II

Cabotaje a la vista de las costas

25-28 de mayo

¡QUÉ silencio cae, entre Jack y yo, y nos abruma primero! Todo el porvenir oculto pero inminente gravita sobre nosotros.

No izamos de inmediato la vela. Jack temía que cediera por la influencia del viento y prefería probar progresivamente su resistencia, y también la del mástil. Para no ser arrojados hacia Niza, utilizamos entonces, por primera vez, nuestra ancla flotante15. Dócilmente, el Hereje se plegó a nuestros deseos y giró, apuntando hacia la costa italiana.

Se levantó entonces el día; disipándose la bruma, la costa se dibujaba, cercana y peligrosa. Ante todo era preciso alejarse lo más posible hacia alta mar, para evitar los numerosos cabos que, avanzando hacia el este, representaban otros tantos escollos en nuestra ruta.

Las trampas tendidas en nuestro camino eran: el cabo Ferrat, el cabo de Antibes, las islas de Lérins (ante las costas de Cannes). El siguiente obstáculo: el cabo Camarat, acompañado por la isla de Levante, que los menos pesimistas augurios habían considerado infranqueable para nuestro esquife. Pasada la isla de Levante, la costa se alejaba hacia el oeste: ante nosotros el mar quedaba libre.

El viento disminuyó. Izamos entonces la vela. La operación era muy complicada, pues era preciso llegar al mástil, a proa. El bote era como una bañera medio cubierta en su parte anterior y abierta en su parte posterior: el estrecho espacio de 2 metros por 1,10 m en el que nos apretujábamos. No podíamos caminar sobre la tienda levantada a proa sin correr el peligro de reventar el frágil abrigo y era preciso hacer prodigios de equilibrio sobre uno de los dos flotadores para avanzar. El regreso a la plataforma era más acrobático aún. Por lo general, me tendía con los brazos hacia delante y, luego, me arrastraba tirando con las manos.

El Hereje comenzó a moverse entonces. Tenía buen aspecto así: izada la vela mayor, tensa la escota, trazaba orgullosamente una estela desproporcionada con respecto a su velocidad, pero sentíamos que avanzábamos. Se formaba un gran remolino detrás de nosotros. Por aquel hervor, que parecía seguirnos, íbamos a evaluar primero nuestra velocidad. Más tarde, tras haber adquirido la costumbre de mi media, la tracción de la vela en la escota me permitiría apreciar el ritmo de la marcha. De momento, apenas navegábamos a un nudo y medio, pero avanzábamos.

Sin embargo, hacia las once, el viento nos abandona cuando cruzamos ante las costas del cabo Ferrat. Decididamente, no es fácil convertirse en náufrago.

El silencio era impresionante y, a nuestro pesar, debíamos hacer esfuerzos para romperlo. Cada cual pensaba en lo que acababa de abandonar. Recuperábamos, por fin, una conciencia normal de los acontecimientos, nuestros recuerdos y nuestras pesadumbres de hombres-tierra reaparecían. Los seres queridos a los que habíamos abandonado recuperaban, en nuestros espíritus, su auténtico lugar. No éramos ya héroes en potencia, volvíamos a ser los hombres que realmente éramos.

Para reaccionar, mantenemos entonces nuestro primer consejo de estado mayor, haciendo cada cual un gran esfuerzo para mostrarse ante el otro calmo y sereno. Tal vez lo más duro sea lograr que nuestras voces mantengan su timbre habitual, pues tendemos a hablar en voz baja.

Pero era también lo más importante: ambos advertíamos perfectamente que, si seguíamos murmurando así, el Miedo reaparecería en todas partes saliendo del mar para escuchar aquella mala plegaria.

Aprovechando el respiro que se nos concedía antes de entregarnos a la maniobra, ponemos a punto la organización material de nuestra vida a bordo. Se lanzan primero dos sedales de arrastre, para abastecer nuestras futuras necesidades, luego decidimos el empleo del tiempo, más minuciosamente de lo que habíamos podido hacer hasta entonces, a pesar de nuestra larga preparación en tierra. En primer lugar, cómo organizar las guardias. De día, uno de nosotros iba a ocuparse del remo-gobernalle y el otro descansaba entonces, pues pensé que una vida tan anormal exigía la mayor relajación posible. El gran problema era la noche; en un mar tan frecuentado como el Mediterráneo, era indispensable que uno de ambos velase constantemente. Dividimos entonces la noche en dos cuartos o, mejor dicho, en dos guardias: uno velaría de las 20 horas a la 1 hora de la madrugada; el otro le relevaría de 1 hora a 8 horas.

Cada objeto fue, luego, colocado en una posición que nos permitiera tomarlo sin tantear, incluso en la mayor obscuridad. Delante, al abrigo de la tienda, protegidos del agua de mar y de la humedad por bolsas impermeables y estancas, habíamos colocado todo el material de fotografía, las películas, los libros de navegación, el sextante, el botiquín, el material de señalización en caso de peligro, los víveres de socorro verificados antes de la partida y el material de reparación. El compás fue colocado en su habitáculo, ante el hombre del timón, que debía mantener los ojos clavados en él.

Nada había mordido aún los anzuelos cuando llegó la hora de la comida. Substituimos entonces el ancla flotante por una red para plancton que, prestándonos el mismo servicio, nos filtraba además un alimento útil desde el punto de vista plástico o cualitativo, si no dinámico o cuantitativo16. Una hora de arrastre nos proporcionó unas dos cucharadas soperas de un puré de sabor bastante agradable y substancial, aunque poco atractivo para la vista. Se trataba, en su mayoría, de zooplancton, copépodos casi exclusivamente, de ahí su sabor a puré de gambas o de langosta, un auténtico regalo... Debo decir que Jack me miró con desconfianza mientras yo consumía mi parte. Pero no quiso parecer temeroso y adelantó, por fin, los labios, como un europeo extraviado a quien unos indios siux hicieran probar una confitura de babosas. Con gran sorpresa por su parte, la comida no le pareció de sabor repugnante y, discretamente, triunfé. Poco a poco la calma volvía a nuestros espíritus y cuando el sol se puso tras aquella maravillosa jornada de primavera, nuestra presencia en aquel artefacto herético nos parecía ya normal, y toda nuestra angustia había desaparecido. Esa progresiva normalización, esa calma que sucede al hervor, esa cicatrización de la separación iban a acentuarse en el Atlántico y me hicieron considerar, rápidamente, aquella extraña vida como una vida normal, una vida completa. Mi teoría se verificaba ya. Bastaba con doblar el cabo de las primeras horas de adaptación.

Se dice que el agua de mar es laxante. Es posible que el sulfato de calcio y el sulfato de magnesio que contiene provoquen ese efecto cuando se está en tierra, en condiciones consideradas normales, pero, tras mi experiencia, niego en absoluto que lo sea en el mar17.

Jack se había mostrado mucho más desconfiado en la absorción de agua de mar y, prefiriendo esperar una hipotética presa o una lluvia poco probable para saciar su sed, se abstuvo de ella, a pesar de mis consejos y mis observaciones. Era una flagrante prueba del peligro que hace correr una tradición en exceso arraigada en los espíritus. Ni siquiera mi ejemplo consiguió convencerle.

En tierra, sin embargo, mi razonamiento le parecía irreprochable y había aceptado intentar la experiencia. Pero una vez colocado en las condiciones reales, el «tabú» arrojado desde hace generaciones sobre el agua de mar seguía reinando, como dueño, en su espíritu. Se encontraban así, en la misma embarcación de salvamento, el tipo de náufrago clásico, ortodoxo, y el náufrago moderno, herético. De pronto, la voz de mi compañero me sacó de esas reflexiones.

—Alain, son las tres. Es la hora en que esperan nuestras emisiones, podríamos aprovechar la calma18.

—Intentémoslo.

No teníamos ilusión alguna, pues Jean Ferré se había encargado de quitárnosla al partir. Sabíamos que nuestra emisora, montada como un «mecano», era un artilugio de laboratorio, que se estropearía a la menor sacudida. Sabíamos que la humedad iba a comprometer, para siempre, el aislamiento de los circuitos. Sabíamos que la emisora no funcionaba y no funcionaría nunca, pero eran las tres...

Desde hacía ya largos minutos, un poco por todas partes alrededor del Mediterráneo, algunos radioaficionados que nada sabían del ridículo carácter técnico de nuestro material, registraban las ondas.

—Las tres —repitió Jack.

Pensé en mi mujer, sola en Mónaco, en Radio Genéve, en el bidón de agua del que habíamos prescindido para embarcar la radio; imaginé las llamadas telefónicas que, a las cuatro, alertarían a mi mujer: «Hace una hora que estamos buscándoles.»

¡Y si Jean Ferré se hubiera equivocado! ¡Y si el material, en el fondo, hubiera sido preparado y puesto a punto para mí, como juraban sus constructores! ¡Y si pudiéramos conectar con la tierra! Había recuperado todas mis esperanzas. Aquel conjunto de hilos y lámparas vivía ahora para mí, iba a animarse. No podían haberse burlado de dos hombres que partían hacia semejante aventura.

—Jack, icemos la antena.

¡Ah, la antena! ¿Han probado de hacer volar una cometa sin levantarse de la silla? Los «técnicos» habían previsto que ganáramos esta apuesta: hacer volar la cometa, soporte de la antena, desde nuestra plataforma de tres metros de largo.

Debíamos de estar muy ridículos agitándonos de aquel modo, titubeando a cada ola, para que se produjera el milagro. Finalmente, la cometa cayó sobre una ola, húmeda, inútil. Nos invadió una sensación de horror. ¿Y si a pesar de nuestros amigos, en tierra, seguían esperando?

Pronto, Jack, iza la «antena de socorro», una simple caña de pescar. Nuestro mástil dominaba entonces las aguas desde cinco metros, la altura de una ola. El hilo que lo prolongaba se hincó en el chasis del emisor. Cautamente, puse la bombilla testigo, atornillé el amperímetro y le dije a Jack:

—Hazlo girar.

Entre sus piernas comenzó a roncar el generador. Yo tenía la impresión de que una misteriosa corriente nos recorría a ambos. Las lámparas se enrojecieron. Como si disparara el último cartucho, oprimí el pulsador de morse...

Lo repetí cien veces. Hice girar todos los botones. Comprobé todos los hilos, puse mis dedos para «probar» los 250 voltios supuestos. Una gota de agua, un golpe en el cuarzo habían bastado...

Sin que yo le dijera nada. Jack había dejado de hacerlo girar; su mirada respondía a la mía.

Se acabó, realmente se acabó, lo hemos abandonado todo.

La noche de aquel primer día en el mar cayó en un deslumbramiento multicolor, y un primer faro se encendió a nuestra derecha: era el de Antibes, que pudimos reconocer por la descripción que de él da el Libro de los faros19.

Se produjo entonces el fenómeno con el que nosotros contábamos: se levantó la brisa de tierra y nos llevó mar adentro. Quienes habían apostado que, antes de doce horas, seríamos arrojados a la costa habían perdido ya. Era una clara victoria y el hecho de haberla obtenido nos dio valor desde el primer día. Agradezcámoslo, a fin de cuentas, a quienes dudaron. Sin ellos, nunca hubiéramos conocido esa alegría.

Comienza la primera noche. El azar me ha designado para velar hasta la 1 de la madrugada. Mañana invertiremos las guardias. Esa combinación se reveló muy pronto indispensable, la primera guardia, de las 20 horas a la 1 de la madrugada, resultó incomparablemente más dura que la segunda, más larga sin embargo.

Si, durante la jornada, nuestras posturas son variadas y azarosas a veces, por la noche nos instalamos del modo siguiente: el hombre del timón, es decir yo, se sienta junto al gobernalle, con la espalda apoyada en un chaleco salvavidas y el compás entre las piernas (una incómoda actitud para que no corra el riesgo de dormirse). Sus pies tocan el extremo de la tienda que oculta al durmiente. Con el fin de tener lugar suficiente para tendernos, hemos colocado el material a lo largo del borde izquierdo de esa bañera. Un espacio de sesenta centímetros de ancho y un metro ochenta de largo queda así dispuesto. La tienda sirve de cobertor y las bolsas, de almohada.

Jack duerme ahora. Sin embargo, no soy el único que vela. En cuanto cae la noche, una intensa actividad comienza a reinar a nuestro alrededor. Los animales marinos parecen acercarse para examinamos. Los resoplidos de las marsopas, las zambullidas, los saltos de los peces alrededor del bote pueblan la noche de extraños fantasmas, temibles al comienzo pero pronto familiares. El chapoteo de las olas se funde en un murmullo regular del que brotan algunos gritos, como la voz de un solista acompañada por una orquesta en sordina. «La mar, la mar repetida siempre», expresándose «en un tumulto semejante al silencio»20. Eso era, en efecto. La agitación regular del mar acaba pareciendo tan silenciosa como las serenas cimas de la alta montaña. ¡Oh, qué relativas son las nociones de silencio y de ruido! ¿Recuerdan ese molinero que despierta cuando se detiene la rueda del molino? Y el silencio es, a veces, tan expresivo como el ruido. ¿Acaso Bach, ese gran orquestador, no utilizó un admirable acorde de silencio en la Tocata en re menor? ¡Un calderón sobre un silencio!

Soplaba el viento, nuestro bote se deslizaba lentamente. La brisa de tierra duró toda la primera noche. Antes de dar con la zona de los vientos regulares, contábamos sobre todo, para avanzar, con la cotidiana alternancia de las «brisas de tierra» y las «brisas de mar». La mar sopla por la mañana, es la brisa que va hacia tierra; se detiene para recuperar el aliento, luego aspira la brisa vespertina, como si hiciera provisión de aire para la noche. Profunda respiración del océano: avanzábamos, con aquel vivo aliento, en un gigantesco balanceo21.

Aquella primera noche nos demostró que la guardia era una tarea indispensable. Nos cruzamos, en la obscuridad, con una decena de navíos. Muy bajo sobre el agua, nuestro fanal debía resultar prácticamente invisible, insuficiente en cualquier caso para darnos seguridad. Para evitar el peligro con los medios de a bordo, tuvimos entonces una idea.

Cuando un navío estaba a la vista y parecía acercarse peligrosamente a nosotros, proyectábamos en la vela la luz de nuestra linterna, asegurándonos así una gran superficie luminosa. De ese modo debíamos ser visibles de muy lejos. ¡Qué sorprendente espectáculo debía resultar aquella mancha de luz sin foco que, perdida en la superficie de las olas, parecía flotar entre las crestas y las concavidades! ¡No resucitó, en el espíritu de ciertos marinos, algunas de las leyendas del mar! Gigantesco fuego de san Telmo. ¿les pareció tal vez que anunciaba a la Dama Blanca o al Barco Fantasma? Pero tal vez, sencillamente, nuestro «último velero» pasara desapercibido, pese a nuestra orgía de luz.

Finalmente, concluye mi tumo de guardia y cedo a Jack las responsabilidades del piloto.

Dormía como un bienaventurado cuando mi compañero me despertó, en la madrugada del 26 de mayo. Me sentí, primero, como perdido. Ya había experimentado, en mi infancia, esa sensación de algo desconocido, ese desconcierto total, al despertar en una habitación de hotel. Aquel primer despertar en el mar resucitaba en mí, curiosamente, aquella sensación olvidada desde hacía mucho tiempo, y que sólo volveré a experimentar en mi primer despertar en tierra, tras haber llegado a las Antillas.

Como estaba previsto, el viento había cambiado y nos empujaba hacia tierra; por primera vez echamos al agua nuestras derivas, intentando así navegar recibiendo el viento en un ángulo de 90". Era lo máximo que nuestro esquife podía «aguantar», siéndole imposible navegar contra el viento. Nuestras dos derivas resultaron muy eficaces y, aunque nuestra velocidad era reducida (un nudo como máximo), al menos no nos acercábamos peligrosamente a la costa: disponíamos por fin de un medio para mantenernos, sin demasiado esfuerzo, en una ruta más o menos paralela a la tierra.

El hambre, sin embargo, comenzaba a dejarse sentir con dureza. Hasta entonces sólo habíamos experimentado una sensación de «comer-con-retraso». Ahora se instalaba una verdadera obsesión, acompañada de un calambre en el estómago, la «sensación de constricción y de torsión», dice la pregunta de internado. Salvo por esa molestia, que no me sorprendía, me sentía perfectamente dispuesto. Jack parecía más afectado. Consintió cuando le propuse un primer examen médico. Su lengua estaba seca, saburral; en el dorso de las manos aparecía una pequeña erupción. El pulso era lento pero fuerte y no manifestaba señales graves de deshidratación. Tenía sed pero, a pesar de mis consejos, se empeñaba en no beber. Sin embargo, mi ejemplo hubiera debido de tranquilizarle, puesto que yo soportaba perfectamente la ración de agua de mar que seguía absorbiendo con regularidad «según el plan previsto». Ambos íbamos restreñidos, desmintiendo así los enojosos pronósticos de los «hombres-de-indispensable-orinal-para-náufragos22». En cambio, aunque la sed fuera inexistente para mí, soportable para mi compañero, el hambre comenzaba a resultar cada vez más dolorosa. Evocábamos enternecidos, por turno, aquel emparedado rechazado antes de partir, y el objeto se convertía para nosotros en algo más real, más desesperadamente tentador que todos los delicados menús que podíamos imaginar. Tendremos siempre hambre de él, será siempre lo que «habríamos podido comer». Aprendí así cómo desea el hombre pero, sobre todo, cómo lamenta.

Por la tarde, cuando no estaba de guardia en el remo-gobernalle, soñaba en las meriendas que hacíamos en el internado de Boulogne y de Amiens, y entonces, insidiosamente, en mi cerebro se deslizaba este pensamiento: «¿Qué diablos has venido a hacer en esta galera si tan bien estabas en tu pequeña y confortable vida?»

Simpáticas marsopas retozaron a pocas decenas de metros. Parecían confiadas y su compañía nos consoló como una presencia amiga. Y además, ellas pescaban; ¿por qué nosotros no? El día era hermoso y tranquilo y pude filmar lo que nos rodeaba. Por desgracia, nada que comer aún, salvo una cucharada de plancton. Habríamos podido pescar más, pero la red que hacía las veces de ancla flotante nos habría frenado demasiado y no era prudente, tan cerca de la costa, malgastar condiciones aunque fueran sólo medio favorables.

Finalmente, por la tarde. Jack cedió a mis instancias y comenzó a beber algunos tragos de agua de mar. Yo acababa de explicarle que si no lo hacía ahora, se deshidrataría de tal modo que, más tarde, cualquier absorción de agua de mar resultaría inútil, peligrosa incluso. Con gran alivio por mi parte, se había rendido por fin al razonamiento. Al día siguiente, todas las señales de deshidratación habrán desaparecido. Incluso su sed se habrá calmado. Nos divertimos mucho ante esa conversión a la herejía y nuestro humor se volvió excelente.

Las noches que iban a seguir nos reservaban una agradable sorpresa: dispondríamos cada mañana de medio litro de agua dulce gracias a la condensación. El agua se depositaba en el fondo de nuestra embarcación como el vaho en el techo de una tienda bien cerrada. Puesto que la atmósfera estaba muy cargada de humedad, conseguíamos cosechar así una cantidad significativa del precioso líquido, y como nuestro esquife no había embarcado aún ni una sola gota de agua de mar, podíamos muy bien beberla tras haberla recogido por medio de una esponja. La cantidad recogida, evidentemente, no bastaba para nuestro consumo, pero era una ayuda. Sobre todo era agua dulce, tan, tan dulce...

Por la noche, el viento es francamente desesperante. Ha sido irregular toda la jornada, tanto en fuerza como en dirección: calma chicha, seguida diez minutos después por una brisa violenta y cambiante. El mar se agita muy pronto. El bote, sin embargo, resiste contra ese execrable Mediterráneo que, decididamente, «es un sucio mar». ¿Será acaso, como creo, la embarcación de salvamento ideal?

No hemos visto la costa en todo el día. Sabemos sin embargo que no está lejos, pero está sumida en una espesa neblina de calor. Jack no ha fijado la situación con el sextante. ¿Dónde estamos exactamente? Hacia las seis de la tarde, reaparece la costa. ¿Será ya l'Esterel y Saint-Raphael, o es aún el cabo de Antibes? Sin que hayamos podido responder a esta pregunta, el sol se pone por segunda vez desde que nos hicimos a la mar. De inmediato, fielmente, los faros nos envían su luminoso mensaje: estamos entre Saint-Raphael y el cabo Camarat. Bastante mar adentro pero, de todos modos, peligrosamente cerca. Tenemos realmente mucha hambre y con atenuado optimismo, por ello, abordamos la segunda noche. Paradójicamente, no tarda en manifestarse el viento de mar. ¿Fracasará la expedición tan cerca de su inicio, en el cabo Camarat, como predijeron los «especialistas»? Son demasiadas preguntas; me duermo.

Qué alivio cuando Jack me despierta, para mi guardia, a la una de la madrugada, ver a estribor, ya doblado, el cabo Camarat. En cualquier caso, no será éste nuestro punto de atraque. Nos queda por dejar atrás la isla de Levante y los inmediatos peligros de la costa francesa ya sólo serán un recuerdo. ¡No es tan fácil como todo eso convertirse en náufrago!

¡Aquel 27 de mayo no voy a poder arrancarlo de mi memoria! Nos aguardaba una jornada mágica. Ante todo, aquel día, se calmó nuestra gran preocupación: a media tarde, dormitaba yo con el sedal atado al tobillo. Aprenderé más tarde a no cometer semejante tontería, pues un animal demasiado grande, mordiendo el anzuelo, habría podido seccionarme el pie con facilidad.

De pronto, el hilo se tensa con violencia. Acababa de caer un mero espléndido. Lo retiramos enfebrecidos, un poco como debe sacarse del pozo de un oasis el primer cubo de agua tras la travesía del desierto. ¡Qué suerte! El animal fue correctamente vaciado, cortado luego en filetes regulares, ¡manías de civilizado! Dejamos la mitad anterior para el día siguiente y nos repartimos la parte posterior. Tengo violentos deseos de vomitar cuando acerco a mis labios esa carne rosada; mi compañero debe sentir el mismo asco, pero yo ya lo he hecho en el laboratorio. Debo predicar con el ejemplo. Veamos, sé que es bueno y el primer bocado pasa bien. Se ha roto el tabú, ¡victoria! Pisoteamos la educación y desgarramos a bocados esa carne que, milagrosamente, nos parece ahora sana y apetitosa. El resto del pescado es extendido sobre la tienda para secarlo al sol, tras haber extraído de él el líquido utilizando mi «exprimidor de fruta». En las siguientes comidas, devoramos así la carne pescada.

Cada civilización considera tabú algunos alimentos. ¿Comerían ustedes saltamontes o gusanos blancos? No. Y un musulmán no puede comer cerdo. Por mi parte, en Inglaterra llegué a comer ballena. Por desgracia, yo sabía que era ballena: no me gustó. ¡Cuánta gente sólo come caballo o gato si cree comer buey o conejo! Todo es cuestión de costumbre. ¿Habrían tragado nuestras abuelas, con tanta desenvoltura como nosotros, el bárbaro steak tartare? Por lo demás, tras haber comido demasiado aquel primer día, creo que estuve muy a punto de marearme.

Aquel día el viento era muy cálido, muy débil. Por añadidura, nuestro estómago lleno nos hacía optimistas. De modo que con mucha calma y seguridad vimos cómo se nos acercaba una patrullera de la marina nacional, que acababa de salir del puerto de Toulon. A pesar de todo, sentimos lo que debió de sentir Tántalo cuando el capitán nos ofreció, riéndose, algunas botellas de cerveza fresca. Las rechazamos con estoicismo. El hecho, que yo sepa, no se ha dicho en parte alguna. ¡Qué publicidad habría recibido, en cambio, nuestra aceptación! El incidente del Sidi-Ferruch, encontrado diez días más tarde, lo prueba ampliamente.

Por fin, tras aquella jornada fasta pero inmóvil, se levantó un viento favorable con los últimos fulgores del sol poniente, y los brillos de la tierra se fundieron lentamente en la noche. La tierra de Francia desapareció. Pese a las predicciones, no habíamos embarrancado en ella.

 

Náufrago voluntario
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