IX
Casablanca-Las Palmas
SE reanuda el debate. Dos hombres que realmente me habían asado a luego lento para ponerme a prueba, me dicen: «Zarpa, estás listo»; son Furnestin y un ingeniero de minas, Pierre Elissague. Todos mis nuevos amigos están a nuestro alrededor, inquietos, ansiosos, pero sin opinar. No intentarán influir en mi decisión. Sin embargo, tres hombres se cruzan de brazos y pontifican: el presidente del club, el capitán del barco de salvamento y el propietario de la lancha que debe remolcarme. Estoy solo en la sala del club cuando oigo a dos periodistas:
—Podemos marcharnos, no zarpará.
—¿Cómo?, sólo espero que la niebla disminuya para que me remolquen.
—No, el remolque le ha abandonado.
El presidente ha avisado de que cualquier embarcación que me remolque tendrá que abandonar el pabellón del club, lo que equivale a una expulsión.
Me dirijo entonces hacia el presidente del club y le digo:
—Perdone, debo encontrar a alguien que me remolque, pues me hago a la mar. Si me ahogo, siempre podrá alegar su oposición a mi partida.
Dejando allí mis objetos valiosos y frágiles, incubando mi cólera, voy en busca de alguien que quiera remolcarme. Hay dos yates, uno de ellos, el Maeva, perteneciente a Jean-Michel Crolbois, que acepta. Me vuelvo entonces hacia una barca de periodistas que evoluciona a mi alrededor:
—¿Quieren ir a buscar mis cartas?
Van, y me las trae la campeona de natación Giséle Vallerey. (El incidente, en los periódicos, va a convertirse en: «¡Ya ven que es un cuentista, se olvidaba las cartas!»)
Abandonamos lentamente el puerto de Casablanca. Me escoltan numerosas lanchas. Saludo a mis amigos y nos zambullimos en la bruma. Comienzo, desde entonces, a escribir el diario de mi travesía en solitario.
Domingo 24 - Suelto la amarra ante las costas de El Hank; calma chicha. Bruma. Tengo un nudo en el estómago, no tengo hambre a pesar de todos los atunes que retozan a mi alrededor. La bruma y el viento desaparecen por la noche ante los impasibles y precisos guiños del faro de El Hank.
Lunes 25, por la mañana - En el mismo lugar, el viento se levanta, buena dirección N.-N.-E., ¡pero qué niebla! No hay modo de apreciar mi distancia de la costa.
14 horas. Una costa a pleno sur, ¿pero qué será eso?
18 horas. Creo que es Azemmour. Sería verdaderamente maravilloso. Pesco a carretadas. Debiera ver el faro de Sidi-Bou-Afi dentro de quince millas. Debería estar al sudoeste.
21 horas. Estupendo, ahí está el faro previsto.
Martes 26, por la mañana - Ante las costas de Mazagán. El tiempo es muy claro. Es una suerte para doblar el cabo Blanco del norte. Si no derivase, sería preciso entonces mantener el rumbo a 240 y seguir así siete días. ¡Siempre que tenga valor para ello! Mi sextante comienza a serme familiar. Marco la carta. Esta noche veré el faro del cabo Cantin. Debiera ser mi última visión de la tierra antes de las Canarias.
Anochecer. La costa parece venir hacia mí. Sin embargo, mi trayectoria le es paralela. Por la noche, no hay cabo Cantin. Y puesto que su faro llega a treinta millas, estoy lejos aún. La pesca al crepúsculo es realmente milagrosa (bonitos, brama raii).
Las cuatro de la madrugada. Faro del cabo Cantin, al sur, sudoeste. ¡Estupendo!
Miércoles 27- La costa es muy clara. ¡Qué visibilidad!, lo reconozco todo gracias a las «vistas de costa» de las Instrucciones náuticas34. El cabo Safi es visible. He hecho, salvo el domingo, unas sesenta millas diarias. La pesca es maravillosa. Ahora voy a perder de vista la tierra. Será preciso mantenerse oeste-sudoeste durante seis días. Sin debilidad. El primer peligro es, en efecto, el que señalaba Furnestin: dificultades para pasar entre Juby y Fuerteventura. Decido que cuanto más al oeste mejor será. La costa, hacia Mogador, es muy visible. Por fortuna, las Instrucciones náuticas precisan que el cabo y la isla son visibles desde muy mar adentro, lo que me tranquiliza. El sextante cuesta más de manejar y, por lo de la longitud, ¡ejem! Me parece estar derivando hacia el oeste, pero el viento cesa también por la noche. Lo que no facilita, precisamente, la navegación a la estima.
No puedo leer de nuevo sin un pequeño estremecimiento retrospectivo esta frase de mi diario de a bordo:
Jueves 28- Última visión, muy breve, de Mogador, luego todo se esfuma. Poco viento, me parece que derivo hacia el oeste.
Eso espero.
3 horas. El viento se eleva del norte-noroeste. Cuidado con la deriva. ¡No tengo que bajar hacia el sur! Me siento horriblemente solo. Nada a la vista. Navegante novato, no sé dónde estoy, sólo supongo que lo sé. Si fallo las Canarias, es el Atlántico sur, la trágica ruta de la balsa de la Medusa. El viento es maravilloso: ¡siempre que aguante!
Viernes 29- El viento ha aguantado, me ha sido incluso necesario «hacer girar el rodillo», es decir, reducir la superficie de la vela. 9 horas. Me cruzo con un gran carguero, que lleva en sentido contrario el mismo rumbo que yo. Debe de venir de las Canarias. Estoy, pues, en el buen camino. Si no surgen problemas de aterraje...
Sábado 30- ¡Señor, qué noche acabo de pasar! Estoy molido, no he pegado ojo. Ayer, hacia las 16 horas, la gran zarabanda; tuve que echar mi ancla flotante. Realmente me pregunto: 1º, cómo una embarcación tan frágil puede «aguantar» los embates del mar; 2º, cómo puede resistir mi corazón. La moral se resiente; creo que me detendré en las Canarias. Siempre que esta noche pueda dormir, y además, siempre ese horrible miedo a pasar entre ambas tierras sin verlas, ni a la derecha ni a la izquierda.
Domingo 31- Durante la noche, he derivado hacia el sur más de lo que esperaba y, a las 15 horas, he podido detener un barco portugués que me confirma la posición. Me ofrece bebida y comida. Lo rechazo; de hecho, desde este punto de vista, todo va bien. Pesco cada día magníficas caballas y, no cabe duda, comienzo a acostumbrarme al pescado crudo. El agua del Atlántico parece deliciosa comparada con la del Mediterráneo. Es mucho menos salada y calma perfectamente la sed. ¿Irá tan bien todo cuando sea necesario prolongar esta situación durante varias semanas? Mi ruta es buena; estoy a setenta millas al nor-nordeste de Alegranza. Treinta y seis horas más ojo avizor y estaré en el interior del archipiélago. ¡Siempre que no salga de allí. Dios mío! Adorables pajaritos negros y blancos me hacen compañía cada tarde, a las cuatro exactamente.
Lunes 1 - He pasado una de las noches más duras de todo el viaje, desde Mónaco, pues hace muy mala mar. Pero, realmente, me siento bien pagado. Ayer por la noche, al acostarme a la buena de Dios (por la noche, fijo la barra y duermo), me dije: «Si he navegado bien, tengo que ver la primera isla mañana por la mañana, a la izquierda», y esta mañana, al levantarme, descubro a unas veinte millas al sur, a la izquierda, las dos islas de encantadores nombres: Alegranza y Graciosa. ¡Qué buen presagio! Ahora me toca no fallar en el aterraje. Pero tengo confianza. Ya gané la primera vez, ganaré también la segunda.
Martes 2 - Me aterroriza ver qué distancia separa esas islas, unas de otras, y el espantoso vacío en el que voy a sumirme si no encuentro la costa. Pues me resulta imposible volver sobre mis pasos. Debo saberlo para el porvenir. Cuando haya abandonado las Canarias, o si no las encuentro, cualquier esperanza de regreso me estará prohibida. La distancia más pequeña que deberé recorrer, entonces, será de más de seis mil kilómetros. Evidentemente, creo que podré aguantar, ¡pero qué atroz inquietud para todos los míos y qué triunfo para los que predijeron que nunca llegaría a Las Palmas! Si quiero convencer, tengo que probar. Dije que llegaría a Gran Canaria, quiero atracar allí y no derivar. Me hubiera sido fácil abordar las primeras islas divisadas. Quiero probar que puedo ir a donde quiera. Es primordial para el náufrago que, como yo, debe poder alcanzar el punto que se ha señalado.
Por la tarde. Mi bote de salvamento, cuyas posibilidades de navegación todo el mundo había negado, me deja cada día más estupefacto. Debo, cada mañana hacia las once, deshincharlo un poco para evitar que el aire dilatado por el sol lo haga estallar. Vuelvo a hincharlo cada noche. Prácticamente no embarco agua y duermo tranquilamente. Las primeras noches fueron muy difíciles. Despertaba sobresaltado, a cada instante, con la sensación de que había ocurrido una catástrofe, pero he adquirido confianza. Puesto que, de día, el barco no ha volcado, ¿por qué va a volcar de noche? Me es imposible permanecer día y noche con la barra en la mano. Pues bien, he advertido que mi bote, cuando el viento sopla de popa, va en línea recta, aunque yo haya fijado el gobernalle, y me confío rápidamente a la regularidad del viento. Puedo, pues, dormir tranquilo cuando esté lejos de tierra, ¿pero qué va a suceder cuando tenga que atracar? No puedo remontar el viento; sólo puedo navegar con «viento de costado».
Miércoles 3- ¡Dios mío. Dios mío!, ¿qué ocurre? Toda la noche acechando el faro de Las Palmas, debiera estar allí y no veo nada. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Debo detenerme esperando que se disipe la niebla? ¿Debo, por el contrario, proseguir hacia el sur?
A mediodía. Por fin, un avión emprende el vuelo a mi derecha; no ha tenido todavía tiempo de elevarse; ¡ahí está la tierra, voy a ganar!
3 horas. Se ha terminado, nunca alcanzaré esa tierra. Creía que el avión había despegado de la parte norte y ahora, cuando la costa aparece, advierto que he dejado desfilar cuarenta kilómetros de tierra y que apenas me quedan unos diez para atracar. El viento sopla hacia el norte, yo derivo hacia el sur, arrastrado por una violenta corriente; voy a pasar a tres millas de la tierra, pero nunca la alcanzaré.
6 horas. ¡Tal vez! Tal vez me quede una oportunidad, una contra-corriente compensa mi deriva. La punta sur de la isla, que mira a la inmensidad del Atlántico sur, todavía está a mi izquierda. ¡Tal vez!...
Tuve razón manteniendo la esperanza mientras escribía esas líneas. Hacia las 10, estoy a cien metros de la orilla, pero reconozco haber tenido tanto miedo que, por un instante, pensé en abandonar el bote y ganar la costa a nado. Ahora, el problema es no desgarrarse contra los arrecifes. Los pescadores me han visto y una densa muchedumbre me señala el lugar por el que puedo llegar a la arena, entre dos agudos entrantes de roca. Evito el peligro, abordo. Es la primera vez que una embarcación de caucho ha demostrado que podía navegar durante nueve horas con un viento tan desfavorable. He tenido tanto miedo, un miedo tan violento, que necesitaré varias horas para poder caminar. Pero, a fin de cuentas, he tocado la isla que deseaba alcanzar.
Había demostrado no sólo que sabía navegar sino también que navegaba deprisa: de Casablanca a las Canarias había tardado, exactamente, once días (del 24 de agosto al 3 de septiembre), lo que suponía un tiempo muy bueno. En efecto, para el mismo recorrido, Gerbault había tardado catorce días. Le Toumelin, doce días y Ann Davidson, veintinueve días.
¿Cómo me las compuse, en realidad?
Ciertamente, y por primera vez en mi vida, efectué una navegación instrumental lejos de las costas. Sin embargo, como no confiaba en mis medidas astronómicas, controlaba también mi navegación a la estima: cada día anotaba el número de millas que estimaba haber avanzado en la dirección indicada por el compás. Eso me daba una ruta ideal —que suponía que yo no había derivado en absoluto—. Aplicaba a esta ruta un «margen de seguridad» correspondiente a mi probable deriva, dadas la dirección y la fuerza de la corriente —informaciones facilitadas por las Instrucciones náuticas—. En efecto, no había que olvidar ese rápido torrente, que se adivina sin comprobarlo físicamente. Este movimiento invisible, pero tan real como el movimiento browniano, me arrastraba insidiosamente hacia el sur, haciéndome correr el riesgo de pasar entre las islas y la costa africana. Cada día anotaba, pues, tres posiciones: la que era calculada, la que era estimada y, más pesimista, aquella en la que podía encontrarme si todas las condiciones desfavorables habían actuado al máximo. Basándome en estos puntos, trabajaba para no caer en la trampa que se abría ante mí.
«Pero, puesto que zarpaba para cruzar el Atlántico, ¿qué importancia hubiera tenido, para usted, no encontrar las islas y partir de inmediato hacia el gran salto?». Evidentemente, mis tres razones hacían imposible esa partida inmediata hacia la gran aventura. En primer lugar, la preocupación que habrían sufrido los míos, que me creían partido por un viaje máximo de quince días. Luego, el hecho de que, moralmente, no estaba preparado para fallar el objetivo; me habría parecido del peor augurio terminar mal esa primera etapa que me había fijado. Por fin, si tras unos quince días nadie tenía noticias de mí, los poderes públicos no habrían dejado de intervenir; se habrían iniciado búsquedas; los salvadores me habrían encontrado o no, pero en caso afirmativo, mi experiencia habría acabado; en el negativo, ¿quién habría creído en mi buena fe viéndome llegar a las Antillas setenta u ochenta días después de haber salido de Casablanca?
Tras once días de navegación, regresé, pues, a tierra. El pueblecito de Castillo del Romeral, a unas diez millas al sur de Las Palmas, me dedicó un recibimiento principesco. Cuando mi embarcación fue señalada, los habitantes habían acudido de todos lados, convencidos de que se trataba de un verdadero náufrago, y en la playa me aguardaba una verdadera asamblea general, compuesta por gente sencilla y acogedora, vestidos con telas claras y de vistosos colores.
Las costas de Gran Canaria son extremadamente rocosas y, aunque yo había podido atracar en una playita donde dominaba la arena, no dejaba de ser cierto que grandes salientes de lava seguían amenazando, a derecha e izquierda, mi neumático flotante, por poco que se le hubiera ocurrido desplazarse. ¡Qué importa!, tras haber pasado un calvario, mi bote recibía los honores, así como el orgulloso y pequeño pabellón tricolor que yo había izado. En pocos segundos, el Hereje, completamente cargado, es izado sobre los vigorosos hombros de veinte hombres. Por mi parte, yo soy sostenido, a trancas y barrancas, por dos amables autóctonos. Manuel, el «jefe» del pueblo, se acerca a mí y, eterna pregunta, quiere saber de dónde vengo. Le doy mi habitual respuesta:
—De Francia, de Niza, después Baleares, Tánger, Casablanca, y once días de Casablanca a aquí.
Es evidente que aquello supera su comprensión. Mira a su alrededor, para ver si los demás han oído la inverosímil respuesta. «Ames habent, el non audient.» Veo muy bien, a pesar de su innata cortesía con el huésped, que cierto escepticismo planea sobre su rostro. Necesitarán varios días para admitir que he dicho la verdad. Mientras, en casa de Manuel me sirven un huevo frito. El «cofrade» del lugar, «practicante», es decir, enfermero diplomado y maestro de escuela, está allí. Pese al sueño y la fatiga que me abruman, debo pasar la velada contando mi historia, en un curioso español formado por palabras francesas «iberizadas», pero que mis interlocutores consiguen comprender.