Capítulo XI

MARINA pasó el resto de la tarde estudiando el cisma de la Iglesia que dividió a las potencias de la cristiandad en diferentes y cambiantes fidelidades. Pudo constatar que, tras el desconcierto inicial, cada reino se inclinó por uno u otro Papa según convenía a sus intereses políticos.

Abril iba incorporando a su informe todos los datos que se consideraban relevantes por sus dos compañeros y el documento empezaba a tener forma y sentido.

Por las aportaciones de Marina fue consignando cómo los reinos ibéricos, con la lógica excepción del reino nazarí de Granada, actuaron generalmente de forma muy comedida. Enrique II de Castilla, a pesar de sus compromisos diplomáticos con Francia, reclamó más información y convocó una especie de sínodo de los obispos y del clero castellano para conocer su opinión. Mientras se definían al respecto se declaró neutral y en esta postura falleció. Su sucesor, Juan I, adoptó inicialmente la misma posición: quería mantener la amistad francesa, defensora del Papa de Aviñón, pero deseaba lograr un consenso con el reino de Aragón para evitar una posible alianza anti castellana.

La fidelidad portuguesa al verdadero Papa fue la más oscilante, fiel reflejo de su inestable situación política. Fernando I se declaró inicialmente neutral; posteriormente, a finales de 1379, reconoció a Clemente VII de Aviñón y se aproximó a Francia y a Castilla. No obstante, en agosto de 1381, alcanzó un acuerdo con Inglaterra que se tradujo en la obediencia a Urbano VI, el Papa de Roma. Un año después Portugal volvía a la disciplina de Aviñón y firmaba una alianza con Castilla. Tras la muerte de Fernando I sin heredero varón estalló la guerra civil en Portugal entre los partidarios y detractores de la legitimidad de los hijos de Inés de Castro, lo que terminó por elevar al trono a Juan, Maestre de Avis, hijo también ilegítimo de don Pedro, pero que contaba con más simpatías que sus hermanastros Juan y Dionisio. Por último, la derrota castellana en Aljubarrota significó el distanciamiento definitivo de Portugal y Castilla y, por tanto, la adscripción de Portugal a la política inglesa y al sometimiento al Papa de Roma.

Abril acababa de redactar este último párrafo y se disponía a leerlo a sus colegas cuando llamaron a la puerta.

—¿Has pedido más comida? — preguntó el práctico Gregorio.

—No, para la cena tengo otros recursos todos ellos muy ligeros.

—¿No vas a abrir?

Marina miró a través de las cortinas del salón. Una pareja de la guardia civil del cuartel de Alba esperaba impaciente.

Recordó la llamada de la benemérita de Peñaranda, seis años atrás, y se dirigió hacia la puerta sobreponiéndose a sus propios temores.

—Hola Juan, hola Marta ¿qué sucede?

—Hola Marina — contestó la segunda—. ¿Podemos pasar?

—Sí, claro, pero ¿qué pasa? — repuso Marina franqueando la puerta.

Los agentes irrumpieron en la vivienda sin contestar a su pregunta. En el interior, Gregorio y Abril aguardaba con la misma expectación.

Los recién llegados realizaron una breve pero sistemática inspección ocular y se volvieron hacia Marina, ignorando a sus invitados.

—Marina, buscamos a un súbdito portugués, con residencia en Inglaterra. Se tienen sospechas fundadas de que podría estar en tu casa.

—Aquí solo estamos nosotros tres — repuso Abril, que no veía bien que la ninguneasen.

—¿Podemos comprobarlo? — dijo Marta dirigiéndose hacia las escaleras.

—De ningún modo — contestó Marina con energía—. Esta es mi casa y si la queréis registrar me tendrás que traer una orden judicial.

—Se está tramitando, puedes estar segura. Si hemos venido nosotros es para evitarte problemas.

—Aquí no está. Y si de verdad me queréis evitar problemas decidme al menos qué está pasando.

Invitó con un gesto a los agentes a que tomaran asiento y los cinco se acomodaron en la gran mesa de la cocina. Unas botellas de refrescos y unos vasos aparecieron sobre la mesa, junto con un poco de queso de oveja, jamón envasado al vacío y rebanadas de pan.

—La verdad es que todo es un poco confuso — confesó Juan—. Se ha presentado una denuncia ante un juzgado de Salamanca contra Jorge de Castro y Guimarães por el asesinato de Álvaro de Izal, usurpación de personalidad, destrucción de pruebas y obstaculización a la acción de la justicia.

—Tiene que ser un error — intervino Gregorio—. El señor de Castro ha sido declarado fallecido y repatriado a Londres hace dos días.

—Al parecer gracias a la identificación del cadáver que hicieron ustedes dos — dijo Marta señalando a Gregorio y Marina.

—La cara estaba muy deformada — se defendió Marina—. Tenía sus objetos personales, cartera, documentación, tarjetas, número de móvil, la llave de la habitación del hotel. Todo parecía indicar que era él.

—Incluso algo que había bajo la sábana, ¿no, Marina?—. dijo Juan con un gesto frívolo.

—Honestamente creímos que era él. No había motivo para pensar lo contrario.

—Ahora sí lo hay — prosiguió Juan—. El denunciante acusa a Jorge de matar a Álvaro, intercambiar sus ropas y enseres personales y de esconderse, primero en la universidad con la complicidad o ayuda del profesor y después en tu casa, Marina, con tu colaboración necesaria.

—Aquí no está. Podéis comprobarlo si queréis.

—Es posible. ¿Me puedes decir lo mismo de la vieja granja? La orden que se está redactando incluye todas tus propiedades.

Abril, que había permanecido sopesando las posibles consecuencias de mantener a Jorge escondido, tomó la palabra.

—Si os decimos dónde está, ¿qué pasaría?

—Tendríamos que arrestarle y llevarle custodiado ante el juez para que le interrogase. La decisión que el juez pueda adoptar dependerá de ese interrogatorio.

—¿No se ha considerado que puede ser inocente? — siguió Abril—. No hay corpus delicti y todo el peso de la denuncia se basa en conjeturas, por lo que veo.

—Nosotros cumplimos órdenes, ya lo sabes — dijo Marta justificándose ante la dueña de la casa—. No entramos ni salimos en su posible culpabilidad.

—Así es — confirmó Juan—. Si es inocente lo mejor es que se aclare cuanto antes. De lo contrario sólo estará empeorando su situación.

Marina sopesó esta última afirmación y pidió a los agentes que aguardasen en la cocina mientras consultaba con sus amigos.

Se retiraron a la sala de estar y debatieron los pros y los contras de la reciente situación. Tenían los testimonios y las cintas de Susana y una larga trayectoria de cerco y acoso a la labor investigadora de Jorge. Argumentaron y trataron de enfocar el problema desde todos los puntos de vista y tomaron una decisión común. Lo mejor era que pudiera declarar ante el juez y demostrar su inocencia.

El trío regresó a la cocina en lo que los dos números de la Benemérita esperaban impasibles.

—Muy bien — dijo Marina—. Creemos que lo mejor es que pueda demostrarle al juez que es inocente y la victima fortuita de este suceso, en el que siempre actuó en defensa de su vida y de la nuestra.

Los agentes asintieron con una sonrisa.

—Es lo más sensato — añadió Juan.

—Pero yo no voy a traicionar a Jorge. Me comprometo a hablar con él, exponerle el caso y que decida lo que considere oportuno.

—Conociendo el doctor de Castro — apostilló Gregorio — estoy seguro de que querrá colaborar.

—No podemos admitir una cosa así. Nuestras órdenes son…

—¡No me vengas con órdenes, Juan Ramírez! — interrumpió Marina con vehemencia—. Voy a buscarle y puedes apostar a que vendrá conmigo.

La joven se dirigió airadamente al garaje cuando oyó la voz de Abril a su espalda.

—Vamos en mi coche. Lo tengo que quitar de todos modos para que puedas salir.

—Te lo agradezco mucho. La verdad es que no sabría cómo plantearle la situación. No puedo evitar la sensación de que estoy traicionando su confianza.

—No digas eso. Sabes que lo mejor para él es declarar y él también lo verá así.

Las dos mujeres partieron en busca del fugitivo dejando a Gregorio de anfitrión con la pareja de los servidores del orden.

—¿Un poco más de queso? — dijo con indiferencia—. Marina es muy convincente. Seguro que os lo trae.

—Por el bien de todos así lo espero.

El equipo de comunicaciones de Marta emitió un tono de llamada y ésta lo activó con un gesto natural.

—Te recibo — contestó — ¿Alguna novedad?

—¿Cómo vais con la localización del fugitivo?

—Será positiva en unos minutos. ¿Lo llevamos al cuartel o a Salamanca?

—Directos al juez. Al parecer le está esperando. La policía local ha rastreado la zona de los supuestos hechos y han encontrado una pistola entre la maleza de la orilla. Creen que puede ser del fugitivo.

—Otro agravante. Tenencia de armas de fuego.

—El problema es que es de fogueo, pero muy realista. La pudo utilizar para intimidar a la víctima y obligarla a saltar. La están examinado para comprobar las huellas, ya sabes.

—Recibido. Lo llevaremos custodiado hasta el juez. — repuso Marta dando por hecho algo que aún no podía afirmar.

—Cierro.

—¿No te has adelantado un poco? — dijo su compañero con un leve tinte de reproche.

—Vamos, Juan. Conoces a Marina igual que yo. Si dice que lo traerá, sabes que estará antes de diez minutos de vuelta con él.

El último modelo tecnológico de telefonía móvil que Gregorio había adquirido esa misma mañana recibió una llamada. Era Marina.

—Gregorio, vamos para allá. Diles a la pareja que estén tranquilos que su deseo es aclarar todo de una vez.

—El caso es que han encontrado la pistola con la que amenazaron a Jorge. Ha resultado ser de fogueo.

—¡De fogueo! — repitió asombrada—. Pero Jorge no lo podía saber.

—En efecto. Se lo acaban de comunicar a los agentes. Me ha parecido conveniente que lo supieras.

—Muchas gracias, maestro. Ya estamos llegando. Hasta ahora mismo.

Marina colgó el teléfono y relató a sus compañeros el episodio de la pistola de fogueo.

Jorge no se inmutó.

—Cuando te van a disparar no te permiten verificar la autenticidad del arma. Para mí la pistola era real y la amenaza era real.

—Estoy segura de que podrás demostrar todo al juez — opinó Abril—. Mientras añadiré tus notas al dossier que hemos preparado en casa de Marina y para mañana tendremos una radiografía muy completa de la situación.

—Yo también lo estoy. Por eso he accedido a acompañaros. No obstante, las cintas del bar de Susana son importantes. Pedidle una copia para que las pueda visionar el juez.

Al llegar a casa de Marina el coche patrulla estaba aguardando con los agentes en su interior.

Jorge se dirigió directamente a los guardias civiles, exhibió su pasaporte y se identificó.

—Soy Jorge de Castro Guimarães, esta es mi única identificación. Quiero que comprueben que no llevo encima otros documentos ni efectos que no me pertenezcan.

—Está bien. Levante los brazos — dijo Juan—. No lleva nada encima — dijo tras un profesional registro—. Podemos irnos.

Marina se adelantó y se estrechó contra él.

—Todo saldrá bien — le dijo al oído—. Ya lo verás.

—Estoy seguro de ello — dijo tras un tierno beso—. Hasta pronto.

—Vámonos ya — dijo Marta mientras ayudaba a Jorge a introducirse en la parte de atrás del coche—. Hasta la vista, Marina y la compañía.

La aludida se quedó mirando cómo se alejaba el todo terreno de la Guardia Civil con lágrimas en los ojos. Abril, más práctica, la tomó del brazo y la hizo entrar a la casa.

—Ven, niña — dijo con dulzura — Así no le ayudaremos.

—Abril tiene razón — convino Gregorio.

—Los dos la tenéis. Bien — dijo más resuelta—, Gregorio y yo nos vamos al apetece y le pedimos a Susana una copia de las grabaciones que nos enseñó y se las llevamos al juez. Abril, mientras tanto, puede terminar de cerrar el informe con las aportaciones que nos ha dejado Jorge. ¿Os parece?

—No perdamos tiempo — dijo la bibliotecaria—. Llevaos mi coche. Más que nada porque es más fácil que sacar el tuyo del garaje.

—Vamos, Gregorio. Tenemos que ayudar a Jorge a salir de ésta.

Un minuto más tarde estaban en camino. No tardaron en alcanzar al vehículo policial, que circulaba con más lentitud. En un tramo de gran visibilidad le adelantaron, saludando con el claxon y agitando sus brazos fuera de la ventanilla.

—¿Dónde irán esos dos? — comentó Juan.

—A demostrar mi inocencia—. Contestó Jorge sin inmutarse, desde la parte de atrás.

Tardaron unos quince minutos en recorrer el corto trayecto entre Alba de Tormes y Salamanca y se dirigieron directamente al local de Susana, en el Paseo Carmelitas.

Dejaron el coche de Abril en un aparcamiento público y, mientras se dirigían al establecimiento, Gregorio realizó una llamada. Poco después entraban en el apetece. Susana estaba en la barra atendiendo a unos clientes y no tardó en reparar en ellos.

—Enseguida estoy con vosotros —dijo a modo de saludo.

—No hay prisa—. Mintió Marina.

—¿Qué se os ofrece? — dijo unos instantes después.

—Necesitamos una copia de las grabaciones que nos mostraste el otro día — pidió Gregorio—. Parece que tenías razón y la actitud del hombre del abrigo no está del todo clara.

—Ya me parecía a mí — se alegró Susana dirigiéndose a su peculiar oficina — ¿Es para la policía?

—Es para el juez. Podría ayudar a esclarecer ciertos hechos que están bajo secreto sumarial.

—Ya sabes que siempre me pareció sospechosa la forma de actuar del amigo de Jorge. Seguro que tiene algo que ver con su muerte accidental — argumentó mientras manipulaba de nuevo los ficheros solicitados.

—Es lo que pretendemos — asintió Marina.

—Aquí está la primera parte. Vosotros… luego llega él… el torneo de dardos… no os pierde de vista… ni a Jorge… os vais y sale detrás.

—Perfecto — confirmó el profesor.

—Y ahora el regreso, pegadito a Jorge… la mano en el bolsillo… ¿hago la ampliación?

—Seguro que ayudará — contestó Marina.

—Ahí está… parece una pistola, desde luego… el cambio de billetes… la compra de la botella de Toro… la guarda en el bolsillo de abrigo y se van, pegado a la espalda de Jorge. como si fuera una mochila.

—¿Lo puedes pasar a un pendrive? Es más manejable que un CD

—Ningún problema—. Aquí está.

—Muchas gracias, Susana. Ya te contaremos cómo nos ha ido — dijo Gregorio sinceramente agradecido.

Cuando salieron a la calle Marina albergaba algunas dudas al respecto y las compartió con su mentor.

—Ojalá el juez lo vea igual que Susana.

—Esperemos a ver. Pronto lo sabremos. ¿Sabes dónde están los Juzgados? Yo te indico, de todos modos. Pero antes vamos a recoger a un amigo.

A la salida del parking Gregorio pidió detener el coche junto a una persona que aguardaba en la acera.

—Pedro López Arias — presentó—. Abogado penalista y muy bueno, por cierto.

—Marina, bienvenido a bordo — añadió la joven.

Durante el trayecto pusieron al amigo de Gregorio en antecedentes de la situación y del contenido de las grabaciones que pretendían mostrar al juez. Antes de un cuarto de hora se encontraban en el edificio de los juzgados y solicitaban a los funcionarios asumir la defensa formal de Jorge de Castro.

En el interior de la sala el juez, con cara adusta, preguntó al presunto delincuente si disponía de letrado o aceptaba los servicios de un defensor del turno de oficio.

—Soy licenciado en derecho internacional por Oxford. Si se me permite me gustaría asumir mi propia defensa — repuso el interpelado.

—No ha lugar — negó el juez—. Se le asignará un abogado de oficio. No quiero que se me impugne la instrucción alegando indefensión.

—En ese caso solicito la presencia de un traductor portugués. No quiero que se me prejuzgue con sutilezas del lenguaje que no alcance a comprender.

—Su conocimiento del idioma parece muy solvente — replicó el juez visiblemente molesto—. No disponemos de un traductor de portugués a estas horas. Tendría que suspender la vista y mandarle a las dependencias judiciales hasta que encontremos uno.

—No tiene ningún motivo para enviarme al calabozo. He venido voluntariamente, tiene mi pasaporte y tiene mi palabra de que mañana estaré aquí de nuevo.

El juez estaba empezando a impacientarse cuando un funcionario se acercó a él y le comunicó algo en voz baja.

—Parece que ya tiene abogado, el eminente penalista salmantino don Pedro López Arias. Al parecer trae una prueba exculpatoria. ¿Sigue adelante con lo del traductor?

—Creo que me puedo fiar de su palabra de que no empleará subterfugios legales que no pueda entender. Renuncio al traductor.

—Tiene mi palabra — dijo su señoría antes de caer en la cuenta de que no tenía por qué darla — Ujier, haga pasar al letrado.

Pedro López no vestía los impecables trajes de corte italiano que solía llevar a los juzgados, a pesar de que, inevitablemente, quedaban ocultos bajo la toga. Pero su sola presencia seguía irradiando profesionalidad, un adecuado análisis de los hechos y un profundo conocimiento del derecho.

—Antes de empezar, señoría — dijo con calculado respeto — tendría que conocer los cargos que se formulan a mi cliente, el contenido de la demanda y los fundamentos de derecho que han motivado esta vista.

Con un leve gesto del titular del juzgado el ujier puso en manos del penalista la carpeta con una copia de todo lo solicitado que tenían reservada para el defensor de oficio. Pedro López estudió detalladamente el dossier sacudiendo negativamente la cabeza cada vez que pasaba de hoja.

—Todo esto no son más que especulaciones. No hay nada que sustancie las acusaciones que se formulan.

—Permítame a mí decidir ese extremo, señor letrado.

—Por supuesto, señoría. Solo estaba pensando en voz alta. ¿Puedo advertir a mi cliente de que esto no es un juicio sino una instrucción preliminar?

—Creo que lo acaba de hacer ¿Podemos empezar?

—Por supuesto — repuso el letrado tras interrogar a Jorge con la mirada.

—¿Es usted Jorge de Castro y Guimarães?

—Lo soy — confirmó el aludido.

—¿Por qué razón se alojaba en Salamanca?

—Había venido a conocer a una chica.

—¿No es más cierto que estaba realizando investigaciones sobre las relaciones históricas de Castilla y Portugal a finales del siglo XIV y comienzos del siglo XV?

—Soy historiador, doctor en Historia Medieval y descendiente directo por vía materna de doña Inés de Castro y de don Pedro I de Portugal. Creo que tengo cierto derecho a investigar sobre mi familia.

—¿Recuerda lo que hizo hace tres día exactamente?

—Bacalao dorado. Hice bacalao dorado. ¿Me ha traído hasta aquí para preguntarme la receta?

—Letrado, informe a su cliente de que no le toleraré ni un solo sarcasmo más.

—Obviamente se ha dado por enterado — confirmó el penalista — Pero me temo que mi cliente no sabe por qué está aquí, nadie le ha puesto en antecedentes de los hechos que se le imputan y así va ser muy difícil que pueda responder con coherencia.

—Está bien — admitió el juez—. Tiene 10 minutos para poner a su cliente en antecedentes de lo que se le acusa. Luego quiero respuestas concretas y que no se me vaya por las ramas ¿Entendido?

—Cristalino, señoría.

Pedro y Jorge debatieron sobre los motivos de su presencia, de sobra conocidos por el historiador, y sobre los puntos en los que pensaba rebatir las acusaciones sin fundamento en que se basaba la denuncia. Jorge le habló de la pistola de fogueo y de cómo para cualquier persona que se vea amenazada por un arma tan realista la impresión que subyace es la de que se trata de un arma de verdad.

A los diez minutos exactos el juez reinició la instrucción.

—¿Qué hizo usted la noche del diecinueve de diciembre?

—Estuve cenando con unos amigos, que están esperando fueran y se lo podrán confirmar. Después de consultar unos textos antiguos en la universidad nos dispusimos a cenar. Durante la cena observé a una persona que me seguía desde hace mucho tiempo.

—¿Le seguía?

—Así es

—¿Ya no le sigue?

—No, ya no.

—¿Por qué razón?

—Porque está muerto.

—¿Cómo está tan seguro?

—Porque yo le maté.

—¿Admite que mató a Álvaro de Izal?

—Sí, en efecto, pero fue en defensa propia. Nunca tuve la intención de otra cosa que no fuera defenderme de la pistola con la que me amenazaba. Quería obligarme a beber una botella de vino y tirarme al río para hacerme pasar por un borracho que se ahoga accidentalmente.

—¿Puede probarlo?

—No, al igual que usted no puede probar que yo le maté, ni que esté muerto ¿Dónde está el cadáver?

—Acaba de confesar que le mató. ¿No ocurrió todo al revés de cómo lo cuenta?

—Estaba especulado, señor juez.

—Diríjase a mí como señoría.

—Disculpe señoría. No estoy muy familiarizado con los tribunales españoles.

El letrado asistía a este cruce verbal con inaudito asombro. Su cliente estaba poniendo contra las cuerdas al propio juez y sin necesidad de su intervención. Pensó que quizá era el momento de empezar a planificar su retiro.

—Con su permiso, señoría. Si deja de prejuzgar a mi cliente le daré pruebas concluyentes que demostrarán que se encontraba bajo la amenaza de la pistola de ese hombre, y no al revés.

—¿Qué tipo de pruebas? — requirió el juez algo molesto

—Las grabaciones de las cámaras de seguridad de un local. Sólo quiero que su señoría las visione y actúe en consecuencia.

—Está bien. Ujier, disponga lo necesario.

El aludido abandonó la sala de vistas y regresó poco tiempo después con un ordenador portátil ya encendido y una bolsa de plástico acompañada de un informe.

—Se ha encontrado una pistola en la orilla del río, cerca del lugar de los supuestos hechos — continuó el juez — Aquí está el informe pericial de la policía judicial. Veamos. Pistola de fogueo de apariencia muy real, a ver… huellas… de ¿Álvaro de Izal?… no hay huellas de ninguna otra persona. No llegó a utilizarse.

—Excelente informe — convino el defensor — Siempre he mantenido que la policía judicial de este país es la mejor.

—Veamos sus cintas de seguridad.

—Sólo para facilitarle su comprensión, señoría — dijo Jorge — ¿Me permite indicarle lo que ocurría en cada momento?

—Todavía conservo mi capacidad de comprensión y análisis — respondió mordaz—. Gracias por su interés.

“Al juez siempre hay que dejarle ganar algún punto”, recordó Pedro López. “Menos mal que mi cliente no está colegiado en Salamanca…”

Cuando terminó la visualización el juez pidió a los comparecientes que la visionaran juntos. El propio juez iba interpretando las escenas acertadamente, incluidas las del desafío de los estudiantes, las libras ganadas por Jorge, la entrega de las mismas a Susana, las miradas vigilantes del hombre que parecía su doble, su salida del local y el precipitado seguimiento de su vigía. El regreso, el juego con las libras, el significativo bulto en el abrigo. La adquisición de la botella de vino de Toro similar a la utilizada en la cena, la salida definitiva.

A una indicación de un juez mucho más relajado, Jorge refirió lo sucedido, como hizo con Marina, pero sin omitir esta vez las referencias obscenas y subidas de tono que su agresor dirigió a la joven.

—No sólo temía por mi vida. También por la de mis compañeros, especialmente por la señorita a la que no dejaba de insultar, probablemente para provocarme.

—Ahora hemos visto que la pistola era de fogueo — convino el juez.

—Ahora sí. Pero en ese momento para mí era un arma de fuego capaz de dispararme una bala en la cabeza si no seguía sus instrucciones. Cuando retiró el seguro y amartilló la pistola actué instintivamente.

—Es obvio que mi cliente no pretendía causar la muerte de su agresor. Tan sólo buscaba defender su propia vida y proteger a sus amigos.

—Así es, señor letrado. Pero el resultado ha sido el de muerte involuntaria, con el eximente de defensa propia.

—¿Muerte accidental en legítima defensa, señoría? Sin olvidar que se encontraba bajo una fuerte presión por las amenazas proferidas contra mi cliente y su prometida, así como contra el profesor Gregorio Estremera. Mi defendido hizo uso de la defensa necesaria para repeler una agresión real e injusta contra su propia vida, mediante un acto perjudicial a los bienes jurídicos del agresor. La escuela clásica fundamenta la legítima defensa en el derecho que asiste al agredido, ante la imposibilidad momentánea en que se halla la sociedad de acudir en socorro del injustamente atacado, de proteger su propia vida y sería inhumano obligar al agredido a permanecer inactivo y sucumbir a la agresión.

—Está bien. Muerte accidental con las eximentes de enajenación mental transitoria, defensa de la propia vida y la de sus colegas, además de la protección del honor de su prometida, fuerza mayor, caso fortuito y miedo insuperable… ¿Algo más?

—Libertad sin cargos.

—Libertad sin cargos por homicidio accidental en legítima defensa con las eximentes referidas.

—Y se archiva la causa — trató de conseguir el letrado.

—Y se archiva la causa — concedió el juez—. Ujier, devuelva el pasaporte al denunciado.

—Señoría, respecto de la denuncia ¿se podría considerar como falsa?

—En la forma, quizá sí. Pero no el fondo. Lo cierto es que Álvaro de Izal murió a manos de Jorge de Castro, que es lo que se viene a denunciar.

—Pero no por asesinato, que es lo que se alega. No se puede acusar impunemente de asesinato sin pruebas. Me parece que pediré las responsabilidades penales y civiles que se deriven de esta falsa acusación a su debido tiempo.

El juez sonrió. Si Pedro López, el águila salmantina, ponía sus ojos de penalista en alguien, sólo podías rogar que el caso te cayera a ti. Por lo demás, el espectáculo estaba asegurado. ¡Y pensar que además ejercía de letrado asesor de algo tan inocente como el Consejo Regulador de la Denominación de Origen del Jamón Ibérico de Guijuelo!

El letrado y su cliente salieron al pasillo donde aguardaban Gregorio y Marina, con los que se abrazaron efusivamente.

—Homicidio accidental con eximentes. Se archiva la causa. — resumió el penalista.

—Ha sido una gran ayuda, don Pedro.

—Pedro nada más querido Jorge. El “don” lo dejo para los abogados contrarios. Siempre les llamo de “señor don” y les exijo el mismo trato. Pura maniobra de desconcierto.

—Pedro, entonces. Y gracias por las cintas. También tendríamos que dárselas a Susana.

—Quizá dentro de un momento — aconsejó Marina—. Llama a la pobre Abril y coméntale la noticia. Estará mordiéndose las uñas y sin actualizar el dossier.

Gregorio no tardó ni tres segundos en informar a una exultante Abril de que todo había salido bien y que, como esperaban, las cintas del apetece habían resultado determinantes para inclinar la balanza a favor de las tesis de Jorge. Irían a buscarla enseguida para ir todos al local de Susana a cenar. Y su amigo el penalista iba a emprender acciones legales contra los denunciantes por lo que calificaba de “denuncia torticera”.

Abril les confirmó que casi tenía terminado el dossier y que sólo faltaba completar unas pocas informaciones para dar por cerrada la investigación. En breves instantes llamaría a un taxi y se reuniría con ellos en el apetece, por lo que no era necesario que volvieran a buscarla.

Llevaron de regreso al penalista al lugar donde le habían recogido, circulando con toda calma, recreándose en cada rincón de la iluminada ciudad. Cada edificio emitía sus brillos dorados recordando al mundo la grandiosidad de la capital del Tormes y los cuatro los disfrutaron con ojos nuevos, como si fuera la primera vez que los veían. Gregorio agradeció al abogado su desinteresada colaboración por activa y por pasiva.

—No tienes que darme las gracias, querido amigo. Además me pienso resarcir cuando lleve a los tribunales a los responsables de esta chapuza tan torticera.

* * *

El senador no salía de su asombro cuando su hombre de confianza en Salamanca le informó de la resolución del caso. ¿Cómo era posible dejar en libertad al asesino de su sobrino? ¿Acaso el juez no sabía que el senador estaba muy interesado en que se enviara a ese hombre a la cárcel?

Algo había salido mal. Si Jorge finalmente estaba vivo, el cadáver que vieron despegar del aeropuerto de Matacán tenía que ser, necesariamente, el de Álvaro.

“¡Cómo se va a poner Pacheco!”, acertó a pensar. “Será mejor que lo sepa cuanto antes. Él sabrá reconducir la situación”.

Activó su Smartphone y llamó a Samuel Pacheco de los Monteros.

—¿Sabes qué hora es? — bramó el banquero.

—Acaban de poner en libertad a Jorge de Castro — balbució—. El juez de Salamanca ha considerado que actuó en defensa propia.

—¡Claro que actuó en defensa propia, maldito idiota! El estúpido de Álvaro le estaba presionando, ¿lo recuerdas?

—He creído conveniente que lo supieras. ¿Se lo dices a Dominique?

—No y tú tampoco le llames. Deja en paz a Dominique. Olvídate de este asunto. Solo faltaba que nos relacionen con el caso.

—Está bien, está bien. Sólo era una pregunta.

El senador colgó el dispositivo y trató de calmarse. Samuel Pacheco tenía razón. No era cuestión de ponerse nerviosos y lo mejor era esperar a que las aguas volviesen a su cauce. Como la mayoría de los políticos, pensaba que no lo mejor era dejar transcurrir el tiempo sin hacer nada.

Lo que no podía saber es que, en ese preciso momento, el penalista Pedro López Arias había terminado de leer el informe de su amigo Gregorio Estremera y estaba redactando un borrador para proceder contra un banquero, un empresario, un senador y un testaferro salmantino.