Capítulo III
DURANTE el resto de la semana Marina tuvo que ignorar las maliciosas miradas de sus compañeros, especialmente de Jaime, que hizo correr el rumor de que la hierática esfinge de Alba había facilitado su propio usuario al historiador portugués para que vaciara todo el patrimonio histórico de la villa.
—Está fuera de toda duda. Hasta se ha negado a declarar en su contra, no te digo más.
“Una mirada ciega ignora lo que no puede ver” decía Marina cuando alguien se atrevía a preguntar por el tema. “No pienso perder ni un segundo en rebatir esas sandeces”.
En efecto, todo el tiempo que podía dedicar lo utilizaba en estudiar los archivos que Jorge había conseguido descargar antes de que diese la orden de desconectar el servidor documental. Pero, al margen del descubrimiento de algunos hechos más o menos anecdóticos sobre la historia de su ciudad natal, no estaba segura de hacer ningún tipo de avance.
Cuanto más quería acercarse a la luz más sombras la envolvían. Poco a poco se fue acostumbrando a leer asuntos insustanciales, fechados siete siglos antes y que se sucedían ante sus ojos como una historia de la Villa de Alva (entonces se escribía con uve) narrada desde la oficialidad, pero desprovista de emociones.
“Admítelo. No sabes lo que buscas. Necesitas ayuda”, se reconoció por fin. “A veces creo tener algo, lo siento cerca, pero no sé qué es ni la forma que tiene. Mi propia mirada ciega tampoco reconoce lo que ve”
Una tarde, mientras estaba revisando el programa para las navidades, su móvil emitió una alerta de recepción de correo electrónico. Recibía mensajes constantemente, tanto de whatsapp, de SMS o correo, pero éste último sonó de un modo especial. El tono de aviso se había apagado, pero su eco no quería desaparecer. Pausadamente abrió el buzón de entrada. El remitente la dejó helada; estirpe1355@gmail.com había escrito: “De todos los insultos que podías dirigirme, has elegido el único que no te puedo perdonar. Jorge”
“Vaya, al aristócrata le molesta la palabra bastardo”. Estuvo tentada de contestar que no necesitaba para nada su perdón y que era un petulante si pensaba tal cosa… pero se dijo que respondería en frio.
Finalmente comparó a Jorge con el agua del Tormes cuando, de niña, jugaba a vaciar el río con sus manos. “Mira, mamá, se escurre, pero no quiere irse. Se queda aquí otra vez”
Cuando acabó la jornada había tomado dos decisiones: Contestar a Jorge y hacer valer su condición de miembro de la ACAL, la Asociación de Archiveros de Castilla y León, y pedir ayuda.
Con una sonrisa maliciosa pulsó el botón “Responder” en el correo de Jorge y escribió:
“El que nace bastardo, muere bastardo” Siguió sonriendo mientras pulsaba “Enviar”.
Con una disposición firme y decidida llamó a Gregorio Estremera, del Departamento de Estudios Medievales de la Universidad de Salamanca.
—Sí. ¿Quién es?
—¿Gregorio? Soy Marina Vázquez, de Alba.
—Marina, qué sorpresa, ¿En qué te puedo servir?
—Tengo un puñado de agua que se escurre entre mis manos, pero no quiere desparecer. Necesito tu sabiduría medieval y tus conocimientos sobre Alba de Tormes. De cuando lo escribían con uve.
—Tenemos un poco de jaleo con las inminentes vacaciones de Navidad, aunque siempre tendré un momento para escucharte, naturalmente.
—Gracias, profesor. Iré a verte el lunes por la mañana.
—Hasta el lunes, Marina. Un abrazo.
—Otro para ti, querido maestro.
Al parecer las sombras empezaban a ser borradas poco a poco por la luz. Una resuelta Marina anunció a Julia que se tomaba unos días de vacaciones a partir del lunes y que, para cualquier tema urgente, no dudaran en contactar con ella en su número de móvil.
A continuación bajó al vestíbulo y se acercó al mostrador donde Quique y Jaime, entre otras personas, atendían las peticiones y consultas de la población albense.
—Quique — dijo en un tono adecuado para ser oída por la mayoría —.Ya sé que no es tu caso, pero pienso llevar a los tribunales a cualquier imbécil que propague mentiras sobre mí.
Tras contemplar el estupor que sus palabras acababan de provocar, salió al exterior. El sol, en efecto, empezaba a diluir las brumas…
* * *
No recordaba el número de veces que había visitado Salamanca y siempre se sentía sobrecogida al divisar las dos catedrales, nueva y vieja, compartiendo sus muros, su espiritualidad y su historia. Había quedado sobre las once con su antiguo profesor y no quería llegar tarde. Estacionó su coche en el aparcamiento de las Dueñas y subió la calle Juan de la Fuente hasta la Plaza de Colón. Cruzó la calle San Pablo y trepó por la empinada cuesta de la calle Jesús hasta la Rúa Mayor.
Habían quedado para tomar café en un local frecuentado por estudiantes. Entró resuelta en el establecimiento y no tardó en divisar a su antiguo profesor de historia, algo más viejo y con el pelo totalmente gris, pero con el mismo brillo en la mirada y el mismo espíritu vitalista. Tras los saludos con efusivos abrazos y las preguntas personales de rigor, estado, salud, situación profesional y demás, llegó el momento de concretar el motivo de su solicitud de ayuda.
—Gregorio, te puedo garantizar que no es nada personal. Es que no entiendo nada y lo que no entiendo me altera por completo.
—Sí, lo recuerdo muy bien. Eras de los pocos estudiantes que no se levantaban hasta haber aclarado todos los conceptos. Alguna vez me pusiste en un aprieto.
—Siempre sin intención, claro está.
—La intención de saber más, sin duda.
—El caso es que hemos tenido la visita de un historiador portugués
—Don Jorge Guimarães de Castro, ¿no?
—¿Cómo lo has sabido?
—Estuvo mareando a la Diputación provincial de Salamanca y a la propia Universidad con el tema de Alba. Finalmente desde la Consejería de Cultura de Castilla y León le indicaron que se dirigiera directamente al consistorio albense.
—Él se presentó como Jorge de Castro y Guimarães.
—Puedo estar confundido, en efecto. Mi memoria ya no es lo que era. ¿Cuál es el problema?
—El problema es que nos vendió la idea de investigar sobre Teresa de Jesús por el quinto centenario de su nacimiento, pero desapareció tras descargarse los documentos de Alba hasta poco más de 1400, a principios del siglo XV.
—Mucho antes del ducado…
—En efecto. Tengo una copia de lo mismo que él tiene y no comprendo qué interés puede tener para un portugués el Alva de Don Diego Gómez de Castañeda.
—¿Has llegado a 1372?
—Todavía no. Aún estoy con los conflictos del Alcázar de Alva y de los dineros necesarios para alquilar un terreno en la localidad.
—Desde 1372 hasta 1380, Alba perteneció al infante portugués Don Dionisio de Borgoña. El rey de Castilla, Enrique II, le concedió la villa para corresponder a su compromiso de boda con Doña Constanza, hija extramatrimonial del propio rey.
—¿Una bastarda?
—En efecto. Una bastarda. En las crónicas verás como un jovenzuelo de apenas 18 años llegó a ser señor de Alva. Hay muchas cartas de los reyes castellanos corrigiendo al joven noble y exhortándole a respetar los fueros y privilegios de los notables de la villa.
—¿Qué méritos tenía el joven para ser nombrado señor de Alva?
—Era el tercer hijo del rey de Portugal, Pedro I el
Justiciero[1], y contaba con alguna opción para sucederle en el trono. Si el esposo de una hija del rey castellano accedía al trono de Portugal, la influencia de los Trastámara en el país vecino se vería reforzada.
—Era una apuesta un tanto arriesgada. Las opciones del tercer hijo en la línea dinástica eran muy remotas.
—No en aquellos tiempos, querida Marina. La vida y la muerte no estaban garantizadas y una tercera línea con derecho de sucesión era una muy buena opción. De hecho, tanto Dionisio como su hermano mayor, Juan, llegaron a reclamar el trono de Portugal y fueron aceptados como reyes por parte de la nobleza.
—Bueno, profesor. Me has orientado bastante. Creo que seguiré la pista del señor portugués de Alva.
—De los señores, más bien. A Dionisio le sucedió en el señorío de Alva su referido hermano, el infante Juan de Portugal, que entonces era el segundo en la sucesión al trono.
—Vaya, una mejor posición.
—Estudia tus legajos. Mejor aún, si lo prefieres, pásate por la biblioteca y pide el libro que editó la universidad en 1982 sobre los fondos históricos de Alba de Tormes. Gran parte de los principales documentos, o casi todos, están transcritos y los podrás leer con mayor facilidad.
—Gracias. Lo haré encantada.
—Ahora debo irme. Mis obligaciones académicas me reclaman. ¿Dónde te alojas?
—Aún no tengo nada. He venido directa aquí…
—Quédate en mi casa, entonces. Es demasiado grande para mí y podemos trabajar en equipo. A no ser que perjudique tu reputación.
—No lo creo, más bien al contrario. Se me tiene por misándrica, andrófoba o lesbiana. Quizá por las tres cosas. Pasar unos días en tu casa me puede redimir.
—Mi alumna favorita, siempre a contracorriente. Me vuelvo a la universidad. Ven a buscarme a las tres y nos iremos a comer a casa.
—Gracias, Gregorio. Allí estaré.
Contempló como su antiguo maestro depositaba unas monedas en las manos del camarero señalando hacia su mesa, con su afable sonrisa, antes de inclinar la cabeza a modo de despedida.
Aunque lógicamente estaba más viejo, sus ojos conservaban el brillo mágico que tanto la fascinaba en su época de estudiante. Y su privilegiada memoria para la historia medieval permanecía intacta. Ahora estaba a punto de conseguir lo que cualquier estudiante de su época hubiese deseado, sobre todo las chicas: Trabajar en equipo con don Gregorio.
Sin pretenderlo especialmente sus pensamientos se centraron en la mañana en que, un mes antes, conoció a Jorge. Su actitud tan sumisa y sus delicados modales, la serena sensibilidad que irradiaba su persona, el tono de su voz. Se sorprendió al evocar los imperceptibles roces de sus manos cuando le explicaba la composición del archivo digital y de su franca sonrisa cuando le confió la contraseña de su propio acceso.
—Si vamos a trabajar en equipo tú la debes conocer también. Será Mar1na.
“Si vamos a trabajar en equipo”, repitió.
Lo cierto es que el conocimiento de la contraseña fue determinante para establecer los últimos movimientos realizados por Jorge en el terminal, así como para averiguar los dos correos web que había utilizado para introducir el archivo USERSCAN en el sistema. Esas curiosas direcciones de correo terminadas en 1355… ¿Estaban trabajando en equipo sin que se diera cuenta?
Marina, como tanta gente, había intentado crear direcciones de correo gratuitas con nombres ya existentes. En esos casos los sistemas gestores de correo proponen alternativas con variaciones del nombre introducido al que añaden sufijos numéricos o una mezcla de los propios apellidos. Generalmente los alias más impactantes ya están creados y cuando solicitó cybermarina el sistema propuso cybermarina81, cybermarina.vazquez, cybermarina.vn, etc., etc., asociando los apellidos o el año de nacimiento consignados. Pero 1355 no podía ser el año de nacimiento de Jorge, obviamente.
Centró sus pensamientos en lo que le acababa de referir Gregorio sobre los dos caballeros portugueses que ostentaron el señorío de Alba. ¿Quizá Jorge buscaba precisamente eso? ¿Algo relacionado con el número 1355 y los dos hermanos? ¿Quizá escondieron algún secreto misterio en Alba que Jorge pretendía desvelar?
Se obligó a si misma a dejar de pensar en Jorge cuando se sorprendió imaginándole de nuevo como un ser acuoso que se expande en millones de minúsculas partículas líquidas si consigues tocarle.
Terminó de tomar su descafeinado a pequeños sorbos para dirigirse a la biblioteca en busca del libro recomendado por su antiguo maestro. “Este libro puede hacer que un cesto retenga el líquido que cae en su interior”, razonó. “Seguirá siendo un cesto, pero se taparán muchas rendijas y empezaremos a tener cierta cantidad de agua en vez de una ligera humedad”.
Un nuevo aviso de recepción de correo sonó en su móvil. Por un instante deseó que fuera de Jorge y lo abrió con premura; pero era de Julia y decía así: “Marina, buena suerte con lo que sea que estés buscando. Todos te apoyamos sin reservas, incluso los más imbéciles. Un fuerte abrazo”.
Lo leyó dos veces más y no pudo evitar emocionarse. Las miradas ciegas empezaban a reconocer lo que no podían ver; su maestro y amigo iba a colaborar con ella; el cesto se estaba transformando poco a poco en un objeto sólido y sin fisuras y Salamanca brillaba con sus tonos dorados, refulgente bajo el tímido sol invernal.
Finalmente se levantó del lugar que ocupaba cerca de los ventanales que daban a la Rúa Mayor, en el rincón más alejado de la puerta del local. Miró a través de los cristales para calibrar el tiempo exterior y evaluar si era necesario ajustar su bufanda y abrigarse bien antes de salir, cuando reparó en unos ojos que la observaban desde el otro lado de la calle. Reconoció aquellos ojos negros, inquietos e impacientes, que un mes antes la habían envuelto perturbadores en el despacho de Julia, y salió precipitadamente del establecimiento.
Cuando llegó a la calle Jorge de Castro, si es que era él, había desaparecido tragado por en el rio multidireccional de los innumerables transeúntes de la Rúa Mayor. No estaba segura de si su presencia era real o imaginada. En ese instante recibió un mensaje de whatsapp. Lo abrió para comprobar que un remitente anónimo, del que sólo se indicaba su número de teléfono, había enviado unos instantes antes su ubicación. Distancia, 10 metros.
—Así sabrás que soy yo y no un desconocido cuando veas este número.
El remitente era el mismo que el utilizado por Jorge para hacer una llamada perdida la última vez que le vio. ¿O ya era la penúltima? Por unos instantes pensó activar el botón “Llamada”, pero se contuvo. “Si quieres decirme algo, adelante, ¿a qué esperas?”. El indicador de estado del sistema mostraba “En línea” lo que significaba que su propietario también podía conocer que ella estaba conectada a la aplicación de mensajes instantáneos. Instintivamente cerró la conexión y guardó el móvil.
Sin volver la cabeza ni una sola vez se acercó a la biblioteca y solicitó el libro que le había sugerido Gregorio. Seguidamente se sentó en la cantina y hojeó sus páginas con interés. Un número de orden identificaba cada entrada con la referencia del documento antiguo y, tras un breve resumen de su contenido, la transcripción del texto en un formato tipográfico, mucho más legible y entendible que el original, permitía una rápida y comprensible lectura de cada tema.
Así pudo constatar que el joven Dionisio fue “denunciado” ante el rey por los nobles gentilhombres de Alva por pretender menoscabar sus privilegios. El propio Enrique II se dirige a don Dionís, señor de la villa de Alva de Tormes, en respuesta a una demanda del Concejo local para indicarle que debía respetar los privilegios de caballeros y escuderos de Alva y que no pretendiera casar a ninguna mujer contra su voluntad y la de sus parientes.
Antes de las tres, la hora acordada con Gregorio para ir a su casa a comer, ya tenía una idea más concreta de los años del señorío portugués en Alva de Tormes.
Confeccionó un resumen de las crónicas de Alva en el que consignó que Enrique II “El Bastardo” o “El de las Mercedes”, conde de Trastámara y primer rey de Castilla de esa casa, entregó Alva al portugués don Dionís como dote de su compromiso matrimonial con su hija doña Constanza, entre 1372 y 1373. El joven señor tendría 18 o 19 años, al haber nacido en 1354.
Como el matrimonio previsto se celebró en realidad con su hermano mayor don Juan de Portugal, duque de Valencia de Campos, la ciudad pasó a ser regida por este último, y por su esposa Constanza, en 1380/1381. Finalmente el señorío lo ostentó la hija de ambos, doña Beatriz, hasta el año 1411. Con esta fecha terminaba aparentemente el ciclo portugués de Alva.
En la copia documental de su CD no había llegado a ver nada relacionado con doña Beatriz, pero comprobó que el libro recomendado por Gregorio disponía de abundante material sobre ella.
“¿Para qué te sirve todo esto, Jorge?”, se preguntó. “Estoy segura de esta parte ya la conocías. ¿Qué hay oculto aquí que te pueda interesar? ¿Cómo te puedo ayudar si tú no me ayudas?” Este último pensamiento la sorprendió. ¿Estaba ayudando a Jorge o buscaba las explicaciones que éste le había negado hasta ahora?
—Ya es la hora — dijo Gregorio ante ella—. Pareces fascinada con la historia de tu lugar.
—Tienes razón. Tengo un resumen que luego me gustaría discutir contigo. Tu libro me está siendo muy útil.
—Lo veremos más tarde. Ahora a comer. Y a presumir con la chica más guapa que hoy pisa Salamanca.
—Tú no necesitas presumir.
—Es posible; pero ya verás la cara que ponen todos estos carcamales cuando me vean salir contigo. Llevo tres horas oyendo que hay una belleza sentada en la cantina de estudiantes…
—Está bien. Vamos a darles envidia.
Marina recogió sus cosas, se colgó del brazo de su profesor y se pusieron en marcha. Las caras de asombro de estudiantes y profesores eran dignas de un estudio psicológico. Las curiosas miradas de los presentes y de cuantas personas se cruzaban con ellos en el docto recinto les acompañaron hasta que traspasaron el umbral.
Caminando pausadamente llegaron a la casa de Gregorio en la calle Compañía, casi esquina a la calle Doctrinos. El majestuoso palacio de Monterrey quedaba frente a sus ventanas al otro lado de la calle.
Gregorio mostró a Marina su casa, situada en la segunda planta del edificio, y la que sería su habitación, una pieza muy confortable con vistas a la plaza Agustinas y al imponente palacio del siglo XVI, propiedad de la casa de Alba en la actualidad y la obra civil más imitada en España y América. Un pequeño pero bien provisto cuarto de baño, para su uso exclusivo, completaba su alojamiento.
Marina le ayudó a preparar la mesa con gran habilidad y a los cinco minutos estaban comiendo una excelente comida italiana.
—Esto está delicioso, Gregorio, ¿cómo lo has hecho?
—El mérito es del Ristorante que hay en el siguiente portal. Le he pedido a Irene, mi asistenta, que lo encargara antes de irse y lo dejara dispuesto…
—Excelente idea. Siempre consigues sorprenderme.
—Toma una copia de la llave. Podrás entrar y salir cuando lo necesites. En este edificio hay un urólogo y una empresa de software, así que nadie se extrañará de verte entrar o salir.
—¿En realidad importa?
—A ti no, que eres forastera, pero yo tengo una reputación que mantener — dijo con cierto énfasis irónico—. A mis años y con una persona como tú… mañana salimos en los “Ecos Salmantinos”
—No lo creo, Gregorio. Esta ciudad ha visto demasiadas cosas como para preocuparse por nosotros.
—Esta ciudad, puede. Pero no la vecina del primero que nos ha estado observando por la mirilla.
Marina sonrió ante la perspectiva de ver a su querido y admirado maestro en las comidillas de las comadres del barrio. Y en su fuero interno le agradeció que pensara a ella como “persona” y no simplemente como “mujer”.
Cuando terminaron de comer recogió los platos y se dispuso a lavarlos.
—Déjalo todo. Hay friegaplatos y mañana lo pondrá en marcha Irene nada más llegar. A la noche lo terminaremos de llenar y listo.
—Con tu permiso voy a darme una ducha y a descansar un poco. Luego nos pondremos a trabajar para ver como encajo las piezas del rompecabezas.
—Muy bien. Yo revisaré algunos trabajos de mis alumnos mientras tanto. No tengas prisa, no quiero que te vayas muy pronto ¿qué pensarían de mi las cotillas oficiales?
Sonriendo para sus adentros Marina deshizo su exiguo equipaje y distribuyó sus pertenencias entre el cuarto de baño y su habitación. Llevaba ropa interior para tres días, por lo que, si su estancia duraba más tiempo tendría que lavarla o comprar nuevas prendas íntimas. No pudo evitar una carcajada interna al imaginar sus bragas tendidas en el patio interior de la casa.
Después de una reparadora ducha se puso una confortable bata de felpa, que estaba colgada del cuarto de baño, y se tumbó boca arriba. A pesar del frío exterior, el sistema de calefacción de la casa mantenía un ambiente muy acogedor. Un instante más tarde estaba profundamente dormida.
Soñó que los señores portugueses de Alva escondían secretos por los muros de sus residencias y que habían hecho construir cámaras ocultas para albergar las claves necesarias para su hallazgo y posterior interpretación. Doña Beatriz, que acababa de heredar el señorío de la villa, mandó demoler el Alcázar y sus muros adyacentes para descubrir sus enigmas, lo que dio como resultado que sólo un vetusto torreón y algunos lienzos de la muralla de Alba permanecieran en pie, además de la gran torre del homenaje de lo que luego sería el palacio ducal.
Cuando doña Beatriz estaba a punto de descifrar los misterios la secuencia se detenía y en su lugar aparecía un letrero indicando que no había más datos disponibles.
Se despertó sobresaltada. Gregorio la observaba con interés sentado en un cómodo sillón en un rincón de la habitación.
—Te pido disculpas por mi presencia en tu cuarto. Por lo general no suelo invadir las habitaciones de mis alumnas, pero no parabas de hablar y agitarte y confieso que estaba un poco preocupado. Por otra parte tampoco te quería despertar.
—Estaba soñando con los señores portugueses de Alva y con las razones que nuestro misterioso historiador busca en ellos.
—No parabas de repetir una cifra… 1355, 1355. ¿qué te sugiere?
—A mi nada, la verdad. Es sólo un sufijo en las direcciones de correo electrónico de Jorge Guimarães, quien por cierto, está en Salamanca.
—¿Le has visto?
—Sí, y por si me quedaba alguna duda de que era él, me ha enviado su ubicación por whatsapp. Estaba a 10 metros de mí, frente al Abadía. Cuando he salido a la calle había desaparecido.
—¿Tienes su móvil y sus correos? ¿Te comunicas con él?
—No, nunca le he llamado. Le he enviado dos mensajes, eso sí.
—¿Y te ha contestado?
—Al primero sí. Al segundo todavía no.
—¿Todavía? ¿Estás esperando una respuesta?
—Una reacción más bien. En el primero le llamaba bastardo y me dijo que era el único insulto que no me podía perdonar. En el segundo le decía que quien nace bastardo, muere bastardo.
—Marina, escúchame con atención… ¿Por qué haces todo esto? ¿Aún no te has dado cuenta?
—Creo que lo hago para averiguar qué le llevó hasta Alba y que buscaba en la villa.
—Dios mío. No te has percatado, en realidad.
—¿De qué me tengo que percatar? ¿Qué quieres decir?
—Que estas enamorada de Jorge lo que sea que se llame.
Marina guardó un repentino silencio, sopesando las palabras de su querido maestro. Siempre había confiado en su criterio, pero esta afirmación le resultaba excesiva y pretenciosa. ¿Enamorada de Jorge? ¿Por qué, porque la trataba con respeto y no baboseaba delante de ella? ¿Porque no aceptaba un NO como respuesta? ¿Por confiarle su odio a la palabra “bastardo”? ¿Por hacerle saber que la estaba mirando de la misma forma que la primera vez que la vio? ¿Por convertirse en un puñado de agua que se escurre entre sus manos, pero no desaparece? ¿Por hacerse presentir? ¿Por darle un objetivo y un motivo para ponerse en marcha? ¿Por no ser un patán pretencioso y arrogante? ¿Porque no podía dejar de pensar en él?
—Maestro, mi querido maestro. Creo que tienes razón, aunque me cueste admitirlo.
—Bien. Una vez aclarado este pequeño pero importante asunto, vamos a lo nuestro.
Gregorio se levantó del sillón tras indicar a Marina que la esperaba en su despacho. Su alumna predilecta terminó de vestirse y se reunió con él a los pocos minutos para presentarle el resumen que había preparado en la cantina de la universidad.
El despacho del profesor de historia era una sucursal de la Biblioteca de Alejandría. Los libros ocupaban todas las estanterías tumbados sobre sus cubiertas de manera que el título del lomo resultase más legible. Todo el espacio disponible estaba ocupado. En los rincones había pilas de libros hasta casi un metro de altura. Tanto la mesa principal como la auxiliar tenían libros cuidadosamente amontonados y todos parecían guardar un patrón, un orden, una catalogación secreta que sólo el propio Gregorio era capaz de entender.
Marina estaba fascinada sólo de pensar que habría leído todos esos libros “y además se los conocerá con todo detalle”, imaginó.
Gregorio no parecía extrañado por la expresión de Marina. La invitó a sentarse en un cómodo sofá en el reducido espacio que no albergaba libros.
—Veamos — empezó Gregorio—. Comencemos por el origen de los dos hermanos portugueses, como tu Jorge, que se sucedieron en el señorío de Alva.
Marina sonrió al oír la expresión “tu Jorge”. Por una vez, admitió conocer a un hombre, diferente de su profesor, que merecía su consideración y para el que su famoso listón no parecía estar demasiado alto.
—Ambos fueron hijos, cuarto y tercero respectivamente, del infante y heredero al trono de Portugal, don Pedro, y de Inés de Castro[2], la doncella y dama de compañía de la esposa legítima del citado infante.
—¿Más bastardos? — inquirió burlona.
—Me temo que monarquía y bastardía son conceptos muy difíciles de separar. Tanto entonces como ahora.
—¿Y qué pasó con los dos primeros?
—El primero, Alfonso, murió a los pocos días de nacer. Después nació doña Beatriz de Portugal[3], pero cuando tuvo dos hermanos varones quedó descartada de la posible línea sucesoria.
—Recuerdo que tuvimos una terrible discusión sobre estas curiosas costumbres en clase.
—Sí. Es cierto. Aquél día la clase fue un debate anti machista.
Marina asintió invitando a Gregorio a seguir.
—Como siempre he sostenido, para comprender los sentimientos y motivos que impulsan los hechos de la historia no basta con leer las frías crónicas. Hay que meterse en la piel de los protagonistas, conocer sus miedos, sus pasiones, sus gustos y ambiciones y estudiarlos como lo que son: Seres humanos con las mismas limitaciones temporales que los demás. Han nacido, se han desarrollado, han vivido, han amado, han odiado y han muerto. Sólo así se puede comprender, que no interpretar, la historia.
—Estoy totalmente de acuerdo. Siempre nos has enseñado que los protagonistas de la historia fueron personas, unas con más relevancia que otras, pero personas al fin y al cabo.
—Entonces es necesario comprender cómo y por qué los hijos varones de Pedro I e Inés de Castro llegaron a ocupar el primer puesto en el concejo de Alva.
—¿Quieres decir que los señores de Alva fuero hijos de la famosa reina muerta de Portugal?
—Exactamente. ¿Has leído “Reinar después de morir”?
—Sí, era de Luis Vélez de Guevara, de nuestro siglo XVII.
—En efecto. Deja que te resuma la historia para que los dos tengamos la misma sintonía.
—Adelante.