Capítulo 25

25

Nuestra narración debe en este punto retroceder hasta el día siguiente de la fiesta celebrada en casa de doña Bernarda, para explicar las palabras que mediaron entre ésta, Adelaida y Amador, después de la visita en que Agustín Encina había obtenido la cita.

El secreto que Rafael había revelado a Martín sobre sus amores con Adelaida Molina era también conocido por Edelmira y Amador, a quienes esta niña lo había confiado para ocultar a su madre el fruto de su extravío. Amador había servido de auxiliar a su hermana en este designio y facilitádola los medios de ausentarse de casa de doña Bernarda durante un mes, al cabo del cual Adelaida regresó de un paseo a Renca, en donde dejaba a su hijo con una hermana de doña Bernarda.

Edelmira, por su parte, se había limitado a llorar sobre la falta de su hermana.

Inútil nos parece referir circunstanciadamente los medios de que se valió Amador para evitar las sospechas sobre tan delicado asunto. El resultado fue que Adelaida regresó al hogar de la familia sin que la más ligera mancha empañase a los ojos del mundo el lustre de su reputación.

Pero Amador era hombre que gustaba de sacar partido de los accidentes de la vida para compensar los rigores de la suerte contra su siempre necesitado bolsillo. Por esto se valió del ascendiente que aquel secreto le daba sobre su hermana para obligarla a ser menos desdeñosa con el amartelado hijo de don Dámaso Encina. Adelaida meditaba sólo alguna venganza contra el que la abandonaba, cuando Agustín entró a la casa atraído por sus lindos ojos. El elegante llegaba, como se ve, en mal momento, y debió naturalmente sufrir por algunos días los desdenes que su mala estrella le deparaba.

Sin embargo, Agustín no se desalentó con los primeros reveses, y atribuyó a su constancia la sonrisa afable que sus requiebros hicieron dibujarse en los labios de Adelaida, cuando Amador había ordenado aquella amabilidad con la mira de sacar algún partido de aquel amor de un hijo de familia.

La ambición hizo entrever a Amador hasta la posibilidad de enlazar su estirpe plebeya y pobre con la dorada del nuevo amante de Adelaida.

Ésta se dejó dominar y consintió en representar el papel que en aquella comedia la asignaba su ambicioso hermano, sin esperar más ventaja de su obediencia que la posibilidad de mejorar de fortuna, y poder así, con más probabilidad, encontrar algún medio de vengarse de Rafael San Luis.

Al día siguiente de la fiesta celebrada por doña Bernarda en honor de su cumpleaños, Amador entró al cuarto de Adelaida en circunstancias que doña Bernarda y Edelmira habían salido a las tiendas.

—¿Cómo te fue anoche con Agustín? —preguntó Amador sentándose—. ¿Siempre enamorado?

—Siempre —contestó Adelaida sin levantar la vista de una costura en que se hallaba ocupada.

—¿Y tú qué le dices?

La niña miró a su hermano con la resolución que naturalmente se pintaba siempre en su semblante.

—Yo —dijo— nada casi le contesto, porque hasta ahora no me has explicado lo que quieres hacer.

—¿Lo que quiero hacer? ¿No te he dicho que le hagas creer que le quieres?

—¿Y para qué?

—Primero, porque estoy pobre —dijo Amador encendiendo un cigarro y lanzando al aire el fósforo con que acababa de prenderlo.

—No sé cómo estés pobre cuando todas las noches casi le ganas plata —replicó Adelaida, volviendo a su costura.

—Harto saco con ganarle; me firma documentos.

—¿Y por qué no los cobras?

—¿Sabes lo que sucede? Varias ocasiones me ha pasado lo mismo; uno le gana al hijo de un rico y, cuando no le quieren pagar, se va donde el padre, que se pone furioso y lo amenaza a uno con mandarlo a la cárcel.

—¿Y la plata que te pagó Agustín?

—Eso es muy poco, una o dos onzas; se me van entre los dedos.

Adelaida se quedó en silencio.

Amador dejó pasar un corto rato y dijo:

—Lo que yo quiero es que tú y yo saquemos alguna buena ventaja. Dime, ¿no te gustaría casarte con Agustín?

—Ya sabes que yo lo primero que quiero es que Rafael me la pague.

Esta vulgar contestación resonó de un modo extraño entre los labios de Adelaida, en cuyos ojos brillaron al mismo tiempo los sombríos reflejos de un odio concentrado y tenaz.

—Yo te ayudaré si tú me ayudas —le dijo Amador—. Mira, no seas lesa; si haces lo que te digo, te casas con Agustín y eres rica. ¿Qué más quieres?

—Tú hablas de casamiento como si fuese tan fácil —replicó Adelaida, que no se atrevía a contradecir a su hermano, que era dueño de su secreto.

—Cierto que es difícil —contestó éste—; pero yo sé cómo hacerlo.

—¿Cómo?

—Le vas dando esperanzas a Agustín. ¿No me has dicho que siempre te está pidiendo cita?

—Cierto.

—Bueno; cuando yo te avise, le das cita. Entonces llego yo con un amigo que tengo por ahí y lo obligo a casarse.

—Sí, ¿pero quién nos casa?

—Mi amigo; no te dé cuidado.

—Tu amigo no es más que sacristán.

—¿Y eso qué importa? Escúchame primero. Como hemos de tener que decírselo a mi madre y ella no consentiría si supiese que mi amigo no es más que sacristán, le decimos que es cura o que trae licencia para casar.

—¿Y después?

—Yo digo a mi madre que después que ella vea que están casados le diga a Agustín que no te dejará juntarte con él hasta que no se lo avise a su familia y den parte que se han casado. Así estoy seguro que mi madre no se opone. Agustín entonces se lo tiene que contar a su padre y éste, como ya no hay remedio, se conforma y da parte a los amigos. Yo le aconsejaré a Agustín que diga en su casa que se van a casar en el campo o en cualquiera parte. Una vez que hayan dado parte descubro yo la cosa a Agustín, que por no pasar por la vergüenza de contarlo y que en Santiago se rían de él, se casa entonces de veras.

—Pero entonces me aborrecerá, viendo lo que yo hago con él.

—¿Y para qué le vas a decir que sabes nada? Mira, apenas él entre a la cita nos presentamos mi madre y yo; tú te haces la inocente y lloras o gritas si te da gana; entretanto yo obligo a Agustín y se casan. Agustín creerá que tú no sabías nada. Adelaida opuso a este plan algunas objeciones demasiado débiles ante la voluntad de su hermano, que en caso de formal resistencia la amenazaba con perderla. Este plan además no dejó de lisonjear un tanto su orgullo, que la hizo divisarse como la mujer de un joven rico y de la primera clase de la sociedad, con la que podría rozarse entonces de igual a igual, triunfando de la envidia de sus amigas. Otra causa obraba además en el ánimo de Adelaida para someterse con muy pequeña resistencia a la voluntad de Amador; esta causa tomaba su origen del estado de su alma. Abatida por la conciencia de su desgracia, fácilmente se adhería al nuevo plan que la ofrecía la probabilidad de cambiar su destino por la felicidad de una existencia regalada con los goces materiales del lujo, que ocupan tan vasto lugar en el alma humana.

Después de esta conversación, Adelaida templó sus rigores con Agustín hasta el punto de hacerle creer en que correspondía a su amor y darle la cita para la cual el elegante se preparaba después del paseo a la Alameda con Leonor y su prima. Amador, en los días que había mediado entre su conversación con Adelaida y el designado para la cita, tuvo cuidado de hacer entrar en sus miras a doña Bernarda, a quien la idea de ver a su familia enlazada con la opulenta de los Encina le hizo concebir gran orgullo por haber dado a luz un hombre como Amador, capaz de concebir un plan como el que éste le revelaba. Mecida por dulces esperanzas prometió su cooperación, creyendo, según Amador se lo decía, que el amigo complaciente de su hijo era un sacerdote con licencia para bendecir la unión de Adelaida y Agustín.

—Si no hacemos esto, madre —había dicho Amador al exponerle su plan—, el día menos pensado alguno de estos ricos nos seduce a la niña y quedamos frescos. —Tienes mucha razón— contestó doña Bernarda, con los ojos húmedos de la viva emoción que le causaba la idea de los regalos con que la rica familia de su yerno, por fuerza, colmaría necesariamente a su hija, si no por amor, a lo menos por vanidad.

—No crea tampoco —añadió Amador— que todo está en casarlos, porque es preciso que la familia de Agustín reconozca el matrimonio.

—De juro, pues —repuso la madre.

—Entonces, haga lo que le digo: cuando usted dé parte a su familia, le dice al mocito, entonces le entrego a su mujer.

—¿Y si no quiere?

—Lo amenazo yo, pues, y le digo que le sale peor.

Con estas explicaciones se comprenderá ahora el sentido de la conversación que, después de la salida de Agustín y de Rivas, tuvo lugar entre doña Bernarda y sus dos hijos mayores la noche anterior a la fijada para la cita.