Capítulo 14
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Entretanto, la animación iba cobrando por momentos mayores proporciones, y los vapores espirituosos de la mistela, apoderándose del cerebro de los bebedores en grado visible y alarmante. Cada cual, como en casos tales acontece, elevaba su voz para hacerla oír sobre las otras, y los que al principio se mostraban callados y circunspectos, desplegaron poco a poco una locuacidad que sólo se detenía en algunas palabras a causa del entorpecimiento comunicado a las lenguas por el licor. Un arpa se había agregado a la guitarra y hecho desdeñar el uso del piano como superfluo. Tocaban de concierto aquellos dos instrumentos, y a la voz nasal de la cantora, que a dúo se elevaba con la de Amador, se tenía el coro de animadas voces con que los demás trataban de entonar su acompañamiento con el estribillo de una tonada; todo lo cual hacía levantar de cuando en cuando la cabeza a doña Bernarda y exclamar para restablecer el orden:
—¡Adiós, ya se volvió merienda de negros!
El oficial de policía, a quien llamaban por el nombre de Ricardo Castaños, aprovechándose del momento en que Rivas se puso de pie para libertarse de la zamacueca, se había sentado junto a Edelmira y le daba quejas por la conversación que acababa de tener, mientras que Agustín, olvidado de su aristocrática dignidad, bebía todo el contenido de un vaso en el que Adelaida había mojado sus labios.
—Y si usted no le quiere —decía el oficial a Edelmira—, ¿por qué deja que le hable al oído?
—¡Mi corazón es todo a usted —decía en otro punto Agustín—, yo se lo doy todo entero!
La del arpa y Amador cantaban:
Me voy, pero voy contigo,
Te llevo en mi corazón;
Si quieres otro lugar,
No permite otro el amor.
Y todos los que por ambas piezas vagaban con vaso en mano, repetían con descompasadas voces:
No permite otro el amor.
Y Rivas, entretanto, oía la última palabra, que despertaba en su pecho la amarga melancolía de su aislamiento, haciéndole pensar que tal vez no vería nunca realizada la magnífica dicha que ella promete a los corazones jóvenes y puros. Hostigábale por eso el ruido y oprimía su pecho la facilidad con que los otros rendían sus corazones a un amor improvisado por los vapores del licor.
Mientras hacía estas reflexiones, Rafael llamaba a los concurrentes al patio y prendía allí voladores, que, al estallar por los aires, arrancaban frenéticos aplausos y vivas prolongados a doña Bernarda, dueña del Santo.
La voz de Amador llamó a los convidados al interior.
—Ahora, muchachos —dijo—, vamos a cenar.
—¡A cenar —exclamaron algunos—, ése sí que es lujo!
—¿Y qué estaban pensando, pues? —replicó el hijo de doña Bernarda—; aquí se hacen las cosas en regla.
La bulliciosa gente invadió una pequeña pieza blanqueada, en la que se había preparado una mesa. Cada cual buscó colocación al lado de la dama de su preferencia, y atrás de ellas quedaron de pie los que no encontraron asiento alrededor de la mesa.
—Hijitos —exclamó doña Bernarda—, aquí el que no tenga trinche se bota a pie y se rasca con sus uñas.
Esta advertencia preliminar fue celebrada con nuevos aplausos y dio la señal del ataque a las viandas, que todos emprendieron con denuedo.
Frente a doña Bernarda, que ocupaba la cabecera de la mesa, ostentaba su cuero dorado por el calor del horno el pavo, que figura como un bocado clásico en la cena de Chile, cualquiera que sea la condición del que la ofrece. El pescado frito y la ensalada daban a la mesa su valor característico y lucían junto al chancho arrollado y a una fuente de aceitunas, que doña Bernarda contaba a sus convidados haber recibido por la mañana de parte de una prima suya, monja de las Agustinas. Para facilitar la digestión de tan nutritivos alimentos, se habían puesto algunos jarros de la famosa cosecha baya de García Pica y una sopera de ponche, en la que cada convidado tenía derecho de llenar su vaso, con la condición de no mojar en el líquido los dedos, según la prevención hecha por Amador al llenar el suyo y apurarlo entero para dar su opinión sobre su sabor.
Los galanes iniciaron con las niñas una serie de atenciones y finezas olvidadas en los mejores textos de urbanidad. Un joven ofrecía a la que cortejaba la parte del pavo donde nacen las plumas de la cola, y al pasar esta presa clavada en el tenedor, lanzaba un requiebro en que figuraba su corazón atravesado por la saeta de Cupido. El oficial de policía se negaba a beber en otro vaso que el que los labios de Edelmira habían tocado, y Amador amenazaba destruirse para siempre la salud bebiendo grandes vasos de chicha a la de una joven que tenía al lado. Agustín, al mismo tiempo, habiendo agotado ya su elocuencia amatoria con Adelaida, refería sus recuerdos sobre las cenas de París y hablaba de la suprema de volalla, engullendo un supremo trozo de chancho arrollado.
Las frecuentes libaciones comenzaron por fin a desarrollar su maléfica influencia en el cerebro del oficial, que quiso probar su amor dando un beso a Edelmira, que lanzó un grito. A esta voz la dignidad maternal de doña Bernarda la hizo levantarse de su silla y lanzar al agresor una reprimenda en la que figuraba la abuela del oficial, que en este caso era tuerta, como bien puede pensarse. Amador quiso castigar también la osadía del temerario enamorado, pero sus piernas se negaron a conducirle, dejándole caer en tierra. Este suceso suspendió por un momento la alegría general; mas no el efecto de la mezcla de licores en el estómago de Agustín, quien fue llevado por otros como un herido en una batalla, al mismo tiempo que el oficial principió a dar voces de mando, cual si se encontrase al frente de su tropa. Otros, entretanto, a fuerza de beber, se habían enternecido y referían sus cuitas a las paredes con el rostro bañado en lágrimas, mientras que en algún rincón había grupos de jóvenes que se juraban, abrazándose, eterna amistad, y muchos otros que repetían hasta el cansancio a doña Bernarda que no debía enojarse porque besaban a Edelmira. Estos diversos cuadros, en los que cada personaje se movía a influjos del licor, y no de la voluntad, tenían todo el grotesco aspecto de esas pinturas favoritas de la escuela flamenca en las que el artista traslada al lienzo, sin rebozo, las consecuencias de lo que en los términos de la gente que describimos se llama borrachera. Anunciaban también esos cuadros la decadencia del picholeo con la inutilidad física de los actores, de los cuales la mayor parte recibían socorros de las bellas, para calmar sufrimientos capaces de destruir la más acendrada pasión.
Los pocos que quedaban en pie, sin embargo, no daban por terminada la fiesta, y mantenían escondida la llave de la puerta de calle para no dejar salir a Rivas y a San Luis, que querían retirarse. Allí tuvo lugar, como escena final, una discusión de un cuarto de hora, en la que tomaron parte todas las personas que querían salir y los obstinados en prolongar la diversión. Por fin, los ruegos de doña Bernarda hicieron desistir de su propósito a los que guardaban la puerta, que dio paso a los concurrentes que habían quedado con fuerzas para trasladarse a sus habitaciones por sus propios pies.
Doña Bernarda y sus hijas volvieron al campo donde yacía por tierra el oficial y otro de los convidados, a los que se les cubrió con frazadas. El joven heredero de don Dámaso Encina dormía profundamente en la cama de Amador, adonde le habían llevado sin sentido.
Doña Bernarda se retiró con sus hijas a una pieza que servía a las tres de dormitorio. Apenas se hallaron en ella, apareció Amador, que, más aguerrido que los demás en esta clase de campañas, había recobrado un tanto sus sentidos.
—Vaya, hermana —dijo a Adelaida—, ya creo que el mocito está enamorado hasta las patas.
—¡Y esta otra tonta —dijo doña Bernarda, señalando a Edelmira— que se lleva haciendo la dengosa con el oficialito! Podía aprender de su hermana.
—Pero madre, yo no quiero casarme —contestó la niña.
—¿Y qué, estáis pensando que yo te voy a mantener toda la vida? Las niñas se deben casar.
—Mirá, el oficialito tiene buen sueldo, y el sargento, que es pariente de la criada, me dijo que lo iban a ascender.
—No todas encuentran marqueses, como ésta —repuso Amador, dirigiendo la vista hacia Adelaida.
—Pero cuidado pues —exclamó la madre—, andarse con tiento; estos hijos de rico sólo quieren embromar. Adelaida, la que pestañea, pierde.
—Si no habla de casamiento, allí está Amador para echarlo de aquí —contestó Adelaida.
—Déjenmelo a mí no más —repuso Amador—. Antes de un año, madre, hemos de estar emparentados con esos ricachos.
Con esto se dieron las buenas noches, encargando la dueña de casa que despertasen temprano a los inválidos de la fiesta, para que pudieran irse antes de que ellas saliesen a misa.
Mientras tanto, Agustín roncaba como su estado de embriaguez lo exigía, sin saber los caritativos proyectos de sus huéspedes para acogerlo en el seno de la familia.