Capítulo 47
47
La respuesta de Leonor acababa de abrirle un nuevo horizonte, en el que paseó Martín su imaginación con la porfiada avidez del que concibe la primera esperanza de encontrar correspondencia a su amor. El cuento de la muchacha que se entretiene en formar castillos en el aire cuando se dirige al pueblo vecino a vender su cántaro de leche, pinta perfectamente el fulgor de esas primeras esperanzas del amor, muchas de las cuales se desvanecen como los castillos de la muchacha, que rodaron por el suelo con su cántaro y la leche. Felizmente para Rivas, no hubo nada en aquella ocasión que nublase el horizonte en que su imaginación bordaba las deliciosas escenas de la dicha realizada. Las palabras de Leonor, la turbación que las había acompañado, la expresión de sus ojos, todo le ayudaba en su venturoso devaneo.
Sólo al cabo de media hora recordó Martín que tenía en su poder una carta que no había leído.
Abriola y leyó lo que sigue:
«Querido amigo:
»Mucho me ha consolado su amable carta, y le doy por ella las gracias. Usted es mi único confidente, porque los de mi familia no me prestarían ahora ningún apoyo contra lo que me amenaza, de modo que al ofrecerme usted su amistad, ahora que estoy triste y sin amigos ni hermanos con quienes poder contar, me hace usted un gran servicio. Más se lo habría agradecido si me hubiese dado el consejo que en mi otra carta le pedía. Repasando en la memoria lo que le dije, para ver por qué no me da usted ese consejo que tanto necesito, veo que debo ser más franca con usted, y como usted es mi amigo, se lo diré todo. Mi repugnancia por el casamiento a que quiere obligarme mi madre no es sólo porque no tengo cariño ninguno por Ricardo, sino por otra razón, además, que me cuesta decírsela a usted sobre todo, y es que mi corazón no está libre y no podría nunca ser dichosa sino con el que amo con toda mi alma. Ya con esto podrá usted, Martín, aconsejarme, porque el tiempo se va pasando y a cada momento me encuentro más triste con esto y menos me conformo con tener que casarme con quien no quiero.
»Dispénseme si le incomodo, pero no tengo más amigo que usted, y nunca lo olvidará su afectísima,
»EDELMIRA MOLINA».
«¡Pobre muchacha!», se dijo Rivas, tomando papel para contestar a su carta.
Por su respuesta podrá inferirse el grado de exaltación que sus ideas tenían después de su reciente conversación con Leonor.
«Querida amiga:
»¿Ama usted y se considera desgraciada? ¿No encuentra usted en su alma bastante energía para resistir? Busque su fuerza en ese mismo amor y la encontrará poderosa. Cuando creí que sólo se trataba de vencer lo que podría tal vez ser sólo un capricho, a trueque de asegurarse el bienestar, creí que debía limitarme a ofrecer a usted mi amistad, evitando tener parte en una determinación que iba a influir en su porvenir; pero usted ama a otro, “con toda su alma”, y me pregunta si por obedecer a su madre había de abandonar ese amor y dar su mano a quien no puede dar su corazón. Creo, por mi parte, tan exclusivo al amor, tan austero el culto que le debemos cuando es puro, que considero una debilidad el oprimirlo bajo el peso de una obediencia cualquiera. Sus leyes, además, no pueden impunemente burlarse en la vida, y a quien no le guarde su fe, no puede guardarle el porvenir más que lágrimas y desconsuelos. ¿Por qué no se arroja usted a los pies de su madre y le habla en nombre de su corazón? Ella ha sido joven también y la comprenderá. Si usted no tiene valor para esto, mándeme llamar y yo hablaré con ella. Mi amistad hacia usted es tan sincera que creo tendría poder para ganar su causa y ablandar un corazón que no aspira tal vez más que a la felicidad de sus hijos.
»Por otra parte, Edelmira, un amor como el que creo sea usted capaz de sentir, debe encontrar su fuerza en su inocencia y abandonar el misterio.
El corazón de una madre es el santuario más puro en que pueda usted conservar su reliquia hasta poderla presentar a los ojos de todos. Tenga usted, pues, confianza en ella, y no marchite con lágrimas una pasión que debe formar el orgullo de las almas nobles como la de usted, por no vencer una timidez que, después de atacada, mirará usted como una quimera.
»Me pide usted que la dispense. ¿De qué? Yo solicito su confianza, la exijo en nombre de nuestra amistad. ¡Ojalá que el ser depositario de sus secretos me dé
algún título para servirla como lo deseo, para contribuir a su felicidad como ardientemente lo anhelo!
»Disponga siempre de su amigo afectísimo,
»MARTÍN RIVAS».
Edelmira recibió esta carta en la tarde de manos de la criada de su casa, de quien había tenido que valerse para entablar su correspondencia con Martín. Las teorías que en pocas palabras desenvolvía el joven sobre el amor encendieron el alma de Edelmira, haciendo en ella brillar el fuego de una verdadera pasión. Pensó que el corazón de aquel hombre era un tesoro y lo deseó con avidez. Las formas sentimentales de un capricho romántico cobraron en su meditación las proporciones exageradas de un bien que era preciso adquirir a toda costa; y con tal convicción, a la hipótesis de que las palabras de amistad encubrían la delicada expresión de un amor que buscaba una esperanza, llegó poco a poco a convertirse en su espíritu casi en certidumbre.
Engolfada en esa dulce expectativa del que no quiere tocar aún la realidad, aunque espere encontrar en ella la realización de sus deseos, Edelmira dejó pasar algunos días sin escribir.
Durante estos días Leonor no había ofrecido al joven ninguna ocasión de renovar las escenas de reticencias en que algunos enamorados campean por cierto tiempo antes de dar el ataque decisivo. Para consolarse, Martín había trabajado con tesón en los negocios de don Dámaso, que poco a poco descansaba en él de todo el peso de sus tareas comerciales. También ocupaban gran parte de su tiempo los estudios, que había un tanto descuidado, y siguiendo la práctica de los estudiantes chilenos, tenía que recuperar con grandes esfuerzos de aplicación el tiempo perdido antes del 18 de septiembre, época en que los alumnos de los colegios dan por terminada la holganza voluntaria, para consagrarse a los exámenes del fin del año. Además de estas ocupaciones, Martín hallaba tiempo, en su calidad de enamorado, para hablar de su amor con la infinita variedad de formas de que la imaginación sabe revestir las impresiones que una misma causa produce, y que el corazón sabe a su vez multiplicar con inagotable fecundidad.
Pero los días pasaban sin que Rafael le contestase.
Por fin, al cabo de diez días, el criado le entregó una carta con la sonrisa que indicaba su procedencia. Era de Edelmira.
«Su carta —le decía— me ha consolado; pero, a pesar de lo que estimo su consejo, nunca me atreveré a hablar a mi madre como le hablo a usted. Le confesaré que le tengo miedo, y creo también que ella me recibiría mal, pues le gusta que la obedezcan sin responder, sobre todo después de lo que ha pasado con la Adelaida.
»Me dice usted que encontraré fuerzas en mi propio amor, y es cierto que las encuentro para decidirme a sufrirlo todo, antes que casarme contra mi gusto; pero no hallo más fuerza que ésa, pues no me atreveré a confesar a mi madre que amo a otro. Tal vez me sucede esto por una cosa que no le dije en mi otra carta, y es que amo sin ser correspondida, y no sé si lo seré algún día. Muchos días he dejado pasar sin escribirle, por no molestarle y porque no me atrevía a hacerle la confesión que le hago ahora. Al fin es preciso que usted lo sepa todo, ya que conoce mi corazón como yo misma.
»Espero que usted me ayude siempre con sus consejos. Le aseguro que éste es mi único consuelo, y lo único que me da valor en la aflicción en que me veo; con lo que pasa el tiempo y llega el día en que tendré que contestar a mi madre».
Esta carta de Edelmira, a la que como a las otras hemos tratado de conservar su forma, purgándolas sólo de ciertas faltas que harían incómoda su lectura, hirió profundamente la sensibilidad de Rivas, porque halló gran analogía entre su situación y la de la niña con respecto al amor. Ella y él alimentaban en efecto una pasión huérfana, y no tenían más placer que engalanarla de esperanzas. Esta analogía le hizo simpatizar más aún con la suerte de Edelmira.
«Creía, Edelmira —le contestó—, que la suerte de amar sin esperanza no podía caber a la que, como usted, es bella y tiene un noble corazón, cuyo amor puede enorgullecer a cualquiera. Después de su confesión, ¿qué puedo decirle? Ni aún me atrevo a preguntar el nombre del que ignora su felicidad, ignorando que usted le ama. Pero estoy seguro que es un hombre digno de usted, capaz de comprenderla y de abrigar en su pecho un tesoro como el que usted le consagra. ¿Me equivoco? No lo creo, y con esta persuasión sólo puedo aconsejarle que guarde intacto su amor, porque él será la salvaguardia de su pureza. No sé por qué, tengo un presentimiento que el cielo reserva alguna recompensa a los que saben conservar tan hermoso sentimiento sin desalentarse en su virtud.
»Entretanto, creo que usted, a pesar de su timidez, debe formar la resolución de confiar este secreto de su corazón a su madre. El día en que usted tenga que decidirse definitivamente no está lejano, y mejor es prevenir los ánimos con tiempo, en vez de causarles una sorpresa que puede ser fatal para usted. Para apoyar este consejo le repetiré mis ofertas anteriores: disponga usted de mí, y crea que tendré una satisfacción infinita en hacer algo que contribuya a su dicha».
Edelmira dio un hondo suspiro al leer esta carta. Había recorrido ya en las tres anteriores las fases distintas de su plan y llegado a la necesidad de nombrar al que amaba. Aunque vagamente, como lo dijimos, creía que alguna frase de las respuestas de Martín, o algún incidente imprevisto, de aquellos que siempre esperan los enamorados, estos creyentes ciegos en la casualidad, le daría ocasión oportuna de revelar a Martín por entero el secreto que a medias le confiaba. Pero aquellas respuestas habían destruido su ilusión, y la casualidad no había realizado tampoco los imposibles que cada cual exige de ella. ¿Qué hacer? Un largo suspiro fue su respuesta a esta triste pregunta. Las cartas que mil veces leía le revelaban que Martín poseía un corazón noble y ardiente. ¡Qué miraje para una niña enamorada! ¿No era esto divisar un pedazo del Paraíso sin poder tocar ninguna de sus flores? Edelmira las vio lucir sus gallardas corolas, mecerse al soplo de las brisas embalsamadas y enviarle sus perfumes envueltos en sus pliegues fugaces. Esos perfumes le dieron los vértigos ardientes del insomnio, durante el cual esta pregunta, ¿qué hacer?, se presentaba como el ángel con su espada flamígera para arrojarla de ese Paraíso. Su imaginación se estrelló por una parte con su natural recato, y por otra con su firme resolución de resistir a su madre, de manera que, tras un largo y agitado insomnio, no imaginó otro medio de salvación que el de entregar al tiempo su destino.
Una circunstancia contribuyó entonces para hacerla insistir en esta resolución. Ricardo Castaños propuso a doña Bernarda retrasar el día del casamiento hasta que hubiese obtenido el empleo de capitán que el jefe del cuerpo le había ofrecido; la propuesta se elevaría a fines de noviembre y podía fijarse para el enlace a mediados de diciembre.
Edelmira comunicó a Martín esta feliz noticia en una carta, a la cual Rivas contestó felicitándola, pero repitiendo su consejo de comunicar a doña Bernarda el secreto de su amor, si Edelmira no desistía de su propósito de resistencia. Pero la niña recibió este consejo con las objeciones de antes, y volvió a confiar al tiempo la solución de aquel problema.
Adormecidos sus temores en tan infundada confianza, despertólos un día el mismo Ricardo, anunciando que la propuesta para su ascenso estaba hecha y sería despachada al cabo de cuatro o seis días. La conversación en que Ricardo había dado esta noticia tuvo lugar el 29 de noviembre; quedaban por consiguiente pocos días para los preparativos del matrimonio, fijado para el día 15 del siguiente. Con esto volvieron para Edelmira las angustias de la lucha desesperada entre el temor a su madre y su aversión al joven Castaños, que creía que con tres galones en la bocamanga ofrecía un imperio a su desdeñosa querida. Edelmira vio que había esperado en vano del tiempo y que era preciso abrazar un partido decisivo, so pena de tener que dar su mano y renunciar a la dicha para siempre.