Capítulo V
JORGE había seguido discretamente a Marina por la Rúa Mayor al amparo de la multitud hasta que la vio acceder al recinto de la universidad. Esperó pacientemente en un lateral de la entrada camuflado entre estudiantes y turistas, incluso haciendo fotos a parejas y personas solas que así se lo solicitaban.
Poco antes de las tres Marina salía del brazo de uno de los grandes expertos en historia medieval, el mismo con el que la había visto tomando un café esa mañana. Entonces tuvo la certeza de que Marina intentaba averiguar lo que él estaba buscando.
Siguió a la pareja hasta la calle Compañía, mucho más despejada de transeúntes que la Rúa Mayor, lo que le obligó a distanciarse de su objetivo para no resultar eventualmente descubierto. Cualquiera de los dos podría reconocerle.
Los vio entrar en un portal frente a la Plaza Agustinas y dobló por la calle Prior hacia la Plaza Mayor, donde se alojaba.
A la mañana siguiente se mantuvo expectante desde muy temprano en la cercana Plazuela de Monterey hasta que, poco antes de las 9, vio salir al profesor Estremera del edificio. Unos minutos más tarde se acercó al portal y pulsó los timbres correspondientes a la consulta de urología y al de la empresa tecnológica. En uno de los dos sitios, o quizá en los dos, pulsaron el timbre que abría la puerta de la calle sin hacer ninguna pregunta.
Una rápida comprobación en los buzones le dio la dirección exacta: 2º — B. Subió pausadamente las escaleras hasta el segundo piso y no tardó en localizar la puerta B. Una vez situado frente a la vivienda del profesor tomó su móvil y lo encendió.
Volvió a releer el último correo enviado por Marina: “El que nace bastardo, muere bastardo” y activó el botón “Responder”. En la ventana correspondiente al texto del mensaje escribió: “No necesariamente, si tú me ayudas a evitarlo”. Sin dudar un instante pulsó el botón de “Enviar”
Tras despedir a Gregorio y prometer que trataría de pensar como un noble de la edad media, Marina estaba poniendo en orden los acontecimientos narrados en la tarde anterior por su maestro y amigo. La pasión de los jóvenes, dentro del contexto histórico, había desafiado el tiempo y las costumbres de la época y sacudió los cimientos de las sociedades portuguesas y castellanas como un gigantesco terremoto.
Estaba plenamente convencida de que el significado del sufijo 1355 en los correos de “su Jorge” representaban el año de la muerte de Inés; pero desconocía la razón.
De alguna manera, aunque no se imaginaba cual, le suponía relacionado con ella y deseó recibir una señal, un mensaje, algo que la orientase en algún sentido. Cogió su móvil para llamarle en el momento en que el tono de recepción de mensajes anunciaba la llegada de un nuevo correo. Era de estirpe1355 y decía “No necesariamente, si tú me ayudas a evitarlo”. Así pues, el autosuficiente Jorge, el dios celta para el que nada parecía imposible, solicitaba su ayuda para evitar que “quien nace bastardo, muera bastardo”. Activó su whatsapp y escribió “¿Dónde estás?” “Al otro lado de la puerta”, fue la respuesta instantánea.
Marina abrió la entrada con el corazón saltando en su pecho y un instante después se fundían en un abrazo eterno, mezclando sus sensaciones y sentimientos el uno con el otro como se mezclan las aguas del Tormes y el Duero para convertirse en un único caudal más pujante y poderoso.
La fría y distante Marina, la esfinge de Alba, como burlonamente la denominaba Jaime, se sentía igual que Inés de Castro en presencia de don Pedro. Simplemente se dio cuenta de que no podía ni quería separarse de él.
Se sentía abrazada tal y como deseaba ser abrazada, con una apasionada ternura, con un intenso amor. Correspondía a los besos, abrazos y caricias que recibía con la misma ardorosa entrega, besando, abrazando y acariciando como nunca antes lo había hecho.
Le afloraban sensaciones ocultas en el fondo de su ser que ignoraba que pudiera experimentar. Sin saber cómo, las ropas de ambos se habían diluido en la nada y sus cuerpos originales, desprovistos de adornos y atavíos, se mostraban en todo su maravilloso esplendor sobre la cama de su dormitorio.
Sus manos recorrían sus cuerpos con una cadencia cósmica, explorando lentamente la galaxia de sensaciones que se generaban con su contacto. Marina se sentía envuelta por una mirada de materia oscura, la mirada del cosmos, la mirada del principio de los tiempos. Y besada. Tras las lentas caricias que recorrían su piel sintió unos labios suaves que hacían estallar mil estrellas sobre su ser, centímetro a centímetro, recorriendo su universo sin ningún orden preestablecido, regresando a una órbita ya recorrida o explorando nuevos puntos alejados del anterior para dibujar círculos, espirales, líneas rectas y descubrir la geometría del espacio que se esconde en las formas de una mujer.
Llevaba dos años sin tener un encuentro íntimo y se sentía arder en todos los sentidos. Cuando los labios de Jorge rozaron la canela de sus senos, fue consciente de cuánto le quería. Apretó la cabeza del hombre contra su pecho en un gesto de profunda devoción.
—Abrázame. Abrázame. Haz que se detenga el mundo para contemplar cómo me abrazas.
Jorge la rodeó con sus brazos y se apretó fuertemente contra ella, sin dejar de posar sus labios por toda su piel. Marina tenía su cabeza entre las manos y guiaba la dirección, la presión, la cadencia y el tiempo de cada beso. No tardó en detenerse en los puntos más sensibles y en los rincones más ardientes disfrutando cada leve roce como si fuera el primero y el último de su vida. En cierto modo, era la primera vez que experimentaba unas sensaciones tan profundas y estaba totalmente entregada a ellas.
Marina tensó poco a poco su cuerpo como la cuerda de un arco y, cuando ya no era posible mayor esfuerzo, notó como todo su ser estallaba en miles de partículas que Jorge envolvía entre sus brazos para devolverla con sus caricias a su forma original.
Se dio cuenta de que unas lágrimas procedentes de unos profundos ojos de color negro intenso mojaban su piel y condujo a Jorge de nuevo contra su pecho.
—¿Por qué llora un dios? — musito imperceptiblemente.
—Porque teme perder a su diosa. En mi familia, desde hace mucho tiempo, la felicidad es un concepto muy efímero.
Sintió cómo la acunaban unos brazos poderosos que la rodeaban con enorme suavidad y el cuerpo de su propietario contra el suyo. Se sorprendió de que Jorge sólo la abrazaba sin intentar ningún otro avance amoroso, mientras decía en sus oídos palabras y frases que sonaban a entrega y a renuncia.
Se dio cuenta de que necesitaba que formara parte de ella, recibirle con su cuerpo y con su alma, envolverle entre los pliegues de su ser y experimentar el maravilloso momento en el que un hombre ama sin reservas a una mujer.
—Te pertenezco. Soy tuya. Siempre lo he sido.
Jorge no parecía tener ninguna prisa, como si el tiempo fuera flexible y lo pudieran moldear a su voluntad. La llenó de ternura de nuevo y convirtiendo su cuerpo en una inmensa hoguera capaz de devorar al propio infierno. Buscó con sus labios los de su amante y se dejó llevar mientras se besaban.
Se notó totalmente adorada. Sentía como toda su alma se consumía con infinita suavidad y comprendió que Jorge y ella ahora eran una misma partícula y un mismo espíritu, como si se hubieran fundido en un crisol al mismo tiempo. La intensidad de sus sensaciones aumentó de nuevo y cuando comprendió que ni ella ni Jorge iban a resistir más, se apretó contra él para compartir mutuamente su inmensa pasión.
—Amor mío. Siente como me amas. Siente como te amo.
Jorge volvió a recostarse contra su pecho y la mantuvo abrazada, protegiéndola de cualquier eventualidad. Luego pidió mil disculpas por su comportamiento en Alba, pero no podía saber que era ella misma quien le había descubierto. Tampoco quería involucrarla en su investigación por las reticencias que sus indagaciones levantaban a su paso y de las que era completamente ajeno. En realidad otras personas, que incluso se hacían pasar por él, habían cometido las supuestas anomalías de las que le apuntaban como responsable. Lo último que quería es que ella pudiera verse envuelta en algo similar por su culpa.
Marina le cerró los labios con un tierno beso. Era la primera vez que un hombre la abrazaba y hablaba después de hacer el amor, en lugar de quedarse dormido, encender un cigarro o levantarse para salir. Permanecieron con las cabezas juntas, entrelazando sus manos y dibujando nuevas formas imposibles con ellas.
De pronto cayó en la cuenta de que Irene, la asistenta de Gregorio, hacía rato que tendría que haber llegado a la casa, aunque no había oído ninguna señal de su presencia. Se lo comunicó a Jorge y comenzaron a vestirse a pesar de su deseo de seguir dibujando corazones y estrellas en la piel del otro.
Cuando entraron a la cocina de la casa descubrieron a Irene sentada con su vestido de faena puesto y la aspiradora enchufada, pero sin encender.
—Buenos días, Irene — saludó Marina.
—Buenos días, señorita Marina. Buenos días, señor Jorge. El señor Gregorio ya me informó de que estarían aquí. Con su permiso voy a pasar el aspirador.
Jorge y Marina se miraron sorprendidos y atónitos. Habían subestimado una vez más la asombrosa capacidad del profesor de Historia Medieval.
Para hacer tiempo salieron a pasear y se dirigieron a la Plaza Mayor en una de cuyas terrazas se sentaron. Ahora que Jorge estaba con ella el universo había recobrado de nuevo el equilibrio y llamó a Gregorio para hacérselo saber.
—Felicidades, maestro. Me has vuelto a sorprender.
—No tiene mucho mérito, la verdad —dijo Gregorio dando por hecho que se refería a la presencia de Jorge—. Le vi ayer esperando a la puerta de la universidad y luego nos siguió a cierta distancia cuando íbamos a casa. Supuse que iba detrás de ti y no detrás de mí.
—¿Vendrás a comer?
—Hoy no puedo. Tenemos que ver un tema a primera hora de la tarde y no me daría tiempo. Pídele a Irene que organice algo, ella tiene recursos.
—No será necesario. Comeremos en cualquier parte. Cuídate.
—Y vosotros también.
Marina puso a Jorge al corriente de la parte de conversación que no había podido escuchar.
—Yo haré la comida. — se ofreció—. Un plato típico portugués. Ya verás cómo te gusta.
Pagaron su consumición y atravesaron la plaza hasta llegar al Mercado Central. Recorrieron sus instalaciones observando los alimentos expuestos y, una vez que tuvieron una idea de la oferta global, Jorge escogió una pescadería concreta y compró 400 gramos de bacalao para desmigar “sin demasiada sal, por favor”. Luego adquirió perejil, pimienta molida, aceitunas negras sin hueso, un cuarto de kilo de patatas, media docena de huevos, una cabeza de ajos y cebollas dulces de Fuentes de Ebro. Salieron con sus bolsas de la compra como cualquier matrimonio charro y se dirigieron de vuelta al piso del profesor Estremera.
Irene ya estaba recogiendo cuando llegaron a la casa.
—El señor Gregorio me ha dicho que ustedes se encargarán de la comida.
—Así es, Irene — admitió Jorge—. Voy a preparar bacalao dorado, un plato típico portugués.
La expresión de asombro de Irene quizá se debió al hecho de no conocer semejante plato o, quizá, de la peregrina idea de que “el señor Jorge” iba a cocinar.
—No lo he probado nunca — admitió finalmente—. Espero que le salga bueno.
—Guardaremos un poco para que lo pueda probar mañana. La verdad es que me sale muy rico.
Irene agradeció el ofrecimiento con una inclinación de cabeza. Si un artista de cine te dice que hace bacalao dorado y que te va a guardar un poco, no hay razones para negarse, pensaría sin duda.
Una vez solos lo primero que hizo Jorge fue pedir a Marina que se sentara en la cocina donde pudiera verla.
—Necesito que mis ojos se acostumbren a ti. Llevan tanto tiempo buscándote que aún no se lo creen.
La voz de Jorge sonaba tan sincera como halagadora.
—Yo tampoco te quitaré ojo. Quiero ver cómo te defiendes en la cocina.
Jorge examinó la estancia para hacerse una idea de la posición que ocupaban los elementos que iba a necesitar y poco después empezó a disponer de cada recurso como si la cocina fuera suya.
Localizó un bol, lo llenó de agua y luego puso un colador en su interior. Desmigó el bacalao sobre el colador y lo removió varias veces, para quitarle el exceso de sal.
Peló las patatas y las troceó en tiras finas, pero no demasiado alargadas. Luego picó una de las cebollas y dos dientes de ajo en porciones muy pequeñas y los puso sobre una sartén con aceite. Después de pocharlos añadió el bacalao y lo rehogó todo durante cinco minutos.
En otra sartén puso aceite abundante para freír los bastoncitos de patata hasta que cogieron un dorado intenso. Las escurrió bien y las mantuvo aparte.
Mientras Marina preparaba los platos, vasos y cubiertos, batió por separado las claras y las yemas, añadió las patatas al bacalao y sin dejar de remover la sartén añadió las claras batidas para que todo el conjunto se impregnara por igual. Inmediatamente añadió el batido de yemas, siempre removiendo con dos paletas de madera.
Cuando la mezcla tuvo la consistencia deseada apagó el fuego y colocó el resultado sobre una fuente. Añadió perejil picado, pimienta molida y las aceitunas negras, previamente escurridas y lo probó. Inmediatamente le pasó una muestra a Marina.
—¿Qué tal? — pidió expectante.
—Delicioso. Sencillamente delicioso. Supongo que mi madre tenía razón.
—¿Tu madre? — inquirió curioso — ¿Qué te dijo tu madre?
—“Cuando un hombre cocine para ti, y te guste, te enamorarás de él” — recordó.
—Me hubiera gustado conocer a tu madre — dijo con franqueza.
—Bueno, vamos a comer esta delicia.
Se sirvieron una abundante ración y comprobaron que quedaba suficiente para el profesor y para Irene. Marina bromeó sobre las probables reacciones de Irene cuando probase el bacalao dorado al día siguiente.
Después de enjuagar los utensilios utilizados tanto en comer como en preparar la comida los colocaron juntos en el lavaplatos y lo pusieron en marcha.
—Me parece que mi madre hubiera querido ver este momento. Perdí a mis padres en un absurdo accidente cuando venían a pasar un fin de semana conmigo. Un camión se quedó sin frenos y murieron en el acto. No sufrieron, pero yo tardé un mundo en recuperarme.
—¿Hace mucho de eso?
—Seis años; pero todavía me parece que acaba de ocurrir.
—Hicieron un gran trabajo contigo. Estarían orgullosos de ti. Los míos murieron mayores, con apenas un año de diferencia. Primero mi madre y luego mi padre. Antes de morir mi madre me hizo prometerle una cosa.
—¿Cuál?
—Que limpiara de nuestra familia la mancha de bastardía que nos persigue desde hace casi 700 años, concretamente desde 1347. Esa deshonra nos envenena el alma y ningún Castro será plenamente feliz hasta que se restituya la legitimidad a la estirpe.
—Eres descendiente directo de Inés de Castro — afirmó convencida.
—En efecto. A través de su primogénita Beatriz de Portugal. Conmigo se extingue su descendencia por línea materna, ya que mi madre no tuvo más hermanos ni yo tampoco.
—Si vamos a trabajar en equipo… como dijiste en la Casa Molino… necesitamos a Gregorio Estremera.
—No podíamos tener mejor aliado. Sin duda entre los tres lo conseguiremos.
Marina llamó al profesor a su móvil, pero la llamada se extinguió sin que mediara respuesta al otro lado.
—Me dijo que tenía una reunión importante esta tarde. Quizá ha puesto el móvil en modo silencio — razonó—. En cualquier caso creo que es muy conveniente que esté presente para escuchar lo que, sin duda, tienes que decir.
—Así lo creo yo también. Si te parece podríamos ir en su busca. Nos sentamos en algún sitio agradable y charlamos. Si mis antepasados llevan esperando casi siete siglos bien pueden esperar una o dos horas.
Marina volvió a encender su móvil y se dispuso a marcar de nuevo, pero en esta ocasión llamó a su jefa, Julia.
—Marina, cómo me alegro de tu llamada. ¿Va todo bien?
—No podría ir mejor, salvo por un pequeño matiz.
—Cuéntamelo.
—Voy a necesitar más tiempo y con las vacaciones no creo que sea suficiente. Querría pedirte el favor de que me tramitaras una excedencia temporal… digamos ¿Tres meses? — dijo interrogando a Jorge con la mirada.
Ante la silenciosa afirmación del aludido, confirmó.
—Tres meses. Si fuera necesario te pediría una prórroga.
—Cuenta con ello. Lo empezaré a mover mañana mismo, no te preocupes.
—Muchas gracias, Julia.
—Espero que termines por encontrar lo que sea que estés buscando, ya sabes.
—Una parte ya la tengo — dijo cogiendo a Jorge de la mano—. Pero nos falta otra más complicada.
—¿Nos? — dijo Julia al percatarse del plural — ¿Has encontrado a Jorge, verdad?
—Digamos que él me ha encontrado a mí. Ya te contaré. Cuídate mucho y gracias de nuevo.
—Adiós. Un abrazo para los dos.
—Otro para ti.
Cuando colgó se volvió hacia Jorge con la misma cara de una niña pillada en un renuncio.
—Parece que todo el mundo sabía que te estaba buscando… menos yo.
—Yo también lo sabía… pero no estaba seguro de que pudiera ser lo suficientemente bueno para ti. No te quería defraudar, pero me sentía atraído por tu presencia como una planta por el sol. Sin pretender entenderlo, sin poder explicarlo. Una planta no puede definir qué es el sol, pero lo necesita para vivir.
Conscientes de que las tardes de diciembre son frías y brumosas en Salamanca se pusieron su ropa de abrigo y salieron a la calle, en dirección a la universidad, en busca del experto en historia medieval. Cogidos de la mano hacían una pareja perfecta.