Capítulo IV

GREGORIO se sentó en un cómodo sillón, a la derecha de Marina, con un libro aparentemente escogido al azar entre la montaña que inundaba su despacho. Era Doña Inés de Castro, Reina de Portugal, de Luis Mejía de la Cerda.

—Inés de Castro, la mujer que reinó después de muerta como si se tratase de un zombi medieval, nació en 1320 (o quizá en 1325) en el pueblo gallego de A Limia, Orense, con el estigma de la tragedia grabado en su alma. La prematura muerte de su madre, al poco de dar a luz, se tradujo en su traslado a Valladolid, gracias al parentesco de su padre con la familia real castellana.

—¿Su padre no se encargó de ella?

—No, probablemente porque la madre de Inés no era la legítima esposa de su padre. La educó una tía suya en el impresionante castillo de Peñafiel como dama de compañía de su prima doña Constanza Manuel[4], hija del conocido escritor el Infante don Juan Manuel, autor de “El Conde Lucanor” y sobrino de Alfonso X “El Sabio”. ¿Me sigues?

—Por ahora sí. Ya te interrumpiré si me pierdo.

—Nuestra Inés desarrolló una espectacular belleza, acentuada por su rubia melena, sus ojos azules y su esbelta figura, que suscitaba los mayores halagos entre sus allegados y parientes. Era como si la vida pretendiera compensarla por la tristeza de no haber podido abrazar a su madre.

—Una belleza así tendría muchas ocasiones y pretendientes ¿No tuvo ningún romance?

—Ninguno, si nos atenemos a las crónicas. — confirmó Gregorio—. Innumerables y gallardos caballeros, en efecto, solicitaron su amor sin éxito. No parecía que ningún hombre fuese de su interés… o bien sus expectativas eran superiores a los valores de sus pretendientes.

—Ahora se dice “poner el listón muy alto” — ironizó Marina ante la semejanza con sus propios criterios de selección.

—La fama de su belleza se extendió por todo el reino, pero era mayor la de su virtud. Muchos hidalgos le ofrecieron cuanto poseían; pero ella, siempre de forma correcta, agradecía su interés asegurando sentirse halagada pero indigna de tales dones.

—¿Era feliz al servicio de su prima?

—Muy feliz. Hasta que llegó la hora de casar a Constanza. Su destino empezó a dibujarse en 1336. Por aquel entonces las casas reales de Castilla y Portugal acordaron los esponsales de su amiga y pariente, doña Constanza Manuel, a la que casaron por poderes en la localidad de Évora con el infante Pedro de Portugal, hijo del rey Alfonso IV.

—¿Fue ahí donde se enamoraron Pedro e Inés?

—No. Una vez celebrada la ceremonia por poderes, la novia y su séquito regresaron a Castilla. Pasaron cinco años hasta que la novia se trasladó definitivamente a su nueva patria para cumplir su compromiso matrimonial y lo hizo en compañía de sus mejores damas, entre las que figuraba su prima doña Inés, que además era su fiel cómplice, confidente y amiga.

—Entonces el futuro rey de Portugal no conoció ni a su esposa ni a doña Inés hasta cinco años después de celebrarse la boda por poderes.

—Así es. No olvides que lo que se había concertado y celebrado fue una boda de conveniencia entre las casas reales de Castilla y Portugal, cinco años antes, y que ambos contrayentes residían en sus respectivos reinos.

—Por lo que recuerdo del libro de Luis Vélez de Guevara, cuando don Pedro descubrió a Inés de Castro se enamoró perdidamente de ella — evocó Marina — y ella de él.

—Así fue, en efecto. Según los cronistas se conocieron un día antes de la consumación matrimonial. El Infante heredero se quedó maravillado al contemplar la singular belleza de la dama de su esposa. Para terminar de complicar la situación a doña Inés le ocurrió lo mismo. Por primera y única vez se sintió ardiendo de amor por un hombre, nada menos que el marido de su señora y amiga.

—Un terrible episodio de amor a primera vista. Un flechazo, que diríamos ahora.

—Un gigantesco y trágico flechazo diría yo. Inés, que había sido pretendida y había rechazado los galanteos de los más hermosos donceles, se sintió fascinada y cautivada por la gallardía de don Pedro y se enamoró perdidamente del esposo de su prima. De este modo y porque el corazón no entiende de razones de estado, el estado de la razón entre ellos no existía. Solo un apasionado idilio, secreto al principio, pero que acabó siendo un fuego devastador que abrasó a toda la corte y a todo Portugal.

Marina asintió con la cabeza.

—El verdadero amor es imposible de esconder, como me acabas de demostrar tú mismo, tanto entonces como ahora.

—Puedes imaginar el escándalo entre la nobleza. No se hablaba de otra cosa en todo el reino. Tanto que el mismo rey Alfonso IV, aconsejado por su propia esposa, envió a Inés al exilio en el año 1344 a Alburquerque, muy cerca de la frontera con Portugal, pero en las Extremaduras de Castilla.

Marina recordó cómo había dejado atrás la cómoda villa de Alba para intentar atrapar un puñado de agua con la única ayuda de sus manos. Si doña Inés tenía la mitad de su determinación, este forzoso retiro nunca podría dar el resultado esperado.

—Obviamente no funcionó — dijo elevando sus pensamientos a la categoría de discurso hablado—. Un amor de esa naturaleza es muy capaz de vencer al tiempo y a la distancia. No era el mejor modo de romper su relación.

A Gregorio, al contrario que otros doctos profesores, le agradaba que sus oyentes hicieran comentarios alusivos a la comprensión de sus explicaciones. Esto le servía para confirmar si estaba siendo atendido y entendido.

—Y no lo fue, como bien dices. La correspondencia epistolar de la época era menos inmediata que el whatsapp con el que me martirizan en clase todos los días, pero consiguió mantener viva la pasión de los jóvenes como muestran las encendidas cartas que se intercambiaban.

—¿Y no se les ocurrió otra cosa mejor?

—Pues sí, pero con los mismos o peores resultados. Con el fin de desacreditar a la que consideraban la prostituta del infante se pidió a varios apuestos nobles de Portugal que cortejaran a la joven para presentarla como infiel e indigna de don Pedro, pero todos fracasaron al igual que había ocurrido con los nobles castellanos años atrás.

—Me imagino la amargura y decepción de doña Constanza ante la traición consumada de su esposo con su propia prima y su mejor amiga.

—Aunque devorada de celos, doña Constanza Manuel cumplió a la perfección su papel de esposa del futuro rey. Había dado a luz tres hijos: En 1342 nació María; en 1343 alumbró a Luis, que moriría a la semana y en 1345, un año después del destierro de Inés, llegó Fernando que luego sería rey de Portugal y en cuyo parto falleció, dicen que consumida por los celos a pesar de que su rival llevaba más de doce meses en el exilio.

—¡Qué triste final para Constanza! Sin duda una víctima inocente en toda esta tragedia. Hay romances al respecto sobre este hecho.

—Y hasta un pasodoble — añadió Gregorio—. La parte positiva es que el infante viudo hizo regresar a su amada y se apresuró a oficializar el amor que profesaba y recibía de doña Inés de Castro. La parte negativa es que esta relación nunca fue bien vista ni consentida por una importante facción de la nobleza y del propio rey Alfonso IV, desconfiado ante una posible intervención castellana en su reino.

—¿Cuáles podían ser las sospechas?

—Se rumoreaba que los hermanos de Inés tenían gran influencia sobre el joven príncipe, lo que incrementaba el poder de la casa de Castro en Castilla, en detrimento del propio rey castellano. Eso hacía pensar que el belicoso reino vecino podría intervenir en Portugal para eliminar el peligro.

—Sólo eran hipótesis. Meras especulaciones políticas.

—Tienes razón. Las cuestiones políticas son una de las facetas del ser humano que menos ha evolucionado a lo largo de la Historia y, sin embargo, cada vez está más perfeccionada.

—¿No te gustan los políticos?

—No me gustan los políticos profesionales, los que viven de la política y nunca han trabajado en otra cosa. Algunos tienen una licenciatura que nunca han ejercido y otros, simplemente, ni siquiera tienen estudios.

—Perdona la interrupción. Estábamos en que la nobleza portuguesa consideraba a doña Inés una amenaza para la integridad nacional.

—También defendían que trataban de preservar y mantener los derechos dinásticos del nieto real, Fernando. Algo que el propio infante don Pedro no tenía intención de impedir, a pesar de todo, sabedor de que un primogénito, y, además legítimo, siempre cuenta con las simpatías de la mayor parte de la corte.

Marina no pudo evitar recordar el equívoco entre el profesor y ella sobre si los apellidos de Jorge eran de Castro Guimarães o Guimarães de Castro.

—Inés de Castro… ¿Crees que “mi Jorge” tendrá algo que ver con ella?

—El apellido Castro o de Castro es bastante frecuente en Portugal. De hecho, a primeros del siglo XX, se nombró a don Manuel Inacio de Castro y Guimarães primer conde de Castro Guimarães.

—Vaya, qué casualidad. Perdona, continúa, por favor…

—Fueron nueve años de felicidad absoluta en los que la desgracia, que perseguía a Inés desde su nacimiento, pareció olvidarse de ella. La pareja se trasladó a Coímbra a vivir su pasión en el Pazo de Santa Clara, conocido como la quinta “Das Lagrimas”, donde concibieron a sus cuatro hijos: Alfonso, en 1346, que murió a los pocos días de su nacimiento; Beatriz, en 1347, que posteriormente casó con el infante Sancho de Castilla; en 1349 nació nuestro segundo señor portugués de Alva, don Juan, y en 1354, nuestro primer señor portugués de Alva, don Dionisio.

—Pues me temo que muchos albenses desconocíamos esta faceta de nuestros antiguos señores feudales. Continúa, por favor.

—Inés era completamente feliz, sobre todo tras la llegada de sus hermanos Álvaro y Fernando de Castro. Tenía a su esposo, a sus hijos, a sus hermanos… El paradigma de la satisfacción terrenal.

—¿Su esposo? ¿Llegaron a casarse?

—Si… y no.

—Me temo que no te entiendo.

—Se dice que en 1354, cuando nació Dionisio, don Pedro y doña Inés contrajeron en Bragança un matrimonio secreto que fue oficiado por el obispo de Guarda, don Lorenzo. Lamentablemente ningún acta matrimonial o documento acreditativo puede atestiguar este supuesto enlace. En cualquier caso la simple noticia de esta boda no gustó nada a los nobles descontentos con la influencia creciente de doña Inés y sus hermanos. Además de que muchos de los hijos de las principales familias habían sufrido el desdén y el desprecio de la altiva Inés, a la que consideraba simplemente como la puta del futuro rey.

—¿No contaba con el apoyo de su padre o de su madre?

—Quizá la reina madre, de origen castellano, había olvidado sus reticencias con la muerte de Constanza y no existir, por tanto, el adulterio. Pero no fue nunca del agrado del monarca portugués, cuyos consejeros llegaron a denunciar una conjura para asesinar al joven Fernando y pasar así los derechos de sucesión a los hijos “de la puta”, lo que dejaría a Portugal a merced del reino vecino y rival. Como consecuencia de todo ello al poco tiempo las cortes ordenaban el asesinato de doña Inés con el fin de despejar el hechizo que ejercía sobre el joven príncipe… y desmontar la hipotética conjura castellana contra su reino.

—Una mezcla difícil de digerir. Por un lado las excusas políticas, más o menos inventadas, pero que parecen probables… Por otro lado la envidia por el amor que Inés y Pedro se profesaban, el temor a la posible influencia de Álvaro y Fernando, el despecho por el fracaso propio o de sus vástagos: Un cóctel explosivo.

—Inés fue para don Pedro todo lo que una mujer puede ser para un hombre, excepto su propia madre. Fue su amiga, su confidente, su amante, su concubina, su esposa y la madre de sus hijos durante nueve apasionados años. Pocos amores se conocen tan intensos, tan fuertes, tan puros y tan trágicos a la vez. Pero los buenos tiempos se estaban terminando.

—¿Qué pasó después?

—En enero de 1355, poco después de la supuesta boda y aprovechando que don Pedro estaba de cacería, el rey y varios conjurados se desplazaron a Coímbra para ejecutar el mandato de las cortes.

—Ejecutar… nunca mejor dicho. Espera. ¿Has dicho 1355?

—Sí. A Inés de Castro la asesinaron el 7 de enero de 1355. Los que se oponía a ella argumentaron que solamente perseguían disminuir las pretensiones de la poderosa casa gallega de Castro, representada por los hermanos de doña Inés, don Álvaro y don Fernando, a los que acusaban de la castellanización del futuro rey. Matando a Inés se impedía su ascensión al trono y la influencia que los cuñados pudieran ejercer con don Pedro.

—1355, 1355. Seguro que tiene relación con Jorge. ¿No lo crees así?

—Reconozco que es muy probable, en efecto.

—Discúlpame otra vez. ¿Por qué don Pedro no actuó contra los instigadores en defensa de su esposa?

—Su aislamiento voluntario no favorecía la llegada de noticias. Hoy se dicta sentencia y lo sabe todo el mundo al instante. Pero las resoluciones de las cortes tardaron en llegar a sus oídos y, aun así, don Pedro pudo pensar que nunca se atreverían a tanto.

—¿Se sabe quiénes auspiciaron esta resolución de las cortes?

—Los principales instigadores de este mandato fueron tres nobles señores muy influyentes y enemigos de los Castro: Alonso Gonçálvez, Pedro Coelho y Diego López Pacheco[5].

—¿Y el rey consintió en matar a la esposa de su propio hijo? —preguntó una Marina incrédula.

—Dudó el rey, por supuesto. Aunque por una parte veía peligrar los derechos de su primer nieto, Fernando, hijo de Constanza, por otra parte consideraba una acción demasiado injusta y cruel matar a una mujer inocente de toda culpa… Lleno de incertidumbre se dirigió con los principales conspiradores hacia la residencia de la pareja. Cuando Inés supo que el rey estaba en el cercano monasterio de Santa Clara intuyó sus intenciones. Se rodeó de sus hijos y salió a esperar al monarca, a quien supo conmover con lágrimas y súplicas. “¿Matarás a la mujer que ha hecho feliz a tu hijo para satisfacer las intrigas de tus nobles?, dijo Inés. “No puedo. Pero guárdate Inés. Hay poderosos caballeros que no quieren que ni tú ni tu estirpe ocupéis el trono de Portugal”, contestó el rey.

—Fue una noble acción por su parte.

—En principio, sí. Cuando el rey se despidió, Inés ordenó dar aviso urgente a su marido y, seguidamente, hizo esconder a sus hijos. Algunos de los conjurados que se habían desplazado para contemplar la muerte de Inés, entre ellos los ya citados Gonzálvez, Coelho y Lópes Pacheco, suplicaron al rey que les permitiese cumplir el mandato de las cortes. No debió oponer mucha resistencia el anciano monarca, puesto que los mencionados caballeros regresaron a buscarla y tras afirmar que la nobleza portuguesa nunca la reconocería como reina, la mataron cobardemente.

—¡Qué triste final para un amor tan inmenso! Imagino la reacción de don Pedro.

—Fue la esperada, lógicamente. Dispuso sus tropas ante su despiadado padre y asedió al reino durante dos años. Portugal se vio envuelto en este conflicto familiar hasta que ambas partes lograron reconciliarse por la intervención de la reina madre que no quería ver a su hijo o a su esposo dándose muerte el uno al otro. En 1357, poco tiempo después, el anciano monarca Alfonso IV fallecía con el reino teóricamente en paz.

—Para una madre debe ser terrible ver enfrentarse a su marido con su propio hijo.

—Nada recomendable, como es fácil de imaginar. En cualquier caso la muerte del rey nada tuvo que ver con la contienda. Ese mismo año Pedro I asumió el trono con la intención de honrar la figura de su muy amada Inés. En 1360 las mismas Cortes portuguesas que ordenaron su muerte reconocían el matrimonio celebrado secretamente entre Pedro I e Inés de Castro y, consecuentemente, aceptaban a la difunta como legítima reina de Portugal.

—Realmente reinó después de morir. Qué amarga venganza.

—En realidad la venganza de don Pedro no había hecho más que empezar. Se dice que, medio enloquecido, ordenó exhumar los restos fúnebres de Inés, la sentó en el trono, la hizo coronar y obligó a toda la corte a rendir ante su cadáver los honores debidos a una reina. El cronista Fernando López nada dice sobre esta exhumación ni esta dantesca ceremonia, por lo que otros historiadores suponen que el origen de esta leyenda, si es que no fue real, pudo estar en la costumbre que existía en Portugal de besar la mano del cadáver de los reyes, o también en que en los siglos XIV y XV las efigies de los reyes, modeladas en cera, se colocaban sobre el túmulo funerario. Quizá fue una efigie de Inés lo que sentó don Pedro en el trono, haciendo que su imagen, no sus restos mortales, recibiera los honores y homenajes debidos a su condición de reina.

—¿Y qué fue de los asesinos?

—Dos de los tres ejecutores de la muerte de Inés pagaron su crimen de un modo horrible: A Pedro Coelho, el primero de ellos, le arrancaron el corazón por el pecho, y al segundo, Álvaro Gonçalves, por la espalda. Diego Lópes Pacheco, también refugiado en Castilla, había obtenido del rey el señorío de Béjar y el reconocimiento de uno de sus hijos, que fue nombrado conde de Escalona. Siguió viaje hasta Aviñón, en Francia, donde circunstancialmente se perdió su pista. Al menos yo no tengo más conocimiento de este personaje.

—¿Doña Inés fue enterrada como reina, después de todo?

—Aparentemente, sí, puesto que sus restos en el monasterio de Santa María de Alcobaça están situados frente a los de su atribulado y amantísimo esposo. Los funerales que se hicieron a Inés fueron suntuosos. Su cuerpo fue depositado en una tumba de mármol blanco, con una efigie coronada que Pedro había hecho preparar de antemano con seis ángeles protectores esculpidos junto a la representación del cuerpo de su luz y su vida. Frente a ella dispuso que se preparara su propia sepultura, ya que quería que el día de la resurrección, al levantarse, la primera imagen que vieran sus ojos fuera la de su amadísima Inés.

Marina experimentaba una tremenda compasión por el trágico destino de la infortunada reina muerta, la más amada de las mujeres por un solo hombre y la más odiada por la mayoría.

—Gregorio, esta historia me está conmoviendo — confesó por fin—. Me resulta inconcebible una actuación semejante.

—No eres la única persona a la que este drama medieval ha emocionado — dijo comprensivo—. Este intenso y sublime amor ha cautivado a escritores, dramaturgos, poetas, directores de cine y teatro, incluso a pintores, a lo largo de la historia. El valenciano Martínez Cubells, 19 años más joven que Sorolla, reflejó este póstumo acto de pleitesía en su famoso cuadro también titulado “Reinar después de morir” que, desgraciadamente, se perdió en un incendio.

—Tengo una mezcla de sana envidia y sentimientos encontrados. No sé si es preferible ser una Inés y ser amada tanto como amas o llevar una vida más vacía, pero tranquila y placentera.

—Quizá por eso no me he casado.

—No digas eso. Cualquier mujer estaría encantada de ser tu pareja.

—Ahora ya es tarde; pero antes, sin pasar por la vicaría, nada de nada.

—Sí, es cierto. Ahora hay menos bodas. Lo que me lleva a pensar que si finalmente sus padres se casaron, los señores de Alva no fueron bastardos, después de todo.

—Aquí tenemos otro punto confuso. Como dije antes, el acta o documento probatorio de esa supuesta boda nunca se pudo exhibir. Probablemente fue robado o destruido por los conjurados, de manera que, legalmente, no hubo tal matrimonio.

—Quizá nunca existió, en realidad.

—Don Pedro intentó a toda costa legitimar a los hijos tenidos con el amor de su vida al afirmar que se había casado secretamente con Inés en 1354 en Bragança «en un dia que no recordaba». La palabra del rey, de su capellán y de su escudero, Alfonso Madeira, fueron las pruebas necesarias para legalizar su enlace.

—Pero no hubo prueba documental…

—Nunca se mostró. A la muerte de Pedro su primer hijo Fernando es quien accede al trono. Cuando éste falleció sin herederos varones, sus hermanastros Juan y Dionisio quisieron hacer valer sus derechos dinásticos, antes que los de su sobrina Beatriz, la hija de su hermanastro Fernando. No obstante fueron rechazados por gran parte de la nobleza que los volvió a considerar ilegítimos, y por lo tanto, bastardos.

—Estamos como al principio, entonces. ¿Qué te parece si lo dejamos por hoy?

—Por mi está bien. Ahora ya puedes situar el contexto humano de los señores de Alva, además del histórico. Espero que te sirva para algo positivo.

—Me sirve para entender que los frutos del amor más grande que ha vivido la península Ibérica nacieron, crecieron, vivieron y murieron como bastardos, a pesar de la voluntad de sus padres.

—Ya ves. Parece que “el que nace bastardo, muere bastardo”, como le has comunicado a Jorge.

—Vuelves a tener razón. Hora de cenar.

—Perfecto. Vamos a la cocina y mañana seguimos. Si necesitas repasar o consultar cualquier cosa, mi despacho está abierto.

—El problema es que realmente no sé lo que buscamos. Aunque seguro que Jorge sí lo sabe — razonó.

Cenaron frugalmente y en silencio. Cuando finalmente Marina se retiró a su dormitorio, su mente repetía intermitentemente una cifra: 1355, 1355, 1355. Ahora no le cabía ninguna duda de que los sufijos de las direcciones de correo de Jorge representaban el año de la muerte de Inés de Castro.