Capítulo VIII
HABRÍA dormido alrededor de una hora cuando se despertó sobresaltada. De nuevo la imagen de la señora de Alva, doña Beatriz, abriendo huecos en las paredes y agujeros por los suelos del Alcázar, la perseguía en su sueño mientras que Jorge, oculto entre las sombras y vestido con las ropas de su misterioso acompañante, solicitaba su favor. Se encontraba confusa y aturdida. Sacudió la cabeza y decidió que tenía que ayudar a Jorge a cualquier precio.
Buscó a Gregorio, que seguía en su despacho enfrascado en la revisión y estudio de sus incontables libros.
—Hemos pasado por alto que Jorge conoce también las andanzas de Beatriz de Alva, quizá por alguna referencia encontrada en las crónicas de don Pero Niño.
—Algo así ha debido suceder, en efecto — añadió Gregorio —; pero seguimos sin saber dónde está y por qué se esconde.
—Se esconde porque ha matado a un hombre en legítima defensa — intuyó Marina—. Supongo que su compañero de interés común por la prevalencia de la estirpe, sabedor de lo cerca que estaba de descubrir el acta matrimonial de don Pedro y doña Inés, intentó librarse de él y Jorge se le adelantó, aunque no me explico cómo.
—¿Y el móvil?
—Es lógico pensar que al igual que Jorge quiere encontrar esa prueba, otras personas quieran evitar que la encuentre o, incluso, destruirla si la encuentran antes. El móvil es la prevalencia o no de la bastardía en la estirpe de Inés de Castro.
—Todo suena lógico, pero no dejan de ser hipótesis — admitió Gregorio—. Aunque, la verdad, no tenemos otra cosa a la que agarrarnos.
—Si tenemos. Si Jorge está vivo estará oculto en cualquier rincón esperando una señal de nuestra parte, una llamada.
—No podemos llamarle al móvil. Lo tiene la policía — recordó el profesor.
—Gregorio, deberías saber más sobre móviles. Y yo debería haberme dado cuenta antes. Si Jorge tenía una tarjeta prepago nada le impide tener otra igual. Basta con solicitarla por extravío o por robo o pérdida. Comprueban su identidad, verifican que era el titular del número en cuestión y le dan otra.
—¿Entonces?
—He tardado un mundo en caer en ello. Le voy a enviar un mensaje ahora mismo. Tiene que estar esperando que le confirmemos la situación.
Marina encendió su Smartphone y abrió la aplicación de mensajería instantánea. Buscó entre sus contactos a Jorge, seleccionó su perfil y escribió un mensaje en la ventana de texto. “Lamentamos confirmar la identificación positiva del cadáver de Jorge de Castro. Descanse en paz. Mañana asistiremos a su repatriación a Londres, su lugar de residencia, desde el aeropuerto de Matacán. No habrá excesivos gastos, ya que el cambio de la libra esterlina se muestra muy ventajoso”.
Mostró el texto al sabio historiador y, ante su señal de aprobación, pulsó “Enviar”
Una tilde de color verde, o check, se encendió a la derecha del mensaje indicando que se había enviado. Enseguida un segundo check se añadió al anterior.
—Ya lo ha visto — afirmó Gregorio — Se acaba de encender el segundo comprobante.
—El doble check, o el segundo comprobante como tú lo llamas, indica que el mensaje se ha recibido en el terminal de destino, pero no es prueba de que se haya leído. Eso sólo lo sabremos cuando responda, si es que lo hace.
Gregorio iba a replicar cuando un mensaje procedente del número de Jorge apareció en la pantalla. Marina lo revisó unos segundos antes de pasar a leerlo en voz alta.
—“En Londres ya conocen lo sucedido y actuarán en consecuencia. Lamento no poder presenciar el embarque, aunque celebro que el cambio de la libra resulte positivo. Por lo demás, prefiero la verdad antes que la paz”
—Mensaje recibido — afirmó Gregorio—. Tiene que seguir oculto, sabe que hemos descubierto lo que escribió en los billetes de 10 libras y se esconde en algún lugar de las dependencias de la Universidad de Salamanca.
—¿Cómo lo has podido deducir?
—Esa frase “La verdad antes que la Paz” la veo a diario cuando voy a mis clases. Está escrita sobre la pared de la casa del rector Unamuno, que, como sabes, lo fue por dos veces de esta Universidad.
—¿Por qué allí?
—Porque tenemos fácil acceso al recinto universitario, porque está relativamente cerca de mi casa, porque con las vacaciones de Navidad el recinto está casi vacío y porque es un sitio en el que los amigos de su presunto vigilante no le buscarían
—¿Pero y si alguien sospecha de él y avisa a la policía? — se angustió Marina—. Si todo ha sido en legítima defensa ¿por qué esconderse?
—No está escondiendo a Jorge. Creo que lo que pretende es ocultar al hombre del abrigo azul, dado que a él se le considera oficialmente muerto.
—Tienes razón. El asesino, si hubiera conseguido su propósito, trataría de pasar desapercibido unos días.
—Así es, solo que Jorge no se puede esconder en su hotel ni en mi casa, obviamente.
—¿Crees que el hombre del abrigo actuaba sólo?
—No lo sé; pero Jorge parece suponer que sí. Si esa persona hubiera estado actuando por su cuenta, de forma aislada, no se escondería. Si lo hace es porque nuestro amigo tiene motivos para considerar que su agresor actuaba por encargo de otros.
—¿Estás seguro de que el misterioso doble de Jorge trabajaba para terceros?
—Cada vez más. Y creo que pretende hacer creer a esas personas que se está escondiendo para que no le relacionen con el caso. Recuerda que no quería dar pistas…
—… que pudieran servir a terceros, en efecto — concluyó Marina—. Yo pensé que se refería al hombre del bar.
—Supongamos que te contratan para seguir a un hombre, digamos a Jorge, y que, de un modo u otro, el vigilado aparece muerto. Todo parece indicar que ha sido un accidente o un suicidio, pero hay gente que te ha visto en compañía del fallecido, además de tus jefes… Lo normal es que te escondas hasta que todo se calme.
—Suena lógico, Gregorio; pero más tarde o más temprano se querrán poner en contacto con él, averiguar qué ha descubierto, pagarle lo estipulado… no sé.
—Tarde o temprano caerán en la cuenta de que el cadáver de Jorge era en realidad el de su presunto verdugo y se pondrán nerviosos. Tenemos poco tiempo para poner a Jorge a salvo.
—¿Dónde? En Salamanca no se podría esconder ni siquiera en tu casa. La tendrán vigilada como dices…
—Pensemos con lógica. Una vez muerto Jorge, en un lamentable accidente, lo normal es que tú te vuelvas a Alba. Viniste en busca de él, lo has encontrado y ha fallecido. Tu permanencia aquí sólo levantaría sospechas. Además de ponerte en peligro.
—¿A mí?
—Y también a mí. Si sigues investigando considerarán que Jorge te pasó información relevante para resolver el caso y te querrán… nos querrán quitar del medio — rectificó Gregorio.
—Muy bien. Pero no me puedo volver a Alba y dejar a Jorge abandonado.
—Claro que no, mi querida Marina. Por eso lo llevarás contigo.
La muchacha miró con estupor a su admirado profesor. Generalmente acertaba en sus apreciaciones pero lo que acababa de proponer le resultaba muy poco sensato.
—Gregorio, ¿estás seguro de lo que dices?
—Completamente. Nadie le buscará en Alba, la villa de la que salió huyendo por duplicar su patrimonio documental sin autorización. Si no se deja ver estará a salvo hasta que podamos aclarar todo… alguna vez. ¿tienes algún sitio discreto donde esconderle?
—La antigua granja de mis padres. Voy con frecuencia para mantener la propiedad y evitar su ruina, cuido los campos, desbrozo las malezas y poco más. Es una construcción grande y está aislada.
—Perfecto. Esta noche iremos a la universidad. Estacionaremos tu coche en el aparcamiento de profesores con la excusa de que necesito recoger unas cosas. Pondremos a Jorge en el suelo del coche, al menos hasta salir del garaje. Yo os acompañaré después hasta que me dejéis en casa, con toda normalidad. Luego sigues hacia Alba tranquilamente.
—Parece un buen plan. Creo que funcionará.
—No hay muchas alternativas. No hay plan “B”.
—El plan “B” sería que Jorge se entregase a la policía.
—Si hubiera querido hacerlo, ya lo habría hecho. Me temo que no hay plan “B”.
—Sólo falta advertir a Jorge para que esté preparado. Eso es cosa mía.
—Sí, reconozco que las tecnologías de la información me han pillado un poco mayor.
—No te busques excusas. Tienes que tener un móvil de última generación para que nos podamos comunicar mejor. Prométeme que te harás con uno mañana mismo. Y de paso ganarás puntos con tus alumnos más tecnológicos.
—Creo que te haré caso.
Marina agradeció la predisposición de su anfitrión con un beso en la mejilla. Después activó su terminal y remitió a Jorge el siguiente mensaje: “Confirmado el fallecimiento de Jorge de Castro nada me retiene en Salamanca. Dentro de una hora ayudaré a un amigo a recoger algunas cosas que guarda en el garaje de la universidad y me volveré a casa”. Seguidamente, pulsó “Enviar”. Un doble check, y “12:45” junto al texto enviado informaba de la hora en la que el receptor había recibido su mensaje. Estaba casi segura de que también había sido leído ya que el indicador de estado del dispositivo de Jorge mostraba “En línea”.
A las 13:30 salieron en busca del coche que Marina había dejado en un parking público a su llegada a la ciudad y se dirigieron a la cita con Jorge.
Una hora después de haber enviado el mensaje Gregorio y Marina accedieron al aparcamiento de profesores del recinto universitario. No había muchos coches en su interior y la iluminación era escasa, dadas las fechas. Tras unos momentos de incertidumbre, Jorge surgió de detrás de una de las columnas y se abrazó a sus dos amigos.
—¡Jorge, qué mal rato nos has hecho pasar! — le reprochó Marina abrazándole hasta hacerse daño.
—Supongo que parecido al que he pasado yo — se defendió el referido — ¡He matado a un hombre!
—Lo sabemos y suponemos que era tu vida o la suya — respondió Marina.
—¿Cómo os distéis cuenta?
—Nos pidieron identificar tu cadáver — intervino Gregorio—. Posteriormente Marina se dio cuenta de que no eras tú, pero no lo hemos comentado con nadie, dando por hecho que preferías que se te considerase oficialmente muerto.
—Muy inteligente.
—Gracias. Supuse que si querías que te dieran por muerto yo no podía torcer tu voluntad.
Gregorio, con la cabeza más fría, le conminó a entrar cuanto antes en el coche y a que se ocultara en la parte de atrás para salir del garaje sin ser visto ni captado por las cámaras de seguridad del recinto. Una vez en el interior del pequeño vehículo Jorge se adaptó al espacio entre los asientos delanteros y traseros y permaneció inmóvil.
Gregorio subió rápidamente a su despacho para justificar su presencia y coger algunos expedientes académicos que no necesitaba en absoluto. Regresó al garaje y se dispusieron a salir al exterior. Los asientos delanteros del coche estaban algo más adelantados de lo habitual, pero este dato resultaba imperceptible para las cámaras de seguridad y para el vigilante que, desde su garita, les deseo unas felices navidades.
—Felices fiestas, Matías — le contestó Gregorio.
—Ya hemos salido, pero no te muevas hasta que te avise — advirtió Marina a Jorge—. No tardaremos mucho.
—Llevo tanto tiempo sin descansar que puede que me quede dormido de un momento a otro — contestó el aludido.
—Aunque me muero de ganas de saber lo que ocurrió, lo mejor es que reposes un poco — convino Gregorio—. Ya habrá ocasión.
Tras un breve trayecto hasta la entrada a la zona peatonal, Marina detuvo el coche del que descendió Gregorio con los expedientes que había recogido. Luego, con toda tranquilidad, se acercó a la ventanilla de Marina y se despidió cordialmente de ella.
—Cuánto lamento lo sucedido, Marina. De todas formas agradezco la confianza que has depositado en mí, aunque no te haya servido de nada.
—Yo también lo siento, profesor. Cuídate mucho.
Poco después el coche bajaba por el Paseo Carmelitas con dirección al río. Cruzó el puente Sánchez Fabres y giró en la rotonda hasta alcanzar la autovía de Madrid. Tomó el desvío de Alba de Tormes en la gran rotonda del Paraje de la Pellejonas y cuando estuvo circulando por la CL-510 Marina se atrevió a dejar de sentir miedo. Conducía con extremada delicadeza, pero dentro del límite de la velocidad permitida. En una recta con mucha visibilidad giró la cabeza brevemente hacia la parte trasera de su coche y no observó nada extraño, salvo una respiración cadenciosa y acompasada. Jorge dormía como un bebé.
El viaje apenas duró veinte minutos. Llegaron a su casa, en la colonia El Mirador, situada un kilómetro antes del puente medieval que daba acceso a la villa. Acercó el coche a la puerta de su garaje y accionó el mando a distancia para abrir el portón metálico. Antes de que abriera del todo, inició la entrada al pequeño espacio que quedaba para el coche y que compartía con estanterías, botelleros, arcones y armarios metálicos en sus paredes. Con un gesto de alivio cerró la puerta del garaje y se quedó recorriendo con su mirada las facciones del hombre que había superado sus expectativas.
Quizá por la falta de movimiento, por el silencio o porque los ojos de Marina le recorrían como cañones de luz, Jorge se despertó y trató de incorporarse.
—Creo que me he quedado amodorrado — acertó a decir.
—Y dormirás hasta que te recuperes del todo —contestó la joven.
Lentamente le ayudó a desenroscarse y a incorporarse para salir del coche.
—¿Estamos en tu casa?
—Sí. Y estás a salvo, que es lo que importa. Mañana te llevaré a la granja de mis padres, pero ahora vas a descansar todo lo que puedas.
Condujo a su invitado, con algunas dificultades, hasta su dormitorio situado en el piso superior, sin encender las luces de la casa. Le sentó en la cama y le ayudó a desvestirse. Luego abrió las sábanas, le recostó como pudo y le tapó amorosamente. Se quedó a su lado con una de las manos del prófugo acariciando las suyas hasta que los dedos del hombre se quedaron inmóviles. No salió de la estancia hasta que se convenció de que su dios celta estaba profundamente dormido.