Conclusiones
EL viaje del Hereje ha terminado. Voy a luchar, ahora, para que mi herejía sea comprendida y se vuelva la ortodoxia de los futuros náufragos. Cualquier náufrago puede aterrar, por lo menos, en tan buen estado como yo. Era un náufrago como los demás. No era físicamente excepcional. He tenido ya, en mi vida, tres ictericias y sufrí, después de la guerra, graves afecciones debidas a la subalimentación. Nada me predisponía, pues, a esa travesía. Llegué disminuido, es cierto, pero llegué vivo.
Lo repito, no se trata de vivir bien sino de sobrevivir el tiempo bastante para llegar a tierra o encontrar un navío.
Afirmo, ahora, que el mar nos proporciona suficiente «comida y bebida» para emprender, confiados, el viaje hacia la salvación.
Durante los sesenta y cinco días del trayecto de las Canarias a las Antillas, no tuve una suerte especial y mi viaje no puede considerarse, en caso alguno, una hazaña temeraria, como una excepción.
Adelgacé veinticinco kilos y sufrí numerosos trastornos. Me encontré con una gran anemia (cinco millones de glóbulos rojos a la salida, dos millones quinientos mil a la llegada) y un índice de hemoglobina en el límite de la seguridad.
El período que siguió a la ligera comida hecha a bordo del Arakaka estuvo a punto de serme fatal. He aquí, finalmente, el cuadro de mi presión arterial.
Elocuencia de las cifras, que muestran cómo un acontecimiento basta para trastornar el psiquismo y quitar o devolver la salud.
Una verdadera diarrea me torturó durante catorce días, del 26 de noviembre al 10 de diciembre, con importantes hemorragias. Estuve dos veces a punto de perder el conocimiento: el 26 de noviembre, trastornado por la premonición que precedió la tempestad, y el 6 de diciembre, día de la redacción de mi testamento. Mi piel, deshidratada, sufrió una erupción general. Las uñas de mis pies cayeron. Sufrí importantes trastornos oculares y una clara disminución de mi fuerza muscular... y tuve hambre. Pero llegué vivo.
Durante sesenta y cinco días, viví exclusivamente de los productos del mar. Mi ración de prótidos y lípidos fue suficiente. Sin duda, la carencia en glúcidos provocó un importante adelgazamiento, pero quedó demostrado que el margen de seguridad cuya intuición había tenido antes de mi partida era, en efecto, una realidad.
Nueva prueba del predominio de lo mental sobre lo físico: el hambre física, que sufrí después del Arakaka, perjudicó mucho más mi salud que el hambre orgánica que sentí, con Palmer, durante el período de ayuno en el Mediterráneo. La primera no es un hambre verdadera, es más bien el deseo de otra cosa, y es peligroso desear sin obtener. La segunda se manifiesta durante las primeras cuarenta y ocho horas con dolores (del tipo calambres) que se calman luego y dan paso a una somnolencia, a un sensible debilitamiento.
En el primer caso, el organismo se quema a sí mismo. En el segundo caso, se pone a medio gas.
A mi llegada, el examen médico no mostró signo de enfermedad por falta de vitaminas. El plancton me proporcionó su vitamina C. Sólo tuve agua de lluvia después de veintitrés días. Por lo tanto, durante esos veintitrés primeros días probé que el pescado bastaba para saciar mi sed, que es posible extraer bebida del mar.
Desde la salida de Mónaco, viví de agua de mar catorce días y de jugo de pescado cuarenta y tres días. Vencí la sed en el mar. Me habían dicho que el agua de mar era laxante, pero durante el largo período de ayuno mediterráneo, ni Palmer ni yo evacuamos —y durante once días—. No se manifestó ninguno de los signos de intoxicación predichos. Jamás mis mucosas se desecaron. Mis conclusiones médicas se incluirán, con todo su desarrollo, en mi tesis. En colaboración con la Marina nacional, una obra para el uso del náufrago resumirá y codificará las conclusiones de mi experiencia.
Pero quiero afirmar aquí que una embarcación de salvamento puede aguantar en el mar mucho más de diez días. Es perfectamente capaz, de navegar el tiempo necesario para llevar al náufrago hasta la orilla. Mi Hereje lo demostró.
Quiero también facilitar al náufrago unas reglas de vida, detallarle una distribución del tiempo que le permita ocupar activamente su jornada, con la voluntad tendida siempre hacia un objetivo: la vida.
Un hombre que cree haber llegado al fondo de la desesperación siempre puede encontrar un segundo aire que le ayude a proseguir, a reaccionar, como Anteo cuando sus pies tocan tierra. En el fondo de los botes de salvamento debiera imprimirse una carta de los vientos y las corrientes para todos los mares del globo. Aunque esté cerca de la costa africana, el náufrago tendrá que llegar a América, sea cual sea la distancia.
Para darle esperanza y convencerle de que al final de su prueba está la vida, me gustaría que se grabase también: «Recordad lo que hizo un hombre en 1952.»
Pero esa experiencia confirma que sólo se puede y sólo se debe arriesgar la vida por una causa útil.
Esperar es tender hacia un estado mejor. El náufrago, después de la catástrofe, desprovisto de todo, sólo puede y debe esperar. Se le plantea brutalmente un problema: vivir o morir, y comprometerá todos sus recursos, toda su fe en la vida, además de su valor, en la lucha contra la desesperación.
Oh tú, náufrago, hermano mío, si aceptas creer y esperar verás que, como en la isla de Robinson Crusoe, tus riquezas aumentarán día tras día. Y no tendrás ya razón para no creer.