Capítulo II
EL despacho de la Concejalía de Cultura, orientado hacia el Tormes, era un excepcional mirador panorámico. El majestuoso puente medieval se miraba en las remansadas aguas haciendo que sus macizas pilastras parecieran mucho más esbeltas. El reflejo de la Villa en su propio río transmitía serenidad, tranquilidad y armonía.
Julia y Pilar tomaban café en una mesa auxiliar contemplando fascinadas la majestuosidad de Alba asomada a su corriente fluvial.
—Has hecho una buena elección al asignar a Marina a la investigación de Jorge de Castro. Espero que no sospeche nada.
—Ya conoces a Marina. Está perdidamente enamorada de Alba y nunca consentiría que la villa sufriera percance alguno.
—Ese hombre tiene mucho peligro, Julia. Detrás de sus investigaciones siempre ha habido problemas, documentos desaparecidos, incunables que no se han vuelto a ver. Lo último, lo de Santiago de Compostela, ya es la gota que colma el vaso.
—Lo que no comprendo es por qué la junta de Castilla y León le ha permitido investigar aquí.
—Porque nunca se le ha podido probar nada. Nunca le han encontrado pruebas de nada ilegal o ilícito. Siempre ha habido otras personas, a veces mujeres, involucradas en las desapariciones. Y casi siempre ha podido demostrar que se encontraba en otro lugar en el momento de los hechos.
—En ese aspecto tampoco tendremos que preocuparnos. Reconozco que es guapo, pero no creo que eso a Marina la vuelva loca.
—¿Tan guapo es?
—Yo diría que es muy atractivo. Tiene un rostro muy agradable y varonil y una voz muy personal.
El teléfono directo del despacho reclamó su atención. Pilar descolgó el auricular y tras un simple “que suban” lo colgó de nuevo.
—Ya está de vuelta. Tina y Blanca le traen para acá en este momento.
Julia recogió los juegos de café y despejó la mesa de reuniones. Dos golpes suaves reclamaron permiso para abrir la puerta.
—Pasad — dijo Pilar—. Adelante.
En esta ocasión las acompañantes de Jorge se limitaron a abrir la puerta y franquear la entrada, sin atreverse a poner un pie en el despacho. Jorge les agradeció la tutela, sonriendo a las dos mujeres que le aguardaban y pausadamente dejó oír su modulada voz
—Buenos días. Hola de nuevo, Julia.
—Jorge, esta es Pilar…
Sin esperar a más, Jorge tomó de ambas manos a la mujer, con un gesto fraternal, y las retuvo discretamente.
—Primero quiero agradecer a su departamento y a usted la oportunidad que me dan de investigar a Santa Teresa. Desde que leí “Castillo Interior” sueño con la posibilidad de estudiar más de cerca a su autora.
—Dentro de poco celebraremos el quinto centenario de su nacimiento — Dijo Pilar—. Esperamos una avalancha de peticiones de investigación como la suya.
—Lo sé — repuso Jorge soltando las manos de la concejala—. Por eso quiero publicar mis conclusiones lo antes posible. Ahora es doctora de la Iglesia y una figura respetada, pero en vida, antes de escribir su Castillo Interior, tuvo muchos problemas con la jerarquía eclesiástica.
—¿Qué tipo de problemas? — se interesó Julia.
Jorge esperó a que las dos mujeres tomaran asiento en la mesa auxiliar para hacerlo a su vez. Sus ojos negros iban de una a otra con movimientos imperceptibles, pero sin perder detalle.
—A sus 62 años tenía muchos achaques de salud y la Inquisición estaba muy pendiente de ella. Llegaron, incluso, a secuestrar su autobiografía. Además sufría constantes ataques de los carmelitas calzados. En ese momento el padre Gracián y otras personas le aconsejaron escribir algo: “Aunque más no sea para sermonear un poco a sus hijas” como ella misma reconoció después.
—Es evidente que acertaron — añadió Pilar.
—Así es — confirmó Jorge—. Es, sin duda, su mejor obra.
—Por lo que se ve conoce bastante a la santa — indicó Julia.
—No lo suficiente, en realidad. Por eso estoy aquí.
—Bien — recondujo Pilar—. Como ya le ha explicado Julia esta mañana tenemos una pequeña formalidad que cumplir. Debe firmar los protocolos sobre investigación y confidencialidad comprometiéndose a no revelar nada sobre el resultado de sus hallazgos sin el permiso expreso de esta corporación y a no alterar, dañar o modificar ningún documento que se pueda poner a su disposición.
—Conozco los formalismos. Permítanme leer lo que voy a firmar.
Jorge tomó delicadamente los documentos relativos al protocolo y los examinó pausadamente mientras Julia y Pilar cruzaban miradas nerviosas. Dejó una de las hojas sobre la mesa y la revisó de nuevo para confirmar o asegurar una condición o una premisa.
Finalmente depositó los documentos a su izquierda y se tomó un tiempo deliberado, observando el río tras la ventana.
—Hay un pequeño punto que me gustaría aclarar — dijo con indiferencia—. No tengo nada que ver con la desaparición del Códice Calixtino ni, por supuesto, con los deterioros o pérdidas documentales que se me atribuyen.
Ahora las miradas de las mujeres se posaron súbitamente en el borde de la mesa.
—De modo que no estoy dispuesto a hacerme responsable de ningún deterioro, perdida o alteración que los documentos puedan sufrir, excepto de los que yo mismo pueda provocar. Se deberá modificar este punto.
Pilar y Julia cruzaron sus miradas una vez más y asintieron con sus cabezas.
—Lo modificaremos enseguida. No hay problema.
—Muchas gracias — repuso Jorge—. Tienen una vista inmejorable desde este despacho.
Pilar abrió en su ordenador el documento Word que acababa de imprimir y modificó el párrafo conflictivo. Después guardó el archivo y solicitó una nueva impresión. Instantes después rompía el protocolo anterior y sometía el nuevo a la firma de Jorge. Sin leerlo siquiera lo firmó en el margen de cada hoja y al final del escrito.
—¿No lo comprueba?
—Confío plenamente en ustedes — dijo Jorge—. Espero que esta confianza sea mutua.
Pilar y Julia firmaron a su vez y entregaron una copia al interesado. Jorge la dobló cuidadosamente y la introdujo en el bolsillo interior de su chaqueta.
—¿Qué planes tiene ahora?
—Empezar cuanto antes. Voy a buscar a Marina para establecer la metodología de la investigación. Luego recogeré algunas cosas de mi hotel y bajaré a la Casa Molino para iniciar el trabajo.
Pilar le tendió la mano.
—Mucha suerte en todo.
—Muito obrigado — dijo empleando el portugués por primera vez al mismo tiempo que aplicaba un correcto besamanos a Pilar y a Julia.
Pilar le acompañó a la puerta y le puso de nuevo bajo la custodia de Blanca y Tina, que esperaban pacientemente la salida de su invitado especial al que casi consideraban “su prisionero”. Tras cerrar la puerta tomó asiento junto a Julia.
—Uff… espero que no tengamos problemas con este hombre. Es muy difícil llevarle la contraria.
—Sabe usar su encanto muy bien. Me pregunto qué podrá averiguar de la santa que no se sepa ya… al fin y al cabo no es que residiera en Alba precisamente. Murió aquí porque llegó enferma.
—La verdad es que suena a pantalla. Espero que Marina esté a la altura.
—Lo estará. No te quepa duda.
La aludida estaba terminando de supervisar la disponibilidad de los documentos digitales del Archivo Histórico de la Villa de Alba, la base de datos documental en cuyo diseño y creación había colaborado cinco años antes. Todo estaba en orden y las entradas relativas a Santa Teresa estaban totalmente accesibles para el perfil de JORGE_DE_CASTRO. El material documentaba todo lo relativo a la fundación en Alba del octavo convento de carmelitas descalzas, en 1571. Su retorno a la villa en 1574 y en 1579, ya que no paraba mucho en ningún lugar. Por último, las referencias a la última vez que llegó a Alba procedente de Peñaranda, en septiembre de 1582, y su fallecimiento el 15 de octubre de ese mismo año.
“Seguro que todo esto ya lo sabe esa especie de dios celta que nos ha tocado en suerte”, se dijo Marina, “¿qué estará buscando realmente?”
El dios celta avanzaba por el pasillo, flanqueado por Tina y Blanca, como si se tratara del sultán de Brunei. Marina consultó su reloj. “Hora de comer”, se dijo. “Le llevaré a Casa Vive, ya que se empeña en invitarme”.
Jorge se detuvo unos metros antes de la puerta del Archivo Municipal y, con toda cortesía, se despidió de sus escoltas.
—Tina, Blanca. Habéis sido unas estupendas anfitrionas y os agradezco mucho la inestimable ayuda que me habéis brindado. No sé si nos veremos esta tarde, por lo que me despido ahora de vosotras — dijo mientras estrechaba sus manos.
—Encantadas — contestaron casi a la vez, un tanto defraudadas por el repentino despido—. Cualquier cosa que necesites, búscanos.
—Lo haré.
Marina observaba la escena entre divertida y asombrada. Aunque entendía perfectamente el efecto que Jorge producía en sus compañeras, no lo justificaba en absoluto. Cerró la sesión en su terminal y apagó el equipo. Seguidamente salió al pasillo antes de que Jorge tuviera ocasión de llamar a la puerta.
—¿Todo en orden? — le preguntó.
—Todo en orden — confirmó el aludido extendiendo el protocolo firmado por Pilar, Julia y él mismo.
—Me fío de tu palabra — dijo Marina sin mirar el documento—. Ya son las dos, de modo que nada de trabajo hasta las tres.
—¿Dónde habías pensado comer?
—En un sitio caro, pero me conformo con lo que tu presupuesto te permita.
—Había pensado comer en el Trébol. Me alojo allí y necesito recoger algunas cosas antes de volver a la Casa Molino.
—De acuerdo. Al Trébol.
Marina solicitó el cocido de la casa, el plato estrella del local, pero el propietario les comunicó que sólo lo preparaba por encargo. Así se tuvieron que conformar con una sencilla ensalada y unas raciones “de lo que hay”, como dijo el dueño.
Durante la comida hablaron de cine, teatro, actividades culturales, libros y Cristiano Ronaldo. Nada relacionado con política, sexo o religión. Y ni una palabra sobre Santa Teresa.
Una vez terminado el postre Jorge pidió cargar la comida a su habitación y subió un momento a recoger su portafolio.
A las tres menos diez se levantaron para dirigirse a la Casa Molino. No hablaron durante el breve trayecto, como si cada uno temiera interrumpir los pensamientos del otro. Al llegar Jorge abrió con su llave y accionó las luces antes de invitar a Marina a adentrase en un recinto totalmente iluminado. No había clases programadas para esa tarde, tal como indicaba el diagrama del aulario. Subieron al despacho 3 y Jorge encendió el equipo informático. Seguidamente activó su usuario y, tras teclear la contraseña, el archivo histórico digital de Alba con relación a Teresa de Jesús estaba al alcance de un clic del ratón.
Marina le explicó la metodología de consulta, según la cual cada documento digitalizado disponía de una ficha que indicaba todo lo necesario para su correcta identificación.
—Cada ficha del fondo documental del Archivo Histórico de Alba de Tormes tiene el mismo formato — aclaró Marina—. En la parte izquierda está el título asignado a cada escrito. Luego sus características y el tipo de documento: privilegio, ordenanza, etc. Si es original o copia y el material del mismo (si es pergamino se dan medidas en mm o cm, anchura y altura). Luego está el Sello, el estado del documento, la signatura anterior y su catalogación.
—También hay un resumen de su contenido — observó Jorge.
—Así es — confirmó Marina—. Muchos están escritos en castellano antiguo y son muy complicados de interpretar. También tienes una sinopsis del texto y la fecha del documento original.
—¿Esto es un enlace para la transcripción del castellano antiguo?
—Sí. Muy observador. Y en la parte derecha hay una reproducción, normalmente fotográfica, del documento original.
—Ya veo. Y la referencia del catálogo, su fecha y lugar.
—Está claro que no es el primer archivo digital que consultas. Te dejo apuntado mi móvil y me vuelvo al consistorio. No creo que tengas ninguna dificultad, pero en cualquier caso en diez minutos puedo estar aquí.
Jorge tomó el papel y realizó una llamada. El Smartphone de Marina comenzó a sonar y colgó al segundo tono.
—Ahora tienes el mío también. Así sabrás que soy yo, y no un desconocido, cuando veas este número.
—Te dejo trabajar. Recuerda que el centro admite visitantes hasta las siete de la tarde, de martes a viernes, y los lunes hasta las cinco y media.
—Lo recordaré. Gracias por todo, Marina.
—Gracias por no hablar de trabajo en la comida. Mañana estaré aquí a las nueve para clasificar lo que tengas y documentar tus progresos. Buena suerte.
Marina se alejó con un leve gesto de su mano derecha, descendió las escaleras y salió del caserón.
Jorge salió del despacho y observó por las ventanas que daban a la calle Alcázar cómo se alejaba Marina. Cuando comprobó que doblaba la calle en dirección a la Plaza Mayor volvió a su despacho y activó su portátil.
Mientras el pequeño terminal se encendía extrajo de su bolsillo un diminuto pen-drive y lo colocó en una entrada USB del ordenador del despacho. Movió el ratón hacia el icono de “Equipo” para advertir con estupor que su dispositivo no aparecía en la lista del sistema. Cambió de ubicación el pen-drive con el mismo resultado adverso. El computador no reconocía su unidad externa en ninguno de los puertos USB. Probó a apagar y encender el sistema con el dispositivo colocado en cada uno de los distintos alojamientos sin éxito alguno. No había forma de que se admitiese la presencia de ningún tipo de dispositivo exterior. No era posible sacar nada del equipo, ni introducir nada en él.
Jorge lamentó su exceso de confianza y se concentró en su portátil.
Comprobó que su pequeño terminal no tenía acceso a la zona Wi-Fi, de modo que realizó en su móvil los ajustes necesarios para compartir Internet. Cuando dispuso de conexión a la red envió un correo electrónico con un fichero adjunto a una de sus direcciones de “Gmail” y abrió Google en el ordenador fijo para recibir su propio correo. Un aviso del sistema le anunció que el mensaje entrante se había rechazado por contener datos adjuntos. Jorge sonrió y abrió, dentro del equipo del despacho, el buzón desde el que había enviado el e-mail en cuestión. Seguidamente se dirigió a la carpeta “Enviados” y la abrió. El mensaje de correo que había intentado remitir estaba el primero de la lista. Lo abrió con resolución. El envío y su fichero adjunto, USERSCAN, estaban a su disposición. Sin dudarlo, abrió el programa y se dispuso a esperar los resultados.
Nada más llegar a la Casa Concejo Marina se dirigió directamente a su escritorio sin reparar en las disimuladas miradas de sus compañeras de trabajo. Encendió su ordenador y buscó en Google “Jorge de Castro y Guimarães”. Estudió con curiosidad las entradas y referencias que le devolvió el buscador: Aristócrata, escritor, historiador, hagiógrafo, viudo y sin pareja conocida. Relacionado circunstancialmente con el caso del Códice Calixtino por haber sido la última persona que lo estudió antes de su desaparición, así como con otros asuntos concernientes a pergaminos, legajos y documentos en Buelna (Cantabria), Valencia de Don Juan (León), Béjar (Salamanca), Escalona (Toledo) y las ciudades de Burgos, Toledo y Salamanca en España, junto con las de Coímbra, Bragança, Guarda y Alcobaça en Portugal.
Sentía latir sus sienes con fuerza y un incremento espectacular de sus pulsaciones. Descolgó el teléfono y marcó la extensión del Archivo Histórico.
—Archivo, dígame.
—Soy Marina. Desconecta ahora mismo la Base de Datos Documental. Voy para allá.
—Está en línea… ¡La estás usando tú!
—¡Desconéctala!
—De acuerdo, de acuerdo… Ya está. Espero que sepas lo que estás haciendo.
—Ahora te lo explico.
Colgó con rabia contenida. Sujetó su cabeza con las manos y trató de serenarse. Luego se levantó decidida y se dirigió al Archivo.
***
En la Casa Molino, el programa USERSCAN había proporcionado a Jorge una relación de los usuarios acreditados en el equipo, así como sus propiedades, accesos permitidos y contraseñas. Uno de ellos era MVNovoa y disponía de acceso total al sistema.
Conectó su portátil a la red del consistorio y se identificó como Marina, usuario MVNovoa. El sistema solicitó la contraseña y, tras comprobarla una vez más, la tecleó y pulsó “Enter”. Unos segundos más tarde, toda la base de datos documental del Archivo Histórico de Alba de Tormes se estaba transfiriendo al disco externo de dos Terabytes acoplado a su pequeño ordenador.
A pesar de los 16 Mbytes de memoria del equipo la transferencia estaba resultando muy lenta, al estar limitada por la velocidad de bajada de red del modem inalámbrico del portátil a través de su propio teléfono móvil. La ventana de información del proceso estimaba un tiempo de dos horas y media para la descarga total. Era demasiado, pero no podía hacer otra cosa más que esperar. De repente, el indicador se detuvo y un segundo después un mensaje emergente anunciaba problemas de conexión con el servidor.
—¡Cabeça de merda! Algo vai mal. Espero que o velho é colocado em primeiro lugar.
Apenas se había descargado una cuarta parte del archivo, pero Jorge confiaba en que los documentos más antiguos se hubieran transferido primero.
***
Marina comprobó las descargas efectuadas con su propio usuario y constató que cerca del 22% de los primeros documentos, los que databan desde los primeros tiempos hasta poco más del año 1400 aproximadamente, habían sido transferidos.
“Maldito bastardo”, pensó mientras llamaba a Manu por su móvil.
—Hola, Marina. Cuanto honor.
—Manu, cierra las puertas y no dejes que se salga nadie.
—Pero si no estoy en la Casa. Hasta las 16:15 no tengo que ir… ¿Pasa algo?
—Nada, Manu, no te preocupes. Voy para la Casa.
—¿Se puede saber que está pasando? — inquirió el técnico responsable del archivo.
—Nada serio. Nos acaban de copiar algo más de la quinta parte de nuestro patrimonio histórico documental. Calculo que hasta principios del siglo XV.
—¡La madre de…!
—Deja a las madres en paz, que no son responsables de lo que hacen sus hijos cuando son mayores….
—¿Y cómo te has dado cuenta? Si no llega a ser por ti, lo habrían copiado todo.
—Pura intuición, supongo. Nunca me he fiado mucho de los escaparates bonitos.
—¿Aviso a la Policía Local?
—¿Para qué? La copia se ha hecho con mi usuario. No podemos probar que haya sido otra persona. Pero avisa a Julia y a Pilar. Que se tomen antes una tila.
—¿Dónde vas tú?
—¡A la Casa Molino!
Marina salió precipitadamente. Descendió la pequeña cuesta de la Calle del Arco y se dirigió jadeando al antiguo molino de agua. “ojalá le hubiera triturado los dedos con las ruedas del molino”, se recriminaba. La puerta de la casa estaba entornada, pero no cerrada y la luz permanecía encendida. Con todo sigilo subió las escaleras y se dirigió al despacho 3. Estaba vacío. Jorge de Castro y Guimarães, etc., etc., se había diluido en las tranquilas aguas del Tormes. Sólo las llaves del centro y del despacho, sobre el escritorio, probaban que había estado allí.
Encendió el ordenador y se identificó como JORGE_DE_CASTRO. Introdujo la contraseña que el propio Jorge le había facilitado y verificó la carpeta de Documentos Recientes. Ni rastro de ninguna transferencia de datos.
“Ha tenido que utilizar un portátil”, razonó. “¿Pero cómo ha entrado al sistema?” Activó Administrador de Tareas y consultó la ficha de Historial de aplicaciones. El programa ejecutado en último lugar era USERSCAN. A continuación verificó los movimientos del navegador de Internet. Se habían abierto dos buzones de “Gmail”, el correo de Google que se puede activar desde cualquier ordenador con acceso a la red. Los dos parecían pertenecer a Jorge. Uno era estirpe1355@gmail.com y el otro, Jorgedecastro1355@gmail.com.
“¿Estirpe? Otro fanático del árbol genealógico, me temo” Tomó nota de las direcciones de correo en su móvil y apagó el terminal de sobremesa.
Se quedó contemplando el Tormes tratando de hilvanar la secuencia de los hechos. En la tarde otoñal la superficie del agua devolvía una luz crepuscular que iba desde el dorado al rojo, con pequeñas lenguas de fuego bailando sobre el agua con cada ondulación. Daba la sensación de que el río era una inmensa pashmina de agua que dos gigantes sacudían delicadamente desde sus extremos, produciendo las sutiles oscilaciones que destellaban ante sus ojos. Los acontecimientos desfilaron en su interior con la misma suavidad con la que la corriente se deslizaba hacia el Duero.
—Marina ¿qué ha pasado? — oyó la voz de una nerviosa Julia a su espalda.
—Que un dios celta nos ha tomado el pelo — comentó sin volverse.
—¿Que un qué? — dijo una perpleja Pilar.
Se giró lentamente apartando sus ojos de la fascinante hoguera fluvial para encontrar las ansiosas miradas de Pilar, Julia, Manu y Alfredo, el jefe de la Policía Local.
—Por decirlo resumido: Nos acaban de hacer una copia del 22% de nuestro archivo histórico digital.
—Ya te dije que ese hombre era un peligro — exclamó Pilar sin dirigirse a nadie en concreto.
—A mí no, Pilar. Si me lo hubieras dicho quizá nada de esto habría pasado.
—Te advertí que sólo le dieras acceso a los documentos relacionados con nuestra patrona — recriminó Julia.
—Eso es lo que hice, Julia. Conozco mi trabajo. Pero ha encontrado un agujero en nuestro sistema de seguridad y se ha colado por él. Por suerte me di cuenta y pudimos evitar la copia total.
—¿Qué es lo que han robado? — preguntó Alfredo para justificar su presencia.
—Tranquilos. Nada ha desaparecido ni ha sido alterado o modificado. Si os sentáis y calmáis un poco os explicaré lo ocurrido.
Marina relató su reacción al comprobar en Google que Don Jorge de Castro y Guimarães estaba relacionado con varios asuntos sobre pérdidas de documentos en Santiago, Santander, León y Salamanca. Inmediatamente dio la orden de desconectar las bases de datos documentales, pero ya se habían copiado un 22% de los archivos. Y además, con el usuario de Marina. Cuando llegó a la Casa Molino comprobó que había conseguido insertar un programa de rastreo de personas habilitadas en el sistema, a través del correo de Google y había conseguido todos los identificadores de usuarios, permisos y contraseñas. Probablemente desde un portátil se conectó con el perfil de Marina y pudo haber copiado los documentos más antiguos, hasta principios del siglo XV.
—Ha firmado un protocolo de confidencialidad — dijo Pilar exhibiendo el documento ante Marina.
—Lo más probable es que ni siquiera sea su verdadera firma — comentó Marina revisando el escrito—. Además aquí sólo hay referencias al robo, desaparición, deterioro, alteración o modificación de documentos, pergaminos y legajos. Nada de eso ha ocurrido. Sólo podemos probar que se ha ejecutado USERSCAN en este equipo — añadió señalando el sobremesa del despacho—. La copia se ha hecho con mi identificador personal, no lo olvidemos.
—Marina, hemos sido unas tontas. Creíamos que nuestro sistema de seguridad era fiable.
—Lo es, sin duda, para los usuarios normales de este centro; pero el Sr. de Castro no es un usuario corriente.
—¿Entonces no ha habido daños ni robos ni falta nada?
—No, Alfredo. Puedes estar tranquilo. Nuestros ficheros están intactos. Lo único que ha sufrido daños es mi orgullo profesional — confirmó Marina.
—¿Dónde se alojaba? — insistió Alfredo.
—Estaba en El Trébol, pero dudo que siga allí.
—Tengo que informar a la Alcaldesa. Habrá que comunicarlo a la Consejería de Cultura de Castilla y León — añadió Pilar.
—No merece la pena, Pilar — corrigió la aludida—. No le demos más importancia. Cuanta menos publicidad, mejor. Por lo que a mí respecta el Sr. de Castro vino, accedió a la base de datos y abandonó la Villa de Alba por razones personales, sin poder completar sus investigaciones. Fin de la historia.
—Tiene razón — convino Julia—. En realidad no ha habido ningún daño a las instalaciones ni a los archivos.
—Así es. Lo único que nos falta por hacer es restringir el uso de los navegadores a cualquier página Web que no sea la oficial de la Casa Molino.
—Creo que tienes razón. Manu, toma nota de lo que dice Marina y que se haga lo antes posible.
—Lo haré yo misma mañana. Ahora vámonos. Ya hemos tenido bastantes emociones por hoy.
Descendieron en silencio las escaleras para no molestar a los visitantes y usuarios ocasionales que se daban cita en el edificio, que, al ser lunes, cerraría sus puertas a las 17:30.
Una vez en la calle Marina, que parecía ser la única persona que comprendía la magnitud de lo ocurrido, tomó su móvil y marcó el número directo del Archivo Municipal.
—¿Qué tal, Marina? ¿Es grave la cosa?
—No demasiado. Necesito que me hagas un favor.
—Dime.
—Una copia de lo mismo que nos han escamoteado esta tarde. Quiero estudiar lo que tiene para hacerme una idea de lo que busca.
—Dalo por hecho. ¿Algo más?
—Sí, Supongo que las bases de datos siguen fuera del servidor.
—Así es. Hemos temido algunas reclamaciones. Hemos alegado tareas de mantenimiento, ya sabes.
—Jajaja. Lo habitual, muy bien. Otra cosa. Revoca todos los usuarios, accesos y contraseñas. Cambia las claves del administrador y avisa de que, por seguridad, es necesario actualizar todos los usuarios y todas las contraseñas. Me temo que la lista de personas autorizadas ha sido escaneada.
—Era de suponer. Cuenta con ello.
—Pásame los datos a un CD. Ahora paso a recogerlos.
Marina guardó su móvil mientras Pilar la tomaba del brazo.
—Discúlpame — dijo con sinceridad—. Tenía que haber confiado más en ti y quizá nada de esto hubiera ocurrido, como tú decías.
—No te preocupes, Pilar. En realidad no ha pasado nada. En los documentos antiguos no creo que haya nada que pueda afectar a nuestra comunidad en ningún sentido. Y si buscaba otra cosa, se ha ido sin ella, sin duda.
—¿Algo sobre la casa de Alba?
—Es posible, pero su importancia comienza con el tercer duque, en el siglo XVI. Si buscaba algo de esa época, no lo ha conseguido.
Ya estaban bajo el arco que da acceso a la Plaza Mayor. Marina se dirigió al Archivo para recoger el CD con la copia de la información transferida por Jorge y se despidió del grupo.
—Necesito descansar — confesó a Julia—. Me voy a casa.
—Gracias Marina. Has hecho un buen trabajo. Descansa.
“Descansaré cuando el Sr. de Castro me explique su conducta” se dijo.
Marina vivía al otro lado del río, en la zona residencial de El Mirador. Excepto en los rigores del invierno, desde primeros de diciembre hasta mediados de febrero, se desplazaba a pie. Se dirigió a la salida suroeste de la Plaza Mayor y bordeó la inacabada basílica de Santa Teresa para acercarse al puente. Comenzó a cruzarlo y se detuvo en el centro de la corriente, río abajo, mirando hacia la gran isla casi acoplada a la margen izquierda del río.
En la margen derecha la Casa Molino, con su pequeño embarcadero, parecía un pedazo de Alba que se quisiera desprender de la ciudad para iniciar una nueva andadura fluvial desconocida y misteriosa.
En cierto modo le recordaba a Jorge. Aislado y rodeado de aguas impenetrables, prisionero en un punto del que no le sería fácil escapar. Maquinalmente abrió su móvil, buscó en sus notas los correos de Jorge y copió el primero de ellos. Seguidamente abrió su correo personal, pegó la dirección anterior y se dispuso a enviar un mensaje a estirpe1355@gmail.com. En la zona reservada al mensaje, escribió “Maldito bastardo. Tienes muchas cosas que explicarme”.
Tras revisar brevemente el texto pulsó el botón “Enviar”.