamos las horas, aguardando el fin de la noche que nos permita, tal vez, volver a ser hombres y no ya simples cosas a merced de los elementos.
Tras una última jornada de mayo, soportable pero que poco a poco nos alejaba de nuestro objetivo, el 1 de junio amanece sobre un mar encrespado y con una niebla que podría cortarse a cuchillo. ¡Ni siquiera vemos el extremo de nuestro esquife!
Más tarde, la niebla nos permitió divisar, a un centenar de metros, un gran trasatlántico que se dirigía hacia Barcelona a todo vapor. El viento giró entonces al este-nordeste; aumentaba el peligro de ser arrojados a la costa española. Estábamos tan debilitados que fue preciso relevarnos tres veces para devolver a nuestra embarcación los veinticinco metros de sedal que colgaban inútilmente. Hacia mediodía, Jack intentó establecer la situación, aunque el pálido sol apenas perforara la baja cúpula que pesaba sobre nosotros. No lo consiguió e intentó, entonces, evaluar nuestra deriva. A su entender, debíamos de haber sido arrastrados al golfo de Valencia, en los aledaños de un rosario de islotes, las Columbretes, que flanquean la ciudad ante sus costas. Dos trampas se nos tendían por delante. Teníamos que pasar una jornada tanto más larga y deprimente cuanto se anunciaba enloquecedoramente inactiva.
De pronto, un ruido lejano y raro me advirtió de que algo extraño ocurría en el mar. Nos deslizamos fuera de nuestro abrigo, dispuestos a cualquier eventualidad, cuando el estupor nos dejó inmóviles. A cien metros del Hereje, a babor, acaba de aparecer una masa de inmaculada blancura, irreal y, sin embargo, inmensa, un ser vivo brotado del fondo de las edades. La fantástica visión se acerca insensiblemente a nosotros: por si acaso, cargo mi fusil submarino. Reconozco ahora, con estupor, en ese monstruoso animal de veinte o treinta metros, una ballena albina de la especie más rara, sobre todo en el Mediterráneo: una ballena blanca27.
Ante todo, debía demostrarme a mí mismo y demostrar más tarde que no me hallaba, en aquel instante, en estado de demencia. De modo que, arrojando mi inútil arma, tomé la cámara y filmé tranquilamente la amenazadora proximidad del monstruo. Luego, jadeantes, aguardamos la continuación de los acontecimientos. Los ojos enrojecidos del animal me fascinaban, pero Jack espiaba con terror cada movimiento de la terrible cola, cuyo capricho podía, en cualquier momento, barrer nuestra frágil embarcación de la superficie del mar. Por mucho que evocase nuestro último encuentro pacífico con un grupo de ballenas, no dejaba de sentirme inquieto mientras aquel animal, solitario e inesperado, se acercaba. La bestia llegó muy cerca, se zambulló bajo el bote y, bonachona, evolucionó a nuestro alrededor como para permitirnos admirar a placer su resplandeciente pelaje de nieve. Luego, lentamente, viró y se sumió en el espesor de la niebla.
Apenas nos hubimos repuesto de la alarma y discutiendo aún sobre la fantástica aparición, aguzamos de nuevo el oído. ¿La inmaculada ballena habría sido la señal precursora de sortilegios destinados a conmover nuestros espíritus? No había transcurrido una hora aún tras la desaparición del gigantesco animal cuando, distintamente, en la bruma, nacía el aullido de una sirena. La señal de socorro nos puso a ambos de pie. A decir verdad, yo había ya distinguido, varias veces, poco tiempo antes, un ruido parecido, aunque atenuado y fugaz, de modo que, dudando de la certeza de mi oído, había guardado para mí el incidente. Se me ocurrió la idea de que había una tierra cerca. ¿Pero por qué despertar esta esperanza en el espíritu de mi compañero, si era vana? Ahora, no era ya posible dudar. Aquella llamada, que sólo podía proceder de unos hombres, se hinchaba, se acentuaba hasta el punto de cubrir el ruido de nuestras voces: se apoderó de nosotros una especie de vértigo al no poder localizar su procedencia.
Es muy difícil reconocer el origen de una señal de niebla. Me parecía que venía del sudoeste, pero Jack la oía al noroeste. Ignorando por completo nuestra posición, desplegamos la carta del Mediterráneo, y forzándonos a la calma, nos pusimos a buscar la tierra de la que debíamos estar más cerca. Nuestros dedos se unieron en el mismo punto: un islote perdido, el islote de Colúmbreles, situado a unas diez millas al sur del lugar donde Jack había supuesto que nos hallábamos.
De pronto, sin transición alguna, nos invadió la certidumbre de un peligro inminente: ensordecidos ahora por el súbito rugido de un motor que cubría el grave aullido de la sirena, creímos que un navío se arrojaba contra el Hereje. La catástrofe era inevitable. Nos lanzamos de un salto sobre todo lo que podía resultar sonoro en la embarcación; agarré una marmita y la golpeé repetidamente con el tornillo del exprimidor de pescado mientras Jack martilleaba, furiosamente, su escudilla con una tapa. Una especie de desesperado frenesí multiplicaba nuestras fuerzas a medida que el infernal rumor iba creciendo a nuestro alrededor —motor y sirena mezclándose con inaudita violencia—. Luego todo cesó de pronto. Se hizo un silencio trágico. Jack y yo quedamos petrificados, y luego aumentamos el ruido de nuestras improvisadas alarmas.
Súbitamente resonó de nuevo el rugido del motor y, luego, la siniestra llamada de la señal de socorro. Tuve la clara sensación de que, si la prueba se prolongaba, la locura iba a apoderarse de nosotros. Lúcidamente, evalué la intensidad igual de los discordantes sonidos que nos envolvían, al parecer, por todas partes. Conté los minutos: diez, diez mortales minutos pasaron y nos parecieron los más largos de nuestras vidas. Luego, el estruendo cesó de nuevo, suspendiendo al mismo tiempo nuestra frenética agitación. Entonces, como por arte de magia, la bruma se desgarró de pronto en una ráfaga de viento y apareció el inmenso desierto del mar, completamente libre hasta el horizonte. Nada en un círculo de treinta kilómetros de radio, absolutamente nada. Quedamos pasmados. Nuestros sentidos no habían sido víctimas de una ilusión, estábamos seguros de ello. Pero en el débil estado de nuestras facultades intelectuales, nos era casi imposible apelar a la razón lógica para intentar comprender lo que nunca hemos dejado de llamar «El misterio de Columbretes». De común acuerdo decidimos, en los siguientes minutos, intentar olvidar de momento aquella pesadilla real, por miedo a que poblara nuestras noches... Era preciso reponer, urgentemente, nuestras fuerzas. Más tarde, confrontando nuestras impresiones, pensamos en un submarino que hubiera subido a la superficie para renovar su provisión de aire. Pero los submarinos no tienen sirena de niebla. De modo que el misterio permanece... Los náufragos de todos los siglos serán siempre los mismos, sometidos a los desconocidos sortilegios del mar.
Una prueba personal, más sencilla pero no menos trágica, me aguardaba: durante aquella noche de pesadilla, del 1 al 2 de junio, yo había advertido dolorosos pinchazos en la mandíbula, característicos de un absceso en formación: el absceso se formó y empeoró rápidamente: se debía, sin duda, a la infección de una herida reciente. La carne de pescado cruda no había sido favorable a la cicatrización. Por otra parte, el menor arañazo tardaba días y días en cerrarse y manifestábamos cierta tendencia a la infección. La idea de emplear penicilina, que se me habría ocurrido de inmediato si se hubiera tratado de mi compañero, me pareció demasiado radical y concluyente para el cobaya que yo era. El dolor se hizo pronto tan violento que, tras haber esterilizado con la llama de la lámpara mi cuchillo de bolsillo, practiqué una ancha incisión y la espolvoreé con sulfamidas. El sufrimiento fue, por unos momentos, casi inaguantable y Jack parecía enloquecido. Pero el alivio llegó luego, inmediato y duradero: a fin de cuentas, el tratamiento no había sido tan malo.
Las ballenas seguían agitándose a nuestro alrededor. Iban a hacerme pasar una de las noches más ruidosas de toda la travesía. El viento sigue soplando a ráfagas. El mar se abate sobre la proa de nuestro bote con su habitual ruido, pero es posible escuchar, destacando claramente de ese fondo sonoro y monótono, los estornudos y los resoplidos que hacen los gigantescos cetáceos que nos rodean. Tranquilizados por la noche y por nuestra pasividad, se acercan mucho y debo decir que tampoco yo me siento muy seguro. Realmente temo que, olvidando su longitud, esas curiosas ballenas se levanten demasiado pronto y, entonces, adiós corcho neumático y adiós los que en ella estamos...
Nuestra luz atraía a todos los vecinos posibles: marsopas, peces de todas las especies retozaban, a cual mejor, en sus rayos. De pronto, dos llamitas verdes ascendieron detrás de nosotros, viniendo de las profundidades, Habríanse dicho los ojos de un gato iluminado, en la noche, por los faros de un automóvil. Era una raya de pequeño tamaño, atraída por aquella insólita luz. A pesar de mis esfuerzos, no conseguí arponearla; fue una suerte, pues, privados de agua como estábamos, su carne, con tanta concentración de sal como el agua de mar, habría hecho correr un gran peligro a nuestros riñones.
Aquella noche, hice un falso movimiento y un remo cayó al mar. Era una catástrofe: sólo teníamos dos; se hacía, pues, imposible remar. Lo buscamos en la superficie con una antorcha eléctrica, pero sin resultado. Ahora éramos incapaces de llegar a una costa cercana si el viento no nos ayudaba a ello.
Al día siguiente, 2 de junio, el cielo se había aclarado, pero el viento, aunque había girado al sudoeste, seguía siendo de gran violencia. ¡Si hubiéramos podido frenar, al menos, nuestra deriva hacia el terrible golfo de León que nos amenazaba! Jack estimaba que habíamos derivado unas cincuenta millas diarias. Hacía cinco días que no comíamos y el hambre aumentaba o, mejor, la sufríamos de un modo nuevo. Nuestro estómago ya no nos atormentaba. No, se trataba de una fatiga generalizada, unas «ganas de no hacer nada». Algunas fotos de este período nos muestran pálidos y agotados, con bolsas bajo los ojos. Un gran edema deformaba mi rostro. Una invencible somnolencia se apoderaba de nosotros, tendíamos a hacer las marmotas. Dormir, dormir mucho tiempo, ése era nuestro único deseo. Dormitaba, pues, hacia las nueve de la mañana, cuando Jack, que pilotaba, gritó:
—¡Alain, Alain! A fish!
Doy un salto y descubro al mero que, utilizando nuestros remolinos, nada despreocupado entre las puntas de los flotadores. Esta vez es grande, al menos tres o cuatro kilos. Con el hocico en el remo gobernalle, de vez en cuando se rasca en él el lomo, como un asno contra un muro. Sobre todo, no hay que fallar. Mi fusil submarino está cargado. En un abrir y cerrar de ojos, ya en posición de tiro, apunto cuidadosamente al animal. Mi arpón roza el agua; el pez, curioso, se acerca enseguida para identificar el extraño objeto. ¡Fatal curiosidad! Aprieto el gatillo, el arpón se hunde quince centímetros en su cabeza, queda muerto en el acto. El agua se tiñe de rojo. Tras haberlo izado a bordo, permanecemos largo rato estupefactos ante la presa, devorándola primero con los ojos. Creo que la espera fue excelente, pues permitió a nuestros estómagos secretar a gusto y prepararse para recibir la buena substancia animal. Prácticamente, nuestro estómago se relamía de antemano (¡oh, el reflejo de Pavlov!).
Beber fue nuestra primera preocupación. Decidí probar con aquel pescado de buen tamaño la técnica de las incisiones dorsales, bastante análoga, en suma, a la que se emplea para recoger la resina de los pinos. ¡Qué voluptuosidad beber, por fin, un líquido que no fuese salado! Como la vez anterior, la primera comida fue difícil de digerir. Nuestros estómagos no apreciaban, del todo, aquel régimen barroco, pescado crudo y ayuno, ayuno y pescado crudo. No importa, teníamos provisiones para dos días. La moral se recuperó a ojos vista. Sin embargo, la tempestad seguía sacudiéndonos severamente, pero hacía calor y teníamos con qué verlas venir.
Tras días terriblemente inactivos, tres días de vida contemplativa y, de nuevo, «faltaron los víveres». No habíamos dado ni un solo paso en dirección a las islas; muy al contrario, nos habíamos alejado de ellas con regularidad y, la mañana del cuarto día, recomenzaría el ayuno. Por buena que fuese nuestra moral, aquella perspectiva nos abrumó. Era evidente que no podíamos sobrevivir mucho tiempo con este régimen. El Mediterráneo no permite la supervivencia. Sin embargo, nos cruzamos bastante a menudo con navíos, en un terrible tumulto de motores, pero ni uno solo nos veía o, si nos veía, no se molestaba. Sé muy bien que no les llamábamos, ¿pero qué habría ocurrido en caso contrario? Se hacía necesario intentar, algún día, la experiencia.
Finalmente, el 5 de junio por la mañana, undécimo día de nuestro viaje, los elementos se calman y nos abandonan, agotados pero confiados, hambrientos pero decididos a desafiarlo todo y a proseguir. ¿Dónde estamos? Es la primera pregunta que nos hacemos. Al mediodía, Jack establece finalmente nuestra posición —por primera vez, desde hace seis días—. Estamos a ciento cincuenta millas al nor-nordeste de Menorca. Hemos descrito una curva durante la tormenta y muy pronto vamos a cruzarnos con la ruta que seguimos algunos días antes. Pero, siguiendo así las contrastadas costumbres de este mar desconcertante, el viento ha caído por completo, ni un soplo a nuestro alrededor.
El agua está tranquila, un espejo perforado, de vez en cuando, por unos puntos negros que saltan y vuelven a caer, dibujando círculos concéntricos. Estamos literalmente rodeados de atunes y marsopas que saltan en todas direcciones. Ante nuestros ojos se abre una despensa. Es preciso, a toda costa, intentar obtener algunos víveres. Cuando vuelvo a pensar en la tentativa que hice aquella mañana, no puedo evitar una sonrisa. Decidí, en efecto, intentar el arponeo de un atún. A mi entender, es preciso que te impulse realmente el hambre para lanzarse a una empresa de este tipo. Aunque arponear un atún no represente una hazaña, querer izarlo a bordo es una apuesta que divertiría a todos los pescadores submarinos avisados. Me pongo las gafas, ajusto el tubo respirador y me zambullo; Jack me pasa el fusil. Consigo, rápidamente, acercarme al banco de atunes. «¡Blam!». Mi arpón, disparado, se clava vibrando en la masa compacta. Aquel día estuve a punto de ser pescado por el pez, pues era el atún el que me arrastraba. Por fortuna, la resistencia de los sedales de pesca tiene un límite, aunque sean de nylon. ¡Alabado sea Dios! Para aquel viaje no se necesitaban alforjas y vuelvo a bordo, con grandes dificultades, ayudado por Jack, habiendo perdido sólo mis ilusiones y un arpón. Lo difícil que me resulta izarme me hace agradecer a la Providencia que Jack esté allí: solo no me habría resultado posible llevar a cabo el esfuerzo.
Y prosigue el ayuno: 4 de junio. 5 de junio, 6 de junio... Los días se arrastran, monótonos y cada vez más agotadores. Nuestra ración de agua de mar es nuestra única bebida con, por todo alimento, el plancton, que cada día nos da más asco. Cualquier movimiento nos cuesta un esfuerzo sobrehumano y doloroso. El hambre se ha vuelto hambruna; ha pasado del estado agudo al estado crónico. Comenzamos a consumir nuestras propias proteínas —dicho de otro modo, estamos en el estadio de la autodestrucción—Ya no pensamos, dormimos o dormitamos las tres cuartas partes del tiempo.
El viento es raro pero, afortunadamente, sigue acercándonos un poco a la meta. El viernes 6 de junio, al anochecer, decidimos que ha llegado el momento de intentar nuestra señalización. Detendremos un barco: sabremos así cuáles son nuestras posibilidades de ser descubiertos en caso de apuro. Podremos también enviar noticias a los nuestros. Debían de estar muriéndose de inquietud y, además, cada día temíamos ver llegar unos socorros que no habíamos solicitado y que habrían puesto fin a la experiencia. Ahora bien, aunque «las pasáramos canutas», como habíamos deseado, por otra parte, la cuestión de la supervivencia no nos había preocupado. En efecto, el problema de la subsistencia no se plantea en el Mediterráneo, donde el náufrago debe ser rápidamente descubierto por los numerosos navíos que surcan ese mar. En cambio, resulta primordial en un gran océano solitario, como el Atlántico. Ahora que habíamos probado los hombres y el material, deseábamos llegar a Tánger o Gibraltar y lanzarnos más lejos. Jack habría querido estar en condiciones de partir antes de septiembre. En efecto, está convencido de que los tifones comienzan, en las Antillas, en esa época. De hecho, terminan en septiembre y, de noviembre a marzo, nadie los ha visto nunca. No comprendo aún el porqué de ese error.
Estaba decidido, pues; intentaríamos, en cuanto anocheciera, detener un navío y. ¡qué importaba ya!, pedir víveres de socorro. Ni un solo instante, hasta entonces, habíamos sentido la tentación de probar nuestros víveres condensados. Son productos que no es fácil obtener y que podían resultarnos muy útiles en la travesía del Atlántico. Y, finalmente, atravesar recurriendo a esas reservas no significaba nada para nosotros: sólo debían servir si no podíamos resistir ya. Con una relativa buena salud, ni siquiera habíamos pensado aún en probarlos. Lo repito, la prueba habría perdido entonces todo su significado.
18 horas. Un navío a proa por estribor. Ponemos en marcha el dispositivo preparado desde hace tiempo. Jack dispara dos cohetes de explosión. Ninguna reacción por parte del navío. Tomo mi heliógrafo, un aparato que envía el sol a los ojos del observador, de acuerdo con el principio del espejo que los niños dirigen a la cara de los viandantes, e intento llamar la atención del barco haciendo brillar el aparato siguiendo el ritmo del S.O.S. El navío prosigue su curso. ¿Es posible, realmente, que no nos haya visto? De momento, la cosa nos parece por completo imposible. Sin embargo, ahora estoy seguro de que nadie nos vio, a bordo de la embarcación, pues lo habrían comunicado, aunque sólo fuera un pasajero.
Inmediatamente después de que el navío ha desaparecido por el horizonte, el silencio se hace en la mar llana. Sin embargo, aunque los hombres se muestren indiferentes, los animales seguirán manifestándose.
Aquella velada iba a terminar con una visión extraña e inolvidable al mismo tiempo. Precisamente cuando el sol se ponía, vi cómo el astro se reflejaba, con mil facetas, en el mar. Mientras contemplaba aquel resplandeciente espejo, cuál no sería mi sorpresa al comprobar que se trataba de centenares y centenares de tortugas marinas, cuyos caparazones, soldados unos a otros, por decirlo de algún modo, formaban una costra sólida en la superficie de las olas. De vez en cuando, de aquella masa emergía una cabeza que clavaba en nosotros unos malignos ojillos de gárgola. Un falso movimiento por mi parte, para acercarme e intentar arponear una, y la masa entera se esfumó, como una placa de metal que se hunde oscilando. Luego, la noche reinó de nuevo sobre todo, tan indiferente a la calma como a la tempestad.
Sábado 7 de junio.- El día se levanta. Va a hacer un calor tórrido. Sólo el barómetro da una nota pesimista: desciende regularmente. Jack sigue durmiendo. Le despierto en voz baja: «¡Jack, un barco a dos millas!» De nuevo recurrimos al dispositivo de alerta; Jack toma las bengalas: una, dos, la tercera. Pese a las explosiones y a la luz en el amanecer, el navío prosigue tranquilamente su ruta. Es demasiado pronto para el heliógrafo. ¿Qué hacer? ¿Se nos escapará también ese barco? ¿Debe un náufrago renunciar a cualquier esperanza de que le remolquen? Postrer recurso: tenemos un bote de humo anaranjado, visible de día; lo arrojamos al mar y la nube comienza a cubrimos. Un largo instante de inquietud. ¿Quién puede medir el tiempo cuando la espera alarga los segundos?
La nube se disipa y comprobamos que la pesada masa avanza hacia nosotros. Con gran sorpresa por nuestra parte, el paquebote no reduce la velocidad al aproximarse. Es el Sidi-Ferruch.
A viva voz, desde la pasarela, el capitán grita: «¿Desean algo?», como si le hubiéramos molestado sólo para responderle: «¡No, nada!». «Envíe nuestra posición y algunos víveres de socorro», solicitamos. El navío traza entonces un gran círculo y se inmoviliza a unos quinientos metros. Pese a mi estado de agotamiento, debo tomar el remo. Atraco, pues, y los pasajeros nos hablan amistosamente, al igual que el segundo, que nos hace llegar algunos víveres y agua. Aparece entonces el capitán, muy del estilo «cabo cuartelero». «Vamos, vamos, no tenemos tiempo para hacer experimentos», grita. Un perfecto gentleman, en suma. Jack se enoja y calla. Hace cinco días que no ha fumado y esperaba, por lo menos, un cigarrillo; pero no quiere pedirlo. El segundo se apresura y todo termina sin que ni siquiera nos hayan propuesto subir a bordo. El Sidi-Ferruch se aleja entonces, llevándose a su amable capitán.
Ignoramos qué caro va a costamos este encuentro y cómo van a reprocharnos ese irrisorio avituallamiento. Se utilizará para olvidar los diez días, de catorce, que hemos pasado sin víveres y sin agua, y los otro cuatro en los que vivimos sólo de mero y jugo de pescado. Nos convertiremos en unos bromistas por habernos atrevido a pedir un mínimo socorro, cuando nuestra suerte fue sensiblemente análoga a la de los náufragos de la Medusa.
Y además habíamos resistido catorce días. Incluso con vino y agua, la mayoría de los náufragos de la Medusa estaban muertos cuando fueron recogidos, al finalizar el duodécimo día.