I
La partida

25 de mayo de 1952

A primeras horas de la mañana nos habíamos encontrado en el pequeño puerto de Fonvieille. Algunos periodistas nos acosan, enseguida, con preguntas. Tras haber respondido del mejor modo, compruebo que se embarque el material en el bote neumático. Comenzaba a llegar la muchedumbre, pero la partida estaba prevista sólo para las tres de la tarde, hora en la que el viento se hacía más fuerte. El equipo de técnicos trabaja sin descanso poniendo a punto nuestra radio, benévolamente ayudados por algunos radioaficionados monegascos y de Niza. Hacia las dos llega un oficial del juzgado que sella los bidones previstos para el caso de que nuestra experiencia alimenticia fracasara. En medio de los fotógrafos que me asaltan sin cesar, un emisario del Museo Oceanográfico me avisa de que ni el sábado ni el domingo pueden remolcarnos hasta alta mar con el barco del Museo.

Hay un punto que debe comprenderse bien. Nuestro bote neumático no podía remontar en absoluto el viento. Para convertirnos en náufragos, debíamos alejarnos lo más posible de la costa, pues si se hubiera levantado un viento desfavorable habríamos sido arrojados enseguida a tierra. Para evitarlo, era preciso que nos remolcaran, como la Kon-Tiki, hasta una decena de millas de la costa. Por fortuna, en aquellas fechas había allí un crucero americano que podría prestarnos una de sus lanchas rápidas.

La muchedumbre se hacía cada vez más densa. Se había levantado viento del sudoeste y existía el peligro de que nos devolviera rápidamente a tierra si partíamos a la hora prevista. Los espectadores, evidentemente, deseaban con impaciencia vernos salir del puerto, pues estaban cansados de esperar. Puesto que el comandante del crucero americano aceptó dejarnos un remolque para el día siguiente, al amanecer, decidimos retrasar la partida; Jack pensaba que el viento nos sería favorable al día siguiente, el parte meteorológico local lo anunciaba y, por una vez, sus pronósticos fueron exactos. Cuando la concurrencia supo que demorábamos el embarque, algunas personas, algunos periodistas incluso, furiosos por haberse molestado inútilmente, comenzaron a refunfuñar, a gritar que era una tomadura de pelo. Entonces me abordó un hombre bastante alto, de estilo cowboy, que llevaba un sombrero de ala ancha:

—Jovencito, un consejo. Sé de lo que hablo: vengo de América del Sur. Nada de bromas, sobre todo. Si tu compañero muere por el camino, no lo tires por la borda. Cómetelo. Todo sirve para comer. Yo he comido, incluso, tiburón.

—De acuerdo, seguiré tus consejos.

—Y pensar que vas a «tocártelos» durante varios meses y que, en tierra, todo el mundo va a compadecerte mientras...

Regresé a mi hotel, entretanto, para descansar un poco.

A las cuatro y media de la mañana nos encontramos en el pequeño puerto. El grupo se ha aclarado. Sólo quedan los amigos fieles. La atmósfera es mucho más densa y como súbitamente real. Se acabó la «feria». Se trata ya de una partida para un gran y duro viaje. Poco a poco va haciéndose en mí una certidumbre: «Ya está, todo comienza.» Concurrencia poco numerosa: Ginette. Jean. Jean-Luc, algunos reporteros, los técnicos suizos. Jack y yo tomamos el último café con leche y encargamos un último emparedado de jamón. Cuando nos lo traen, instantes más tarde, con el espíritu vuelto ya hacia nuestra gran aventura, lo rechazamos. A fin de cuentas, dejar de comer enseguida o dentro de unas horas... Ignoramos aún hasta qué punto el recuerdo de ese emparedado «frustrado» nos obsesionará en las largas horas de ayuno que seguirán.

¡Las cinco! Puntual como suele ser cualquier marina de guerra, la lancha del cazatorpedero americano entra en el puerto. El comandante ha querido, a pesar de la hora temprana, dirigir personalmente las operaciones. Todo está listo. Jack y yo nos instalamos silenciosamente en el Hereje. Con la garganta seca, no hemos dicho ni dos palabras desde el amanecer.

—Ready? —suelta el comandante.

—Yes.

—Go on.

Y, lentamente, la lancha comienza a remolcarnos hacia el mar abierto que nos aguarda. Estamos sentados a ambos lados, sobre el cilindro de caucho, con los pies colgando hacia el interior.

El mar no tarda en levantarse. Tenemos ya una prefiguración de lo que será el mal tiempo: las olas son osadas, cortas, desorganizadas, y numerosas interferencias provocan precoces rompimientos. La lancha cabecea y se bambolea. Nuestro bote, a pesar del oleaje que lo asalta, mantiene un flexible equilibrio que me parece un buen augurio para nuestra seguridad. Tenemos lo que en física se llama una «estabilidad de plataforma» perfecta. Sin cabeceo ni balanceo, nuestro bote neumático supera con suavidad las olas. Todos, en la lancha americana, tienen que agarrarse para asegurar su estabilidad; de vez en cuando, el badajo de la campana de maniobra, desequilibrado por el oleaje, emite una nota clara. Jack y yo, con las manos libres, hacemos gestos de despedida. Desde la misma partida un Hereje afirma una de sus superioridades sobre un Ortodoxo.

En el navío, Ginette hace valerosos esfuerzos para sonreír; unas gafas obscuras contra un sol ausente ocultan mal sus lágrimas.

A pocos centenares de metros de la orilla, dos o tres embarcaciones engrosan la flotilla. La primera de nuestras partidas comienza a parecer ya un carrusel. Modesto carrusel, esta vez, pues en cada nueva etapa, los partidarios de la Herejía triunfante iban a ser más numerosos. Entonces éramos poco conocidos, mal comprendidos.

Pero mientras respondíamos a las sonrisas con otras sonrisas, a los adioses con grandes gestos de la mano, Jack y yo teníamos la muy fuerte sensación de estar ya lejos, de no formar ya parte de «su» mundo, de ser ya una sola cosa con esa frágil embarcación que iba a ser, durante tanto tiempo, nuestro único universo y que representaba ya, para nosotros, el centro del mundo.

Las cabrillas blancas, cuyos numerosos rebaños iban a ser nuestra principal compañía, hacían ya su aparición.

Entre las salpicaduras que comenzaban a mojamos ya con su fina lluvia, la campana de nuestro remolcador resonó y, tras un gesto de Jack, la amarra fue largada.

Un último adiós. El carrusel de las embarcaciones donde viajan los periodistas da todavía una vuelta a nuestro alrededor. Hacemos, maquinalmente, gestos de despedida. Los seres humanos, sin que lo sepan, son ya extranjeros para nosotros. Nos separa de ellos, ahora, la aventura, mejor que si fuera un muro. Sí, eso es, lo experimentamos de pronto con fuerza, como una revelación brutal: ¡estamos separados de los hombres! Nuestra vida en el mar es ya más real, más verdadera, más esencial para nosotros que las relaciones con esos seres, tan cercanos aún, sin embargo. «¡Marchaos, marchaos ya!». Son las únicas palabras que, dirigiéndonos a ellos, tendrían aún sentido, las que querríamos gritar, las que ni siquiera murmuramos.

Poco a poco, las embarcaciones se alejan. Henos aquí solos ya, totalmente aislados en ese elemento que no es el nuestro, en ese corcho que nos mantiene. El Miedo, ese enemigo que tan a menudo me atacó durante esos siete meses, hace bruscamente su aparición, como si el último barco que ha desaparecido de nuestro horizonte acabara de entregarle el escenario. Sólo fue, esta vez, una breve prueba si la comparo con las profundas heridas que iba a infligirme más tarde. Tuvimos, en efecto, otras ocasiones de conocer el Miedo, el de verdad, no esa ligera angustia de la partida sino la pavorosa revuelta del cuerpo y del alma enloquecidos por los elementos, como si todo el universo ya sólo fuera un único e ineluctable peligro.

El viento comenzaba a soplar a ráfagas. La bruma ocultaba la tierra, que seguía dormida. Ya sólo podía percibirse la cima de la «Cabeza de perro» y la punta italiana de Bordighera.

A lo lejos, de las lanchas se veía, sólo, su estela blanca. Estábamos frente a aquel desconocido que buscábamos. Habíamos imaginado tan a menudo esa soledad que era, para nosotros, como un fabuloso regalo: un regalo en el que se ha soñado durante largos años y que se recibe por fin. Allí estaba el agua, allí estaba el viento y aquel chapoteo a nuestro alrededor. Hasta hoy, sólo nosotros habíamos faltado a la cita. Ahora habíamos llegado y el círculo se cerraba, nos parecía que todo estaba en orden.

 

Náufrago voluntario
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_049.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_050.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_052.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_053.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_054.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_055.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_056.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_057.xhtml