Capítulo 50

50

Para comprender lo que Agustín dijo entonces a Rivas debemos averiguar lo que había sucedido durante la ausencia de éste.

La criada con quien Edelmira llegó en la mañana de ese día a Santa Ana se había quedado haciendo comparaciones entre el lego que prendía las velas de un altar y el galante postillón que tan finos requiebros había dirigido a Edelmira o a ella.

La criada se inclinaba a creer que era ella la que había cautivado al galante postillón, y ya dijimos que le hallaba mucho más interesante que el lego que encendía las luces.

Pero como a poco rato se retiró éste, la criada no tuvo ya con quién establecer comparaciones, y se entretuvo contando los altares y luego las velas que cada uno tenía; y como al cabo de tres cuartos de hora notó que no había rezado, dijo algunas Salves y algunos Padrenuestros.

Pasada una hora se puso a pensar que no podía ser muy pequeño el número de pecados de Edelmira, cuando empleaba tanto tiempo en confesarse, y cansada de pensar en esto, dejó de pensar y se quedó dormida.

Una beata la despertó media hora después, para preguntarle si había pasado el Evangelio de una misa que se estaba diciendo a la sazón.

La criada se contentó con responder:

—No lo hey visto, no ha pasado por aquí.

La beata se retiró diciéndole: «Dios te guarde», y la criada dio varios bostezos. Cansada de esperar, recorrió todos los confesonarios y después la iglesia en todas direcciones, mirando a la cara de las devotas que la ocultan debajo del mantón.

No hallando a Edelmira en la iglesia, salió a la plazuela. Allí vio que Edelmira no estaba tampoco, y notó con sentimiento la ausencia del amable postillón.

Volvió entonces más de prisa a entrar a la iglesia y a mirar a las devotas, que la calificaron de «china curiosa», y salió nuevamente a la plazuela llena de inquietud. Lo primero que se ve en cualquiera plazuela de Santiago es algún individuo del cuerpo de policía. La criada se dirigió a uno que con su pito tocaba variaciones terribles contra el oído de los transeúntes.

—¿Qué horas serán? —le preguntó.

—Cuándo dejarán de ser las diez, pues —contestó el policial.

—¡Las diez, buen dar! —exclamó la criada, echando a andar con gran prisa camino de la casa.

Eran como las diez y cuarto cuando llegó a ésta, en donde doña Bernarda pedía con exigencia el almuerzo.

—¿Y Edelmira? —preguntó al ver entrar a la criada.

—¿Que no llegó, pues? —dijo ésta.

Se buscó en vano a Edelmira por toda la casa, y después de esto se reunió la familia para averiguar en dónde podría encontrarse. Después de mil suposiciones se esperó una hora; transcurrida esta hora la familia se sentó a almorzar; y tras el almuerzo se esperaron dos horas más, sin entrar en sospechas de que Edelmira hubiese podido fugarse.

Más como Edelmira no llegaba, doña Bernarda llamó a la criada y le hizo referir el viaje a la iglesia, en cuya narración la criada se manifestó turbada al omitir el encuentro de Edelmira con Martín. Esta turbación despertó vagas sospechas en el espíritu de Amador, quien las comunicó a su madre, la que propuso el medio de las amenazas, y aun de la violencia, para arrancar a la criada el secreto de aquella ausencia, si acaso existía tal secreto.

—Estas chinas son hechas por mal —dijo sentenciosamente doña Bernarda—, y así es preciso tratarlas.

En consecuencia, la criada compareció de nuevo ante el tribunal de la familia y a poco rato se halló envuelta en las redes que con bastante destreza le tendió Amador. Las amenazas acabaron esta obra, pues antes de media hora la criada había referido todas las circunstancias de la excursión de la mañana.

—Madre —dijo Amador, cuando estuvo solo con doña Bernarda—, no será mucho que ésta se haya arrancado con Martín.

—¡Dios la libre! —contestó apretando los puños la señora—, porque la mando derechita a la currución.

Por este nombre designaba ella la Casa de Corrección de Mujeres.

En esas circunstancias llegó Ricardo Castaños, el que, impuesto del suceso, fue de opinión de dirigirse a casa de don Dámaso, opinión aceptada por unanimidad de sufragios.

Amador y Ricardo llegaron a las tres y media de la tarde a casa del huésped de Martín.

El criado les dijo que Rivas había salido antes de las siete de la mañana.

La hora era sospechosa, por lo cual los dos mozos se miraron.

—¿Volveremos? —preguntó el oficial de policía.

—Mejor será que entremos donde el caballero y le contemos la cosa.

Este parecer prevaleció después de un ligero debate, en el que Amador sostuvo su opinión con la esperanza de molestar a Martín, para vengarse de su participación en los asuntos de Adelaida.

—Si él no anda en esto —dijo—, ¿qué andaba haciendo tan temprano por la iglesia? ¡Qué casualidad también que llegase al mismo tiempo que Edelmira!

Esta reflexión despertó los celos de Ricardo, que, como si mandase cargar a su compañía contra el enemigo, dijo con resolución:

—Adelante.

—Métale no más —le contestó Amador, tomando la delantera.

Don Dámaso Encina estaba en su escritorio, leyendo un artículo de un periódico de oposición.

Amador y el oficial le saludaron con gran cortesía, y el hijo de doña Bernarda tomó la palabra para decir el objeto de aquella visita.

—No creo que Martín sea capaz de tal cosa —dijo don Dámaso cuando Amador anunció sus sospechas, al terminar su relato.

—No lo conoce usted, señor —replicó Amador—, parece que no fuera capaz de quebrar un huevo, pero es todo lo contrario.

Don Dámaso llamó a su hijo para averiguar lo que supiese delante de los dos mozos.

Agustín oyó la relación del hecho y dijo:

—¡Es una indignidad! Yo no lo creo.

—¿Y a qué ha salido tan temprano Martín? —replicó Amador.

—Se puede salir de buena hora sin ir por esto a robarse las muchachas —contestó Agustín, aprovechando la ocasión de burlarse del que le había hecho sufrir, poco tiempo hacía, los padecimientos del fingido casamiento.

—No venimos aquí para que usted se ría —le dijo Ricardo Castaños amostazado.

—Digo lo que pienso —repuso Agustín—, y si es cierto que Rivas les ha quitado la niña, lo mejor será que ustedes la busquen por otra parte.

Don Dámaso interpuso su autoridad y declaró que si Martín tenía parte en aquella fuga, se haría justicia por el honor de la casa.

Con esto se retiraron Amador y el oficial.

—Papá, éstos quieren sacarle plata —dijo Agustín.

—Sea lo que quiera —contestó don Dámaso—, el hecho es que no dejan de haber motivos para sospechar de Martín, y si fuese verdad, yo no permitiría que habitase en mi casa un joven que da tan mal ejemplo.

Retiróse Agustín, dejando muy satisfecho a su padre de haber manifestado entereza en aquel asunto, y entró al cuarto de Leonor.

—Hermanita —le dijo—, ¿no sabes lo que pasa?

—No.

—Vienen a acusar a Martín de que se ha robado a Edelmira Molina, mi excuñada. Leonor dejó caer un libro que estaba leyendo y se levantó pálida como un cadáver. Agustín le refirió lo que acababa de oír en presencia de su padre.

—Y tú, ¿qué piensas de esto? —le preguntó Leonor, con afanosa inquietud.

—A fe mía, no sé demasiado qué pensar —respondió Agustín, que, como hemos visto, creía hubiese amores entre Martín y Edelmira.

Leonor sintió un violento deseo de llorar, pero tuvo fuerzas para dominarse.

—Pero Martín me ha negado siempre que tenga amores con esa muchacha —exclamó dando un fuerte acento de desprecio a la palabra que subrayamos.

—Qué quieres, mi bella, cada uno tiene sus pequeños secretos en este bajo mundo. —Ésa es una hipocresía imperdonable— volvió a exclamar Leonor, con mal reprimida cólera.

—Hipocresía, hermanita, tanto que tú quieras; pero es preciso pensar que el pobre muchacho es hombre, después de todo.

—¿Y por qué niega entonces los amores que tiene?

—¿Por qué? ¡El bello asunto! No todas las verdades son para dichas, bella hermanita. Leonor se dejó caer sobre el sofá en que la había encontrado Agustín.

—Observo —añadió éste— que no eres indulgente con ese pobre Martín, que nos ha rendido buenos servicios. Eso no es bueno, hermanita; así no se podrá hacer un proverbio que sería bonito: «El corazón de la mujer es todo generosidad».

—¡Y qué digo yo! —exclamó Leonor impaciente.

—No sé, pero veo que tratas este asunto tan seriosamente…

—Te equivocas, Agustín —repuso la niña, con serenidad bien fingida—. ¡Qué me importa a mí todo esto! Esos servicios de que hablas tú son los que me hacen sentir lo que pasa, porque papá y mamá no pueden mirar esto con indiferencia.

—¡Ah!, así me gusta oírte, hablas como un libro. Te iba a castigar fumando aquí un prensado, pero te perdono.

Y salió Agustín del cuarto de Leonor, encendiendo un gran cigarro puro al entrar en su habitación.

Pocos momentos después llegó Rivas, a quien Agustín llamó como vimos antes.

—Voy a contarte lo que ha pasado —le había dicho, después de cerrar con aire de misterio las dos puertas de su habitación.

—A ver —dijo Rivas sentándose.

—Amador y el amoroso de Edelmira vienen de salir de casa.

—¿Sí? —preguntó Martín, cambiando ligeramente de color.

—Han venido a quejarse a papá de que tú les has robado la niña.

—¡Miserables! —exclamó Rivas entre dientes.

—Lo mismo he dicho yo. Es preciso confesar que la queja es plaisante. Pero te he defendido con calor, por ese lado no te inquietes, y te aseguro que se fueron furiosos. Lo que resta que hacer es quitar toda sospecha a papá.

—¿Y para qué? —preguntó Martín con sangre fría.

Agustín le miró abismado.

—Por ejemplo —exclamó—, es un poco fuerte lo que dices.

—No veo por qué.

—¿No ves por qué? ¡Cáspita! No basta que no sea cierto, es preciso que papá se convenza de tu inocencia.

—Hay un inconveniente para que crea lo que dices.

—¿Qué inconveniente?

—Que lo que dice Amador es cierto a medias.

—¡Cierto! ¡Te has llevado a Edelmira!

—La he acompañado.

—¿A dónde?

—A Renca.

Agustín se levantó, púsose el sombrero, y haciendo a Rivas un saludo:

—Me inclino ante tu talento —le dijo—. ¡Mira que si yo hubiese hecho otro tanto con Adelaida, no se habrían reído de mí! Eres un hombre de fuerza, amigo; me inclino, eres mi maestro.

—¿Por qué? —le preguntó Martín, riéndose de la cómica gravedad de su amigo—. ¡Cómo! ¿Te parece poco robarse una chica gentil como una flor? Eres difícil, amigo mío, y muy modesto.

—Yo no la he robado, la he acompañado.

—Lo mismo da Chana que Juana, suele decir papá.

—No me comprendes —replicó Martín.

—Demasiado te comprendo, al contrario, ¡feliz mortal!

Explicó Rivas entonces todos los antecedentes, pero sin hablar del amor de Edelmira.

Agustín encendió su cigarro, que se había apagado.

—La cosa cambia de aspecto —dijo—. Es decir, que te has sacrificado a la amistad.

—No veo en qué consiste el sacrificio.

—Vaya, las mujeres que pretenden ser tan maliciosas se equivocan también. Figúrate que Leonor se puso furiosa.

—¡Ah! —dijo Rivas turbado—, ¿lo sabe también?

—Todo, y cree lo que yo creía, aunque traté de disculparte.

En este momento llamaron a comer.

—¿Pero vas a negarlo todo a papá? —le dijo Agustín.

—No he cometido ningún crimen para ocultar mis acciones —contestó Rivas con dignidad.

Libre a ti de hacer lo que te plazca —díjole Agustín, abriendo la puerta—, yo te digo mi opinión.

Caminaron hacia el comedor.

Agustín iba inquieto, porque tenía por Rivas un verdadero cariño.

Rivas caminaba resuelto, aunque palpitándole con violencia el corazón; todo su temor era el desprecio de Leonor.

Cuando entraron, la familia se hallaba sentada a la mesa.