Capítulo VII
A la mañana siguiente Irene despertó a Marina con una bandeja que contenía una taza de humeante café, galletas, tostadas, mantequilla, tres variedades de mermelada, zumo de naranja y leche caliente.
—Buenos días, señorita Marina. Le traigo el desayuno por orden del profesor. Dice que debe desayunar fuerte.
—Muchas gracias, Irene. Le haré caso.
Consultó su reloj de reojo y pudo comprobar que marcaba las 9 y 10. Había dormido de un tirón y recordaba vagamente haber soñado que Jorge la esperaba en Alba para completar su investigación. Acomodó la bandeja sobre la mesita auxiliar y se dispuso a dar buena cuenta del desayuno.
Ya estaba terminando cuando la voz de Gregorio sonó desde el otro lado de la puerta.
—¿Marina, estas visible?
—Demasiado, diría yo. Un segundo que me pongo algo — dijo mientras buscaba la bata de felpa que había rescatado del baño el primer día de su estancia en casa del profesor Estremera —.Ya estoy.
—Buenos días — dijo Gregorio adentrándose en la estancia—. Me temo que no traigo buenas noticias.
Marina dejó la taza cuidadosamente sobre la bandeja y se dispuso a escuchar lo que Gregorio tuviera que decirle.
—No sé cómo empezar. La policía se acaba de ir. Al parecer han encontrado a un hombre ahogado en la represa, pasado el puente de Enrique Estevan. Lleva la documentación de Jorge y la descripción coincide con él. Han venido a verme porque tenía anotada mi dirección en un bolsillo de su chaqueta.
Marina se desplomó como una gigantesca marioneta a la que una mano invisible hubiera cortado los hilos y dejado caer de repente sobre el escenario. Entre Irene y el profesor la acomodaron en la cama e intentaron reanimarla, sin éxito. Había sido derribada fulminantemente como si un rayo poderoso se hubiese abatido sobre ella y daba la sensación de estar a punto de abandonar este mundo, dada su palidez y falta de constantes vitales.
Gregorio iba a pedir a Irene que buscase a un médico cuando Marina recobró el sentido. Lo primero que vio fue al profesor verificando su pulso y a Irene tratando de llevar aire a su rostro con la ayuda de una revista.
—¡Jorge! — gritó — ¿Dónde está Jorge?
—Sosiéguese, señorita Marina — pedía Irene sin éxito.
—Gregorio, ¿qué le ha pasado a Jorge?
La joven se mostraba totalmente abatida y se sentía arrasada interiormente por un ciclón devastador que había vaciado todo su ser y barrido sus ilusiones en una fracción de segundo.
—Marina, la policía cree que se trata de un accidente fortuito o de un suicidio. Dan por sentado que cayó al río accidentalmente o a propia voluntad, probablemente desde el puente del Príncipe de Asturias o el paseo fluvial. Al parecer habría bebido más de lo recomendable y no pudo hacer nada por salvarse. Piensan que es probable que se aturdiera con el golpe y el alcohol no le dejó ganar la orilla.
—No es posible, Gregorio, no es posible — repetía como una plegaria, deseando que todo fuese un trágico error.
—Según la policía habría bebido mucho. Sus ropas estaban empapadas de vino tinto. Creen que aún estaba con vida cuando cayó al agua. Le sacaron del río y lo llevaron al Hospital de la Trinidad. Desgraciadamente ya ingresó cadáver.
Marina se aferró a la única salida que parecía más lógica. Jorge no parecía el clásico bebedor. En las dos ocasiones que había comido con él apenas había bebido unos sorbos de cerveza y medio vaso de vino de Toro. Poco a poco se fue serenando.
—Gregorio — dijo con frialdad—. No me imagino a Jorge borracho cuando estaba tan cerca de conseguir su objetivo. No me cuadra lo que me estás diciendo.
—Yo tampoco encuentro una explicación plausible. Pero las ropas, documentación, hasta el móvil que llevaba encima dicen que se trata de él.
—¿No falta nada que debiera estar en su lugar? ¿Dinero?
—Me temo que no, Marina. Tenía su dinero, creen que todo. Hasta incluso unas cuantas libras esterlinas. En su hotel dicen que no regresó anoche. Nadie le vio.
—¿Libras? ¿No se las dio a Susana para el concurso?
—Quizá se guardó alguna… no lo sé con certeza.
—¿Y nuestras notas? Recuerda que las pensaba estudiar.
—Ahora que lo dices, no me han comentado nada de notas.
—Nunca se habría desprendido de sus notas voluntariamente — razonó Marina—. Hay algo que no está bien.
—No había caído en lo de las notas, tonto de mí. Tendremos que comentárselo a la policía.
—Gregorio, ayer me despidió con un “hasta mañana, amor mío”. No creo que después se fuera de copas. Sencillamente no me entra en la cabeza.
—Tendremos que salir de dudas.
—¿Cómo?
—Nos han pedido que identifiquemos el cadáver. Es decir, si te encuentras con fuerzas para ello.
—Dame unos minutos para pensar. Creo que cuanto antes lo aclaremos, mejor para todos.
Gregorio salió de la habitación indicando a Irene con un leve gesto que se quedara junto a su invitada. Marina estaba mucho más serena y pensaba, mientras se vestía, que era mucho mejor asegurarse y tratar de reconocer el supuesto cadáver de Jorge. “No me creo lo del suicidio”, razonaba, “no después de lo de ayer. Si se trata de Jorge, le han asesinado. Y lo mismo pueden hacer con Gregorio y conmigo”
Terminó de vestirse y le indicó a Irene que avisara al profesor de que ya estaba lista. Poco después Gregorio apareció con unas gafas de sol para cubrir sus enrojecidos ojos, pero las rechazó con firmeza.
—Gracias, Gregorio, pero prefiero que sea quien sea el responsable de esto lea en mis ojos cuanto le desprecio.
—Como quieras. Vámonos ya.
Cuando salieron a la calle un coche patrulla les estaba esperando para conducirles al depósito de cadáveres del Hospital de la Trinidad de Salamanca. Durante el trayecto el silencio se habría podido envasar y distribuir en porciones. Al llegar a aparcamiento del hospital Gregorio tomó la mano de su invitada y la apretó con fuerza.
—Mucho ánimo, Marina. Sé fuerte.
—No tengo ganas de ser fuerte, pero lo intentaré. Por Jorge, principalmente.
El policía que les había llevado les indicó el camino. Finalmente se detuvo ante una puerta insustancial, sin distintivos ni indicadores y la señaló con un gesto.
—Aquí es — dijo el agente—. El forense les espera.
—Permíteme — dijo Gregorio entrando en primer lugar—. Déjame pasar primero.
—Vamos juntos — confirmó Marina—. Seguimos siendo un equipo.
En la impersonal sala el frío era la primera sensación apreciable. La luz no era intensa, pero lo suficiente para iluminar el cuerpo del cadáver de un hombre, parcialmente cubierto con una sábana, sobre una de las camillas de la estancia.
Tras el formalismo de la presentación de Marina, ya que Gregorio Estremera era sobradamente conocido en la comunidad científica salmantina, pasaron al motivo de su presencia en el lugar.
—¿Reconocen a esta persona? — indagó el forense.
Los dos observaron cuidadosamente la figura yacente. El rostro, desfigurado por la caída, era prácticamente irreconocible. Sin embargo, el color de sus ojos, su pelo negro, su estatura y otros detalles físicos parecían indicar que se trataba de Jorge de Castro.
—No estoy seguro del todo — dijo el profesor—. No hay forma de reconocer sus facciones con absoluta certeza. Pero parece que se trata de él, en efecto. Aunque tiene la cara muy deformada.
—Sin duda sufrió un fuerte golpe contra la base de las pilastras del puente o una de las muchas rocas que hay en el entorno — repuso el doctor—. Si a ustedes no les es posible su identificación, tendríamos que recurrir a otros medios, como la odontología forense, y tratar de comparar su patrón dental post-mortem con algún expediente pre-mortem. En última instancia, se podría recurrir al ADN…
—No será necesario — dijo Marina volviendo a colocar la sábana que acababa de levantar—. Estoy casi segura de que es Jorge de Castro.
—¿Al cien por cien?
—Al noventa y nueve por cien — rectificó—. Hay muchas similitudes con él. Espero que me comprenda… no es fácil en estas circunstancias tener la certeza absoluta.
—Pienso igual que la señorita Vázquez — añadió Gregorio.
—Su palabra, profesor, y la de la señorita, por supuesto, son suficiente garantía para mí. En ese caso si son tan amables de firmar la identificación de la víctima… por aquí, por favor.
—¿Podemos ver sus efectos personales?
—Claro. Lo haremos sobre la marcha.
El doctor forense les acompañó a una habitación contigua, en la que el agente que les había conducido hasta el hospital aguardaba instrucciones.
—Identificación positiva. Redacta el documento para su firma — dijo al policía—. Y les puedes mostrar los efectos personales del fallecido.
—Enseguida — repuso el aludido abriendo un amplio cajón—. Aquí está lo que llevaba encima. Pueden mirar todo lo que quieran, pero, por favor, no toquen nada.
—Gracias — Respondió Gregorio por los dos.
Ante sus ojos se desplegaban los objetos que el cadáver tenía en su poder en el momento de ser recuperado del río. No había reloj, ni anillos, pulseras o cadenas y Marina confirmó que Jorge no usaba ninguno de estos elementos. Lo que pudieron constatar fue la billetera con su identificación personal, dinero en efectivo y tarjetas de crédito; una nota manuscrita con la dirección del profesor Estremera; la llave magnética de la habitación de su hotel; su Smartphone inservible a causa de la larga permanencia bajo el agua; pero ni rastro de las notas que habían tomado en la Facultad de Traducción y Documentación ni de los CD/DVD que les había facilitado Abril Maldonado.
—Supongo que el móvil no funciona — sugirió Marina.
—Es lo normal, después del chapuzón — confirmó el agente—. Pero hemos recuperado la tarjeta SIM. Corresponde a un teléfono de prepago. ¿Quieren comprobar el número?
—Sí, por favor — asintió la abatida joven.
Con una expresión fría y distante Marina verificó el número con el que Jorge de Castro le había hecho una llamada perdida “Así sabrás que soy yo y no un desconocido cuando veas este número”. Era el mismo.
Gregorio y Marina se miraron en silencio unos instantes antes de que ésta última se volviera totalmente desolada hacia el agente.
—Creo que eso es todo. ¿Podemos firmar ya?
—Aquí y aquí — dijo el policía señalando sendas cuadrículas en el documento—. Muchas gracias por su colaboración. ¿Desean que les acompañe de vuelta a casa?
—No será necesario, gracias. Necesito que me dé el aire fresco. Caminaremos unos minutos.
—Como gusten — zanjó el agente.
—¿Qué ocurrirá ahora con el cuerpo? — indagó Marina con interés.
—Al tratarse de un súbdito portugués nos hemos puesto en contacto con el consulado. Han hecho las comprobaciones oportunas y nos han informado de que su albacea en Londres, su lugar de residencia oficial, se encargará de la repatriación. Mañana saldrá del aeropuerto de Matacán con destino a Inglaterra. Es todo lo que sé.
Dieron las gracias al uniformado por sus detalladas explicaciones y salieron, siempre en silencio, a los cuidados jardines del hospital. Marina sujetaba con fuerza el brazo izquierdo de Gregorio y recostaba su cabeza literalmente sobre el hombro del profesor. La expresión de absoluta serenidad que reflejaba su cara contrastaba con su imagen frágil y postrada.
—Necesito un café — dijo Marina con un hilo de voz—. Necesito despejarme un poco.
—De acuerdo — dijo Gregorio incorporándose mientras la seguía sosteniendo—. Creo que yo también lo necesito.
Salieron hasta el Paseo Carmelitas a través de la Avenida de Villamayor. La fachada del hospital, realizada con piedra de la villa del mismo nombre como casi todos los edificios oficiales y públicos de Salamanca, aportaba su luz dorada a la ciudad. Marina pensó en que, por cotidiano, los salmantinos casi no daban importancia a la magnificencia de sus muros. “La mirada ciega no es capaz de reconocer lo que ve”, se dijo Marina sin dejar de pensar en Jorge. “Vuelves a ser como el agua del Tormes que recojo con mis manos pero que no puedo retener”.
Tras una breve espera en el semáforo, éste mostró que permanecería abierto para el cruce de peatones durante 30 segundos. Alcanzaron la otra acera a falta de 9 para su cierre. Giraron a la izquierda y no tardaron en divisar el local en el que Jorge había derrotado a los Erasmus ingleses. Susana estaba desayunando en una de las mesas del establecimiento y se levantó para recibirles.
—Hola, pareja ¿Dónde está el campeón? Mi marido quiere agradecerle la aportación al concurso de aro estrecho.
—Es un poco largo de explicar — terció Gregorio — ¿Podemos hablar en un sitio discreto?
—Claro. Vamos a la oficina. ¿ha pasado algo?
El término “oficina” era uno de los mayores eufemismos que se pueden emplear para definir el recinto donde Susana acompañó a sus visitas. Se trataba de un pequeño cuarto anexo a la barra del bar y a la cocina, lleno de estanterías abarrotadas de todo tipo de elementos y enseres para el uso del local. Sobre una pequeña mesa, rebosante de papeles, facturas, archivadores y carpetas repletas de variopintos documentos, había una pantalla plana conectada a algún equipo informático escondido por algún lugar.
—Mañana saldrá en la prensa — adelantó Gregorio—. Nuestro amigo ha sido encontrado esta madrugada flotando sobre el Tormes. Venimos de identificar su cadáver.
Una estupefacta Susana los miraba de hito en hito, sin dar crédito a las palabras que acababa de escuchar.
—No puede ser — dijo por fin—. Al poco de que os marcharais anoche regresó con un amigo muy parecido a él. Recuerdo que bromeé preguntándole que si eran hermanos.
—¿Qué regresó con otra persona? — se extrañó Gregorio.
—Pues sí. Y parecían hermanos. Casi gemelos, ya digo. Se lo pregunté de broma.
—¿Y qué contestó? — indagó Marina.
—Que no, pero que tenían un interés común por la prevalencia de la estirpe. La verdad es que no entendí nada, pero no insistí.
—¿Tienes cámaras de seguridad? — se interesó Gregorio.
—Hay cuatro. Graban lo que ocurre en el local desde cuatro ángulos con intervalos de 20 segundos. ¿Por qué?
—Porque nos gustaría ver a ese misterioso “gemelo” interesado por la prevalencia de la estirpe — aclaró Marina—. Quizá sepa algo sobre lo sucedido.
Susana encendió el monitor y actuó sobre el teclado para solicitar las imágenes de la noche anterior. Al poco tiempo los diferentes archivos identificados por la fecha y hora de grabación aparecieron en la pantalla.
—Pon los nuestros primero — pidió Marina—. Vamos a ver qué hacíamos.
—De acuerdo. Aquí estáis.
En el monitor aparecieron los tres hablando con Susana durante unos segundos. La secuencia se cortó para dar paso a las imágenes capturadas por la cámara 2, que mostraba el rincón de la diana de aro estrecho donde los estudiantes ingleses se divertían. La cámara 3 mostraba una imagen general de la sala, en la que se podía apreciar a varios clientes sentados en las mesas del establecimiento y en la que Jorge, Gregorio y Marina aparecían comiendo su apetitoso cocido. La cámara 4 mostraba el punto de vista del local desde la barra y de nuevo aparecieron los tres, esta vez de frente al objetivo. En la mesa del fondo, detrás de ellos, un hombre muy parecido a Jorge observaba el local con interés. Las secuencias se fueron sucediendo hasta el momento en que Jorge regresaba vencedor de su torneo, revisando o recontando el dinero ganado. Pareció reparar brevemente en la persona del fondo del establecimiento, pero se dirigió directamente hacia la mesa ocupada por Marina y Gregorio. En las escenas siguientes se apreciaba que, cuando el trío dejó el local, el misterioso hombre sentado al fondo no tardó en seguirles.
—¿Era este mismo hombre el que volvió von Jorge? — preguntó Marina.
—Casi segura que sí. Pero vamos a comprobarlo — sugirió Susana.
Tras seleccionar un nuevo fichero de imágenes, la cámara frontal permitió comprobar la vuelta de Jorge y de otra persona que le seguía a muy corta distancia. Los tres se percataron a la vez de que se trataba del mismo hombre que les observaba mientras cenaban.
—Es él, en efecto — Confirmó Gregorio en nombre de todos.
—¿Habéis notado que su mano derecha está dentro del bolsillo de su abrigo? — inquirió Susana.
—Pues sí. Como si llevara algo con lo que amenazaba a Jorge. — confirmó Gregorio — ¿Puedes ampliar la imagen?
—Claro — replicó Susana—. Primero paramos la secuencia. Luego seleccionamos la parte que se desea ampliar… ¡y listo!
En la ampliación, aunque con menor nitidez que las imágenes de tamaño normal, se podía apreciar la silueta de una pequeña pistola bajo el bolsillo del fino abrigo tipo Loden del compañero de Jorge.
Los tres se quedaron en silencio, sopesando la gravedad de lo que acababan de descubrir. Jorge, bajo la probable amenaza de un arma de fuego, había regresado al local del que no hacía mucho había salido en su compañía; pero ¿con qué objeto?
—¿Qué es lo que pidieron? — preguntó Marina por fin.
—Una botella de vino de Toro como el que os puse en la cena — replicó la cada vez más sorprendida Susana.
—¿Y no caíste en la cuenta de que ese hombre ya había estado antes aquí? — quiso saber Gregorio.
—No, no caí. Yo sólo llevo las mesas cercanas a la barra. Las del fondo y las de la zona de los dardos las lleva mi marido.
—¿Para qué querrían una botella de Toro? — razonó Marina en voz alta.
—Yo también lo pregunté. “Para celebrar algo especial”, me contestó el del abrigo. Pagó con un billete del que no quiso la vuelta, se metió la botella en el bolsillo izquierdo del abrigo y salieron.
Susana puso en marcha de nuevo la secuencia de imágenes en las que se podía observar todo lo que acababa de narrar. Después de que el hombre del Loden guardarse la botella en el bolsillo ambos abandonaron el local con Jorge caminando ligeramente adelantado.
—¿Jorge no pidió, comentó ni dijo nada? — añadió Marina.
—Ahora que lo dices, hizo algo que me pareció un tanto raro. Me pidió los billetes de libras esterlinas que me había entregado antes, los revisó como si buscase algo y luego se guardó un billete de 10 libras y me devolvió el resto.
Ahora eran Gregorio y Marina los que no salían de su asombro. Los dos entendían que habría alguna poderosa razón para que Jorge actuase de esa curiosa manera, pero no alcanzaban a comprenderla.
—¿Para qué querría las diez libras? No tiene sentido. No podría pagar nada con ellas — se preguntaba Marina.
—¿Podemos ver esa parte? — sugirió Gregorio.
—Dejadme buscar…
Susana hizo avanzar y retroceder las imágenes hasta el momento en el que entregaba las 160 libras a Jorge. Para su mala suerte, estaban grabadas desde la cámara 1 y Jorge salía de espaldas. La escena mostraba a una sorprendida Susana contemplando a Jorge con curiosidad. El hombre del abrigo miraba por encima del hombro izquierdo de Jorge, como si no quisiera perder detalle del recuento.
—Seguimos igual — se quejó Marina.
—Ahora tienes ciento cincuenta libras — añadió Gregorio — y no sabemos para qué querría Jorge un billete de diez…
—¿Ciento cincuenta?… esperad un momento — pidió Susana mientras abría un pequeño cajón en la caja registradora.
Tras extraer de nuevo los billetes entregados por Jorge, Susana comprobó que seguían siendo ciento sesenta libras. Los contaron repetidamente para verificar la cifra y terminaron por reconocer que las razones para el extraño comportamiento de Jorge les superaban por completo.
—Sólo hay dos billetes de diez — meditó Marina — ¿Puedo verlos?
—Estos son — dijo Susana haciendo entrega de lo solicitado.
Marina examinó cuidadosamente cada uno de los billetes. En el anverso se apreciaba a una sonriente Isabel II, reina de Inglaterra, y en el reverso aparecía la figura de perfil de Charles Darwin, autor del Origen de las Especies. Dio vueltas a los pequeños pedazos de papel, los giró y los contempló del revés. Por último pidió una lupa a Susana, quien milagrosamente disponía de una en su peculiar oficina.
Con la ayuda de la lupa volvió a revisar los detalles, las filigranas, el color, el collar y la corona de la reina. En el reverso, la figura de Darwin y su poblada barba, llena de bucles y rizos. Una escena marina, con un barco proa al horizonte y un colibrí en primer plano.
De pronto Marina descubrió entre los retorcidos mechones de la barba del investigador la palabra “child”. Sin decir nada revisó con la misma meticulosidad el segundo papel moneda y en la misma zona de la barba de Darwin pudo distinguir escrito el término inglés “but”.
Con una absoluta frialdad devolvió los billetes y la lupa a Susana y con un gesto de total desconcierto se volvió hacia Gregorio.
—Esto no nos dice nada y yo me siento ya más que cansada, Gregorio — dijo muy convincentemente — Necesito reposar. ¿Nos vamos a casa?
—A mí me pasa igual — repuso el aludido—. Creo que nos hemos ganado un descanso. Susana, gracias por todo. Lástima que no nos aporte nada nuevo. A saber dónde estará ahora el hombre del Loden azul.
—Si es que sabe algo — añadió la interpelada—. Siento muchísimo lo de vuestro amigo. Me caía muy bien.
—La policía cree que fue un accidente fortuito. Tropezó, se golpeó la cabeza y la cara y cayó al río. Caso cerrado.
—Pero lo de la pistola — comentó Susana — ¿No os parece sospechoso?
—Lo mismo era un móvil o cualquier otro objeto — argumento Marina—. No se puede afirmar que sea una cosa u otra y Jorge no parecía estar nervioso ni alterado ni amenazado… no creo que sirviera para mucho, la verdad.
—En cualquier caso, todo lo ocurrido es un misterio que sólo el fallecido nos podría explicar — añadió Gregorio dirigiéndose hacia la salida—. Hasta pronto. Quizá volvamos a cenar esta noche, depende de los ánimos que tengamos.
—Hasta cuando queráis — ratificó Susana—. Esta casa siempre se alegra de recibiros.
Una vez en la calle Gregorio rodeó con su brazo a Marina y la protegió durante el trayecto de vuelta a casa. Pasaron por los mismos sitios en los que unas horas antes lo habían hecho en compañía de un desaparecido Jorge, sin articular palabra.
—Gregorio, no hagas el menor gesto de sorpresa — dijo en un casi imperceptible susurro—. No se trata de Jorge.
—Vamos a sentarnos en ese banco — sugirió el historiador, que a duras penas conseguía disimular su desconcierto.
Se sentaron siempre con la cabeza de Marina reposando sobre el hombro de su maestro, aparentando necesitar el consuelo que su acompañante le dispensaba. Este pasaba su brazo por la espalda de la joven y la mantenía descansando sobre sí mismo, sin mover un músculo ni variar la expresión de su cara.
—No es él — prosiguió Marina en voz baja—. Pero si Jorge quiere que se crea que ha muerto, no debemos impedirlo. Todo lo contrario.
—Marina, este estúpido anciano no entiende nada. Pero si tú dices que no era él, me lo creo.
—Tú no tienes nada de estúpido ni de anciano; pero no era él. Jorge no tiene un lunar en el costado derecho como el hombre que se encuentra en el depósito. Acabo de recordarlo. Estaba tan ofuscada que lo pasé por alto. Puedes creerme.
Gregorio se sentía sacudido por una fuerza brutal pero supo mantener su calma exterior como si no pasara nada
—¿Cómo te has dado cuenta?
—Al ver a su doble en las cintas del apetece. El cadáver se parecía tanto a Jorge que ni siquiera se me ocurrió que podría ser de otra persona. Ahora estoy completamente segura.
—Es una inmensa alegría. ¿Pero dónde nos lleva todo esto?
—De momento al local de Susana de nuevo. Hay que poner esas cintas a disposición de la policía — dijo sin levantar la voz.
—No sé si es buena idea. Si el fallecido no es Jorge y tiene sus efectos personales, quizá deberíamos ser más prudentes. Puede que le perjudicara, incluso.
—Creo que tienes razón. Quizá el cadáver sea el de la persona que amenazaba a Jorge, pero él prefiere que se considere lo contrario. Es posible que le estuviera siguiendo desde hace tiempo.
—¿Por qué lo crees así?
—Recuerda que Jorge nos estaba comentando algo sobre la búsqueda del acta cuando decidió dejarlo para más tarde. Luego comentó que no quería dar pistas que pudieran servir a terceros. Ahora sabemos que esos terceros estaban en el apetece.
—Sí, en efecto. A mí también me dio la sensación de que creía estar siendo observado. Pero no comentó nada concreto.
—No hizo comentarios, pero dejó pistas. Vamos a casa y te lo cuento.
Aunque el profesor se moría de ganas de preguntar a Marina más detalles, no lo hizo hasta que llegaron a su domicilio.
Una vez en su habitación Marina se cambió de ropa y se reunió con Gregorio en su atestado despacho.
—¿Me puedes contar ya lo que has descubierto en los billetes de 10 libras? — indagó impaciente.
—No se te escapa una, profesor. Veo que sigues en forma.
—He aprendido a leer en los rostros de mis alumnos cuando se saben o no la pregunta. Y he visto que tú habías descubierto la respuesta.
—Me temo que la respuesta es otro rompecabezas de nuestro amigo Jorge. En el anverso y oculto entre las barbas de Charles Darwin figuran las palabras “but” en un billete y “child” en el otro. Dos palabras inglesas, child, niño y but, pero, que no alcanzo a comprender.
—Así que la conjunción adversativa “pero” y el nombre común “niño” escritos en inglés — murmuró Gregorio—. No es demasiado complicado. Aunque un poco traído por los pelos, todo hay que decirlo.
—Para un reputado profesor de historia medieval, quizá no sea difícil. Pero yo estoy “in albis”
—Eso es muy cierto, Marina. Tú estás “in albis”
—No te burles de mí, maestro.
—No es burla. Es que has dado en el clavo, creo yo. Estar en Alba, en blanco, “in albis”… es todo lo mismo. Y yo creo que hasta la solución a este enredo está “en Alba”
—Todo gira alrededor de Alba de Tormes, desde el principio… ¿Y el significado del mensaje?
—Se trata de un intrépido capitán y Almirante de Castilla, hombre de armas y héroe de su tiempo… y que casó en segundas nupcias nada menos que con doña Beatriz de Borgoña y de Castro, nieta de doña Inés de Castro. Esta hermosa doncella, igual que hizo su abuela, se enamoró perdidamente de un hombre y se casó en secreto con él, en contra de la corriente oficial del reino. Este agraciado caballero no fue otro que… don Pero Niño.
—¡Don Pero Niño! — repitió Marina aliviada —.Y esta Beatriz fue la hija de don Juan, segundo señor portugués de Alva.
—Así es. Don Juan sucedió a don Dionisio en el señorío de Alva al ser el que finalmente contrajo matrimonio con doña Constanza de Castilla, anteriormente prometida a su hermano menor. De esta unión nacieron tres hijas, una de las cuales, Isabel Brites, conocida como Beatriz de Borgoña o Beatriz de Portugal, heredó el señorío de Alva.
—Lo que significa que Jorge encontró alguna referencia a Alba de Tormes en algo relacionado con don Pero Niño o en su esposa.
—Bueno, la verdad es que los amores entre Beatriz y el Almirante fueron un poco complicados, tanto o más que los de su ilustre abuela. Si te parece comemos y te cuento los detalles después.
—No tengo mucha hambre, la verdad, pero creo que tienes razón.
—Pediré al Ristorante que nos traigan algo y así no tendremos que salir. ¿Te parece bien?
—Por mí, de acuerdo.
Gregorio Estremera marcó el número del restaurante italiano de la esquina y tras un breve diálogo con su interlocutor colgó el teléfono.
—Les he hecho el pedido habitual, pero para dos personas. Muchos días no me apetece cocinar y ellos me sacan del apuro.
En menos de media hora un camarero les hacía entrega de una pesada bandeja con antipasti (spizzico y stuzzico), risotto milanesa y scaloppine marsala.
Comieron en silencio, más por necesidad que por placer, aunque la comida estaba realmente sabrosa. Recogieron los platos y los colocaron de nuevo en la bandeja para que los pudieran retirar cuando conviniese. Finalmente Marina preparó un poco de café y lo tomaron en el despacho de Gregorio.
El profesor tenía en sus manos el libro que había recomendado repasar a Marina sobre Alba de Tormes y que esta no había podido terminar de leer. Casi sin mirar lo abrió por la página que hablaba de los trabajos emprendidos por doña Beatriz para remodelar el Alcázar de Alba, toda vez que las guerras con los musulmanes hacía tiempo que se suponían extinguidas.
Gregorio explicó a Marina que doña Beatriz hizo derribar algunos lienzos de la muralla y levantar nuevas construcciones alrededor del edificio principal, para hacerlo más confortable y solemne. El resultado, según las crónicas, fue el de un majestuoso y esplendido palacio, digno de su esposo, el Almirante de Castilla, Némesis de los corsarios y piratas del Mediterráneo y azote de las costas de Inglaterra: don Pero Niño.
—Es muy importante no confundir a Beatriz, hija de Inés de Castro y del rey Pedro I, con la nieta de ambos, nuestra Beatriz de Alba, hija del infante Juan de Portugal — aclaró Gregorio.
—¿Qué fue de la tía Beatriz, hermana del padre de nuestra señora de Alba?
—La otra Beatriz casó con el infante Sancho de Castilla, que era conde de Alburquerque. Tuvieron dos hijos, Fernando Sánchez, también conde de Alburquerque y Leonor Urraca Sánchez, que nació antes del año.
—Bien, ya me sitúo. Sigamos con nuestra Beatriz.
—Espera. Si no te importa me parecer interesante terminar con la tía Beatriz. Creo que es muy importante para esta historia.
—¿Por qué motivo?
—Porque los nobles portugueses que querían vetar el acceso al trono de Inés o sus hijos, no pudieron impedir los reinados de sus descendientes… incluso en Portugal.
—¿Lo dices en serio?
—Completamente en serio. Leonor Urraca, la hija de Beatriz y Sancho, por tanto nieta de Inés y prima de Beatriz de Alba, contrajo matrimonio con Fernando de Antequera, corregente de Castilla, que llegó a ser investido más tarde rey de Aragón tras el acuerdo alcanzado en el famoso Compromiso de Caspe. Muchos de los descendientes de Inés y su hija Beatriz fueron poderosos monarcas. Por ejemplo Alfonso V de Aragón; María de Aragón, que fue reina de Castilla; Juan II de Aragón; Leonor de Aragón, bisnieta de don Pedro y doña Inés, que llegó a ser reina y regente de Portugal.
—Parece que los descendientes de Inés fueron soberanos en la península de los cinco reinos, después de todo.
—Sí, se puede decir que fue una regia estirpe, en efecto. Su tataranieto, Manuel I, fue también rey de Portugal. Pero no se limitaron a la península. En la siguiente generación la descendencia de Inés y Beatriz nos trajo a Enrique IV de Castilla, Alfonso V de Portugal y a Fernando de Avís, duque de Viseu…
—Una estirpe poderosa. ¿También reinaron al otro lado de los Pirineos?
—Concretamente Leonor de Portugal y Aragón llegó a ser emperatriz germánica, por su matrimonio con Federico III de Habsburgo. Posteriormente su hijo Maximiliano I de Habsburgo, al morir su único hijo, Felipe el Hermoso, fue sucedido en el trono por su también único nieto, Carlos I de España y V de Alemania.
Marina guardó silencio admirada de la importancia de la estirpe de Inés de Castro a través de su hija Beatriz. Se dio cuenta del inmenso alcance de la promesa de Jorge a su madre y de cómo una imponente generación de nobles, reyes y emperadores habían nacido y habían muerto con la sombra de la bastardía que las cortes portuguesas dejaron caer sobre su regia antepasada.
—Si te parece volvemos con nuestra Beatriz, señora de Alva con” uve”, hija del Infante Juan de Portugal y de doña Constanza de Castilla.
—Creo que ya tengo mucha Beatriz por hoy. Voy a descansar un poco, si no te importa, y seguimos luego.
—Como quieras. En efecto, yo también considero que es conveniente asimilar los datos.
Marina se dirigió a su dormitorio sin dejar de recriminarse por no haber comprendido la magnitud del interés de Jorge por restituir a tantos ilustres ascendientes, aunque fuesen colaterales, la dignidad legítima que les había sido arrebatada.
Comprendió las palabras de reproche que le envió Jorge “Has elegido el único insulto que no te puedo perdonar”. Ahora entendía con toda claridad por qué se mostraba tan dolido y ni siquiera podía hacérselo saber.
Sintió una rabia infinita y lloró amargamente. Sus lágrimas saladas rodaban por sus mejillas abriendo surcos en su rostro y en su corazón.
“Jorge, mi dios celta”, rogó, “espero ser merecedora de tu perdón”