Capítulo 43
43
Poco después que salió Leonor del salón en donde dejaba a doña Francisca y a Matilde, llegaron Rafael, don Fidel Elías y don Pedro San Luis.
Mientras que los dos últimos hablaban con la dueña de casa, Matilde y Rafael se retiraron junto al piano, al cual se sentó la niña, y con distraída mano principió a tocar mientras hablaba con su amante.
En esa conversación habitaron por un momento los castillos en el aire que los amantes dichosos edifican dondequiera que miren; hablaron de ellos, únicamente de ellos, cual cumple a los enamorados, seres los más egoístas de la creación; repitiéronse lo que mil veces se habían jurado ya, y se quedaron, por fin, pensativos, en muda contemplación, absorto el espíritu, enajenada de placer el alma, palpitando a compás los corazones y perdida la imaginación en la felicidad inmensa que sentían.
Ese cielo limpio y sereno del amor feliz, esa atmósfera transparente que los rodeaba, se turbaron de repente. Una criada entró en el salón y se acercó al piano. —Señorita —dijo en voz baja al oído de Matilde—, una señora desea hablar con usted. —¡Conmigo!— dijo la niña, despertando del dorado sueño en que se hallaba mirando a su amante.
—Sí, señorita.
—¿Quién será? Pregúntale qué quiere.
La criada salió.
—¿Quién me tiene que buscar a mí? —dijo Matilde, engolfando otra vez su mirada en los enamorados ojos de Rafael.
La criada regresó poco después que Matilde acababa de pronunciar aquellas palabras.
Matilde y Rafael la vieron venir y se volvieron hacia ella.
—Dice que se llama doña Bernarda Cordero de Molina —fueron las palabras de la criada.
Hubiérase dicho que un rayo había herido de repente a San Luis, porque se puso pálido, mientras Matilde repetía con admiración el nombre que había dicho la criada.
—Yo no conozco a tal señora —dijo, consultando con la vista a Rafael.
Éste parecía petrificado sobre su silla. El golpe era tan inesperado y con tal prontitud acudieron a su imaginación todas las consecuencias de la visita anunciada, que la sorpresa y la turbación le embargaban la voz. Mas no embargaron del mismo modo su espíritu, que al instante calculó lo angustiado de la situación en que se veía. Dotado, empero, de un ánimo resuelto, vio que era preciso salir del trance por medio de algún golpe decisivo, y aparentando ese fastidio del que por algún importuno se ve precisado a dejar una ocupación agradable, dijo a Matilde:
—Mándele decir que vuelva otra vez.
La niña notó la palidez de San Luis y la turbación que pugnaba por disimular.
—¿Qué tiene usted? —le preguntó con amante solicitud.
—¿Yo? Nada absolutamente.
—Pregunta a esa señora que qué es lo que quiere —dijo Matilde, volviéndose a la criada.
—Si dice, señorita, que tiene que hablar con su merced.
La niña volvió indecisa a consultar la vista de Rafael, y éste repitió lo que había dicho:
—Que vuelva otra vez.
—Dile que estoy ocupada, que vuelva después —repitió Matilde a la criada.
Ésta salió del salón.
—Cuando menos será alguna viuda vergonzante —dijo la niña con una sonrisa.
—Puede ser —contestó el joven, tratando también de sonreírse.
En aquel momento encontrábase Rafael en situación parecida a la de una persona nerviosa que espera la detonación de un arma de fuego; respiraba con dificultad y hacía esfuerzos para percibir todo ruido que viniese del exterior. Con inmensa inquietud calculaba el tiempo que la criada emplearía para llegar y dar a doña Bernarda la respuesta que llevaba, lo que ésta objetaría y lo que la criada o doña Bernarda tardarían en llegar al salón. Esta última hipótesis nacía en el turbado espíritu del joven del conocimiento que tenía del carácter tenaz y resuelto de doña Bernarda.
Así pasaron cinco minutos de mortal angustia para Rafael y de inexplicable silencio para Matilde, que buscaba en sus ojos la continuación del idilio que, un momento hacía, cantaban con el alma.
Abrióse por fin la puerta del salón y los espantados ojos de Rafael vieron entrar a doña Bernarda, haciendo saludos que a fuerza de rendidos eran grotescos.
Matilde y los demás que allí había la miraron con curiosidad. La niña y su madre no pudieron prescindir de admirarse al ver el traje singular con que la viuda de Molina se presentaba.
Preciso es advertir que doña Bernarda se había ataviado con el propósito de parecer una señora a las personas ante quienes había determinado presentarse. Sobre un vestido de vistosos colores, estrenado en el recién pasado 18 de septiembre, caía, dejando desnudos los hombros, un pañuelo de espumilla, bordado de colores, comprado a lance a una criada de una señora vieja, que lo había llevado en sus mejores años. Sin sospechar que aquel traje olía de a legua a gente de medio pelo, doña Bernarda entró convencida de que le bastaría para dar a los que la viesen una alta idea de su persona. A esto agregaba sus amaneradas cortesías, para que viesen, según pensaba en su interior, que conocía la buena crianza y no era la primera vez que se encontraba entre gentes.
—¿Quién será esta señora tan rara? —preguntó en voz baja Matilde a Rafael.
Éste se había puesto de pie, y con semblante demudado y pálido, dirigía una extraña mirada a doña Bernarda.
—¿Cuál será doña Francisca Encina de Elías? —preguntó ésta.
—Yo, señora —contestó doña Francisca.
—Me alegro del conocerla, señorita, y este caballero será su marido, ¿no? Aquélla es su hijita, no hay que preguntarlo, pintadita a su madre. ¿Cómo está, don Rafael? A este caballero lo conozco, pues, cómo no, hemos sido amigos. Vaya, pues, me sentaré porque no dejo de estar cansada. ¡Los años, pues, misiá Panchita, ya van pintando, como ha de ser! La demás familia, ¿buena?
—Buena —dijo doña Francisca, mirando con admiración a todos los circunstantes y sin explicarse la aparición de tan extraño personaje.
Los demás la contemplaban de hito en hito con igual admiración a la que en el rostro de la dueña de casa se pintaba.
—¿Que es loca? —preguntó Matilde a Rafael.
Y al dirigirle la vista notó tal angustia en las lívidas facciones del joven, que instantáneamente sintió oprimírsele con inexplicable miedo el corazón.
Doña Bernarda, entretanto, viendo que nadie le dirigía la palabra y temiendo dar prueba de mala crianza si permanecía en silencio, lo rompió bien pronto.
—Yo, pues, señora —dijo—, le he de decir a lo que vengo. Para eso hice llamar a su hijita, porque a mí no me gusta meter bulla. Entre gente cortés las cosas se hacen calladito. La niña, pues, me mandó decir con una criada que volviese otro día; eso no era justo, pues ya estaba aquí yo, y como soy vieja y mi casa está lejos, por poco no he echado los bofes. Dejante que he sudado el quilo en el camino, ¿cómo me iba a volver a la casa así no más, con la cola entre las piernas y sin hablar con nadie? ¿Que acaso vengo a pedir limosna? Gracias a Dios no nos falta con qué comer. Conque me dije: ya es tiempo, antes que se casen, y me vine, pues. Aprovechó una pausa doña Francisca, en la que doña Bernarda tomaba aliento, para preguntarle:
—¿Y a qué debo el honor de esta visita?
—El honor es para mí, señora, para que usted me mande. Se lo iba a decir, pues estaba resollando. Me dicen que usted va a casar a su hijita. ¡Pero vean, si es pintada a su madre!
—Así es, señora —contestó doña Francisca.
—Y con ese caballero, ¿no es cierto? —repuso señalando a Rafael doña Bernarda. Rafael hubiera querido hundirse en la tierra con su desesperación y su vergüenza—. Señora —dijo con acento de despecho a doña Bernarda—, ¿qué pretende hacer usted?
—Aquí a misiá Panchita se lo vengo a decir.
—No debía permitir que siga hablando sus locuras esta mujer —dijo Rafael a doña Francisca.
—¿Locuras?, no —exclamó con la vista colérica doña Bernarda—. Allá veremos, pues, si son locuras. Vea, señora —añadió volviéndose a doña Francisca—, dígale a la criada que llame a la muchacha que me espera en la puerta con un niñito. Veremos si yo hablo locuras.
—Pero, señora —exclamó don Fidel, tomando un tono y ademán autoritarios—. ¿Qué significa todo esto?
—Está claro, pues, lo que significa —replicó doña Bernarda—. Ustedes van a casar a su niña con un hombre sin palabra. Van a verlo, pues.
Levantóse rápidamente de su asiento y se dirigió a la puerta.
—Peta, Peta —gritó—, ven acá y trae al niño.
Todos se miraron asombrados, menos Rafael, que se apoyaba al piano con los puños crispados y colérico el semblante.
Entró la criada de doña Bernarda trayendo un hermoso niño en los brazos.
—Vaya, pues, aquí está el niño —exclamó doña Bernarda—. Que diga, pues, don Rafael si no es su hijo. ¡Que diga que tiene palabra y que no ha engañado a una pobre niña honrada!
—Pero, señora —dijo don Fidel.
—Aquí está la prueba, pues —repuso doña Bernarda—. ¿No dice que yo hablo locuras? Aquí está la prueba. Niegue, pues, que este niño es suyo y que le dio palabra de casamiento a mi hija.
Profundo silencio sucedió a estas palabras. Todos fijaron su vista en San Luis, que se adelantó temblando de ira al medio del salón.
—He pagado con cuanto tengo a su hija —exclamó—, y asegurado cómo puedo el porvenir de esta criatura. ¿Qué más pide?
Matilde se dejó caer sobre un sofá, cubriéndose el rostro con las manos, y volvieron a quedar todos en silencio.
—A ver, pues, señora —dijo doña Bernarda—, yo apelo a usted, a ver si le parece justo que porque una es pobre vengan, así no más, a burlarse de la gente honrada. ¿Qué diría usted si, lo que Dios no permita, hicieran otro tanto con su hija? A cualquiera se la doy también. Aunque pobre, una tiene honor, y si le dio palabra, ¿por qué no la cumple, pues?
—Nada podemos hacer nosotros en esto, señora —dijo don Fidel, mientras que don Pedro San Luis se acercaba a su sobrino y le decía:
—Me parece más prudente que te vayas; yo arreglaré esto en tu lugar.
Rafael tomó su sombrero y salió, dando una mirada a Matilde, que ahogaba sus sollozos con dificultad.
Don Pedro San Luis se acercó entonces a doña Bernarda.
—Señora —le dijo en voz baja—, yo me encargo del porvenir de este niño y del de su hija. Tenga usted la bondad de retirarse y de ir esta noche a casa; usted impondrá las condiciones.
Ora fuese que doña Bernarda diese más precio a la venganza que por espacio de tantos días había calculado, que a la promesa de don Pedro; ora que, posesionada de su papel, quisiese humillar con su orgullo plebeyo el aristocrático estiramiento de los que con promesas de dinero trataban de acallar su voz, miró un instante al que así hablaba y, bajando después la vista, dijo con enternecido acento:
—Yo no he pedido nada a usted, caballero; vengo aquí porque creo que esta señora y está niña tienen buen corazón, y no han de querer dejar en la vergüenza a una pobre niña que ningún mal les ha hecho y a este angelito de Dios, que quieren dejar huacho, ni más ni menos. Más tarde, don Rafael puede casarse con mi hija, cuando se le pase la rabia y vea que no se ha portado como gente.
—Pero, señora —dijo don Fidel—, me parece que Rafael es libre de hacer lo que le parezca, y usted debía entenderse con él.
—Yo sé bien lo que hago cuando vengo aquí —replicó con voz más enternecida aún doña Bernarda—. Lo que yo quiero saber —añadió dirigiéndose a Matilde y a su madre— es si estas señoritas consentirán en que mi pobre hija se quede deshonrada, cuando ellas tienen honor y plata, no como una pobre, que no tiene más caudal que su honor. ¿Cómo no han de tener conciencia, pues —repuso después de un prolongado sollozo—, cuando ni una que es pobre haría una cosa así? ¡Ya le van a faltar maridos a esta señorita con lo donosa que es! Dios es justo, señorita, y los que son buenos, son buenos. ¿Para qué le digo más? Yo se la doy a cualquiera y que meta su mano en la conciencia, ¿se casaría cuando sabe que por su causa queda en la vergüenza una pobre niña y una criatura como un huachito de los huérfanos?
Doña Bernarda terminó estos raciocinios con la voz cortada por los sollozos, alzando los ojos y las manos al cielo, y sonándose con estrépito, al tiempo que repetía varias veces algunas de las palabras que acababa de decir.
—Vea, señora —le dijo doña Francisca, en cuya romántica imaginación habían producido un favorable efecto las razones alegadas por doña Bernarda—. Usted ve, ahora no es posible decidir un asunto de tanta importancia; veremos a Rafael cuando se haya calmado y mañana o pasado decidiremos.
—Ustedes lo han de ver, pues, señoritas —contestó doña Bernarda—, y sobre todo la que se iba a casar, creyendo que su novio era libre, pues. Ya le digo no más, ¿qué hará mi pobre hija, a quien han engañado? Así es la suerte de las pobres, y gracias a Dios que nuestra familia es buena y no tiene don Rafael nada que sacarle; el difunto Molina, mi marido, tenía su comercio y no le debía a nadie ni un cristo.
—Todo se tendrá presente —dijo doña Francisca.
—Bueno, pues, señorita; en usted confío. Contimás que en esto yo he andado como gente, pues que me dije: mejor es ir a ver a esas señoritas que viven engañadas, que no presentarse al juez y que el asunto ande en boca de todos. ¿Qué culpas tienen ellas, pues, para que tenga que aparecer su nombre en la casa de justicia? Si son señoras, pues que me dije, han de querer arreglarlo todo sin bulla y han de ser cristianas con la gente pobre pero honrada. Más vale tener agradecidos que enemigos; en eso no hay duda, y a una niña bonita y rica, donde le faltó un novio, hay le vinieron ciento al tiro, lo que no les pasa a las pobres, a quienes las engañan cada y cuando hay ocasión.
—Bueno, pues, señora, trataremos de arreglar esto.
Volvió doña Bernarda, ya deshecha en llanto, a reproducir sus argumentos, teniendo cuidado de dar una forma más precisa a las amenazas que acababa de insinuar con cierta maestría, y manifestando que se hallaba dispuesta a seguir el asunto hasta en sus últimas consecuencias, con lo cual salió dejando en la mayor consternación a los que la habían escuchado.