Capítulo 7
7
En vano protestó Martín Rivas contra la arbitrariedad que en su persona se cometía, solicitando su libertad y prometiendo volver al día siguiente para ser juzgado. El oficial de guardia sostuvo la primera orden que había impartido, con inflexibilidad de los granaderos de Napoleón el Grande, que morían antes de rendirse.
Rivas, cansado de protestar y de rogar, se resignó por fin a esperar con paciencia la llegada del Mayor, entregándose a las tristes reflexiones que su extraña situación le sugería.
Ante todo pensó en la explicación que tendría que dar al día siguiente a la familia de don Dámaso, en caso que no pudiese obtener su libertad hasta entonces. Veía de antemano con vergüenza la orgullosa mirada de Leonor, la risa insultante de Agustín y la humilladora compasión de los padres. A su juicio era Leonor la causa de su desagradable aventura. Su memoria le trazó la bella imagen de aquella niña, que era imposible mirar sin emoción, y una tristeza profunda nació en su espíritu al considerar el desdén con que ella escucharía la relación de su desgracia. En aquellos momentos el pobre mozo maldijo su destino, y su corazón desesperado pidió cuenta al cielo de la pobreza de algunos y de la riqueza de otros. Sólo entonces pensaba en las desigualdades injustas de la suerte y nacía en su corazón un vago encono contra los favorecidos de la fortuna.
«Si Leonor me perdonase lo ridículo del trance en que me hallo», pensaba Martín, «lo demás me importaría muy poco, y yo sabría castigar la insolencia del que se atreviese a reír».
Esta sola reflexión manifestaba que Rivas, por más que hubiese querido huir de la profunda impresión que la vista de Leonor le había dejado en el alma, sólo había conseguido pensar en ella.
«¡Me despreciará!», pensaba con amarga tristeza.
A veces le ocurría la idea de regresar a Copiapó con los cortos recursos de que disponía, y consagrarse allí a trabajar para su familia; mas, pronto su enérgica voluntad le hacía avergonzarse de querer quebrantar su juramento por el vano temor de verse despreciado de una mujer que sólo había visto una vez.
El Mayor llegó a las doce de la noche y concedió audiencia a Martín. Después de la relación que éste hizo del suceso, el Jefe vio que las palabras del joven hablaban más en su favor que la pobreza de su traje, y dio orden de ponerle en libertad. Martín llegó a las doce y media a casa de su protector y encontró cerrada la puerta. Dio algunos ligeros golpes que nadie, al parecer, oyó en el interior de la casa y se retiró sin atreverse a hacer otra tentativa para entrar. Armóse de paciencia y se resolvió a pasar la noche recorriendo las calles sin alejarse mucho de casa de don Dámaso.
Santiago es una ciudad silenciosa desde temprano, así fue que Rivas no tuvo más espectáculo durante sus correrías que las fachadas de las casas y los serenos que roncaban en cada esquina, velando por la seguridad de la población.
Al día siguiente pudo Martín entrar a la casa cuando se abría la puerta para dar paso al criado que iba a la plaza. Éste le miró con una sonrisa burlona, que sirvió de precursor al joven para saborear de antemano la humillación en que se encontraría pronto ante la familia de don Dámaso.
Poco antes de la hora de almorzar bajó al patio, resuelto a arrostrar la vergüenza de su situación antes que dejar el campo libre a las suposiciones de su huésped y de sus hijos.
Don Dámaso vio a Martín que se dirigía a su escritorio y le abrió la puerta.
—¿Cómo se ha pasado la noche, Martín? —preguntó, contestando el saludo del joven—. Muy desgraciadamente, señor —contestó éste.
—¡Cómo! No ha dormido usted bien.
—He pasado en la calle la mayor parte.
Don Dámaso abrió tamaños ojos.
—¡En la calle! Y dónde estuvo usted hasta las doce, hora en que se cerró la puerta. —Estuve preso en el cuartel de policía.
Martín refirió entonces circunstanciadamente su aventura. Al terminar vio que su protector hacía visibles esfuerzos para contener la risa.
—Siento en el alma lo que le ha sucedido —dijo don Dámaso, apelando a toda su seriedad—, y para olvidar este desagradable suceso hablaré a usted de un proyecto que tengo relativo a su persona.
—Estoy a sus órdenes —contestó el joven, sin atreverse a exigir el secreto a don Dámaso sobre su aventura.
—Dispone usted de muchas horas desocupadas en el día después de atender a sus estudios —dijo el caballero—, y desearía saber si usted tiene inconveniente en ocuparse de mi correspondencia y de algunos libros que llevo para el arreglo de mis negocios. Yo daré a usted por este servicio treinta pesos al mes y me alegraré mucho de que usted acepte mi proposición: será usted como mi secretario.
—Señor —contestó Martín—, acepto la ocasión que usted me presenta de corresponder en algo a la bondad con que usted me trata y llevaré gustoso sus libros y correspondencia; pero me permitirá no hacer igual aceptación del sueldo con que usted quiere retribuir tan ligero servicio.
—Pero hombre, usted es pobre, Martín, y así podría usted disponer de cincuenta pesos.
—Quiero más bien disponer del aprecio de usted —contestó Rivas con un acento de dignidad que hizo sentir a don Dámaso cierto respeto por aquel pobre provinciano, que rechaza un sueldo que muchos en su lugar habrían codiciado.
Martín se impuso de lo que tendría que hacer en el escritorio de don Dámaso y éste, mientras recorría algunos papeles, pensaba, a pesar suyo, en la conducta de su protegido. Para ciertas hombres, un rasgo que revela desprendimiento del dinero es el colmo de la magnanimidad. Por manera que don Dámaso admiró como un verdadero heroísmo las palabras de Martín. El culto del oro ha tenido siempre tan numerosos prosélitos, que una excepción parece increíble, sobre todo en los tiempos que alcanzamos. Al mismo tiempo que su admiración, y tal vez como la única manera de explicársela, se ocurrió a don Dámaso la idea de que Rivas tenía sus puntillas de lo que los hombres positivos llaman quijotismo y, preocupado como estaba de pensamientos políticos, pensó en que aquel joven sería muy fácil de arrastrar por las que, desde su conversación de la noche procedente, juzgaba vanas palabras de libertad y de fraternidad.
—Vea usted, don Martín —dijo después de algunos instantes de reflexión—, Santiago está ahora lleno de gentes que sólo se ocupan de política. Si usted me permite un consejo, le diré que tenga mucho cuidado con esos pretendidos liberales. Siempre están abajo, nunca contentos y jamás han hecho nada de bueno; acá para entre nosotros, creo que un hombre, para perderse completamente, no tiene más que hacerse liberal. En Chile, a lo menos, creo muy difícil que suban.
La franqueza de estas palabras dio a conocer a Martín los principios políticos que constituían la profesión de fe con que don Dámaso aspiraba a ocupar un puesto en el Senado de la República. Alejado del trato social y entregado únicamente a sus estudios, Rivas ignoraba que aquella profesión era la que íntimamente cultivan la mayor parte de los políticos de su patria. Su juicio recto y su noble orgullo de joven le hicieron concebir muy triste idea de su protector como personaje político. En este juicio tenía más parte su instinto que su criterio, porque Martín no había pensado jamás con detención en las cuestiones que agitan a la humanidad como una fiebre, que sólo calmará cuando su naturaleza respire en la esfera normal de su existencia, que es la libertad.
Poco antes de almorzar, don Dámaso refirió a su mujer y sus hijos los percances ocurridos a Rivas.
—¿De modo que ese pobre muchacho no ha dormido en toda la noche? —dijo doña Engracia, acariciando a Diamela.
—Es decir, mamá —dijo Agustín—, que ha pasado la noche a la belle étoile. Es una aventura deliciosa.
—Pero oigan ustedes —repuso don Dámaso—, ese muchacho que va a comprar botines a la plaza y que sólo tiene veinte pesos al mes para todos sus gastos, ha rehusado esta mañana un sueldo de treinta pesos que le ofrecí porque me sirviera de secretario.
—Ah, ah —exclamó atusándose su bozo Agustín—, es decir que quiere hacer el fiero. —¿No quiere servirte de secretario?— preguntó doña Engracia.
—Sí, sí, acepta el puesto; pero no admite el sueldo.
Leonor miró a su padre como si sólo entonces oyese la conversación, y Agustín reclinándose en un sofá:
—Es para que le perdonen lo de los botines —dijo, contemplando con satisfacción sus elegantes chinelas de taco rojo y su pantalón de mañana.
En aquel instante entró Martín, a quien habían llamado a almorzar.
—Amigo Martín, ¿con que se duerme mal en Santiago? —le dijo Agustín saludándole.
Martín se puso encarnado, mientras que don Dámaso hacía señales a su hijo de callarse.
—Es cierto —contestó Rivas, tratando de aceptar la broma lo mejor que pudo.
—Pero hombre —replicó el elegante—, ¡ir a buscar calzado a la plaza! Por qué no me dijo usted, y le habría indicado un botero francés.
—¿Qué quiere usted? —Contestó Martín con orgullo—, soy provinciano y pobre. Lo primero explica mi aventura y lo segundo que un botero francés sería tal vez muy caro para mí.
—Tú nunca nos has referido las torpezas que cometiste, por ignorancia, al llegar a París —dijo Leonor a su hermano—, y por eso criticas al señor con tanta facilidad. Estas palabras las dijo Leonor con aire risueño, para disimular la acritud que envolvían, y sin mirar a Martín.
Rivas conoció que debía dar las gracias a la niña por la defensa que acababa de hacer de su causa, pero su turbación no le dejó decir una sola palabra.
Entre tanto Agustín, que conocía la superioridad de su hermana, no halló tampoco nada que contestar, y disimuló su derrota haciendo un cariño a Diamela, que su madre tenía ya en sus faldas.
—He contado su aventura a mi familia —dijo don Dámaso— para explicar la ausencia de usted anoche.
—Y ha hecho usted muy bien, señor —respondió Martín, que había recobrado su serenidad con las palabras de Leonor—. Espero que estas señoritas —añadió— me perdonarán mi involuntaria falta.
—Cómo no, caballero —le dijo doña Engracia—, es un contratiempo que puede suceder a cualquiera.
—Ciertamente, a cualquiera —repitió Agustín, viendo que todos tomaban el partido de Rivas—; lo que yo decía a usted era una plesantería sin consecuencia.
Leonor había aprobado con la cabeza las palabras de su madre, y Martín recibió esta pequeña señal como la absolución del ridículo que el origen de su aventura arrojaba sobre su persona.
Después de almorzar se informó de la situación del Instituto Nacional y de los pasos que debía dar para incorporarse a la clase de práctica forense en la sección Universitaria.
Practicadas todas sus diligencias, regresó a casa de don Dámaso y se puso a trabajar en el escritorio de éste, repitiéndose para sí:
—Ella no me desprecia.
Esta idea levantaba el enorme peso que oprimía a su corazón y le mostraba de nuevo la felicidad en los horizontes lejanos de la esperanza.