INTRODUCCIÓN

LLUEVE, una vez más, en Alcobaça. Llueve tan suavemente que sientes que te mojas, aunque no ves la lluvia. Llueve sin descanso desde dentro del alma.

El rey don Pedro supervisa personalmente el estado de las obras de la que será la última morada de su reina, la esposa, la compañera, la confidente, la amiga… la amante.

La nave central del altar mayor del monasterio de los monjes del Císter, la Abadía de Santa María, acogerá, por propia decisión del rey justiciero, dos tumbas enfrentadas. La otra se la reserva para él mismo. Quiere, y así lo va dejar dispuesto, que lo primero que vean sus ojos en el despertar del juicio final sea el rostro de la luz de su alma.

Llueve con una cadencia eterna, suave. Más que lluvia parecen que las lágrimas de una legión infinita de ángeles se desbordan, incontenibles, sobre el doliente reino.

Mientras observa el trabajo de los canteros, que hábilmente van dando forma al que será el túmulo funerario de Inés de Castro, recuerda una y otra vez el día en que conoció a la que pronto va a descansar al lado del altar mayor.

Aunque no lo desea, no puede evitar pensar en el fatídico 7 de enero en el que, al regresar de una cacería, encontró a Inés degollada rodeada de sus tres hijos. Las mismas lágrimas de ellos, las del rey, las de los ángeles, las de la lluvia.

“Hasta el fin del mundo y más allá” fue su divisa. Inició una desesperada contienda contra su propio padre, el rey Alfonso IV, que conmocionó completamente al reino. Todo en vano. Para cuando su propia madre, la reina, intercedió entre ambos para evitar desangrar al país, los asesinos habían huido.

Habían pedido refugio y protección al otro lado del Duero, donde fueron acogidos por el sobrino del monarca portugués, el rey Pedro de Castilla. La diplomacia consiguió que los fugitivos fueran entregados a la justicia lusa, a cambio de otros prófugos reclamados por los castellanos.

Excepto a Diogo Lópes Pacheco, que consiguió escapar a Francia, a Alonso Gonçálvez y Pedro Coelho les hizo arrancar el corazón. Este acto no le devolvió la vida de su amor eterno, pero le hizo sentirse en paz consigo mismo haciendo justicia a su difunta reina.

Llueve tormentosamente en el corazón de don Pedro. Una lluvia salvaje. Gotas de sangre caen con furia tiñendo de pasión sus sentidos. “Inés, mi amada, mi vida. Ellos no tuvieron compasión contigo ¿Por qué habría de tenerla yo?”

Medio loco de amor, ante la insinuación de que Portugal se habría librado de tener a Inés en el trono, hizo que coronaran su cadáver, exigió juramento de lealtad a sus restos y que fuera reconocida y aceptada como reina por toda la nobleza, por todas las gentes, por todo el orbe…, Hasta el fin del mundo y más allá.

Su hija Beatriz, la que tanto le recuerda a su dulce esposa, le ve sufrir en silencio. Era la mayor y la que más dolor soportó viendo degollar a la madre. Heredera de su carácter protegió a sus hermanos, Juan y Dionisio, y les confortó hasta la llegada de su padre. Una mano suave se posa sobre el justiciero brazo, apenas el aletear de una libélula.

—Padre mío, venid. El maestro cantero quiere que veáis el trabajo concluido.

Juntos recorren la imponente nave hasta el altar mayor. Algunos nobles portugueses están presentes alrededor de la estatua coronada que representa a la mujer que, excepto su propia madre, era para don Pedro todo lo que una mujer puede ser para un hombre. La Inés consejera le pediría que no llorase delante de sus súbditos. No es propio de un rey.

Él sólo se considera un hombre que lo ha perdido todo. Ante la magnífica estatua de mármol blanco cae de rodillas y rompe a llorar. Llora sin consuelo, como un niño, como un hombre enamorado.

Beatriz también mira la efigie de su madre. El parecido es tal que ninguno de los presentes que la conocieron en vida puede evitar un sollozo. Llueve dentro y fuera de la Abadía.

Juan y Dionisio se colocan junto a ellos. No pueden ver a su padre llorar. No quieren ver a su padre llorar, pero no hacen ni dicen nada. Un rey puede y debe llorar si es necesario. Y ahora lo es.

Su hijo mayor, Fernando, habido con doña Constanza, acaba de llegar y abraza a su padre. No hablan, pero en ese abrazo está el discurso más elocuente que dos seres pueden pronunciar.

Mañana serán solemnemente enterrados los restos de la reina muerta de Portugal en el Monasterio de Alcobaça. Descansarán por fin en un lugar seguro, a salvo de insidias, celos, traiciones y conjuras.

—Nada podrán quitarte ya, alma mía. Y nunca podrán quitarnos nuestro amor. Descansa en paz, reina de mi ser. Este humilde siervo tuyo no tardará en hacerte compañía, donde quiera que estés.

Sus hijos le miran asustados.

—Padre, no digáis eso — le ruegan—. Vuestros hijos os necesitan. Portugal os necesita. La memoria de Inés os necesita.

Estas palabras, pronunciadas por Fernando, el hijo de la princesa muerta de celos según se rumorea, son las que más aprecia. De los hijos de Inés no le sorprenderían, pero en boca del hijo de la rival de ésta, son de mucho más valor.

Llueve en el alma del atormentado rey. Hace balance de los últimos 10 años y recrea los momentos más importantes vividos en una década. Su boda con doña Constanza, con la que casó por poderes sin conocerla; el día que descubrió a una diosa que decía ser la dama de compañía de la Infanta consorte; la abrasadora llama que los envolvió en un fogonazo cegador, nublando su razón y sus sentidos; el destierro de Inés a petición de la reina madre; las cartas que se enviaban; la muerte de Constanza que le trajo a Inés de vuelta a sus brazos, más no a su corazón, porque nunca se había ido…Nueve años más de felicidad, cerca de Coímbra, en la Quinta das Lágrimas y el malhadado día en que dejó a Inés a merced de sus verdugos.

—Aunque viva mil años nunca podré olvidar estos diez — se dijo en voz baja.

—Padre — continuó el infante Fernando—, no parece que la lluvia nos quiera abandonar hoy. Si os parece podríamos pernoctar en el cercano castillo de Alcobaça.

—Es una buena idea, más no para mí. Hoy me quedaré en las dependencias de la abadía. No voy a separarme de ella en este trance. Mañana, cuando toda la ceremonia haya concluido, regresaré a Lisboa.

Saben que el rey no va a ceder en su idea y no insisten. De modo que los tres hijos de Inés acuerdan con su medio hermano, Fernando, que se quedarán en Santa María al lado de su padre. Al lado del rey.

En el exterior el majestuoso espacio frente a la primera fachada gótica construida en Portugal se está empezando a desbordar por la llovizna. La inmensa plaza refleja el incesante llanto celeste, donde las etéreas y livianas gotas de lluvia se depositan blandamente en el suelo sin estremecer la superficie del agua acumulada. Es como si lloviese desde el interior de la tierra porque le han robado los restos de su reina. Como estar rodeado de lluvia, que no sientes, pero que te moja igualmente. Como un rocío que emerge directamente del suelo.

Llueve como siempre llueve cuando la tormenta ocurre dentro del alma.

* * *

Las fiestas de Octubre de Alba de Tormes estaban resultado un éxito, como cada año.

La participación de todos los albenses y de los visitantes forasteros en los actos al aire libre, así como los programados en los diferentes espacios culturales de la villa, daba como resultado un seguimiento masivo y Marina se felicitó internamente por ello.

“Algo de este éxito es por mi aportación”, pensó satisfecha. “Lo hemos conseguido entre Ana y yo”

Ya contaba con 32 años y seguía soltera. En el viejo reino de Castilla y León, se la tendría hace tiempo por una solterona. En la actual Junta de Castilla y León simplemente se decía que se le iba a pasar el arroz.

Trabajaba para el Área Municipal de Cultura del Ayuntamiento de Alba de Tormes, la orgullosa ciudad ducal, que cuenta entre sus hijos predilectos con la famosa Casa de Alba. Peinaba su pelo castaño con mechas más claras, pero siempre en tonos dorados. Sus ojos, color miel intenso, conferían a su agraciado rostro una armonía casi perfecta. No se podría decir que era muy alta, pero destacaba sobre la mayoría con sus 1,72 metros de altura. Vestía de modo informal, pero siempre conjuntada y con colores que favorecían la expresión de su cara. Verla caminar, resuelta y sin dudas, acentuaba su atractivo.

Sobre el escenario de la Plaza Mayor una pareja bailaba bachata urbana, un poco más suave de gestos que la tradicional, aunque el resultado era también muy sensual. A ello contribuía el vestido de la bailarina, que dejaba muy poco a la imaginación, dado que la parte más cubierta de su cuerpo eran sus brazos. Su vestimenta se resumía en unas largas mangas negras desde las muñecas hasta los hombros, que se anudaban con una cinta tras la nuca y con otra al sujetador de pedrería, una falda cortada literalmente hasta la cintura en tiras asimétricas y unas media muy sutiles.

El traje del bailarín consistía en una camisa marrón, con un gran escote en V en la parte delantera, hasta la altura del cinturón, y unos pantalones del mismo tono.

—Marina, toma algo con nosotros.

Cuatro de sus compañeros de corporación, Tina, Jaime, Quique y Blanca, sentados en una mesa a la derecha del escenario, le invitaban a unirse a ellos. “¿Por qué no?”, se dijo. Maquinalmente acercó una silla a la mesa y tomó asiento.

Los bailarines dejaron paso al pregonero de las fiestas, que, después de agradecer al ayuntamiento y corporación municipal el privilegio de su elección, ensalzó los valores de los albenses y su capacidad de transformación y reforma, al tiempo que glosaba las figuras de Santa Teresa, patrona de las Fiestas de Octubre y, de paso, a Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba, y a todos los personajes ilustres que habitaron la villa, como Lope de Vega, Garcilaso, Calderón de la Barca o Juan de la Encina, entre otros…

—Cada año dicen lo mismo — comentó Tina a su lado.

—Normal — asintió Marina—. No hay mucho más que contar.

—¿Qué tomarás, Marina? — terció el camarero.

—Vamos a arrasar la noche. Ponme una cerveza sin alcohol.

—Las fiestas muy bien, como siempre — añadió Jaime a su izquierda—. Lo que más me ha gustado hasta ahora es la muestra del comic rumano….lo digo sin ironía, que conste.

—Sí — admitió Marina—. Está siendo muy visitada.

—¿Cómo se os ocurrió una cosa así?

—Prácticamente nos lo ofrecieron. La Junta de Castilla y León, en colaboración con el Instituto Cultural Rumano, organiza una exposición itinerante por toda la comunidad. Se ha hecho en Ávila, en Valladolid… incluso en Madrid.

—Ah, entonces si viene de la capital del reino… supongo que trae el visto bueno del Palacio de Liria.

—No seas malo, Jaime. ¿Qué tendrá que ver la Duquesa de Alba con el cómic rumano? Además, está muy enferma. No creo que tengo tiempo para este tipo de preocupaciones.

—Ya se sabe que tiene intereses en todas partes — intervino Blanca.

—Menos aquí — dijo una voz a su espalda—. Hace tiempo que podrían haber restaurado el castillo ducal… o terminar la Basílica de Santa Teresa.

Era Julia, la jefa de Marina, un cargo político sujeto a los resultados electorales, pero que a pesar de los inevitables trasvases de poder llevaba en su puesto tres legislaturas. Julia se acercó a la joven y la tomó del brazo para llamar su atención.

—Te estaba buscando. ¿Podemos hablar?

—Claro. Esto es una asamblea democrática. Se alza la mano y se dice lo que sea.

—Déjate de coñas marineras ¿Cómo andas de portugués?

—Hace tiempo que no lo practico, pero supongo que me puedo defender.

—Tenemos una petición de un súbdito portugués para realizar un estudio sobre Santa Teresa y su reforma.

—¿Otro? Se hacen como dos al año.

—Sí, pero este viene respaldado por el estado vecino. Se trata de un prestigioso historiador y viene avalado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte del país. La carta de presentación la firma el propio Secretario de Estado para la Cultura, Jorge Barredo.

—Bueno ¿y qué tiene que ver conmigo?

—Ha solicitado la colaboración de alguien con conocimientos de archivística y biblioteconomía. Eso es lo que estudiaste en Salamanca, ¿no?

—Sí, así es; pero nunca pensé que lo necesitasen en Portugal.

—Bueno, cuando pasen las fiestas cerraremos algunos detalles con más tranquilidad. De momento, ¿cuento contigo?

—Por supuesto, Julia. Pero las fiestas duran nueve días y acaban de empezar. Si quieres que adelantemos alguna cosa…

—No hay prisa. Sólo se trata de dar traslado a la petición y confirmar lo solicitado. Se supone que el erudito portugués llegaría a primeros de Noviembre.

—Muy bien. Tengo tiempo de ponerme al día con el “gallego”

—¿Gallego?

—Los portugueses del norte llaman “moros” a los del sur, y estos llaman “gallegos” a los del norte.

—Bueno, sí. El portugués y el gallego se parecen mucho, en efecto.

—Uno es consecuencia del otro, como el valenciano y mallorquín lo son del catalán. Como la reconquista se hizo en vertical, las nuevas tierras conquistadas se repoblaban con gentes procedentes de los reinos antiguos. Lógicamente llevaron con ellos sus costumbres… y su lengua.

—Ahora lo entiendo. Así que “moros” y “gallegos”… Bien, la primera semana de noviembre te presentaré al historiador. Respecto a los protocolos de investigación, la confidencialidad y demás, lo iremos viendo sobre la marcha.

—Vale, mañana hablamos.

Julia dio media vuelta y se alejó lentamente hablando con unos y con otros hasta que abandonó la plaza.

—Vaya, ahora te ponen de niñera — bromeo Jaime—. Eso es que se han fijado en tu valía.

—Muy gracioso, Jaimito. Ya tuviste que soltar la “jaimitada”.

—No te lo tomes a mal, lo mismo está bueno y todo — añadió Tina en tono jocoso.

—Ya sabes que a Marina esas cosas no le importan — insistió Jaime—. No creo que el portugués tenga nada que hacer, por bueno que esté.

Marina terminó su cerveza sin alcohol con tragos cortos y pausados, con la mirada fija en el espumoso y dorado contenido de su copa. Sus pensamientos se detuvieron en las escenas en las que había dado por terminadas varias relaciones anteriores por la decepción sistemática que sus protagonistas le habían provocado. Incluso llegó a contar las veces que se había negado a iniciar siquiera un nuevo vinculo, convencida de la escasa valía de sus pretendientes, como había sido el caso del propio Jaime.

—Quizá tengo el listón demasiado alto y la mayoría de los hombres no dan la talla — dijo en voz audible—. No es nada personal, Jaime, pero sabes que tu forma de entender el humor no va conmigo.

—Vale, vale, lo siento. No pretendía ser sarcástico.

—¿Qué tal si damos una vuelta? — indagó Tina pretendiendo reconducir la situación.

—Está bien. Vamos a ver qué hay.

En el escenario tres chicos y dos chicas bailaban el último ritmo de moda. Los ajustados vestidos de las chicas se elevaban constantemente por encima de su ropa interior, a pesar de los leves tirones que daban de sus bordes para recolocarlos. Este continuo sube y baja desataba el delirio de la mayoría de los concurrentes, a tenor de sus gestos, gritos y frases alusivas.

—Es inútil que se estiren el vestido — dijo Quique—. Estas han venido a lucir bragas.

De repente, Marina tomó de los hombros a Quique y le colocó de espaldas al escenario.

—¿De qué color es el vestido de las chicas?

—Negro — repuso un atónito Quique.

—Error. ¿Llevan el pelo corto o largo?

—Ni idea — confesó—. Igual pueden ser calvas.

—Nuevo error. Los vestidos son uno naranja y el otro negro. Ambas llevan el cabello largo, una es rubia y la otra morena. Las bragas sí son negras, en efecto.

Marina soltó los hombros del sorprendido Quique para que pudiera girarse y comprobar lo que acabada de afirmar. Pero este tapó súbitamente los ojos a Marina con sus manos.

—¿Y los tíos como van, listilla?

—Uno lleva un esmoquin negro, con camisa blanca, pajarita y gafas de sol, otro un pantalón de lino beige con una camiseta cruda y una chaqueta crema y el tercero pantalones bermudas y una camiseta verde. Todos llevan zapatillas. El más guapo, el del pantalón de lino. ¿Algo más?

Quique estaba boquiabierto, como el resto. En ese momento todos comprendieron que mientras los demás veían un detalle insignificante e irrelevante de un todo, Marina era capaz de hacer una fotografía topográfica del conjunto y tener una visión completamente pormenorizada de lo que discurría ante sus ojos.

Muy alto debería estar ese listón, en efecto. Al alcance de muy pocos hombres.