Capítulo IX

LA GACETA de Salamanca dedicaba en primera plana y en la sección de Sucesos una amplia cobertura al ahogado del día anterior.

Una vez descrita la identidad de la víctima, así como la hipótesis policial del accidente o el poco probable suicidio, el redactor había buscado en Internet más información sobre el fallecido, al que presentaban como una especie de depredador de los patrimonios históricos. Los mismos datos que hicieron sospechar a Marina tiempo atrás, se mostraban corregidos y aumentados, probablemente para ocupar más espacio en el artículo. Una fotografía bajada de la red ilustraba la reseña, toda vez que la policía no había permitido fotografiar al cadáver.

Otros diarios, como El Periódico de Salamanca, Tribuna y las secciones locales de los rotativos de tirada nacional, también recogían la noticia de forma destacada.

Susana repasaba la prensa del día en su local, como cada mañana, antes de poner los diarios a disposición de sus clientes.

—¿Este es el amigo del profesor Estremera? — inquirió su marido.

—Sí. El que nos dejó 160 libras para el concurso de dardos. Qué accidente tan desgraciado.

—Aquí dice que residía en Londres y que será repatriado esta misma mañana desde Matacán.

—¿Y qué hay del hombre que volvió con él? ¿No ha dicho nada a la policía?

—La prensa dice que el cadáver ha sido identificado por dos personas conocidas de la víctima y de total confianza. Debe tratarse del profesor y de su amiga.

—O quizá del profesor y del hombre que volvió con él. Dice dos personas, no una pareja o un hombre y una mujer…

—Bueno, bueno, en cualquier caso no es cosa nuestra — zanjó el marido—. Es una pena, porque era un magnífico lanzador de dardos y le habría dado mucho realce al concurso.

Susana reordenó los periódicos y los colocó en los dispensadores, reemplazando a los del día anterior. Seguía pensando en el hombre del abrigo, pero recordó que el profesor y su amiga no le concedieron la menor importancia y desechó sus sospechas personales.

* * *

En el cercano aeropuerto de Salamanca-Matacán, sentado de espaldas a la pista y alejado de los ventanales de la cafetería de la zona privada, Gregorio Estremera contemplaba en el espejo situado tras la barra a un furgón del servicio policial realizando maniobras de aproximación a un pequeño reactor, fletado expresamente por el albacea de Jorge de Castro para repatriar los restos mortales de su representado.

Los funcionarios de un país y el otro intercambiaron documentos, firmas y copias de los escritos firmados. Poco después el ataúd que transportaba el furgón fue trasladado a la bodega del pequeño aparato. Los actuantes en la entrega y recogida del fallecido se dieron un nuevo apretón de manos y regresaron al vehículo policial y al jet privado, respectivamente.

Gregorio observó cómo el discreto coche fúnebre se retiraba del aeropuerto, al tiempo que el pequeño avión encendía motores y aguardaba instrucciones de la torre de control para emprender el vuelo de regreso a Londres con los restos mortales de un perfecto desconocido. “Aunque no para todos” pensó. Alguien debe saber quién era, qué pretendía y para quién trabajaba. Alguien que pretendía impedir, a toda costa, que apareciese al acta matrimonial de don Pedro y doña Inés. Alguien que tenía interés en mantener el estigma de la estirpe de doña Inés y sus descendientes… ¿Pero quién o quiénes?

Situados unas pocas mesas detrás de Gregorio, tres caballeros pulcramente vestidos observaban con sumo interés la entrega del féretro y su posterior embarque en el vuelo privado. Terminaron de apurar sus tazas de café, hicieron una señal para pagar la cuenta y se dirigieron hacia la salida de la terminal. Pasaron directamente por la espalda del profesor de historia medieval sin dirigirle una mirada, como si formara parte del mobiliario de la cafetería.

—Ahora que se lo han llevado espero que tu sobrino dé señales de vida — dijo uno de ellos al que caminaba en último lugar—. De lo contrario me pondré muy nervioso.

—Es natural que esté escondido — respondió el aludido—. Siempre hay alguien que ha podido ver algo. La noche oculta demasiadas sombras y ellas te ven aunque tú no las veas.

—Los políticos tenéis palabras para justificarlo todo. A estas alturas ya debería saber que se ha dado carpetazo al asunto y tendríamos que tener alguna noticia suya.

—Supongo que aguardará a ver qué pasa en Inglaterra. Cuando le incineren, habrá terminado todo y se dejará ver. Un día más, a lo sumo.

—Pero ha podido llamar — dijo el segundo, interviniendo en la conversación.

—No creo que el portugués saltara voluntariamente al río — respondió el interpelado—. Habría un forcejeo, quizá se le cayó o averió el móvil. Ya sabes que los jóvenes no memorizan los teléfonos hoy en día…

—Le dije claramente que le asustara, no que le matara. ¿Hay una gran diferencia, no? ¿O es que no hablo suficientemente claro?

—Tuvo que ser un accidente. Quizá trató de escapar por el río y calculó mal — argumentaba el interpelado sin demasiada convicción.

—Un día más — zanjó el primero—. Mañana quiero saber algo de Álvaro o me pondré muy nervioso, como dije antes. Además, ayer le llamé varias veces y no me contestó. Hoy me dice que está apagado o fuera de cobertura… No responde a mis mensajes. ¿En qué está pensando ese imbécil?

Gregorio seguía enfrascado en su taza de café como si quisiera leer su destino en los posos del fondo. Claro que había terceros… ¡Y qué terceros! Un banquero, un senador y uno de los empresarios más influyentes de Europa estaban despidiendo el supuesto cadáver de Jorge Guimarães de Castro, último descendiente por línea materna de doña Inés de Castro, reina de Portugal a título póstumo y madre de una estirpe bastarda que llegó a gobernar el orbe.

* * *

En Alba de Tormes, a 17 kilómetros del aeropuerto de Matacán, un maltrecho Jorge de Castro abrió los ojos despertando de un profundo sueño.

Lo primero que percibió es el lógico desconcierto que provoca el no saber dónde te encuentras. Nada de lo que veía le parecía familiar, excepto unos ojos garzos que le miraban sonrientes. Tardó una eternidad en acostumbrarse a la penumbra y, cuando lo hizo, unos labios dulces se cerraron sobre los suyos con una ternura infinita.

—No hables — susurró la dueña de los labios que le besaban—. No digas nada. Estás a salvo.

—¡Marina! Dios mío, qué tragedia. He matado a un hombre. ¿Te das cuenta?

—Sé que lo hiciste en defensa de tu propia vida.

—Así fue pero no dejo de dar vueltas al hecho de ser el causante de la muerte de un ser humano, por miserable que fuese.

—Ahora trata de tranquilizarte y cuando estés más sereno nos volvemos a plantear la situación.

—Siempre tan racional. Creo que necesito una buena ducha. Eso me ayudará a pensar con más calma.

—Voy a buscarte algo de ropa de mi padre. La que llevas está hecha un asco y no creo que la quieras conservar. Por si acaso está doblada sobre el arcón — dijo señalando un rincón del dormitorio.

—Sólo algunas cosas, mi pasaporte, nuestros apuntes, los DVD, lo demás se puede quemar.

—Cuando termines de ducharte te vienes a la cocina. Desayunamos y me cuentas todo lo sucedido. ¿Te parece bien?

—Muy bien. Reconozco que has estado fantástica — dijo incorporándose de la cama para comprobar, con un amago de pudor, que estaba desnudo.

—Ya te dije que tu ropa está hecha un asco. No te iba a meter con ella a la cama — dijo Marina retirando la sábana con la que intentaba cubrirse—. Gracias a que te había visto desnudo me di cuenta de que no eras tú. El otro tenía un lunar en el costado derecho muy poco favorecedor, la verdad.

Jorge se dirigió al cuarto de baño y se encerró en la cabina de ducha mientras su anfitriona le dejaba ropa interior adaptada para el invierno de las riberas del Tormes, unos pantalones de pana prácticamente nuevos, una camisa de algodón y un suéter de punto con los clásicos “ochos” entrelazados, de color crema. El conjunto se completaba con unos calcetines de lana y unas cómodas zapatillas.

Desde el piso de abajo el teléfono móvil de la joven emitió la sintonía de una llamada entrante. Había recibido incontables llamadas al móvil más o menos interesadas comentando las trágicas noticias sobre Jorge. Era tan sólo una llamada más y estaba decidida a no contestar cuando comprobó que era Jaime.

—Dime, Jaime.

—Hola Marina. Gracias por contestar.

—¿Por qué no iba a hacerlo?

—Por mis estúpidos comentarios. Sólo te llamo para disculparme por mis bobadas y para que sepas que todos estamos contigo en estos momentos. Sé que eres fuerte, pero aun así te envío todo mi apoyo.

—Gracias, Jaime. Es un gran consuelo.

—Cuídate mucho. Estamos todos a tu lado. Adiós.

—Adiós. Un abrazo

Mientras tanto Jorge, que se había secado cuidadosamente al salir de la ducha, trató de encontrar algún utensilio para afeitarse, sin éxito. Finalmente se vistió y dejó que su olfato le guiase hasta la cocina siguiendo el aroma de las tostadas de pan de hogaza recién hechas.

—Esto huele delicioso. He intentado afeitarme y no he encontrado nada parecido a una maquinilla de afeitar — dijo raspando la yema de sus dedos sobre su rostro.

—Ya no se usan ni para la depilación. Ahora se lleva el láser. Es más cómodo y duradero. Pero conservo la navaja de afeitar de mi padre, con su jabón y su brocha. Espero que te sirva.

—Servirá, siempre que esté bien afilada.

—Corta un pañuelo de seda que se pose sobre su filo, no te digo más — bromeo su anfitriona.

Jorge descubrió de una sola vez dos cosas: Marina era una excelente cocinera y él tenía mucha hambre atrasada. Después de tostar casi media hogaza de pan y añadir aceite o mantequilla, según el caso, terminó su taza de café con leche. Se levantó en silencio y llevó los platos, tazas y cubiertos utilizados en el desayuno a la pila. Unos minutos más tarde todo estaba limpio y secándose convenientemente.

—Si tú cocinas, yo friego. Es lo que es justo.

Cuando terminó de colocar el último cuchillo, Marina le tomó de la mano y le condujo al sofá del salón. Se sentó a su lado, con las notas y los DVD por lo que Jorge había arriesgado su vida y esperó tranquilamente a que iniciara su relato.

—Cuando nos despedimos en la Plazuela de Monterrey me dirigí a mi hotel por la calle Prior. Estaríais subiendo las escaleras cuando un hombre me clavó un objeto metálico y cilíndrico en las costillas “Sí, es una pistola” me dijo “y si no quieres que la utilice harás lo que yo te diga”.

—¿Hablaba portugués?

—No. Español correctísimo y sin acento destacable.

—Disculpa. Sigue, por favor.

—Me llevó hacia la parte más oscura de la plaza y me pidió vuestros nombres, qué hacíais, qué sabíais y hasta dónde estabais dispuestos a llegar. Me asusté. Por último me registró, me quitó las notas, los DVD, el móvil, la cartera, todo lo que llevaba encima. Yo trataba de ganar tiempo pero no sabía cómo actuar.

—¿Y quién era ese hombre?

—Alguien caracterizado como yo. Parecía mi doble, pero me pareció que el parecido era un tanto artificial. En cualquier caso ya le había visto antes, aunque ignoraba su nombre.

—¿Le viste en el bar?

—Le he visto observarme desde lejos en otras ocasiones. Supuse que era el responsable de las misteriosas desapariciones, deterioros y menoscabos que sufrían ciertos documentos después de que yo los hubiera consultado y que se me atribuían por algunos testigos que habrían creído verme en los lugares de los hechos.

—¿Por qué haría algo así?

—Supongo que buscaba desacreditarme, difamarme y calumniarme para que no se me permitiese seguir investigando. Nunca le había visto tan cerca, ni tan insolente. Tuve la certeza de que pretendía matarme.

—Hemos visionado las cintas del bar. Estaba sentado al fondo, detrás de nosotros y luego volvió contigo.

—Sí, estaba al fondo del local. Le vi cuando los estudiantes ingleses nos invitaron a la diana. Según iba ganado libras escribí en un par de billetes unas palabras, porque no sabía lo que podía pasar. Eso me salvó la vida.

—En lo que era tu cartera, había un billete de 10 libras. Susana nos dijo que le pediste lo recaudado y que, después de revisar los billetes, te guardaste uno de 10 y se los devolviste. Creímos que le quedarían 150 libras, pero comprobamos que seguían siendo 160. Le pedí una lupa a Susana y encontré las palabras inglesas “chid” (niño) y “but” (pero). Te confieso que no entendí nada hasta que Gregorio me habló de doña Beatriz, señora de Alva y que fue esposa de don Pero Niño.

—Cuando regresé de jugar, me detuve un instante como si anotase algo en algún papel que llevara en la mano. Luego le entregué lo recaudado a Susana, menos uno de los tres billetes de 10 que había ganado.

—¿Decías que eso te salvó la vida?

—Así fue. Le dije al de la pistola que las notas y los discos no le servirían de nada, ya que no entendería los mensajes sin una clave anotada por mí y que había dejado en custodia a Susana. Quería que volviéramos a toda costa. Me había percatado de las cámaras de seguridad y pensé que si me pasaba algo, sería una pista para ti y para la policía.

—Así pues volvisteis al apetece.

—Sí, Susana se sorprendió de vernos y le extrañó aún más el parecido y nos preguntó que si éramos hermanos.

—Nos lo dijo — confirmó Marina—. Contestaste que sólo teníais en común la prevalencia de la estirpe. Eso fue otra pista.

—Le pedí a Susana las libras que acababa de donar, siempre con mi doble pegado a mi espalda, y le hice creer que cambiaba uno de los billetes. El compró una botella de vino de Toro, similar a la que habíamos bebido durante la cena y supuse que pretendía emborracharme y desprenderse de mí fingiendo un accidente por ingestión etílica.

—Estuvo a punto de conseguirlo.

—Ya lo creo. Bajamos hasta el paseo fluvial, yo siempre negando que supierais nada, que sólo se trataba de dos estudiosos de los que intentaba conseguir información, que no sabíais por qué ni para qué… pero no me creía.

—Debiste pasar un momento malísimo — dijo Marina apoyando su cabeza en el hombro de Jorge.

—No te imaginas cuánto. Al final me dijo que te sacaría lo que sabes aunque tuviera que torturarte. Y que disfrutaría muchísimo con ello.

—¡Dios mío!

—Ya estábamos al pie del puente Príncipe de Asturias cuando abrió la botella y me la puso en los labios. Me negué a beber, pensando a toda velocidad cómo podría salvarme y salvaros a vosotros. “Bebe”, me dijo, “o te pego un tiro aquí mismo”

—Oh. Jorge…

—Si me matas, le dije, nadie lo tomará por un accidente. Te han visto en el bar conmigo, te buscarán y te encontrarán. No podrás escapar con facilidad. “Bebe, te juro que te mataré y a la zorra que te acompaña. No me importa que me cojan, me apoya gente muy influyente”

—¿Y qué pasó?

—Yo tenía la botella sujeta por el cuello. Calculé su longitud y la de mi brazo y la distancia a la que se encontraba la persona que odiaba con todo mi ser. Repentinamente extendí el brazo con todas mis fuerzas y le golpee con el fondo de la botella en la cara. Creo que le hundí el tabique nasal. Cayó como un fardo y sin dudar un instante tomé su abrigo y cambié nuestros objetos personales de bolsillos. Él tendría mi documentación, tarjetas, móvil, todo lo que sirviera para identificarme, excepto mi pasaporte, y yo tendría sus pertenencias.

—Y le tiraste al río… ¿vivo?

—Creo que ya estaba muerto con el botellazo. Vacié el vino de Toro en su garganta y por sus ropas y le dejé caer… Luego me escondí en la universidad, donde tarde o temprano pensé que podríamos contactar de algún modo.

—Lo hice por el móvil, pero el tuyo estaba en el depósito.

—No era el mío, sino el suyo. El mismo es dual SIM. Siempre uso tarjetas de prepago duplicadas por si se me acaba el saldo y no puedo recargar por cualquier motivo. A veces cambio una de las tarjetas por la que uso en Inglaterra para comprobar si hay mensajes o llamadas perdidas, ya sabes. Es una especie de colchón. Le puse la que tenía más gastada y me guardé la suya. Por cierto, no paran de llamarle y enviarle todo tipo de mensajes por whatsapp y SMS. Tanto que la he desconectado.

—¿Cómo entraste a la universidad?

—Por el garaje. La gente está muy pendiente de los accesos cuando entra, pero no tanto cuando sale. Tuve la suerte de que una pareja se había quedado hasta tarde y me deslicé dentro antes de que se volvieran a cerrar las puertas. No creo que me viera nadie.

—Oh Jorge. Tenemos que contárselo a la policía. No puedes seguir escondiéndote.

—Todavía no, querida Marina. Te darás cuenta de que no podemos contarlo cuando sepas de quién se trata…

—¿Tu agresor?

—Sí. Era Álvaro de Izal y Montesinos, sobrino del senador Carlos de Izal y Núñez de Guzmán.

—¿No es el presidente de la comisión de asuntos medievales?

—El mismo.

—¿Es de origen portugués?

—Ciertamente, no ¿por qué?

—Pensaba que quizá los descendientes de los conjurados contra tu antepasada Inés pretendían evitar que lograses tu objetivo.

—Yo también lo llegué a pensar, pero, aunque no descarto ninguna hipótesis válida, lo cierto es que hubo otras familias que sufrieron por la cólera vengativa de Pedro I el Justiciero. Y eran castellanas.

* * *

Gregorio se encontraba confuso y asustado. Si cualquiera de las tres personas que había visto reflejadas en el espejo de la cafetería del aeropuerto de Salamanca-Matacán tenía algo que ver con el intento de asesinato de Jorge, éste estaba en un serio aprieto. Y Marina también… y por supuesto, el propio profesor salmantino.

Sopesó los pros y los contras y decidió volver a su casa, revisar los hechos, tanto pasados como presentes, y redactar una especie de memoria que dejaría en custodia a tres personas de su confianza.

“Si nos pasa algo”, se consoló, “todo saldrá a la luz y nos harán justicia”.

Al llegar a su casa encargó comida en su proveedor habitual y se dispuso a transcribir sus impresiones, desde el momento en el que recibió la llamada de Marina, pidiéndole ayuda para atrapar el agua que se escurría entre sus manos, hasta lo presenciado desde la cafetería de la zona privada del aeropuerto de Matacán, así como la conversación que había escuchado al senador Carlos de Izal y Núñez de Guzmán, supuesto tío del cadáver que se dirigía a Londres, al banquero Samuel Pacheco de los Monteros y al empresario Dominique Gudiel de Jauffrai.

Descansó para comer e inmediatamente reanudó su particular historia destacando el documento que Jorge buscaba con tanto ahínco, las referencias a Alba, en la época en que tuvo señores portugueses, y la impresionante descendencia de Inés y su hija Beatriz.

Puso especial énfasis en detallar las visitas de la policía, el reconocimiento por parte de Marina del falso cadáver y lo que habían descubierto en las grabaciones de las cámaras de seguridad del bar, así como el posterior regreso de Jorge y del hombre que les vigilaba.

Por último relató minuciosamente lo observado y escuchado en la cafetería de la zona privada del aeropuerto de Matacán.

Estaba terminando su redacción cuando le sobresaltó el timbre del portal. Pensó que una persona desconocida solicitaba acceder a la finca pulsando todos los botones al mismo tiempo. Era cosa sabida que, por lo general, siempre hay alguien que activa el botón de apertura sin averiguar la identidad del llamante.

El timbre insistió con toques breves y repetidos, diferentes a las llamadas que se suelen hacer a toda la comunidad a la vez.

—Ya va, ya va — dijo dando por sentado que le requerían a él en concreto y descolgando el auricular con cierto fastidio — ¿Quién es?

—Tu invitada — contesto jovialmente Abril Maldonado—. Recuerda que me invitaste a la cena del Departamento de Historia Medieval.

—Santo cielo, Abril, pasa — dijo pulsando el mecanismo de apertura—. Lo había olvidado por completo.

—Pues yo no — dijo Abril empujando la pesada puerta exterior.

Abril estaba subiendo a su casa y él ni siquiera se había arreglado. Se miró fugazmente en el espejo para comprobar que estaba hecho un auténtico desastre, pero ya no tenía remedio. Dudaba entre peinarse o afeitarse cuando su invitada hizo sonar el timbre de la puerta.

Cuando abrió el contraste entre ambos resultó elocuente. La esbelta figura de Abril, que se aproximaba a los 50 con un cuerpo espléndido, estaba envuelta en un vestido de seda con un generoso escote demasiado evocador y calzaba zapatos de fiesta. El profesor vestía ropa informal de estar por casa y zapatillas.

—Pasa, Abril — acertó a decir cuando se recuperó del impacto — Estás preciosa.

—Pues tú estás hecho un adefesio — dijo la recién llegada abrazándole — ¿Qué es eso de que se te había olvidado “nuestra primera cena”?

—Ven al despacho y te lo cuento. Me temo que no podremos ir a cenar.

—De eso nada. Tú cenas hoy conmigo aunque tenga que llevarte a rastras.

Gregorio recogió el abrigo y el bolso de su olvidada invitada y los colocó cuidadosamente en el pequeño armario del recibidor. Aprovechó para rescatar unas cómodas zapatillas y le pidió a Abril que se descalzara sus elegantes zapatos de fiesta y se enfundara las pantuflas.

Una vez en el despacho le pasó la memoria que estaba terminando de trascribir.

—Lee esto — rogó—. Será más fácil que si te lo cuento yo.

—No me digas que estás redactando tu testamento — bromeó Abril—. Todavía hay tiempo.

—No creo que demasiado. Pregúntame cualquier cosa que no esté bien explicada.

Abril agradeció que no dijera “pregunta lo que no entiendas”, como la mayoría de los profesores. Una de las peculiaridades de Gregorio, como docente, es que defendía que si el alumno no entendía algo era porque no había sido convenientemente explicado. “si no hay aprendizaje, no hay enseñanza”, recordó haberle oído decir en más de una ocasión.

Leyó el texto completo sin la menor vacilación. Cuando apareció el nombre de Carlos de Izal, alzó los ojos del papel por primera vez.

—¿Estás seguro de que era el senador?

—Completamente. Y de los otros dos. Lo que desconozco es la identidad del cadáver que estarán incinerando en Londres, si no lo han hecho ya.

—Eso seguro que lo sabe el “detective medieval”. Debe tener su documentación. Obviamente la ha cambiado con la suya propia.

—Comprenderás querida que no estoy para cenas.

—Para cenas públicas, no. Pero tú y yo nos vamos a montar una cena privada que van a temblar las piedras de Villamayor.

Gregorio comprendió que no tenía alternativa.

—Está bien. Voy a mirar a ver que hay.

—Te acompaño. A lo mejor podemos preparar algo.

—Con ese vestido, ni lo sueñes.

—Entonces me lo quitaré — dijo con picardía—. Espero que no te moleste que cocine en ropa interior.

—¡Abril, no digas tonterías!

—Era una broma. Pásame alguna bata o albornoz y todo arreglado.

—Voy a ver qué puedo encontrar.

Mientras Gregorio buscaba algo decente y confortable con lo que cubrir el cuerpo de Abril, está se despojó de su vestido y lo colgó de una percha junto a su abrigo en el armario del recibidor. Después se dirigió a la cocina y tras inspeccionar la nevera encontró las dos raciones de bacalao dorado que Jorge había apartado para Irene y para el profesor, algunos restos de antipasto del ristorante italiano y algo de fruta.

Cuando su anfitrión regresó con un grueso albornoz de tela de rizo se quedó inmóvil en la puerta de la cocina. No recordaba el tiempo que hacía que conocía a Abril, quizá nueve o diez años, y era la primera vez que la veía sin vestir.

Cuando la causante de su desconcierto se percató de su presenciase giró lentamente y se acercó a él.

—Pónmelo — dijo con indiferencia—. Nunca he sabido encontrar como se abrochan estas cosas.

Gregorio levantó uno de los brazos de la mujer y colocó cuidadosamente una de las mangas del albornoz hasta que lo tuvo sobre el hombro. Luego la rodeó por la espalda y repitió la operación con el otro brazo. Finalmente se puso delante de ella y cruzó la prenda solapando sus bordes hasta que la adorable figura de su visitante estuvo adecuadamente cubierta.

Para tratar de ajustar el cinturón rodeó con sus brazos la espalda de Abril para tirar de las puntas del ceñidor, lo que aprovechó esta para dar un pasito al frente, volviendo a dejar al descubierto sus prendas íntimas. Sus cuerpos se rozaron literalmente durante un breve instante. Finalmente, cruzó ambos extremos de la cinta de tela por delante y los anudó sobre uno de los costados, recolocando todo el conjunto.

—Bueno ¿Qué has encontrado? — dijo con un leve temblor en la voz.

—Al último caballero español que queda, un bacalao dorado, algo de entrante italiano y fruta.

—Nos vamos a dar un festín — dijo sin darse por aludido.

—Ya lo creo. Dame algo para calentar esto. Huele muy bien.

—¿Una sartén te va bien?

—Con un chorrito de aceite. Lo rehogamos y listo. Los entrantes los tomamos fríos. ¿Tienes vino blanco?

—Un blanco de Rueda.

—Perfecto. Va a ser una cena gloriosa.

Mientras Gregorio preparaba la mesa con todo lo que consideró más adecuado para la ocasión, Abril aderezaba la sartén y daba vueltas al bacalao con una paleta de madera. Cuando le pareció que estaba en su punto apagó el fuego y vertió el contenido en los platos que tenía preparados.

El profesor de historia vio acercarse a la responsable de recursos electrónicos de la Facultad de Documentación y Traducción con un plato en cada mano y el albornoz entreabierto y esbozó una sonrisa cómplice.

—Esto huele muy bien — dijo la mujer mientras dejaba los platos sobre la mesa, adornada con gruesas velas de aroma — ¿Se puede saber de qué te ríes?

—En realidad de mí mismo — confesó mientras servía el vino a su invitada—. Esta es una primera cena contigo como nunca me hubiera imaginado.

—¿Y cómo la imaginabas?

—Desde luego en mi casa no, para empezar. Quizá en un sitio público y con más gente.

—Ya, ya — confirmó Abril levantando su vaso de vino de Rueda para brindar—. Con muchos testigos, para luego poder presumir.

—Sabes que no. Luego tu elegante vestido de seda desaparece y te encuentro semidesnuda en la cocina. Impensable.

—Pues tanto el vestido como el conjunto que estreno hoy me han costado una pasta, que lo sepas.

—Por último me pides que te ponga el albornoz y me haces pasar un mal rato a propósito.

—¿Tanto te impresiona verme las bragas? — preguntó con traviesa malicia.

—Verte las bragas, no. Lo que me ha impresionado es verte a ti en bragas, si me lo permites.

—No sólo te lo permito. Además me gustaría que lo desarrollaras más.

—Esto está riquísimo, por cierto.

—El mérito no es mío. No me cambies de conversación.

—No es por la prenda. Es por quién lleva la prenda. Casi todos los días, sobre todo en las aulas con anfiteatro, hay alumnas que por descuido o voluntariamente, enseñan las bragas. Para mí es sólo una prenda, aunque pienso que una mujer sabe perfectamente cuando la enseña y cuando no.

—Puedes tener la completa seguridad. Yo me he quitado el vestido a sabiendas de que me ibas a ver. Quería sorprenderte. Deslumbrarte.

—¡Pues lo has conseguido! ¿Pero por qué motivo?

—Si a estas alturas te lo tengo que explicar, Gregorio, creo que he perdido el tiempo tristemente.

Abril quedó en silencio el resto de la comida. Terminaron las piezas de fruta y Gregorio sirvió el vino que quedaba. Levantaron sus copas y apuraron el contenido de un solo trago, sin decir ni una palabra más.

Después de apagar las velas con un soplo el profesor recogió la mesa y colocó la vajilla en el fregadero. Luego volvió sobre sus pasos, y, rodeando con sus brazos a la inmóvil Abril, la estrechó con ternura. La levantó de la silla y desabrochó su albornoz, dejando caer el cordón al suelo. Después separó los pliegues de la ropa y la volvió a abrazar, acariciando los cabellos tras la nuca.

Con manos firmes, pero con paciente lentitud, deslizó la prenda tras los hombros de Abril hasta que cayó sobre la moqueta. Se retiró un paso para admirar su osadía y tras observar detenidamente el armonioso cuerpo de su inmóvil invitada la tomó de la mano y la condujo al dormitorio.

* * *

A última hora de la tarde, con las primeras luces del crepúsculo, Marina estimó que ya procedía llevar a Jorge a la granja de sus padres, situada al otro lado del río. Los vecinos sabían que estaba en casa, habían visto su coche entrar en el garaje y no podía estar constantemente con las persianas bajadas y las cortinas corridas.

—Jorge, me temo que tendrás que volver a doblarte en el suelo del coche — advirtió irónica—. Saldremos para la granja enseguida.

—Al final me gustará viajar de polizón — admitió su invitado—. Cuando quieras nos vamos.

Una vez en el garaje Jorge adaptó su cuerpo al fondo del vehículo y Marina le cubrió con una manta de viaje. Colocó varias bolsas con comida fría en el asiento delantero y se sentó al volante. Antes de poner el motor en marcha accionó el mando a distancia del portón y esperó hasta que estuvo completamente abierto. Cuando el coche salió al exterior pulsó el botón de cierre comprobando por el retrovisor que todo estaba en orden. Después, con total tranquilidad, condujo hacia el puente medieval y lo cruzó.

Al llegar al extremo opuesto giró a la derecha, por la Avenida de Juan Pablo II, para continuar por la CL-510. Poco después giró a la izquierda y recorrió un kilómetro antes de tomar un desvío a la derecha. La granja donde había crecido seguía esperándola, como si supiese que tendría que volver forzosamente.

Detuvo el coche frente a la cochera y salió para tirar de las pesadas puertas manuales, cuyas hojas se abrían hacia el exterior.

Una vez dentro del recinto cerró los pesados batientes y los aseguró por el interior.

—Ya estás a salvo, fugitivo — dijo destapando la manta del dolorido Jorge—. Ha sido muy corto esta vez.

—Menos mal. Otro viaje así y prefiero entregarme.

—Y te entregarás, pero todavía no. Ayúdame con las bolsas.

—¿Este sitio es seguro?

—No menos que cualquier otro, diría yo. Pero aquí no te verá nadie, siempre que no salgas de la casa. Tiene un patio detrás donde puedes pasear para que te dé el poco sol de diciembre, ahora que los días ya empiezan a ser más largos.

—Queda mucho invierno todavía — se quejó Jorge—. Y mucho por hacer. Y yo aquí encerrado.

—Te he traído mi viejo portátil. Es un i5 de segunda generación, pero accede bien a Internet y te servirá para seguir tus pesquisas.

—Dejé mi pendrive en el hotel. No tengo acceso a la información que obtuve de Alba.

—Yo me hice una copia en CD-ROM de lo mismo que tú tenías. Está todo en el portátil.

—Marina ¿te he dicho hoy cuanto te quiero?

—Tu boca, puede que no, pero tus ojos varias veces. Bueno, tienes mis notas sobre el Cisma de la Iglesia de Occidente, tus apuntes sobre la Península de los Cinco Reinos, los DVD que nos pasó Abril y tu espíritu detectivesco. No te vas a aburrir.

—¿Te vas?

—No me puedo quedar, nunca me he quedado en los últimos seis años, desde el accidente. Tienes comida para una semana, aunque volveré antes. Aprovecha el tiempo.

Jorge abrió sus brazos y los ofreció a la joven, que los aceptó sin reservas y se dejó cobijar por ellos. Sintió el latido acompasado de sus corazones, los miedos, los temores, las dudas, todos los sentimientos contrapuestos que sacudían el espíritu de su amada y los suyos propios. Por primera vez pensó en lo cerca que había estado de morir, de que Marina no pudiese esconder sus pesadillas entre sus brazos, de no poder protegerla ni defenderla. Lo cerca que había estado de defraudarla.

Sin darse apenas cuenta de lo que estaba haciendo Marina le tomo de la mano y le condujo a la habitación que ella había ocupado por última vez hacía seis años.