Capítulo 55
55
Martín y Rafael volvieron a la casa de éste a las doce de la noche del 18 de abril. En los dos era fácil conocer la exaltación que al espíritu comunican las pasiones políticas, porque su hablar era animado y eran entusiastas el gesto y la mirada con que apoyaban sus liberales disertaciones y los cargos que por entonces formulaba la oposición contra el Gobierno que terminaba su segundo período, y contra el que se temía le reemplazase.
Martín había abrazado con calor la causa del pueblo y conseguido con esto desterrar de su pecho la honda melancolía que durante los dos últimos meses le agobiaba. Poniendo empeño en acallar la voz de su amor en el ruido de las pasiones políticas, había logrado alcanzar que la imagen de Leonor viviese en su memoria como un dulce recuerdo, y no como el constante aguijón que destroza el alma de los que se dejan avasallar por el dolor. A fin de conservarse en tal estado, Rivas vivía entre sus libros durante el día y entre los correligionarios políticos durante la noche.
Rafael, que nada estudiaba, vivía entregado a ocupaciones de las que no daba cuenta ni a su amigo. Sombrío y silencioso a veces, aparentando en otras ocasiones una gran alegría, conversaba en secreto con personas que con frecuencia venían a buscarle, y solía salir de la casa después de llegar con Martín del club secreto que frecuentaban. Algo de misterioso había en su conducta que llamaba la atención de Rivas, pero hasta entonces éste se había abstenido de toda pregunta.
Los nombres de Leonor y Matilde se pronunciaban rara vez entre los dos jóvenes, pareciendo que cada uno de ellos quería ocultar al otro el culto que a su pesar les profesaban en silencio.
Llegaron, como dijimos, a casa de Rafael a las doce de la noche.
Al encender la luz, colocada sobre una mesa, se ofreció a sus ojos una tarjeta que San Luis acercó la vela y pasó después a Rivas.
«Agustín Encina», decía la tarjeta. Y más abajo, escrito con lápiz: «Volverá mañana a las once».
Martín se sentó preocupado, mientras que San Luis encendió un cigarro y empezó a pasearse. El calor con que ambos hablaban al entrar parecía haber desaparecido con la lectura de la tarjeta. Al cabo de algunos minutos, Rafael interrumpió el silencio.
—¿Qué dices de esta visita? —preguntó, parándose delante de Martín.
—No la esperaba —respondió éste.
—Pero te alegra.
—No sé.
—Te vendrá a proponer que vuelvas a su casa.
—No lo creo.
—Supón que fuese así, ¿qué harías?
—No aceptaría la oferta.
—¿Y si te la hacen no sólo en nombre de los padres, sino también en el de la hija? —Contestaría lo mismo.
—Haces bien —dijo San Luis, volviendo a su paseo.
—No puedo negar que es una familia a la que debo muchas consideraciones —repuso Martín después de breve pausa—. Llegué a Santiago pobre y sin apoyo; ella no sólo me ha dado la hospitalidad que muchos ofrecen a sus parientes cercanos como una limosna; me ha dado más que eso: un lugar en la vida privada de la familia y en el aprecio y distinciones de que me han colmado.
—¿Cuentas por nada tus servicios a don Dámaso y el haber sacado a su hijo del atolladero en que se encontraba?
—Habría podido hacer más aún en servicio de ellos, y no estaría por esto libre del reconocimiento que les debo.
—Entonces vuelve a la casa —dijo con áspera voz Rafael.
—He dicho que no volveré —repuso Martín con voz seca.
Reinó nuevamente el silencio, que por segunda vez rompió San Luis, entablando la interrumpida conversación política. Pero Martín no tomó parte en ella con la animación que manifestaba antes de haber visto la tarjeta, con lo cual, viéndole preocupado San Luis, le dio las buenas noches y se retiró.
Fue puntual Agustín a la cita del día siguiente, pues a las once de la mañana entraba en el cuarto de Rivas.
Los dos jóvenes se abrazaron con cariño.
—Te vengo a llevar —dijo Agustín—, y te traigo finos recuerdos de todos los de casa, desde papá, que desea abrazarte, hasta Diamela, que igualmente aspira a morderte los talones.
—Mi querido Agustín —dijo Rivas—, ¡cuánto agradezco a tu familia el cariño que me dispensa! Nunca podré olvidarlo; pero, como ves, me hallo en la absoluta imposibilidad de aceptar tan cordial ofrecimiento.
—Yo pregunto, ¿por qué?
—Porque no me perdonaría Rafael que le dejase solo.
—Tu primera casa ha sido la nuestra —repitió Agustín.
—Ya lo sé, y conservo por las atenciones que debo a tu familia un profundo agradecimiento.
—Es igual, querido, si no te vienes, te llamaremos ingrato en todos los tonos posibles.
—Por no serlo, rehúso tu oferta muy a pesar mío —dijo Rivas, golpeando cariñosamente el hombro del elegante.
—Vamos, querido, pas de fagons conmigo, vámonos; mira que he prometido especialmente a una persona que no volvería sin ti.
—¿A quién? —preguntó Rivas con vivo interés.
—A Leonor. Por ella hemos sabido que estabas aquí. Yo no sé cómo lo ha averiguado; ya se ve, los franceses tienen razón de decir: «Lo que quiere la mujer, Dios lo quiere».
—Manifestarás a la señorita Leonor cuánto le agradezco su interés —dijo Martín conmovido— y lo que siento no poder aceptar el generoso hospedaje que ustedes me ofrecen.
—Sí, bien me recibirá ella —dijo el elegante—. Cuando Leonor formula un deseo, se entiende que es una orden, y ella ha dicho terminantemente que todos tenemos el deber de reparar la ofensa que te hicimos, interpretando mal una acción que prueba tu generosidad.
—¡Ah, me hace justicia! —exclamó Rivas con alegría.
—¡Y quién no te la rinde! —exclamó Agustín en el mismo tono—. En casa la opinión es unánime, menos en política, porque todavía no puedo tomar tino a papá; hoy es opositor y mañana ministerial. Conque no te arrestes a esto, vente con toda confianza. Papá dice que te necesita mucho.
Volvió Martín a excusarse alegando sus compromisos con San Luis.
—Tendrás que venir a casa en persona a explicarte —le contestó Agustín—. ¿Anuncio tu visita?
—Trataré de ir esta noche —dijo Rivas.
Obtenida esta contestación, lanzóse Agustín, con su ordinaria locuacidad, en la vía de las confidencias, refiriendo sus amores con Matilde y las esperanzas que alimentaba de ser correspondido.
Al cabo de una hora se despidió, dejando a Martín entregado a las meditaciones que lo relativo a Leonor le sugería. El recuerdo de las pasadas escenas en casa de la niña, y del voluble carácter con que le había tratado, contenía la fuerza con que el deseo de verla había despertado en él gracias a las palabras de Agustín.
En estas meditaciones, y sin haber determinado aún nada fijo sobre la visita que había ofrecido para la noche, le encontró Rafael a las cuatro de la tarde.
Rafael parecía alegre y animado. Con una sonrisa preguntó a Rivas:
—¿Vino Agustín?
—Sí, me ha hecho una larga visita.
—¿Te convidó para llevarte a su casa?
—Mucho.
—¿Qué contestaste?
—Que trataría de ir esta noche.
—Mal hecho —dijo Rafael, con el tono de autoridad que Martín le había visto emplear con sus camaradas de colegio, pero que jamás había usado con él.
—Eso sólo puedo juzgarlo yo —respondió Rivas, cuyo altivo corazón se sublevaba contra toda tiranía.
—En la intimidad en que vivimos, bien puedo darte un consejo —repuso San Luis dulcificando la voz.
—A ver el consejo —dijo Martín.
—Creo que no debes ir a esa casa, a lo menos por ahora.
—¿Y por qué?
—Porque te expones a entrar de nuevo en la carrera de los sufrimientos que te he visto recorrer desde que te conozco. Tienes un corazón demasiado puro, Martín, para arrojarlo a los pies de una niña orgullosa y llena de inexplicables caprichos; lo pisará sin piedad por el gusto de presentarlo como una víctima más sacrificada a su hermosura. Por otra parte, nada avanzarías haciéndole esta noche una visita, porque, tímido cómo eres con las mujeres, cuando más te atreverás a mirarla, y buscarás cualquier pretexto para hacerte nuevamente su esclavo.
Aquí San Luis hizo una pausa, pero viendo que Martín nada replicaba, prosiguió:
—Te traigo una noticia que puede hacerte tomar otro camino para llegar a un desenlace en tus ya demasiado románticos amores.
—¿Qué noticia?
—Te preguntaré, antes de dártela, una cosa.
—A ver…
—Las opiniones que has emitido en nuestro club secreto, ¿han sido sinceras o hijas solamente del hastío de tu alma?
—Si no fuesen sinceras, no las habría emitido.
—Es decir que has abrazado nuestra causa con todas sus consecuencias.
—Con todas —dijo Martín con aire resuelto.
—¿Y miras como formales los compromisos que has contraído allí de tener tu brazo a la disposición de una orden que yo te asegure ser de nuestro jefe?
—Los miro como sagrados.
—¿Ni Leonor te haría desistir de cumplirlos?
—Ni ella ni nadie.
—Eres el hombre que he creído siempre conocer —dijo San Luis, sentándose frente a su amigo.
—Espero tu noticia, después de tan ceremonioso interrogatorio —le contestó éste.
—Mi noticia es ésta: todo está preparado y mañana estalla la revolución.
Rafael había bajado la voz para decir estas palabras.
—Muy pocos —continuó— poseen este secreto. De nuestro club sólo cuatro lo saben, y entre ellos y yo hemos distribuido los puestos a los demás. Te he reservado para que seas mi segundo si aceptas el combate.
—Has hecho bien —dijo Martín con animación.
—Ya ves —repuso San Luis— por qué me oponía a tu visita a Leonor. Tengo miedo de su poder y no querría que nuestros amigos te tuviesen por cobarde.
—Tienes razón, no iré a verla.
—Muchos creen que no habrá combate y que la fuerza de línea se plegará en masa a nuestras banderas; yo no lo creo, pero tengo fe en nuestro triunfo.
—¿Con qué fuerza cuentan ustedes? —preguntó Rivas.
—Lo más seguro es el batallón Valdivia; a este cuerpo añaden parte del Chacabuco y tal vez alguna fuerza de Artillería. Para mí, lo único que hay de positivo es el Valdivia, con el cual, bien dirigido, y con la gente del pueblo, que nosotros armaremos, podemos apoderarnos de todos los cuarteles, principiando por el de la Artillería, de donde podemos sacar los pertrechos de guerra que nos falten; Bilbao, Lillo y Recabarren, que tú conoces, tomarán parte en la jornada y les he prometido que serías de los nuestros.
—Te doy las gracias por la buena opinión que de mí tienes —dijo Martín, estrechando la mano a su amigo—, y pondré todo empeño en que no la pierdas.
—Antes de pasar adelante, y como tenemos toda la noche para hablar sobre esto —repuso San Luis—, voy a decirte ahora lo que he pensado que podrías hacer, en lugar de ir a casa de Leonor.
—¿Qué cosa?
—Estoy seguro que aunque vivas con ella otro tiempo igual al que has pasado en la casa, nunca te atreverás a declararle tu amor.
—Si no fuese tan rica y no debiese yo a su padre tantas atenciones, tal vez me atrevería —contestó Rivas.
—En esas razones fundo yo mi opinión, y como son reales, digo la verdad: no te atreverás a declararte. Por otra parte, ella es demasiado orgullosa para tenderte la mano y decirte: «He leído, Martín, en su corazón, porque el mío siente lo mismo». Esto es demasiado hermoso para que pueda realizarse.
—¡Así es! —exclamó Martín dando un suspiro.
—No te queda, pues, más que un camino, y excusará a tus ojos el paso que voy a aconsejarte lo excepcional de la situación en que te encuentras.
—Espero tu idea con impaciencia.
—Mi idea es que le escribas diciéndole que la amas y que tu carta se la entreguen mañana.
Martín se quedó pensativo.
—¿Deseas que ella ignore siempre tu amor? —dijo Rafael.
—¡No! —contestó Rivas con calurosa voz.
—Pues entonces nunca tendrás mejor ocasión que ahora para decírselo: la proximidad de un peligro disculpa tu osadía, y ella, si te ama, dará su perdón con toda su alma. Si, por el contrario, no eres correspondido, nada pierdes puesto que no habrás ido a presentarte en la casa y no podrán acusarte de deslealtad.
Pocos argumentos más tuvo que emplear San Luis para convencer a Rivas, que olvidó el peligro que al siguiente día le aguardaba, para entregarse al placer de un desahogo al que después de tanto tiempo aspiraba su corazón.
En la noche, Rafael se despidió de Rivas.
—Aquí te dejo —le dijo—. Yo voy a recibir las últimas órdenes y me tendrás de vuelta antes de las doce.
Cerró la puerta y Martín se acercó a la mesa para escribir la carta, cuyas frases brillaban ya en su imaginación con caracteres de fuego.