Capítulo VI

CUANDO estaban casi al final de la Rúa Mayor el móvil de Marina emitió un tono de llamada entrante. Era Gregorio.

—Marina — repuso tras el afable saludo de ésta —.Ya he terminado. ¿Dónde estáis?

Marina no se extrañó porque Gregorio contase con que no estaba sola. Sus palabras de la tarde anterior resonaron de nuevo en sus oídos “Estás enamorada de él”, le había dicho el sabio profesor.

—Casi llegando a la Catedral.

—Muy bien. Esperadme en La Abadía. Estaré con vosotros dentro de 15 minutos.

—De acuerdo. Aquí te esperamos — dijo apagando el dispositivo.

—¿Viene para acá? — adivinó Jorge.

—Sí. Quiere que le esperemos en La Abadía.

—Lo acabamos de pasar.

Se dirigieron al local donde Jorge la había localizado la mañana anterior e inmediatamente después agradecieron la confortable calidez de sus instalaciones. Eligieron una de las mesas del fondo, tranquila, pero con absoluto control sobre la entrada al local.

A los 12 minutos de su llegada divisaron a Gregorio Estremera haciéndoles señas desde la puerta para que salieran a la calle. Pagaron los cafés que apenas habían probado y se reunieron con el profesor.

—Hola Marina — dijo mientras besaba sus mejillas—. Estás radiante.

—Gracias, Gregorio. Supongo que conoces a…

—El doctor Guimarães, sí. — dijo abrazando a Jorge—. Una eminencia en el campo de la historia medieval portuguesa, entre otras cosas.

—Nada comparado con usted, querido amigo — replicó Jorge un tanto halagado.

—¿Por qué nos haces salir? — indagó Marina — ¿Dónde nos llevas?

—Aquí a la vuelta. A la facultad de Traducción y Documentación. Hay una persona que nos podría ayudar.

Doblaron la esquina de la Rúa Mayor y la entrada de la facultad apareció ante ellos, justo al final de la calle Francisco de Vitoria. Apenas habían puesto un pie en el umbral cuando una afable dama les dio la bienvenida.

—Buenas tardes, soy Abril Maldonado, responsable de los recursos electrónicos de la biblioteca de la facultad.

—Marina Vázquez Novoa, aficionada a los misterios medievales — dijo ésta mientras se besaban las mejillas.

—Jorge de Castro, detective medieval — bromeó siguiendo el hilo iniciado por Marina, al tiempo que ejecutaba su solemne besamanos.

—A ti ya te conozco, viejo gruñón — ¿En calidad de qué vienes hoy?

—En calidad de espectador con derecho a opinar — respondió Gregorio.

—Pues no perdamos tiempo. La Península de los Cinco Reinos nos espera.

Jorge y Marina intercambiaron miradas de complicidad y siguieron a Abril hasta una de las salas que la sección de Recursos Electrónicos utilizaba en este tipo de circunstancias.

Tras activar un par de potentes equipos informáticos tecleó unas palabras clave y en la pantalla que compartían Jorge y Marina aparecieron las referencias del catálogo de recursos de la facultad dividido por secciones.

Abril solicitó el recurso Bases de Datos y, a continuación, seleccionó la segunda entrada “Memoria de España [Recurso electrónico]. 5, Historia medieval. La península de los cinco reinos 1213-1348. La época de las calamidades: s. XIV-1479 /

—Supongo que tratándose de quién se trata, este material tiene poco que aportaros… pero recoge información de las principales universidades de España y Portugal. Cuenta con una ingente cantidad de cuadros paralelos que muestran lo que ocurría a la vez en los reinos de Portugal, Castilla, Navarra, Aragón y Granada.

—Es una valiosa aportación, sin duda — agradeció Jorge—. ¿Cómo la podríamos consultar?

—La biblioteca dispone de dos copias en CD/DVD que se pueden prestar. Tratándose de un detective medieval y de una experta en misterios ad hoc, el préstamo sería por tres meses ¿Es suficiente? — dijo mirando a los aludidos.

—Tiene que serlo, o me retirarán mi licencia retroactiva para investigar el pasado — bromeó Jorge.

—También podéis hacer una copia de seguridad, por si el original sufre o se raya, y devolverlo antes — sugirió.

—Esa es la parte que más le gusta a Jorge — se burló Marina.

—Hecho entonces. Ahora mismo os traen un ejemplar. Mientras tanto podéis revisar su contenido para familiarizaros con él.

—Es fantástico, Marina — comentaba un entusiasmado Jorge—. El conocimiento de las principales universidades ibéricas de una sola vez… compendios, sinopsis y cuadros comparativos referidos a los siglos XIV y XV. ¡Está todo!

—Hay más — comentó Gregorio — Sabido es que hoy la política y la religión se toleran y complementan sobre todos en los estados que se definen como “laicos”; pero hace siete siglos no se concebía una sin la otra. En esa época ocurrió el famoso cisma de la Iglesia Católica, que duró desde 1378 hasta 1415. Los estados cristianos se dividieron: Unos apoyaron a los Papas de Roma y otros, a los de Aviñón. Como el doctor Guimarães me comentó en cierta ocasión, menos el Reino de Granada por ser musulmán, toda la península ibérica tenía dudas sobre qué Papa era el verdadero sucesor de San Pedro.

—Así fue. En Portugal, siempre con la diplomacia por delante, se alternó la obediencia de la Iglesia entre Aviñón y Roma y viceversa, y, por ende, de la clase política. No hubo demasiada unanimidad, todo sea dicho. Algunos nobles, obispos y cardenales se inclinaban por Aviñón, como Castilla, y otros por Roma, para no ser igual que los castellanos. El propio rey Fernando I, el hijo de Pedro I “El Justiciero” y de doña Constanza, mudó su obediencia entre un Papa y otro de acuerdo con sus propios intereses.

—También tenemos material sobre ello — añadió Abril—. Quizá os pueda interesar.

—Todo puede ayudar — confirmó Marina—. El Gran Cisma siempre me ha fascinado y nunca lo he podido analizar en su conjunto, como un todo.

—No se hable más — dijo Abril seleccionando una nueva entrada—. Se os prestará una copia den CD/DVD del Gran Cisma de la Iglesia Católica.

Marina, gracias a su dilatada experiencia en el manejo de bases de datos, ya había localizado una entrada con el título de “Buscador general”. En la casilla correspondiente escribió “Cisma de Occidente” y pulsó la tecla ENTER. En menos de una décima de segundo el servidor puso a su disposición 27 referencias, libros en su mayoría, sobre el tema solicitado.

Seleccionó las opciones 2, 3 y 6 y obtuvo una nueva lista con el material seleccionado con su información preliminar. La pantalla mostraba las tres referencias requeridas en formato libro.

2. El Cisma de Occidente.

Autor: Vicente A Álvarez Palenzuela

Editorial: Rialp, ©1982.

Serie: Libros de historia (Ediciones Rialp), 8.

Libro: Español (spa) Ver todas las ediciones y todos los formatos.

Base de datos: WorldCat.org

Bibliotecas que tienen este material: Bibliotecas Universidad de Salamanca.

3. El gran cisma de Occidente.

Autor: Et́ienne Delaruelle; Edmond René Labande; Paul Ourliac

Editorial: EDICEP, 1977.

Serie: Historia de la iglesia, y. 15.

Libro: Español (spa) Ver todas las ediciones y todos los formatos

Base de datos: WorldCat.org

Bibliotecas que tienen este material: Bibliotecas Universidad de Salamanca.

6. Castilla, el Cisma y la crisis conciliar. (1378-1440)

Autor: Luis Suárez Fernández

Editorial: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1960.

Serie: Escuela de Estudios Medievales., Estudios; 33.

Libro: Español (spa) Ver todas las ediciones y todos los formatos

Base de datos: WorldCat.org

Bibliotecas que tienen este material: Bibliotecas Universidad de Salamanca.

—¿Qué os parece estos tres libros? — inquirió a los expertos.

—Una sabia elección — aprobó Gregorio—. Te darán la visión global que buscas y la situación del reino de Castilla en el conflicto.

—Estoy completamente de acuerdo con mi querido colega — confirmó Jorge.

—Pues hecho. — zanjó Abril—. Como el soporte es libro tradicional los puedes devolver dentro de seis meses.

Jorge recibió un CD/DVD con el material seleccionado por Abril y lo examinó detalladamente. Tomaba notas, buscaba nuevas referencias en las bases de datos y mandaba a la impresora determinados pasajes, incluyendo cuadros sinópticos y esquemas.

Marina empezó a leer el segundo libro que había seleccionado, el marcado con la referencia 3, “El Gran Cisma de Occidente” y hacía anotaciones con una letra minuciosa, muy limpia y cuidada. Su caligrafía resultaba muy legible y la capacidad de síntesis desarrollada en las clases del profesor Estremera le permitía realizar resúmenes de gran concisión.

Gregorio y Abril permanecían aparte viendo trabajar al detective medieval y a la experta en misterios.

—¿Sabes qué crímenes investiga el detective? — preguntó con suavidad.

—Más bien creo que busca un documento o una clave que le permita dar con lo que busca.

—Eso es más complicado — repuso Abril, siempre en voz baja—. Hay documentos que no quieren ser encontrados y se resisten tenazmente.

—Me temo que para estos dos no hay nada imposible. Tienen un vínculo especial que va más allá del tiempo y de la historia y forman un buen equipo.

—Formamos — corrigió Abril—. Tú y yo también estamos aportando.

Jorge y Marina seguían tan absortos en sus estudios que no repararon en que los minutos caen lenta e inexorablemente y se terminan acumulando hasta convertirse en horas.

—Bien —dijo Jorge incorporándose de pronto—. No me había dado cuenta de lo tarde que es.

—Tenemos suficiente material para entretenernos unos días — dijo Gregorio sopesando el trabajo realizado—. Abril, muchas gracias por ser un encanto cada vez que lo necesito.

—Algún día te recordaré que me invites a cenar en vez de darme las gracias — contestó riendo — ¿O crees que te hago favores para que me des las gracias?

—Siempre me dices lo mismo — se defendió el aludido, ligeramente confuso.

—Porque nunca me has invitado a cenar.

—Ten mucho cuidado — advirtió Marina—. Como te haga la cena y te guste, te enamorarás de él, según decía mi madre.

—Hace tiempo que lo estoy — repuso Abril con picardía—. Sólo que Gregorio hace como que no se da cuenta ¿verdad, Goyito?

—Está bien. El Departamento de Estudios Medievales está organizando una cena para el 21. Considérate formalmente invitada.

—Preferiría una cosa más personal… pero algo es algo.

—Dale tiempo — aconsejó Marina, despidiéndose de Abril con dos besos—. Creo que lo tienes en el bote.

—Ha sido un placer y una gran ayuda — añadió Jorge tomando sus manos a la vez y agitándolas ligeramente—. Te pido disculpas por abusar de tu tiempo. Espero que la cena sea un éxito.

—Abril, un día te voy a coger la palabra y te vas a arrepentir de ser tan “impulsiva”. Gracias otra vez.

Abril Maldonado rozó fugazmente los labios del profesor Estremera con los suyos.

—Tú sí que te arrepentirás algún día por ser tan testarudo…

Cuando salieron al exterior el frío salmantino se hacía notar. Apenas quedaba gente por las calles y, para combatir el frío reinante, aceleraron el paso.

Marina se colocó en medio de los dos hombres asiendo a cada uno por el brazo.

“Marina, eres feliz”, comentó para sí misma. “Tienes la suerte de estar en medio de los dos únicos hombres a los que quieres, cada uno a su modo, y de que compartan contigo sus conocimientos”

—Os invito a cenar — dijo de pronto—. Eliges, tú, Gregorio, que te conoces el terreno mejor que nadie.

—Vamos al apetece. Susana nos preparará algo delicioso y estimulante.

—No será otra de tus admiradoras secretas — indagó Marina.

—No, nada de eso. Tengo edad para ser su padre.

—Vaya una razón. Tienes casi veinte años más que la señorita Maldonado, y ya ves que no parece importarle.

—Si Gregorio dice que nos atenderán bien — terció Jorge — ya es suficiente garantía— ¿Está lejos?

—Retirado, pero no lejos. Al llegar a mi casa seguimos calle arriba hasta el Paseo Carmelitas y lo encontraremos enseguida, frente a las pérgolas.

—Pues vamos ligeros — dijo Marina avivando el paso—. Yo no sé vosotros, pero tengo un hambre terrible.

Recorrieron la ruta indicada por Gregorio hasta el número 43 del Paseo Carmelitas. El establecimiento estaba muy animado por las apuestas que un grupo de ingleses, estudiantes de Erasmus, realizaban en torno a una diana de aro estrecho en la que probaban su puntería con los dardos. Uno de ellos apostaba algunas libras antes de lanzar y cuando el resto aceptaba lanzaba los dardos con gran estilo. Si el dinero apostado no era mucho, solía fallar, pero cuando le doblaban la apuesta, su puntería resultaba infalible.

Susana estaba en la barra, como habitualmente, y su aspecto risueño y desenfadado no transmitía la sensación de que se trataba de la dueña. Gregorio se acercó a ella y le pidió consejo para impresionar a un par de amigos.

—Tengo nuestro mini cocido completo. No es muy abundante, ya sabes, pero está recién hecho y se os pasará el frío,

—Que sean tres. Vamos a sentarnos.

—Y de beber os sugiero un tinto de la casa. Nos lo elaboran en exclusiva en Toro y os aseguro que está delicioso — dijo mirando a los desconocidos Marina y Jorge.

—Son colegas míos. Ella es Marina y él es Jorge.

—Encantada. Los amigos de Gregorio son mis amigos.

—¿Qué ocurre ahí? — indagó Marina señalando a los lanzadores de dardos.

—Oh, un grupo de ingleses del Erasmus que están celebrando las vacaciones probando su puntería. Suelen venir cada noche. Ya hemos celebrado dos concursos de diana de aro estrecho y siempre gana uno de ellos.

—¿De aro estrecho? Eso quiere decir que también hay dianas de aro ancho…— razonó Marina.

—Bueno. Algo más ancho, pero no mucho. La versión inglesa es la de aro estrecho y la americana la del aro ancho. Luego hay que acertar en el punto exacto, según el tipo de juego. Aquí las dudas las resuelve mi marido y nadie protesta.

—Luego probaremos nuestra puntería — añadió Jorge—. De momento vamos con el mini cocido.

En efecto, mientras hablaban, les había servido tres fuentes con tres pequeñas cazuelas en su interior. Una con sopa de fideos, otra con garbanzos de Pedrosillo y otra con tocino, chorizo, morcillo, pollo y un relleno de pan, huevo y perejil.

Se tomaron la deliciosa sopa en la que predominaba el sabor del chorizo en absoluto silencio, saboreando cada cucharada. Desde el primer contacto con los labios la sopa elevaba la temperatura de cada comensal de una forma deliciosa y agradable. Los finos garbanzos de Pedrosillo, más pequeños que otras variedades, eran ideales para la pequeña cazuela en la que otras versiones de mayor tamaño darían necesariamente la sensación de escasez. Por último, la cazuela con “la carne”, como la denominaba Susana, era un prodigio de concisión. Cada porción estaba adaptada a su continente, pero su número y tamaño no desmerecían de un plato de mayor envergadura. El complemento del vino de la casa hizo que el resultado del cocido junto al tinto de Toro fuera de lo más tonificante.

—De postre os sugiero una leche helada, para desengrasar — dijo Susana cuando comprobó que habían terminado.

—De acuerdo — contestaron los tres al unísono.

Algunos estudiantes reconocieron al profesor Estremera y, bien por saludarle, bien por conocer más de cerca a sus dos acompañantes, se acercaron a la mesa.

—Profesor — dijo uno de ellos en correcto castellano—, ¿Querrá mostrarnos su acierto con los dardos como lo hace con la Historia?

—Yo no — respondió rápido el aludido—, pero mi colega lo hará encantado.

Ante el asombro de Marina Jorge se levantó y acompañó a los estudiantes hasta la diana. Empuñó los dardos de punta de plástico, los balanceó y planteó una pequeña apuesta, que fue inmediatamente aceptada por los expertos lanzadores ingleses. Jorge les hablaba en un correcto inglés ante la mirada divertida de sus compañeros de mesa.

El primer lanzador obtuvo la máxima puntuación en juego, seguido de un dubitativo Jorge. Los otros seis lanzadores quedaron muy poco por detrás, algunos con escasos puntos de diferencia.

La segunda manga fue más igualada, aunque Jorge quedó en primer lugar, seguido a muy corta distancia por el campeón inglés. En la tercera serie, simplemente jugó como un maestro. Al término de la partida, Jorge ya era el nuevo ídolo local y se había ganado el respeto de los estudiantes y más de 160 libras.

Marina aplaudía encantada cuando Jorge se sentó de nuevo a la mesa.

—¿Dónde has aprendido a lanzar así? — indagó asombrada.

—Yo también he sido estudiante. Solo que en las largas y frías noches de Oxford practicaba y practicaba para poder ganar a mis compañeros y ayudarme con los gastos locales. Se puede decir que soy un experto en dardos.

—Ya lo creo — comentó Gregorio—. Creo que se lo pensarán más de dos veces antes de retar a otros profesores.

Susana se acercó sonriente con los postres.

—Estáis invitados por los Erasmus. Nunca les habían dado una paliza colectiva como la de esta noche. Incluso el campeón se deshace en elogios. Me ha llegado a decir que tienes que ser profesional.

—Diles que lo soy. De este modo su ego queda a salvo — repuso Jorge—. Y aquí tienes 160 libras para el próximo torneo que organicéis — dijo entregando el dinero a Susana de modo casi imperceptible—. Se las he ganado a ellos y es lógico que las recuperen en premios.

—Ah, pues es muy buena idea — concedió Susana—. Se lo diré a mi marido para que vaya preparando un nuevo concurso.

La leche helada resultó ser una generosa copa de helado de leche merengada con canela. Gregorio, que ya la conocía, alabó sus cualidades. A los otros dos comensales les pareció exquisita.

Finalmente Gregorio creyó llegado el momento de profundizar sobre la investigación medieval de Jorge.

—Ahora que nos hemos reconfortado y que Jorge ha hecho valer su experiencia de estudiante en Oxford y hemos organizado un nuevo concurso de aro estrecho en apetece… ¿podemos saber qué es lo que estamos investigando? De esto modo me será más fácil reconocerlo cuando lo vea,

—Creo que yo lo sé — dijo Marina adelantándose a Jorge — ¿Me permites probar?

Jorge asintió con su habitual sonrisa, envolviendo a Marina con unos ojos negros que expresaban la admirando que sentía por ella.

—Jorge busca el acta matrimonial de la boda secreta de Pedro I “El Justiciero” y doña Inés de Castro, que se celebró en Bragança en 1354 ante el Obispo de Guarda, don Lorenzo.

—Así es — confirmó el aludido—. Es sabido que dicho documento no fue presentado jamás por el rey ante las cortes de Portugal, que así lo demandaban.

—¿Es probable que fuera robado o destruido? — indagó el profesor Estremera.

—Hay razones para pensar que los enemigos políticos de doña Inés lo hicieran desaparecer por cualquier medio, precisamente para no tener que reconocerla como esposa del rey y así deslegitimar a toda su descendencia — confirmó Jorge.

—Uno de sus objetivos era evitar que ni ella ni sus descendientes ocuparan jamás el trono de Portugal — añadió Marina.

—Quizá por este motivo, el rey promulgou o famoso Beneplácito Régio, que impedia a livre circulação de documentos eclesiásticos no país sem a sua autorização expressa — añadió Jorge.

Marina conocía la promesa que Jorge había hecho a su madre moribunda, pero no los motivos que le llevaron a pensar que podría cumplirla en Alba de Tormes. Gregorio, que desconocía esta parte, se preguntaba igualmente qué secretos escondía la antigua ciudad ducal que pudieran ayudar a resolver el enigma. Casi al unísono, Gregorio y Marina hicieron la misma pregunta.

—¿Qué te hizo pensar que la respuesta estaba en Alba?

Jorge hizo saltar sus ojos de una a otro varias veces antes de responder.

—Si no os importa, os lo cuento en otro momento. Es un poco largo.

Se levantaron, dieron educadamente las gracias a los estudiantes ingleses por su invitación y a Susana por el afable trato recibido y salieron del local.

El frío del exterior estaba siendo combatido eficazmente por el mini cocido, con la inestimable aportación del vino de Toro. Se dirigieron por la calle de Bordadores hacia la casa de Gregorio en un intencionado silencio. Si Jorge había dicho que contaría más tarde las pistas que le condujeron hasta Alba de Tormes, no serviría de nada insistir. Ya divisaban la Plazuela de Monterrey, que conecta con la Plaza Mayor a través de la calle Prior, cuando Jorge se detuvo.

—Espero que comprendáis que no quisiera contar nada más en público. — les confesó Jorge—. Ya he tenido demasiados percances, así que me he vuelto más cauteloso. En efecto, me pareció reconocer a alguien que ya había visto antes en otros sitios. ¿Casualidad? Puede ser, pero no lo creo en absoluto. No he querido dar pistas que puedan servir a terceros.

—Supongo que no eres la única persona que busca esos documentos — dijo Marina asombrando a los dos hombres una vez más con su intuición—. Todos esos lamentables sucesos que se te atribuyen en los lugares en los que has investigado no han ocurrido por casualidad.

—Marina, no sé cómo decirte lo mucho que te admiro — contestó un atónito Jorge.

Marina reconoció cuánto la halagaba el reconocimiento explícito de Jorge a su capacidad deductiva. “¿A qué mujer no le gusta sentirse admirada por el hombre al que ama?”

—Acabas de confirmar con tus palabras lo dicen tus ojos. Aunque tus labios callen, tu mirada es muy elocuente.

—Debo aprender a ser más comedido, entonces.

—No, mi niño. Me gusta que tus ojos me digan las cosas que escondes en tu corazón y que tu cabeza racional no te permite decir.

—Ya estamos casi en casa — medió Gregorio—. ¿Subes a tomar café?

—Es un poco tarde. Por otra parte, prefiero poner en orden las notas que Marina y yo hemos tomado hoy. Si os parece bien, quedamos mañana temprano.

—Ven a las 11. Ya no tengo que volver a la Universidad hasta dentro de tres semanas.

—Aquí estaré. Muchas gracias por todo.

Jorge esperó a que Gregorio se adelantara, reteniendo a Marina de la mano. Cuando la distancia le pareció prudente envolvió en un amoroso y tierno abrazo a la experta en misterios medievales que se ganaba la vida como Técnico de Cultura y Turismo en la cercana villa de Alba de Tormes.

—Marina — musitó—. No sabes la inmensa alegría que eres para mí y lo mucho que agradezco a los dioses de la historia que te hayan puesto en mi camino.

—Soy yo quien te está agradecida por despertar a Marina — dijo, como si se tratase de otra persona—. Sin duda no estaba dormida, pero, desde luego, no estaba del todo despierta.

Se besaron durante una fracción de segundo para no hacer esperar a Gregorio y se despidieron con un “hasta mañana, amor mío” que sonó casi simultáneamente.

Ambos reanudaron la marcha mirándose como dos adolescentes que se separan por primera vez después de la cita inicial y del primer beso.