Capítulo 45

45

Media hora después de recibir la carta de Matilde, llegó Leonor a casa de ésta, acompañada por su padre.

Leonor entró a la pieza de su prima, de la que acababa de salir doña Francisca, y don Dámaso en la antesala, adonde, al saber su llegada, vinieron don Fidel y su mujer.

En un largo abrazo permanecieron las dos niñas sin proferir una palabra, hasta que Leonor, que no acertaba a explicarse la causa de la aflicción de Matilde, rompió el silencio.

—¿Qué hay? ¿Qué tienes? —preguntó—. Tu carta me ha llenado de sobresalto.

Matilde, entonces, haciendo un esfuerzo para desechar el llanto que, a la vista de su prima, había vuelto a sus ojos, le refirió minuciosamente la escena en que doña Bernarda Cordero había sido la principal protagonista.

Leonor se quedó abismada con aquella revelación y, al compadecer a su prima, surgió en su espíritu la idea siguiente, que manifestaba el estado de su corazón: «Tal vez Martín esté en amores con la otra. ¡Es tan amigo de San Luis!».

—¿Qué harías tú en mi lugar? —preguntó Matilde, creyendo que su prima pensaba sólo en su desgracia.

—¿Yo…? De veras, Matilde, que no sé qué decirte.

—Pero ponte en lugar mío. ¿Qué harías?

—¿Podrías tú perdonarle? —preguntó Leonor, sin dar a su prima la respuesta que le pedía.

—Podré perdonarle —contestó ésta—, pero ya no podré amarle.

—Es muy difícil aconsejar en estos casos —repuso Leonor.

—No te pido un consejo. Quiero saber lo que tú harías en mi caso.

—Le despreciaría.

—Es preciso que sepas que mi papá no quiere por nada romper este matrimonio. —Entonces lo rompería yo— dijo Leonor con su característica resolución.

—Es lo que yo haré también —dijo Matilde—. Ya no temo nada, y toda la autoridad de mi papá no basta para obligarme a sufrir más de lo que acabo de sufrir.

Quedaron en silencio algunos instantes, y Matilde añadió:

—¿Cómo hacerlo? Mi papá se negará a decirlo, ni a él ni a su tío.

—Escríbele entonces —dijo Leonor.

—Tienes razón, que todo se acabe de una vez, así nada podrá hacer después mi papá.

Se sentó al lado de la mesa y tomó la pluma.

Al escribir el nombre de su amante, sus ojos se nublaron con lágrimas que fueron a caer sobre el pliego en que había puesto la mano.

—¿Qué le diré? —preguntó a Leonor con voz apagada.

—No te precipites. Piénsalo bien —respondió ésta.

—No, no —exclamó Matilde con energía—, estoy perfectamente resuelta, y nadie me hará cambiar sobre esto.

—Creo que con pocas palabras basta.

Matilde se puso a escribir, alentada por la febril agitación en que se encontraba. Al cabo de algunos minutos enderezó el cuerpo y leyó:

«Entre usted y yo todo está concluido. Me parece inútil extenderme en explicaciones sobre una resolución que está justificada con tan poderosos motivos en mi conciencia. Le escribo para evitar cualquiera otra explicación que no estoy dispuesta a oír ni a leer.

»MATILDE ELÍAS».

—Creo que eso basta —dijo Leonor.

Matilde llamó a una criada y la recomendó llevar a su destino la carta sin que en casa sospechasen a qué salía.

Hecho esto se sentó al lado de su prima.

—Tenía necesidad de verte —le dijo—, porque tú me das valor. Ya lo ves, no he vacilado ni temblado.

Con este esfuerzo pareció anonadada, pues ocultó su rostro y sólo se vio su cuerpo agitado por los sollozos.

—Aún es tiempo, si quieres —le dijo Leonor—; la criada no debe haber salido todavía. —¡Qué! ¿Crees que me arrepiento? No lloro por eso. ¡Todo se ha concluido!

Don Dámaso escuchó también la relación de lo acaecido de boca de su hermana, con las consiguientes interrupciones hechas por don Fidel, que se preciaba de explicar mejor el asunto.

—Bien lo decía yo —exclamó don Dámaso, que no olvidaba el peso de las manos de Rafael—, ese mozo es un tunante.

—Pero, hombre, ¿quién no ha hecho otro tanto? —replicó don Fidel—. Son niñerías por las que todos han pasado.

—¡Jesús, Fidel, qué principios! —exclamó escandalizada su consorte.

—Mira hija —repuso éste en sentencioso tono—, las mujeres no conocen el mundo como nosotros.

—Pero conocen la moralidad.

—¿Y quieres decir que yo soy inmoral porque tengo filosofía? —preguntó con agrio tono don Fidel—. Yo conozco el mundo más que tú. Que lo diga tú mismo hermano. Don Dámaso, que era inclinado a tejer, valiéndonos de la expresión chilena, no sólo en política, sino en todos casos, dijo:

—Es cierto que muchos cometen esta clase de faltas. Yo no lo niego.

—¿No ves, no ves? —dijo don Fidel a su mujer—. Cuando yo digo que conozco el mundo, es porque estoy seguro de ello. Lo de Rafael es un pecadillo insignificante, y luego se echará en olvido.

—No sé qué lo olvide tan pronto Matilde —contestó doña Francisca.

—Lo olvidará, ¿que no conozco yo a las mujeres? Dentro de dos días ni se acuerda de tal cosa.

—Lo veremos —dijo doña Francisca.

—Lo verás. Yo no me equivoco.

Mientras don Fidel buscaba una caja de fósforos para encender un cigarro, don Dámaso se acercó a su hermana.

—Lo que yo te aseguro —le dijo— es que ese muchacho no es bueno.

—Y Matilde no lo perdonará —respondió doña Francisca.

—Mejor, hija, tanto mejor. Ese hombre no puede hacerla feliz. En tu lugar yo me opondría ahora al casamiento.

—Pero tú debes ayudarme también —le dijo doña Francisca.

—¡Oh!, cuenta conmigo —exclamó don Dámaso.

Volvió don Fidel a donde ellos estaban, y poco rato después don Dámaso hizo llamar a Leonor y se despidió con ella de su hermana y de su cuñado.

En la noche refirió Leonor a Martín el suceso de casa de don Fidel.

—La pobre Matilde —le dijo— es muy desgraciada, y empiezo a creer que usted tiene fundamento para practicar su teoría de la absoluta indiferencia.

—Desgraciadamente —dijo Rivas—, no siempre puede uno ser dueño de su corazón, y esa teoría se queda casi siempre como tal, sin poderse practicar.

—¿Ah? Usted ha cambiado ya —exclamó Leonor—; mucho poder tiene entonces la señorita Edelmira.

—No es ella, señorita —replicó Martín—, la que ha echado por tierra mi propósito. Leonor no quiso proseguir la conversación, porque la sinceridad con que Martín había hablado destruía la sospecha concebida en casa de Matilde.

Al verla abandonar su asiento, las esperanzas que la conversación de la tarde le habían dado abandonaron a Martín.

«Siempre igual —se dijo—. ¿Acaso no amará nunca?».

Poco después salió del salón y de la casa, encaminándose a la de Rafael; pero Rafael no estaba en su casa.

—Salió hace una hora —le dijo su tía.

—Volveré mañana temprano; tenga usted la bondad de decírselo —dijo Martín despidiéndose de la señora.

En aquella misma noche, don Fidel fue a casa de don Pedro San Luis.

—Lo que conviene —le dijo, después de exponer su teorías sobre la vida social— es hacer cuanto antes este casamiento.

—Pues yo creo que debemos dejar que pase algún tiempo, a menos que ellos mismos deseen otra cosa. Es preciso ver modo de arreglarnos con esta vieja que puede incomodarnos.

—Yo haré que los muchachos se vean mañana —repuso don Fidel, que en un aplazamiento del matrimonio veía sólo la demora de su arriendo.

En este momento entró Rafael en la pieza. Los dos que conversaban no pudieron reprimir un movimiento de admiración al verle. Su descompuesto semblante, el turbado mirar, la expresión extraña del saludo que les hizo y el aire de acerba melancolía con que se dejó caer sobre una silla, dejaron mudos por algunos segundos a don Pedro y a don Fidel.

Éste interrumpió primero el silencio, dirigiendo la palabra a Rafael:

—Cabalmente —le dijo—, estábamos aquí con el señor don Pedro diciendo que lo que ahora conviene es apresurar el casamiento; yo hablo por la felicidad de mi hija, ¿qué le parece?

—Es inútil, señor —contestó el joven con voz apagada.

—¡Cómo inútil! —exclamó, levantándose, don Fidel.

Rafael sacó una carta del bolsillo y se la pasó diciéndole:

—Lea usted y lo verá.

Don Fidel leyó con rapidez la carta de Matilde, que era la que tenía en sus manos. Doblándola exclamó:

—¡Bah, niñerías! Usted sabe que su amor vale más que estas palabras arrancadas por la sorpresa. Vamos juntos a casa y verá usted lo distinta que está.

—No, señor, jamás volveré —dijo con sombrío acento Rafael.

—¡Qué ocurrencia! Vea usted, mi señor don Pedro, lo que son los enamorados: como el vidrio, por todo se trizan.

Don Pedro tomó la carta de manos de don Fidel y la leyó.

—La carta es seria —dijo.

—No conoce usted a las niñas, mi señor don Pedro —replicó don Fidel—. ¿No ve usted que está claro que quiere que la rueguen? Que venga Rafael conmigo no más, verá. —Yo no iré, señor— dijo San Luis; —esa carta, que al parecer ha escrito Matilde sin anuencia de usted, me dice bien claro que todo está concluido.

—No puede ser, yo lo arreglaré todo. ¡Hacerle caso a una muchacha deschavetada! Estoy seguro que a esta hora está arrepentida de haber escrito.

—Doy a usted las gracias por su interés —díjole Rafael—, pero le suplico que deje a Matilde en completa libertad. Si ella siente haberme escrito esta carta, lo dirá, porque sabe que yo volaría a ponerme a sus pies.

—Lo que yo quiero —dijo don Fidel, consecuente con su idea del arriendo— es que ustedes sean testigos de mis esfuerzos y buena voluntad.

—¡Oh!, nada tenemos que decir de usted —exclamó don Pedro.

—A mí me gusta la formalidad en los negocios —repuso don Fidel—, y por eso es que cuando yo contraigo un compromiso no falto a él ni por la pasión.

—Yo tampoco olvidaré los míos —dijo don Pedro.

Estas palabras dieron a don Fidel un indecible bienestar, después de la inquietud en que la carta de Matilde le había puesto. Pensó que ellas encerraban la formal promesa de llevar adelante lo del arriendo, a pesar de lo acontecido, y miró todo lo demás como secundario.

Después de arrancar, por medio de protestas enérgicas contra la falta de formalidad en los negocios, nuevas promesas referentes al Roble, salió don Fidel de la casa y regresó a la suya, con intención de interponer su autoridad, a fin de asegurar mejor el arriendo por medio de una retractación de Matilde de la carta que él acababa de leer.

Pero Matilde, como vimos, había cobrado energía en su propio abatimiento, y, aunque con lágrimas, supo resistir a la imperiosa voz de don Fidel, que salió de nuevo de su casa, consolándose con que el arriendo del Roble estaba casi asegurado.

Con la convicción que llevaba de que sería imposible, a menos de una violencia, llevar a cabo el matrimonio, roto de tan extraño y repentino modo, se encaminó a casa de don Dámaso, felicitándose de la previsora idea que acababa de nacer en su espíritu y que era preciso principiar a poner en planta.

«Asegurar el arriendo y casar a Matilde con Agustín —pensaba en el camino— sería un golpe maestro».

Entró al salón y llamó aparte a don Dámaso.

—Lo que dije hoy delante de mi mujer no es lo que yo pienso —le dijo—, pero es preciso hablar así, porque de otro modo se valdrían de eso para meterme en un cuento; a mi pesar y por dar gusto a Matilde, que se había encaprichado, contraje compromiso con don Pedro San Luis; pero ahora todo ha cambiado.

—¿Cómo? —preguntó don Dámaso.

Refirióle don Fidel lo de la carta de Matilde y la resolución que su hija manifestaba. —¡Magnífico!— exclamó don Dámaso.

—Todo mi deseo es que sea mujer de Agustín —dijo don Fidel—, pero como no quería contrariarla…

—Puesto que ella misma desiste, la cosa es diferente.

—Es lo que yo pienso; pero será preciso dejar que pasen algunos días.

—Ah, por supuesto.

Don Fidel se retiró aquella noche dando gracias a doña Bernarda por lo que en la mañana calificaba de intempestiva visita.