Capítulo 31
31
Don Dámaso continuaba su paseo y sus reflexiones. El vaticinio de su cuñado le parecía un oportuno aviso para fijarse en adelante con más cuidado en la conducta de su hijo.
Martín concluyó sus quehaceres y se retiró del escritorio, dejando a su huésped entregado a estas reflexiones.
Cuando Agustín entró en el cuarto, don Dámaso le miró siguiendo la ilación de sus ideas.
—Agustín, ¿en dónde visitas ahora? —le preguntó.
Agustín, que había preparado ya la frase con que debía entablar su petición de dinero, se turbó al oír la pregunta de su padre. Temeroso de ver divulgado su secreto, parecíale que semejante pregunta era un indicio evidente de que don Dámaso tenía ya alguna sospecha de su casamiento.
—¿Yo? —contestó balbuciente—, visito en algunas, como usted sabe, y…
—Sería tiempo que pensases ya en trabajar en algo —le dijo don Dámaso interrumpiéndole.
—Oh, yo estoy muy dispuesto a trabajar. ¡Ojalá ahora mismo se presentase la ocasión!
—Bueno, me gusta oírte hablar así —le dijo el padre revistiéndose de un aire doctoral, los jóvenes no deben estar de ociosos, porque no hacen más que perder tiempo y dinero.
Esta reflexión caía muy mal para las circunstancias de Agustín. No obstante, la idea de ver aparecer a Amador y de que todo se descubriese le dio ánimo para persistir en la resolución con que había entrado.
—Así es, papá —dijo—, usted tiene razón y por eso yo deseo trabajar.
—Está bien, hijo, yo te buscaré alguna ocupación.
—Gracias. Cuando esté trabajando no pensaré en hacer gastos, como ahora, que, sin saber cómo, me encuentro con una deuda de mil pesos.
Agustín pronunció su frase con la mayor serenidad que le fue posible y observó con ansiedad el efecto que producía en su padre.
Don Dámaso, que había vuelto a su paseo, se detuvo y fijó los ojos en su hijo. Las palabras que don Fidel acababa de decirle tomaron entonces en su imaginación un alcance profético.
—¡Mil pesos! —exclamó—. ¡Pero hace muy pocos días que te di otro tanto!
—Es cierto, papá, pero yo no sé cómo… se me había olvidado… y además con los amigos y el sastre…
—Fidel tiene razón —dijo agitado don Dámaso—, estos muchachos no piensan más que en gastar.
Luego, volviéndose hacia Agustín:
—¡Pero, hombre, mil pesos! Es decir, dos mil pesos en menos de dos meses. Caramba, amigo, usted está gastando como que no le cuesta nada.
—En adelante será otra cosa, y usted verá cuando yo esté trabajando —repuso en tono meloso el elegante.
—¡Eh!, ¡qué has de trabajar! Ahora los mocitos no piensan más que en botar la plata que sus padres han ganado a fuerza de trabajo. Sí, señor, Fidel tiene razón, todos son unos tunantes.
—Yo le prometo a usted que trabajaré, y cuando pague los mil pesos que debo, no gasto un centavo más.
—A mí no me bastan esas promesas, amiguito. ¿Sabe usted lo que hay? Es preciso entrar en una vida arreglada.
—Oh, yo estoy tan dispuesto que…
—Sí, sí, ésas son buenas palabras, así dicen todos. No, amigo, la que yo llamo vida arreglada es la del matrimonio. ¿Me entiende usted?
Agustín bajó los ojos espantado del giro que tomaba la entrevista. Era imposible ya retroceder, y lo que más importaba en ese momento era ganar tiempo. Ésta fue la única reflexión que surgía del espíritu del angustiado mozo.
—Es preciso, pues, que tú pienses en casarte —continuó don Dámaso con tono más tranquilo, pues al ver que Agustín había bajado la vista, creyó que era en señal de sumisión y obediencia.
Don Dámaso, que sólo era enérgico por momentos, sentía un verdadero placer en cuanto veía respetada su autoridad. La actitud con que su hijo quiso ocultar el terror que en su corazón despertaron sus palabras le dispuso muy favorablemente hacia él. Como Agustín seguía con la vista clavada en la alfombra, don Dámaso continuó con mayor afecto.
—A ver, Agustín, conversemos como amigos. A mí me gusta que me respeten, es cierto; pero deseo también que mis hijos tengan confianza conmigo. ¿Qué te parece tu primita?
—¿Mi primita?
—Sí, Matilde; es buena moza.
—Oh, sí, muy buena moza.
—Y tiene buen genio, ¿no es cierto?
—Excelente, papá, muy buen genio.
—¿No te gustaría para mujer?
—¡Mucho, papá! —contestó Agustín, que quería salir del paso manifestándose sumiso y complaciente.
—Pues, hijo —exclamó con alegría don Dámaso—, aquí acaba de estar tu tío y me dice que para él sería una felicidad la de verte casado con su hija.
—Si a usted le parece bien, yo…
—Me parece bien, hijo, muy bien; es preciso entrar en juicio desde temprano para tener una vejez feliz.
—Sin duda, papá; pero iba a decirle que Matilde no me quiere.
—Bah, ríete de eso, hijo —replicó don Dámaso, golpeando de nuevo el hombro a Agustín—; lo mismo creía yo antes de casarme. Hay niñas tímidas que aun cuando quieran a un joven no se atreven a dárselo a conocer; así es tu primita, pero háblale un poco y verás. Yo estoy seguro que ella te está queriendo. Mira, no estoy seguro; pero creo que tu tío me lo dijo aquí.
Don Dámaso agregaba esta duda, que no lo era en su espíritu, para persuadir a su hijo que tan dócil se le manifestaba.
—No, papá, no puede ser, Matilde ama a otro.
—Cuentos, hijo, todas las niñas tienen amorcillos hasta que se presenta uno y las habla de casamiento.
—En fin, papá —replicó Agustín, no queriendo en aquellas circunstancias contrariar a su padre—, creo que la cosa no es tan urgente que…
—Urgente y muy urgente —dijo el padre con tono distinto del afectuoso con que había hablado hasta entonces.
—Yo necesito saber si ella me ama y si…
—Todo eso está muy bueno. Yo también necesito que no andes por ahí botando mi dinero. Es preciso que mires esto como muy serio.
—Sin duda, papá, y así que usted me haya dado para pagar lo que debo…
—¿Cuánto es?
—Mil pesos.
—¿Nada más?
—Nada más.
—No vengamos después con que nos hemos olvidado de algo.
—Es todo lo que necesito.
—Está bien, hijo, mañana me traes las cuentas de lo que tengas que pagar y tu contestación sobre la prima, y todo se pagará; vaya, pues, está convenido.
Agustín miró estupefacto a su padre, que no le dio tiempo de replicar, porque salió inmediatamente del cuarto.
«Las cuentas y la contestación sobre Matilde —replicó abismado el elegante—, ahora sí que estoy mucho peor que lo que vine. ¿Cómo salir de este apuro?».
Dirigióse pensativo y desesperado a su cuarto, en donde Amador le esperaba.
—No ve, pues —dijo contestando a la interrogadora mirada con que Amador le recibía—, con su apuro lo ha echado todo a perder.
—¿Cómo? ¿Cómo es eso? ¿Qué es lo que hay? —preguntó Amador, mirando con inquietud el descompuesto semblante de su víctima.
—Que usted lo ha echado todo a perder —repitió Agustín, dejándose caer con profundo abatimiento sobre una silla.
—Pero diga, pues, ¿cómo ha sido? ¿Qué hubo?
—Papá se incomodó.
—¿Se incomodó? ¡Vean qué lástima! ¿Y después?
—Dice que para pagar quiere ver las cuentas.
—¿Qué cuentas?
—Las cuentas de lo que le dije yo que debía.
—¿Y qué hay con eso, pues? Le lleva las cuentas.
—Pero ¿cómo se las llevo si no existen?
—Vaya, amigo, por poco se echa a muerto usted; yo le haré las cuentas que quiera. Agustín miró con espanto al que con tanta frialdad le hablaba de presentar documentos que no existían. El semblante de Amador respiraba una serenidad perfecta, y había en sus ojos una tranquilidad que le asustó. Por un presentimiento repentino se vio Agustín lanzado con aquel hombre en la vía vergonzosa de la falsificación y del engaño a que con tanta naturalidad le convidaba Amador. Éste solo presentimiento le hizo ruborizarse y temblar. Con él se despertaron también en su pecho los instintos de delicadeza que el miedo había hasta entonces sofocado, y ellos le infundieron la energía que le faltaba para preferir una franca confesión de lo ocurrido antes que mancharse con el contacto impuro del que le ofrecía los medios de engañar a su padre.
—Mañana —dijo—, sin necesidad de documentos, haré que papá me dé esa cantidad. —Bueno, pues, yo no espero más que hasta mañana— respondió Amador, tomando su sombrero; —si el papá se enoja y no quiere dar la plata, yo le largo el agua y se lo cuento todo. Hasta mañana, pues.
Saludó con aire de amenaza y salió del cuarto.
Agustín se tomó la cabeza con las manos y permaneció inmóvil por algunos instantes. Luego levantó los ojos, en los que brillaba un rayo de resolución, y dejando el asiento en que se encontraba, salió del cuarto y subió la escala que conducía a las habitaciones de Rivas.
Martín, sentado delante de una mesa, estudiaba, o más bien leía en un libro sin comprender. La sorpresa se pintó en su rostro al ver entrar con precipitación a Agustín, cuyas descompuestas y pálidas facciones indicaban la agitación a que su espíritu se hallaba entregado.
Rivas se levantó saludando con cariño a Agustín, que empezó a pasearse pensativo por la pieza. Terminado el primer paseo, se detuvo y miró en silencio a Martín. —Amigo— le dijo—, soy muy desgraciado.
—¡Usted! —exclamó Rivas con asombro.
—Sí, yo; si hubiese seguido sus consejos no estaría como estoy, perdido para siempre.
Martín le presentó una silla.
—Veo que está usted muy agitado, Agustín —le dijo—, siéntese aquí. Si usted me viene a buscar para confiarme sus pesares, cuente con que, además de agradecerle esa confianza, haré lo posible por darle algún consuelo.
—Muchas gracias —contestó Agustín sentándose—. Es cierto que vengo a confiárselo todo. ¡Ah!, desde hace algunos días, amigo, he sufrido mucho, y como no he tenido a nadie con quien hablar, me siento con el corazón oprimido. Ahora me acordé que usted me dio un buen consejo, que por desgracia no seguí, y he venido a desahogar mi pecho con usted, porque creo que es buen amigo.
Había en estas palabras un profundo sentimiento que conmovió el corazón de Martín. El elegante, que había devorado solo sus penas, se expresaba con tal abandono que Rivas sintió por él un interés sincero y afectuoso.
—Si usted me permite —le dijo—, seré su amigo. Pero ¿qué le sucede? Tal vez alguna cosa a la que da usted más importancia que la que tiene en realidad.
—No, no, le doy la importancia que merece. ¿Sabe lo que hay? ¡Estoy casado! —¡Casado!— repitió Martín en el mismo tono en que Agustín lo había dicho.
—Sí, casado. ¿Y se le figura a usted con quién?
—No puedo figurármelo.
—Con Adelaida Molina.
—¡Con Adelaida! Pero ¿desde cuándo? Cierto que esto me parece muy extraño. —Óigame usted y sabrá lo que ha sucedido, todo por no haber seguido sus consejos. Agustín refirió a Rivas el suceso del matrimonio con sus más pequeñas circunstancias, y luego las continuas exigencias de dinero, hasta las escenas porque había pasado aquel día con Amador y con don Dámaso.
—A pesar de la osadía con que usted dice que Amador le amenaza de revelar a su padre este secreto —observó Martín reflexionando—, yo encuentro todo esto muy sospechoso. ¿Sabe usted si el que les puso las bendiciones era cura?
—No sé, es un padre que no he visto en mi vida.
—¿Presentó alguna licencia de cura para poder casarlos?
—No sé, yo estaba entonces tan turbado que no sabía lo que me pasaba.
—Debemos ante todo hacer una cosa.
—¿Cuál?
—Informarnos en todas las parroquias y hacer registrar los libros de matrimonios desde el día en que usted se casó.
—¿Y para qué?
—Para ver si la partida existe, porque no me faltan sospechas de que usted sea juguete de alguna intriga, por lo que usted refiere.
—¡Es cierto, usted tal vez tenga razón! —exclamó Agustín, como iluminado por un rayo súbito de esperanza.
—Si la partida no está asentada en ninguna parroquia, es claro que el matrimonio es nulo, porque ha sido hecho sin el permiso competente.
—Si usted descubriese esto —le dijo Agustín con entusiasmo—, sería mi salvador, le debería la vida.
—¿Amador ha dicho que volvería mañana?
—Sí, a la misma hora que hoy.
Martín designó entonces las parroquias que él recorrería, señalando otras a Agustín con el mismo objeto.
—Para esto no debe usted pararse en gastos —le dijo—, es preciso desplegar la mayor actividad; es necesario que nosotros tengamos la certidumbre sobre esto antes que Amador se presente aquí, y que hayamos prevenido a su padre de usted.
—¿A mi padre? ¿Y para qué?
—Para evitar que Amador u otro cualquiera venga a sorprenderle.
—¿Y si el casamiento no es nulo?
—Es preciso tener valor y franqueza. ¿No tendrá don Dámaso razón para ofenderse con usted si otra persona en vez de usted le trae tal noticia?
—Es cierto.
—Además, si, por desgracia, el matrimonio es válido, previniendo a su padre con tiempo, podrá tal vez arreglar las cosas de algún modo que a nosotros no se nos ocurre.
—Cierto —repitió Agustín, admirando la previsión con que Rivas raciocinaba.
—Vamos, pues —dijo éste—, es preciso ponernos en marcha.
—Bajo a mi cuarto y allí tomaré el dinero que tengo; son doscientos pesos, y partiremos, ¿no le parece?
—Lo más pronto será lo mejor —dijo Rivas, tomando su sombrero y bajando con Agustín.
Pocos momentos después salieron, cada cual en dirección a los puntos donde se dirigían sus pesquisas.