V
La batalla del material y Tánger
EN cuanto desembarqué, envié un telegrama para conseguir que substituyeran el material que habíamos perdido y que necesitábamos La respuesta no se hizo esperar: «Jean Ferré llega a Palma.» Así pues. Jean probablemente estaba ya en Palma. Sólo teníamos que vivir la vida esperando al delegado de los «miembros de tierra».
El jueves salí temprano para una gran sesión de pesca submarina.
Estaba pescando tranquilamente con Fernando, el campeón de pesca submarina de Menorca, cuando apareció un chiquillo como mensajero para avisarme de que dos franceses, que traían noticias de mi mujer, preguntaban por nosotros. «Ya está, Jean ha llegado», pensé. Monté en mi bicicleta para devorar cinco kilómetros bajo un sol tórrido, llegar al puerto y dar con dos desconocidos que se habían apoderado del diario de a bordo de Jack y lo copiaban sin el menor rubor. Algo sorprendido, recibí sin embargo a mis compatriotas lo mejor que pude y les expliqué los objetivos de nuestra experiencia. Sabían mucho ya, pues habían interrogado al comandante del puerto y se habían tomado tiempo para compulsar nuestro informe de mar.
Ambos hombres me acosaron a preguntas toda la mañana, nos persiguieron luego hasta la casa de unos amigos que nos habían invitado a comer, donde nos fotografiaron sin el menor miramiento. Supe entonces que ignoraban, incluso, la dirección de Ginette. Satisfechos de sí mismos, los dos reporteros emprendieron el vuelo, poco después, hacia Palma, dejándonos más bien pasmados. Vamos, estaba decidido, no nos preocuparíamos más de semejantes importunos.
El viernes por la mañana recomenzó la comedia: habían llegado dos franceses; preguntaban por nosotros. Nos largamos inmediatamente, para no verles. Una hora más tarde aparecían, sudorosos, jadeantes y furiosos... Jean Ferré y Sánchez, el cónsul de Francia en Mahón, convencidos de que el sol mediterráneo nos había freído los sesos y que estábamos como para encerrarnos.
Traían malas noticias. El promotor de la expedición se negaba a seguir ayudándonos.
¿Cuál era la razón de ese súbito abandono? Casi todos los diarios, que nos tomaban en broma, habían asegurado que, tras el encuentro con el Sidi-Ferruch, la expedición Bombard había fracasado. Era preciso aclararlo: dejando a Jack en Menorca, decidí ir a París, vía Mallorca. En la gran isla, me lo facilitó todo el señor de Fréminville, cónsul de Francia, y el lunes 23 nos dirigíamos a París. No hablaré de ese viaje en coche que fue, tal vez, una de las etapas más peligrosas: a las 8 de la mañana, Valencia: a las 12 h 30, Madrid: 19 h. San Sebastián: 6 h de la mañana. Poitiers. En resumidas cuentas, un récord.
En París, iba a reanudarse la lucha. Sólo deseaba una cosa, obtener el material necesario para reparar nuestro esquife y continuar el viaje. Era evidente que no nos tomaban ya en serio. Por todas partes se preparaban expediciones, algunas de las cuales eran cosa de la mayor fantasía: Ken Tooky, travesía San Sebastián-Dublín en canoa, travesía del paso de Calais en scooter. Y nos ponían a todos en el mismo saco. Dábamos risa. Por su lado, aunque los constructores no hubieran perdido por completo la confianza, vacilaban en ayudarnos. Por lo que a nuestro mecenas se refiere, subyugado por los «especialistas» triunfantes, se negaba a financiar nada, con el pretexto de que no quería «colaborar en mi suicidio». Ni siquiera se daba cuenta de que disminuía peligrosamente nuestras condiciones de seguridad. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué intentaban ahora detener la expedición?
Comenzaba a percibir las razones de este cambio. Habían creído que embarrancaríamos, tras unos días, en la costa italiana. Ahora, cuando teníamos posibilidades de conseguirlo, perdían los nervios. Sin embargo, yo no quería demostrar la inutilidad del material de salvamento, sino mostrar, sencillamente, que si ese material faltaba o estaba incompleto el náufrago podía salvar la piel. Entraban en juego intereses que me eran ajenos. La maniobra se concretó en Tánger, donde mis sospechas se convirtieron en certidumbre. La expedición estaba en peligro; sin embargo, tras agotadoras discusiones, obtuve el material de reparación. Así pues, más cansado y desmoralizado, regresé el domingo 29 de junio a Palma de Mallorca. Jack y el Hereje tenían que unírsenos allí en el vapor Ciudadela. Desde allí, intentaríamos llegar lo más lejos posible hacia el estrecho. Si debíamos detenernos en alguna parte, estábamos decididos a hacer que nos llevaran a Tánger. Allí, la gente pensaría lo que quisiera, pero resultaría difícil ya detenernos en nuestra experiencia atlántica. Yo temía, sin embargo, que ciertas maniobras lograran que me fuese retirado el permiso de navegación. ¡Y entonces, adiós experiencia! Probablemente no se diría: «No ha podido proseguir su experiencia», sino: «Ya ven que no puede llevar a cabo su experiencia, de modo que su teoría es falsa.»
Tal vez fuera ese temor lo que me daría fuerzas para llegar hasta el final.
El material de recambio llegó por avión: un mástil, dos derivas, un compás y algunos libros. ¡Sólo Dios sabe las dificultades que tuvimos con la aduana por esos pocos objetos! Sin el señor de Fréminville, estaríamos aún, según creo, discutiendo. Finalmente, todo fue llevado al Yacht-Club, que nos había ofrecido su generosa hospitalidad, y el domingo por la mañana todo estaba listo. Jack decidió entonces que zarparíamos bastante avanzada la noche, para aprovechar el viento de tierra que nos empujaría fuera de la bahía. Por una vez, habíamos decidido salir del puerto por nuestros propios medios. Intentaríamos llegar a África o a la costa española.
El momento de zarpar fue mucho menos solemne que la primera vez. Remábamos lentamente, Jack y yo, acompañados por una pequeña barca del club. Se levantó el viento del este. ¡Adiós, Mallorca! Una vez más, habíamos partido.
Aquella vez fue un crucero de placer. El lunes por la mañana, en las proximidades de la isla aún, pesqué algunos hermosos mújoles. Teníamos la subsistencia asegurada. ¡Qué magnífica jornada! El viento nos empujaba en la buena dirección. Jack esperaba poder llegar a Alicante, en la costa sudeste de España. De allí intentaríamos «cabotear» lo mejor que pudiéramos hasta Málaga. Estábamos decididos, sobre todo, en cuanto el viento nos abandonara, a aprovechar la primera ocasión para llegar a Tánger a bordo de un carguero. Resultaba vital para nuestra expedición alcanzar el Atlántico y cruzar las «Columnas de Hércules». El legendario lugar comenzaba realmente a fascinarme. Nuestra sed de experiencias se sentía estrecha en aquel mar cerrado. Sólo en el Océano podría florecer realmente. Comenzaba a hacer mucho calor. Yo me bañaba cada día. Jack prefería abstenerse. Al anochecer del lunes, Mallorca había ido esfumándose poco a poco. Intentamos llegar lo más al sur posible de Ibiza. En la mañana del martes, divisamos esa costa por delante y a estribor. El viento seguía siéndonos favorable. La pesca submarina cubría, ampliamente, nuestras necesidades. De vez en cuando nos visitaban las marsopas. El martes por la tarde, hacia las cuatro, comprobamos con inquietud que, a pesar del viento que debía empujamos, nos era imposible avanzar. Una corriente anulaba nuestra marcha hacia el oeste.
Si el viento cambiaba, corríamos el riesgo de ser devueltos a Mallorca. Decidimos, pues, flanquear la costa y lanzar el Hereje a una de las numerosas playitas que la bordeaban. ¡A los remos! ¡Iza, eh, iza! La costa parecía muy cercana, pero sólo nos aproximamos a ella al caer la noche. Nos sentíamos asustados ante los centenares de arrecifes que nos rodeaban. Finalmente, cuando todo se hacía ya obscuro, encontramos la abertura de una pequeña bahía, maravillosa, pues el agua era allí muy clara. La noche fue cálida y muy estrellada. ¡Qué gozo dormir en tierra! Estábamos a unas quince millas de la capital de la isla. No importaba, lo habíamos decidido: en cuanto fuera posible la alcanzaríamos para embarcar hacia Tánger. Resultaba inútil dar vueltas en redondo por el Mediterráneo.
Un simpático granjero nos invitó a beber un vino agrio y muy purgante. Nada sabía de los acontecimientos mundiales, ignoraba incluso los nombres de Taiman, Stalin y Hisenhovver. Ni siquiera imaginábamos que pudieran existir aún, en el mundo, seres tan apacibles. ¡Qué deliciosa noche bajo las estrellas y en una confortable yacija de agujas de pino! Teníamos la sensación de estar en otro mundo.
Al día siguiente, Jack me pidió que fuera a pescar. Me sumergí y obtuve, casi enseguida, una magnífica lubina. El jueves y el viernes pasaron en ese obligado reposo, entre los altos acantilados rojos que presidían un fondo multicolor, digno de los atolones coralíferos, cruzado por los relámpagos luminosos de los peces que reflejaban, al pasar, el sol. Nos sentimos casi decepcionados al comprobar el sábado, hacia las seis de la madrugada, que el viento se había levantado y podía llevarnos hacia el puerto de Ibiza. Abandonamos aquel lugar encantador, casi sin atrevernos a quebrar con nuestros remos el liso espejo de aquella acogedora bahía, última visión de paz antes de caer en el oleaje del mar. En cuanto salimos de nuestro abrigo nos fue necesario azocar de verdad. El viento había vuelto a caer, pero a fin de cuentas nos aprovechábamos de que no soplara en contra. Lamentablemente, lamentablemente —y eso parece ya un estribillo—, a mediodía volvió a levantarse contra nosotros y fue preciso atracar en otra pequeña bahía, junto a un islote llamado Tagomago: la playa de Es Canà.
Comenzábamos a aficionarnos a aquellas improvisadas escalas y, con la despreocupación que le caracterizaba, Jack llegaba a preguntarse qué necesidad teníamos de seguir zarpando por aquel mar ingrato. La noche del doce, nos abordan dos guardias civiles y uno de ellos nos dice, acariciando su fusil:
—Está prohibido atracar si no es en un puerto. Háganse enseguida a la mar.
—No es posible. El viento es contrario.
—No es cosa nuestra —decidió entonces, rojo de cólera.
—Pues bien, caballeros, embarquen con nosotros y ya verán.
El golpe da en el blanco y los dos representantes del cuartelerismo internacional parecen desconcertados. Finalmente, tras una consulta, el cuartel general da orden de que nos dejen esperar el viento adecuado para partir.
Al día siguiente, nado en busca del almuerzo, con las gafas en la cara, cuando dos pies encantadores prolongados por dos piernas hechiceras transforman mi horizonte submarino. Ambas piernas pertenecen a Manuela, la mayor de tres hermanas chilenas. El baño termina cuando somos cinco, sentados en círculo en el mar y comiendo una sandía. Manuela tenía un Mallarmé y lo hojeo. Leo:
...¡Partiré! Steamer que balanceas tu arboladura,
Leva el ancla hacia una exótica naturaleza.
Un Tedio, desolado por las crueles esperanzas,
Cree aún en el supremo adiós de los pañuelos.
Y, tal vez, los mástiles, invitando a las tormentas,
Son de aquellos que un viento inclina hacia los naufragios
Perdidos, sin mástiles, sin mástiles, ni fértiles islotes...
¡Pero, oh corazón, escucha el canto de los marineros!
El tiempo cambia, la copa de los árboles se inclina hacia el oeste. Ha vuelto el viento. Partimos. Aquel mismo día entramos en el puerto de Ibiza. El Yacht-Club nos recibe con la acogedora hospitalidad española. Decididos a terminar con el Mediterráneo, embarcamos el viernes en el Ciudad de Ibiza que nos lleva a Alicante.
Rascándonos el bolsillo, encontramos luego bastante para pagar nuestro billete en el Monte-Biscargui, como pasajeros de cubierta, no alimentados, de Alicante a Ceuta. Aunque al principio nos miran con desconfianza, luego toda la tripulación nos trata maravillosamente. Unos pasajeros me prometen un concierto cuando pase por Bilbao.
Conducidos por el primer oficial mecánico, visitamos cada escala. También el radio se muestra muy simpático, aunque cierto día de «cogorza» reconociese que nos considera un poco locos.
El capitán me regaló una camisa, pues el viento había desgarrado la mía. Jack recibió los zapatos del radio; comíamos gracias al sleward.