Capítulo 10

10

A la hora de comer entró al salón donde Leonor se hallaba sentada al piano. La timidez que la niña le había infundido desde el primer día se manifestó en su pecho más poderosa que antes. Parecióle que si se dejaba ver, estando ella sola, Leonor leería en su corazón el amor que le profesaba ya. El amor que teme no ser correspondido infunde esta clase de timidez a los hombres más enérgicos.

«Me tendrá compasión», pensó al instante, retirándose y sintiendo que la humillación que le hacía sufrir esta sola idea encendía sus mejillas.

Leonor alcanzó a divisar a Rivas cuando entraba. Lejos de manifestar la indiferencia que siempre mostraba por la presencia del joven, dejó precipitadamente su asiento y salió hasta la puerta para llamarle.

Martín volvió entre la sorpresa y la turbación que le causaba aquel llamado tan imprevisto.

—¿Por qué se retira usted? —le preguntó Leonor, notando la confusión que se pintaba en el semblante de Martín.

—Creí que usted estaba ocupada y temí incomodarla —contestó él.

—¡Incomodarme! ¿Y por qué? Ya ve usted que le he llamado.

—Mil gracias.

—Venga a sentarse, tenemos que hablar.

Martín pensó con disgusto que el tono afectuoso que empleaba Leonor para hablarle sería un nuevo medio de someterle a algún interrogatorio parecido al del día anterior. Entró al salón tras de la niña y permaneció de pie, algo distante de una poltrona en que ésta se había sentado.

Leonor le señaló con amabilidad una silla.

—Ayer se retiró usted sin que yo le viese —le dijo, mirándole fijamente.

—Señorita —contestó Rivas, serenado ya de la turbación en que estaba—, creí que usted no tenía nada más que preguntarme.

—No fue sólo con ese objeto que le convidé a usted. Es cierto que cometí la distracción de dejarle solo, y por eso he querido hablar con usted para manifestarle el sentimiento que tengo al pensar que puedo haberle ofendido sin intención alguna. Estaba preocupada y no pensé en lo que hacía.

En estas palabras de satisfacción sólo faltaba el tono que ordinariamente las acompaña. Parecía que la niña luchaba con su orgullo al expresarse así y quería manifestar a Rivas la distancia que los separaba, empleando el acento algo imperioso del que cree tratar con un inferior. Tal satisfacción había sido dictada, en efecto, por el instinto de rectitud que, a pesar del orgullo que su familia había fomentado en ella, prevalecía en su corazón y hablaba poderosamente en su conciencia. Leonor notó el día precedente la salida de Martín y conoció al instante que, por humilde que fuese, tenía derecho de ofenderse. Si en el lugar de Rivas, pobre y desvalido, se hubiese encontrado alguno de sus elegantes y ricos adoradores, ella tal vez no habría fijado su atención en aquella circunstancia, ni preocupándose un minuto en averiguar la rectitud de su conducta. Más, al ver salir a Rivas, sintió una grave impresión por su falta y conoció que había obrado mal. De aquí a decidirse por una franca satisfacción sólo medió el tiempo necesario para pensarlo, es decir, un instante muy corto.

Al verse, empero, en presencia del joven y en la necesidad de dar excusas, Leonor sintió que el paso no era tan fácil como al principio le había parecido. Era para ella tan extraña la situación, que sólo la firmeza de su voluntad pudo decidirla a cumplir lo que, sin calcular los inconvenientes, había resuelto. Así fue que al hablar temió que sus palabras tuviesen alguna otra interpretación a los ojos de Martín, y empleó el tono de voz que la colocaba muy alto sobre el hombre a quien se dirigía.

Después de hablar, miró a Rivas para leer en su semblante la impresión que había recibido. Las últimas palabras despertaron las sospechas del joven, y brilló en sus ojos el descontento que le causaban. Empleando entonces el mismo tono que Leonor:

—Por mi parte, señorita —dijo—, ayer sentí en el alma no poder dar a usted más circunstanciados informes sobre la persona que parece interesarle.

—¡Si no es por mí! —exclamó sorprendida Leonor, olvidándose de todo sigilo y del afectado tono de superioridad con que acababa de hablar.

—¡Ah! —dijo Martín, sin poder ocultar su alegría—, ¡no es por usted!

Leonor, con la penetración propia de su sexo en asuntos del corazón, supo interpretar la alegría que se pintó en el rostro del joven.

«¿Que me amará?», se preguntó, sintiendo una vaga timidez bajo la ardiente mirada con que Rivas había pronunciado las últimas palabras.

Luego, como picada de la sorpresa que había sufrido al decir que no se informaba de San Luis por interés propio, volvió a su tono de voz anterior, cual si hubiese querido castigar a Rivas por la osadía de amarla.

—Veo, caballero —dijo—, que usted tiene una imaginación muy viva para basar suposiciones sobre lo que oye.

—Es verdad, señorita, confieso que he pensado con ligereza —contestó él, sin llegar a comprender a aquella niña, que le llamaba para darle satisfacciones y poco después le reconvenía con acento más duro aún que sus palabras.

—¿Qué motivos tuvo usted para pensar que yo tuviese algún interés por San Luis al informarme acerca de su vida?

—Ninguno, y le protesto a usted con la mayor sinceridad que, si tal sospecha nació involuntariamente en mi imaginación, no he hecho ni haría jamás uso de ella.

—Así lo espero —le dijo Leonor con una mirada altanera que oprimió dolorosamente el corazón de Martín.

En este momento entró doña Engracia seguida por su marido. Al atravesar la primera pieza contigua al salón, don Dámaso vio que Rivas y Leonor estaban solos. —¿Por qué está la niña sola con este muchacho?— dijo a doña Engracia.

Al entrar entabló una conversación de negocios con Martín, mientras que la señora participó a su hija la observación del padre.

—Mi papá no piensa lo que dice —exclamó Leonor con indignación—, y da demasiada importancia a su protegido. Bien está que le conceda habilidad si, como dice, le ayuda tanto en los negocios; pero no convengo en que le suponga tanto valimiento para que yo fuese a fijarme en él.

La madre bajó la cabeza sin atreverse a replicar y se consoló del poco prestigio de su autoridad tomando en las faldas a Diamela, que saltaba a sus pies para recordar su presencia.

Don Dámaso, entretanto, había olvidado ya la impresión que acababa de recibir al ver solo a Martín con su hija, y oía la opinión que éste le daba sobre una importante especulación que se hallaba con ánimo de emprender.

La contestación de Leonor a su madre manifestaba que don Dámaso hacía frecuentes elogios de su secretario, el que, iniciado en sus secretos comerciales como autor de la correspondencia que mantenía con sus agentes de las provincias, le había ayudado más de una vez con saludables consejos. Para esto Martín había hecho uso de la clara inteligencia que había recibido del cielo, más que de la experiencia mercantil, de que casi completamente carecía. Movido por el deseo de pagar con algo la hospitalidad que se le daba, ponía todo su conato en desempeñar su puesto de modo que don Dámaso conociese su importancia y se felicitase de tenerle a su lado. De manera que, en el corto tiempo que había prestado sus servicios, Martín gozaba de un alto concepto en el ánimo de don Dámaso y era consultado en los negocios que éste emprendía con sus cuantiosos bienes.

En aquel instante, como dijimos, la conversación rodaba entre ellos sobre negocios, y Martín acababa de dar una opinión que abría un nuevo campo a las especulaciones de don Dámaso. Éste, lleno de satisfacción, buscaba un medio de expresar al joven su reconocimiento.

—He notado —le dijo— que usted no viene al salón en la noche.

—Mis estudios, señor, poco tiempo me dejan —contestó Rivas, a quien semejante observación llenaba de contento, porque veía en ella la posibilidad de acercarse a Leonor y de conocer a los que la cortejaban.

—Sin embargo —replicó don Dámaso—, cuando tenga tiempo, venga usted con confianza; yo deseo que usted se relacione y vaya conociendo a nuestra sociedad. Para un joven que se dedica a la abogacía las amistades son siempre una ventaja.

En la noche aprovechó Martín aquella invitación para presentarse en los salones de doña Engracia, en los que a las nueve se hallaban ya reunidas las personas que conoce el lector.

Necesario es también advertir que, en su corto tiempo de permanencia en Santiago, Rivas había mejorado notablemente sus prendas de vestuario, valiéndose de una industria indicada por Rafael San Luis. Ésta consistía en pedir artículos a un sastre mediante el pago de doce pesos al mes, que Martín había principiado a pagar al recibir un traje completo. De este modo podía ya presentarse con la decencia necesaria, habiendo dejado ocho pesos para atender a sus otros gastos mensuales.

Para comprender la agitación que reinaba aquella noche en casa de don Dámaso, daremos una idea de la situación de la capital, que explicará la conversación que mantenían los tertulianos de doña Engracia y pintará el estado de los espíritus en aquella época de ardiente preocupación política.

La Sociedad de la Igualdad, de la que dos veces hemos hecho mención en esta historia, compuesta a principios de 1850 de un corto número de personas, había visto engrosarse con gran prontitud sus filas y llegado a ser el objeto de la preocupación general a la fecha de los sucesos que vamos refiriendo. Su nombre solo habría bastado para despertar la suspicacia de la autoridad si no lo hubiera hecho el programa de los principios que se proponía difundir y el ardor con que acudieron a su llamamiento individuos de las distintas clases sociales de la capital. Al cabo de corto tiempo, la Sociedad contaba con más de ochocientos miembros y ponía en discusión graves cuestiones de sociabilidad y de política. Con esto se despertó poco a poco una nueva vida en la inerte población de Santiago, y la política llegó a ser el tópico de todas las conversaciones, la preocupación de todos los espíritus, la esperanza de unos, y de otros la pesadilla.

Vio entonces el pacífico ciudadano tornarse en foro de acalorados debates a su estrado; abrazaron los hermanos diverso bando los unos de los otros; hijos rebeldes desobedecieron la voluntad de los padres, y turbó la saña política la paz de gran número de familias. En 1850, y después en 1851, no hubo tal vez una sola casa de Chile donde no resonara la descompuesta voz de las discusiones políticas, ni una sola persona que no se apasionase por alguno de los bandos que nos dividieron. Licurgo no habría podido aplicar entonces en Chile su ley sobre los indiferentes a la cosa pública, porque no habría hallado delincuentes.

La Sociedad de la Igualdad llevaba ya celebradas cuatro sesiones antes del 19 de agosto, en que tuvo lugar la famosa sesión llamada comúnmente de los palos.

En aquella noche era también cuando Martín Rivas debía asistir por primera vez a la nocturna tertulia de su protector.