Capítulo 29

29

Amaneció el domingo en que Leonor había anunciado que saldría con su prima al Campo de Marte.

Algunos pormenores que daremos acerca de estos paseos en general están más bien dedicados a los que lean esta historia y no hayan tenido ocasión de ver a esta gloriosa capital de Chile cuando se prepara para celebrar los recuerdos del mes de septiembre de 1810.

Estos preparativos son la causa de los paseos al Campo de Marte, en que nuestra sociedad va a lucir las galas de su lujo, allí primero y después a la Alameda.

Para celebrar el simulacro de guerra que anualmente tiene lugar en el Campo de Marte el día 19 de septiembre, los batallones cívicos se dirigen a ese campo en los domingos de los meses anteriores, desde junio, a ejercitarse en el manejo de armas y evoluciones militares con que deben figurar la derrota de los dominadores españoles.

En esos domingos, nuestra sociedad, que siempre necesita algún pretexto para divertirse, se da cita en el Campo de Marte con motivo de la salida de las tropas. Antes que las familias acomodadas de Santiago hubiesen reputado como indispensable el uso de los elegantes coches que ostentan en el día, las señoras iban a este paseo en calesa y a veces en carreta, vehículo que en tales días usan ahora solamente las clases inferiores de la sociedad santiaguina.

Los elegantes, en lugar de las sillas inglesas y caballos inglesados en que pasean su garbo al presente por las calles laterales del paseo, gustaban entonces de sacar en exhibición las enormes montañas de pellones, las antiguas botas de campo y las espuelas de pasmosa dimensión, que han llegado a ser de uso exclusivo de los verdaderos huasos.

Pero entonces como ahora, la salida de las tropas a la Pampilla era el pretexto de tales paseos, porque la índole del santiaguino ha sido siempre la misma, y entre las señoras, sobre todo, no se admite el paseo por sus fines higiénicos, sino como una ocasión de mostrarse cada cual los progresos de la moda y el poder del bolsillo del padre o del marido para costear los magníficos vestidos que las adornan en estas ocasiones.

En Santiago, ciudad eminentemente elegante, sería un crimen de lesa moda el presentarse al paseo dos domingos seguidos con el mismo traje.

De aquí la razón por que en Santiago sólo los hombres se pasean cotidianamente, y por qué las señoras sienten, cuando más cada domingo, la necesidad de tomar el aire libre de un paseo público.

Los que no desean ir al llano o no tienen carruajes en que hacerlo, se pasean en la calle del medio de la Alameda, con la seriedad propia del carácter nacional, y esperan la llegada de los batallones, observándose los vestidos si son mujeres, o buscando las miradas de éstas los varones.

Antes que el tambor haya anunciado la venida de los milicianos, los coches se estacionan en filas al borde de la Alameda, y los elegantes de a caballo lucen su propio donaire y el trote de sus cabalgaduras, dando vueltas a lo largo de la calle y haciendo caracolear los bridones en provecho de la distracción y solaz de los que de a pie les miran.

La crítica, esta inseparable compañera de toda buena sociedad, da cuenta de los primorosos trajes y de los esfuerzos con que los dandies quieren conquistarse la admiración de los espectadores.

En cada corrillo de hombres nunca falta alguno de buena tijera, que sobre los vestidos de los que pasan, recordando con admirable memoria la fecha de cada vestido.

—El de la Fulana, ese verde de una pollera, es el que tenía de vuelos el año pasado, que se puso en el Dieciocho.

—Miren a la Mengana con la manteleta que compró ahora tres años; ella cree que nadie se la conoce porque le ha puesto el encaje del vestido de su mamá.

—El vestido que lleva la Perengana es el que tenía su hermana antes de casarse, y era primero de su mamá, que lo compró junto con el de mi tía.

Con estas observaciones, que prueban la privilegiada memoria femenil, se mezclan las admiraciones sobre tal o cual adefesio de las amigas.

Las tropas desfilan, por fin, en columna por la calle central de la Alameda, en medio de la concurrencia que deja libre el paso, y los oficiales que marchan delante de sus mitades reparten saludos a derecha e izquierda con la espada, absorbiéndose a veces en esta ocupación hasta hacerse pisar los talones por la tropa que marcha tras ellos.

En 1850, época de esta historia, había el mismo entusiasmo que ahora por esta festividad, precursora de la del Dieciocho, bien que entonces el lado norte de la Alameda no se llenase completamente, como en el día, de brillantes carruajes, desde los cuales muchas familias asisten al paseo sin moverse de muelles cojines. Leonor había anunciado a su padre que deseaba ir a la Pampilla a caballo con su prima, y aquel deseo había sido una orden para don Dámaso, que a las doce del domingo tenía ya preparados los caballos.

Había uno para Leonor y otro para Matilde, de hermosas formas y arrogante trote. Otro de paso para don Dámaso, a quien su hija había exigido la acompañase.

Dos más, destinados a Agustín y a Rivas, a quien su nuevo amigo había convidado para ser de la comitiva.

El día era de los más hermosos de nuestra primavera.

A las tres de la tarde había gran gentío en el Campo de Marte, presenciando las evoluciones y ejercicio de fuego de los milicianos. Los coches, conduciendo hermosas mujeres, corrían sobre el verde pasto del campo, flanqueados por elegantes caballeros que trotaban al lado de las puertas, buscando las miradas y las sonrisas. Alegres grupos de niñas y jóvenes galopaban en direcciones distintas, gozando del aire, del sol y del amor. Entre estos grupos llamaba la atención el que componían Leonor, su prima y los caballeros que las acompañaban. El trote desigual de las cabalgaduras hacía que las niñas marchasen a veces solas, a veces rodeadas por los hombres que se disputaban su lado. A este grupo habían venido a agregarse Emilio Mendoza y Clemente Valencia, que picaban sus caballos para escoltar a Leonor. Siempre retirado de ella y contemplándola con arrobamiento, seguía Martín la marcha, sin fijarse en las bellezas del paisaje que desde aquel llano se divisan. Leonor se le presentaba en aquellos momentos bajo un nuevo punto de vista que añadía desconocidos encantos a su persona. El aire daba a sus mejillas un diáfano encarnado, el ruido bélico de las bandas de música hacía brillar sus ojos de animación, y su talle, aprisionado en una chaqueta de paño negro, de la cual se desprendía la larga pollera de montar, revelaba toda la gracia de sus formas. El placer más vivo se retrataba francamente en su rostro. No era en aquel instante la niña orgullosa de los salones, la altiva belleza en cuya presencia perdía Rivas toda la energía de su pecho; era una niña que se abandonaba sin afectación a la alegría de un paseo, en el que latía de contento su corazón por la novedad de la situación, por la belleza del día y del paisaje, por las oleadas de aire que azotaban su rostro, impregnadas con los agrestes olores del campo, húmedo aún con el rocío de la noche.

La comitiva se había detenido un momento cerca de un batallón que cargaba sus armas. Al ruido de la primera descarga, los caballos se principiaron a mover, dando saltos algunos de ellos, que se repitieron a la segunda descarga. Entre los más asustados se contaba el caballo de don Dámaso, que al ruido de los tiros había perdido su pacífico aspecto para transformarse en el más alborotado bridón.

—Y me habían dicho que era tan manso —decía don Dámaso, palideciendo al sentirlo encabritarse con furia, cuando, después de la segunda descarga, principió el fuego graneado.

Al ruido continuo de este fuego, todos los caballos principiaron a perder la paciencia y algunos a seguir el ejemplo del de don Dámaso, que en un espanto había echado al suelo una canasta con naranjas y limas que un vendedor presentaba a los jóvenes. Con este incidente hubo un cambio en la posición de cada jinete, y ora fuese efecto de la casualidad, ora de un movimiento intencional, Leonor se encontró de repente al lado de Rivas; y Matilde, que trataba de contener los movimientos de su caballo, oyó a su lado la voz de San Luis que la saludaba.

—Aquí estamos mal —dijo Leonor a Martín—. ¿Le gusta a usted galopar?

—Sí, señorita —contestó Rivas.

—Sígame entonces —repuso Leonor volviendo su caballo hacia el sur.

Hizo señas al mismo tiempo a Matilde, que emprendió el galope, mientras que don Dámaso arreglaba con el naranjero el precio de las naranjas que por causa de él habían ido a parar a manos de los muchachos que siempre escoltan a los batallones en sus salidas al llano.

—Síguelas tú, ya las alcanzo —dijo don Dámaso a Agustín, al ver partir a los que con él estaban a galope tendido.

Leonor azotaba a su caballo, que iba pasando del galope a la carrera, animado también por el movimiento del de Martín.

Éste corría al lado de Leonor sintiendo ensancharse su corazón por primera vez al influjo de una esperanza. El convite de la niña para que la siguiese, la naturalidad de sus palabras, la franca alegría con que ella se entregaba al placer de la carrera, le parecieron otros tantos felices presagios de ventura. Bajo la influencia de semejante idea, mientras corría, contemplaba con entusiasmo indecible a Leonor, que, animada por la velocidad creciente del caballo, con el rostro azotado por el viento, vivos de contento infantil los grandes ojos, le parecía una niña modesta y sencilla que debía tener un corazón delicado y exento del orgullo con que hasta entonces le había aparecido.

La carrera se terminó muy cerca del lugar que ocupa la cárcel penitenciaria. Leonor se detuvo y contempló durante algunos momentos a los demás de la comitiva, que habiendo sólo galopado venían aún muy distantes del punto en que ella se encontraba con Rivas.

—Nos han dejado solos —dijo mirando a Martín, que en ese momento se creía feliz por primera vez desde que amaba.

Durante la carrera, y alentado por las ideas que describimos, Martín había resuelto salir de su timidez y jugar su felicidad en un golpe de audacia. Al oír las palabras de Leonor, sintió palpitar con violencia su corazón, porque veía en ellas una ocasión de realizar su nuevo propósito. Armóse entonces de resolución y con voz turbada:

—¿Lo siente usted? —le preguntó.

Para seguir paso a paso el estudio del altanero corazón de la niña, nos vemos obligados a interrumpir con frecuentes advertencias las conversaciones entre ella y Martín. Entre dos corazones que se buscan, y sobre todo cuando se encuentran colocados a tanta distancia como los que aquí presentamos, cada conversación va marcando sus pasos graduales que deben conducirlos a estrecharse o a separarse para siempre. La poca locuacidad es un rasgo peculiar de semejantes situaciones. En las presentes circunstancias muy pocas palabras habían bastado para poner a esos dos corazones frente a frente. Leonor estaba muy lejos de pensar que iba a recibir aquella pregunta por contestación, y esa pregunta sola fue bastante para despertar su orgullo. Había mandado convidar a Martín para librarse del galanteo infalible de sus dos enamorados elegantes, que, sobre todo en los últimos días, la fastidiaban. En Rivas veía Leonor el objeto de la lucha que se había propuesto para sacar triunfante a su corazón, y contaba con la timidez del joven, acaso con su frialdad real o calculada, mas no con la osadía que revelaba la pregunta. Para contestarla acudió Leonor a esa indiferencia glacial con que había castigado ya a Martín en otra ocasión; fingiendo no haber oído, dijo solamente:

—¿Cómo dice usted?

La sangre del joven pareció agolparse toda a sus mejillas, que cambiaron su juvenil sonrosado en el rojo subido de la vergüenza. Pero Rivas, como todo hombre naturalmente enérgico, sintió rebelarse su corazón con aquella contrariedad, y a pesar de que latía con violencia y de que su lengua parecía negarse a formular ninguna sílaba, hizo un esfuerzo para contestar.

—Pregunté, señorita, si usted sentía el verse sola conmigo —dijo—, para explicar a usted que la he seguido por orden suya y temiendo que pudiera sucederle algún accidente.

—¡Ah! —exclamó Leonor, no ya indiferente, sino con tono picado—. Usted ha venido para socorrerme en caso necesario.

—Para servirla, señorita —replicó con dignidad el joven.

Leonor oyó con placer el acento de aquellas palabras, que revelaban cierta altanería en el que las había pronunciado.

—Usted se impone demasiadas obligaciones para pagar nuestra hospitalidad —le dijo. ¿No basta que usted sirva a mi padre en todos sus negocios?

—Señorita —repuso Martín—, yo me coloco en la posición que usted parece querer señalarme, porque aún estoy lejos de tener una alta idea de mi importancia social. —¿Se compara a usted con alguien que le parezca muy superior?

—Con esos caballeros que vienen hacia nosotros, por ejemplo.

—¿Con Agustín?

—No, señorita, con los otros, con los señores Mendoza y Valencia.

—¿Y por qué con ellos precisamente? —preguntó Leonor con una ligera turbación que disimuló con maestría.

—Porque ellos, por su posición, pueden aspirar a lo que yo no me atrevería.

Cuando Rivas dijo estas palabras, la cabalgata, que venía a galope corto hacia el lugar en que se encontraba con Leonor, estaba ya muy próxima.

—No veo la diferencia que usted indica —contestó Leonor con voz que parecía afectuosa y confidencial—; a mis ojos un hombre no vale ni por su posición social y mucho menos por su dinero. Ya ve usted —añadió con una ligera sonrisa que bañó en la más suprema felicidad el alma de Rivas— que casi siempre pensamos de diverso modo.

Dio con su huasca un ligero golpe al anca de su caballo y se adelantó a juntarse con los que llegaban.

Martín la vio alejarse, diciéndose:

«¡Extraña criatura! ¿Tiene corazón o sólo cabeza? ¿Se ríe de mí, o realmente quiere elevarme a mis propios ojos?».

El grupo que formaba la comitiva había llegado hasta el punto en que Martín se encontraba cuando hacía estas reflexiones. Ellas, como se ve, eran muy distintas de las que sus anteriores conversaciones con Leonor le habían sugerido. Ya la esperanza doraba con sus reflejos el horizonte de sus ideas, abriendo nuevo campo a las sensaciones de su pecho y a los devaneos de su espíritu. Esa esperanza sola era para Martín una felicidad.

Mientras Leonor y Rivas tenían la conversación que precede, los demás de la comitiva caminaban hacia ellos, como dijimos, a galope corto, que fue poco a poco cambiándose en trote. Rafael se había colocado al lado de Matilde y repetido con ella una conversación sobre el mismo tema que la primera, el mismo también en que se engolfan todos los enamorados. En su rostro resplandecía la felicidad; y sus ojos, al mismo tiempo que sus labios, se juraban ese amor al que siempre los amantes dan por duración la eternidad. San Luis, que deseaba aprovechar el momento para informar a su amante de los progresos favorables de su intento de unirse a ella, salió del idilio amoroso para hablar de las realidades.

—Mi tío —dijo— se encuentra perfectamente dispuesto a servirme y protegerme, mis esperanzas aumentan. Si su padre vuelve a empeñarse para el arriendo de la hacienda, es lo más probable que seamos felices. ¿Podré contar con que usted tenga la entereza de confesar a su padre que me ama todavía?

—Sí, la tendré —contestó Matilde—; si no soy de usted, no seré de nadie.

—Esas palabras —repuso Rafael— las recibiría de rodillas; con el sufrimiento, mi amor por usted ha aumentado, puede decirse, porque se ha arraigado para siempre en mi pecho.

Insensiblemente volvieron al eterno divagar sobre la misma idea que forma el paraíso de los enamorados que se comprenden. Así llegaron al lugar en que se hallaba Martín. Algunas palabras habló San Luis, después de esto, con Leonor y Rivas, y, viendo acercarse a don Dámaso, se retiró al galope.

Don Dámaso había arreglado su asunto con el naranjero y emprendido la marcha para reunirse a los suyos. A su edad, y cuando no se monta con frecuencia a caballo, el cuerpo se resiente pronto del movimiento algo áspero de la cabalgadura, aun cuando sea de paso, como la que él montaba. Al llegar al grupo en que estaban sus hijos, don Dámaso esperaba descansar del largo trote que había dado; pero Leonor emprendió luego la marcha y los demás la siguieron, con gran descontento de don Dámaso, a quien el sol y el cansancio comenzaban a dar el más triste aspecto.

Caminando alrededor de los carruajes y de la gente de a caballo que rodeaba a los batallones, la comitiva encontró al coche en que doña Engracia se paseaba, acompañada por doña Francisca, y con Diamela en las faldas. Don Dámaso aseguró a su mujer que no estaba cansado y comió alegremente con los demás limas, naranjas y dulces que en tales ocasiones se pasan de los coches a los de a caballo. Pero, por su mal, Leonor parecía infatigable, y fue preciso seguirla en nuevas excursiones hasta la hora de regresar a la Alameda. Allí volvieron a detenerse junto al coche de doña Engracia. En diez minutos de reposo, don Dámaso se figuraba haberse repuesto de la fatiga; más al emprender de nuevo la marcha, su cuerpo, que se había enfriado, sintió todo el peso del cansancio; y el paso del caballo, a pesar de su suavidad, le arrancó ahogados gemidos, que el buen caballero confundió con la promesa formal de no volver a semejantes andanzas. Sus juramentos se repitieron varias veces, porque fueron muchos los paseos que dio su hija a lo largo de la Alameda, deteniéndose sólo durante pequeños momentos, que don Dámaso aprovechaba para volver a su lugar el nudo de su corbata, que parecía querer dar la vuelta completa a su pescuezo con el movimiento de la marcha, y para volver su sombrero a su natural posición, trayéndolo del cuello de la levita, en que iba a reposar, dejando la frente al aire, sobre los puntos de su cabeza en que acostumbraba asentarlo.

Al bajar del caballo en el patio de la casa, don Dámaso hizo algunos gestos que manifestaban su lamentable estado, y rogó a Leonor que en ese año no le volviese a convidar para salir a tales paseos.