VII
Salida de Tánger
DESDE hace unos días Jack ha cambiado. Su entusiasmo se apaga poco a poco. Más tarde sabré que le ha dicho a uno de nuestros amigos: «Si Alain me deja más tiempo aquí, no podré ya partir...»
Para compensar esos desengaños, llegan las ayudas: el señor Cleemens nos ofrece artilugios de pesca, el Club Náutico nos recibe principescamente; Mougenot se pone en contacto con Le Guen, antiguo radio de Leclerc, para obtener un receptor; el señor Tarpin, un papelero, me regala un par de gemelos; el señor Bergére me ayuda en el último momento.
Pese a esas activas simpatías, la espera es interminable. Jack encuentra siempre una razón para retrasar la partida: el viento, la marea, la estación. Es el navegante y lo acepto. Cierto día, sin embargo, me entero por un taxista de lo que todo el mundo, salvo yo, sabe en Tánger: Jack está decidido a hacer cualquier cosa para impedirme proseguir, y está convencido de que nunca podré partir solo. Desanimado por unos instantes, pienso en abandonarlo todo. ¿Pero qué dirán entonces? «Ya ven, no era posible, la teoría es falsa.» ¡No! Sé que es cierta. Lo probaré, continúo.
Finalmente, empujado, arrastrado, Jack pone manos a la obra sin entusiasmo. Me ha propuesto, primero, volver al Mediterráneo. Me he mantenido firme. El agregado naval norteamericano, Pilots-Charts32 en mano, afirma que ir a Casablanca, y con más razón aún a las Canarias, es imposible. Yo sé que es posible. Durante un año estudié las corrientes en el Museo Oceanográfico. La estación no está demasiado adelantada. Muy al contrario, sé que dentro de un mes nuestras posibilidades serán máximas.
De mala gana, tras haber aducido la marea, los vientos, la carencia de cartas, Jack acepta intentarlo el lunes 11 de agosto. Pero como sé que no está convencido, la duda entra en mi espíritu: le bastaría con hacer girar la embarcación durante mi sueño y despertaría en el Mediterráneo. Pasar el tiempo vigilándose mutuamente, ¡qué programa! Ahora bien, se ha levantado el viento del este. Probablemente tenemos para tres días. Admirable ocasión para cruzar el estrecho de Gibraltar, ese río que se arroja en el Mediterráneo. Una barca española nos remolca. Qué ansiosa sorpresa cuando, en vez de hacernos llevar hacia el oeste, hacia el Atlántico, Jack ordena:
—Hacia el cabo Malabata.
Es en dirección este, hacia el Mediterráneo. Aduce que debemos esperar al abrigo que el viento sea menos violento.
El mar, en efecto, está bastante agitado, pero si no aprovechamos el viento favorable, nos será imposible entrar en las «fauces del monstruo». La expresión corresponde perfectamente a lo que siento: debemos abandonar el Mediterráneo para entrar en algo mucho más grande, que me parece desmesurado. ¿Qué sería para el Atlántico, ese océano que se tragó un continente para arrebatarle el nombre, hundir nuestro frágil esquife?
La barca española nos arrastra regularmente hacia el este y nos detenemos en una playita, al pie de la casa de un amigo, el conde Ferreto Ferreti. Toda la jornada del martes pasa en la ociosidad. Por la mañana del miércoles, el viento sigue soplando. Jack va a Tánger hacia las nueve de la mañana: sólo para hacer unas compras. Anuncian que es el último día en que el viento va a sernos favorable, y debemos partir, como muy tarde, a las dieciocho horas. A las dieciocho horas, Jack no está. No puedo más, siento que si vacilo, todo va a fracasar.
Con la ayuda del aduanero Jean Stodel, a quien dejo una nota para Jack —«Tomo la responsabilidad de partir solo, para conseguirlo hay que creer; si fracaso, será responsabilidad de un no-especialista. Hasta la vista, hermano. Alain»—, parto, lleno de cólera, ambición y confianza.