24
DEJÉ que Hannah saliera en primer lugar del almacén. Cuando salí yo, unos minutos después, con mi cofrecito de nuevo a salvo bajo la camisa y la espada al costado, un oficial papal que había estado rondando al pie de la torre se me acercó.
—¿Maese Richard Dansey? Su Santidad desea veros.
Parpadeé, sorprendido.
—Debéis estar en un error.
—No hay error alguno.
Lo seguí, apenas consciente de dónde iba. Notaba fresco el contacto de la piel de Hannah sobre la mía. Seguía en un mundo esplendoroso, muy por encima de los asuntos de los mortales como la guerra, los sitios, la muerte. Pero en cuanto puse un pie en la entrada de los aposentos del Papa empecé a asustarme un poco. No concebía el propósito de aquella cita.
Pasamos por una habitación abovedada, en la que obispos y cardenales susurraban en corrillos junto a las paredes. En la siguiente puerta, una abertura baja en los monumentales muros de piedra del castillo, dos guardias suizos montaban guardia con sus alabardas. Un chambelán con un bastón de oro se adelantó, tomó mi espada y me hizo entrar. Entré en un espacio de tamaño modesto con el techo pintado, en cuyo extremo más alejado estaba sentado el papa Clemente VII, con capa y solideo escarlata. Tenía las manos, con los dedos sin joyas, apoyadas en los brazos de su trono. Su rostro con la barba desigual estaba gris de agotamiento. De pie junto a él se encontraba el cardenal Farnese. Era un viejo zorro que había llevado una vida disipada en su juventud, engendrado varios bastardos e incluso pasado un tiempo en las mazmorras que había bajo nuestros pies por falsificar una bula papal. Le había aconsejado al Santo Padre hacía meses que se marchara de Roma y, tal vez por eso, Clemente era más proclive a escuchar ahora sus consejos.
Vi también la cara triste de viejo sabueso del cardenal Campeggio. Era uno de los que abogaban más por la conciliación que por nuevas acciones de guerra. El cardenal Salviati, más joven, primo de Clemente, estaba de pie a su lado. No había nadie más en la habitación. Avancé hacia el Santo Padre y me postré ante él como era debido para besarle los pies con zapatillas escarlata. Me hizo un gesto para que me levantara. Tenía lágrimas en los ojos. Intentó hablar, pero la voz le falló. Cerró los ojos. Luego dijo:
—He firmado la capitulación.
El estómago me dio un vuelco. Lo tenía todo: tenía el mundo entero. Las piedras más valiosas jamás vistas en Londres, a Hannah... y estaba a punto de perder todo aquello. Clemente mantuvo unos instantes los ojos cerrados. Luego volvió a mirarme. La curva de su boca todavía sugería su vieja y fría astucia. Comprendí que a pesar de todo lo sucedido aquel hombre seguía lejos de haber abandonado la lucha.
—¿Sois, como creo, amigo íntimo de Stephen Cage? —me preguntó.
—Mientras estuvo en Roma tuve el honor de verlo a menudo y de comer con su familia —le respondí.
Clemente asintió con la cabeza.
—El señor Cage no está; tal vez haya muerto. Pero vos... vos habéis sobrevivido. El cardenal Campeggio me dice que cree que sois un joven poco común. Por tanto: ¿estáis dispuesto a servirme y a servir la causa del señor Cage?
Hice una reverencia.
—Estoy a las órdenes de Vuestra Santidad. —El corazón se me salía del pecho. No tenía ni idea de lo que vendría a continuación.
El Sumo Pontífice se inclinó hacia delante.
—El signor Casale se marcha mañana a Venecia y, luego, partirá hacia Inglaterra, llevando cartas de nos y del cardenal Farnese al cardenal Wolsey y a vuestro rey. —Hizo una pausa—. En medio de los terribles crímenes cometidos contra Dios y la Iglesia, tenemos los ojos puestos únicamente en Inglaterra. Ojalá nunca hubiéramos confiado en las promesas del resto de nuestros aliados.
Se hizo de nuevo el silencio. Dilató las aletas de la nariz en una expresión de odio incalificable.
—Mi señor, el rey de Inglaterra, es consciente del título que vuestro Santo predecesor le confirió. Actuará como corresponde al Defensor de la Fe.
¿Qué estaba diciendo? Estaba hablando como embajador; como si lo hiciera en nombre del rey, siguiendo sus instrucciones y con sus credenciales. Los ojos del Papa me estudiaron.
—¿Entendéis, pues, la naturaleza del encargo de maese Stephen?
No podía dudar. Había llegado muy lejos en los asuntos de príncipes y reyes, así que no era cuestión de echarme atrás. Hice una reverencia. Mientras me esforzaba denodadamente por unir una pista de un lado, una palabra de otro.
—Entonces sabéis que se marchó de Roma descontento, sin una respuesta. Eso fue negligente de mi parte. —De repente, sus ojos de párpados caídos echaban chispas—. La neutralidad de Inglaterra en esta guerra tiene que terminar. ¡Debe terminar! —Le dio un manotazo al brazo del trono—. Mis amigos me abandonan. Los herejes se burlan de mí en las calles de la Ciudad Santa. Y yo debo fingir tratar con ellos; pagar sus gastos de guerra, hablar con suavidad. Incluso me exigen que les levante la excomunión y los libre del infierno. Y eso... —murmuró, con la barbilla temblorosa—, eso es algo que nunca haré.
Cuando le oí decir aquello un escalofrío me recorrió la espalda. Relajó la mano; volvía a tener la cara inexpresiva, a caballo entre sonriente, ceñuda y desdeñosa.
—Encontrad al señor Cage, si es que sigue vivo aún —me susurró—, y decidle esto: «El momento no tardará en llegar.» Exactamente estas palabras. Ni más ni menos. ¿Me habéis entendido?
Mi mente era un torbellino. La misión de Stephen, sin duda, era presionar a Clemente para que consintiera el divorcio del rey Enrique; o más bien que le pidiera que conviniera en que el matrimonio con la reina Catalina era nulo desde su comienzo. Clemente había contemporizado, retrasado dar una respuesta, obligando a Stephen a irle detrás semana tras semana, desesperanzado, hasta que por fin, demasiado tarde para hacerlo con seguridad, había acabado por marcharse. Aquel divorcio era una cosa a la que Clemente no podía avenirse con facilidad. Sería un duro golpe para el papado el hecho de aceptar que la dispensa otorgada por un Papa anterior había sido un craso error y que no tenía validez. Sólo lo desesperado que estaba por obtener una alianza con Inglaterra podía haber inducido a Clemente a tomar aquello en consideración.
Y entonces pensé en Stephen, en el secretismo con el que actuaba, en la insignia de peregrino en su capa, en el hecho de que no tuviera oficialmente el estatus de embajador del rey. Wolsey temía a Stephen. ¿Por qué, si estaba trabajando por el divorcio exactamente igual que él?
Y entonces lo comprendí. Fue como una revelación. Vi ante mí las palabras de Bennet anunciándome el nombre que muy pronto toda Inglaterra conocería. Lady Ana Bolena, prima de Stephen. Stephen Cabe no era emisario de Wolsey sino de Ana y del rey. La presencia de Stephen en Roma era un signo de que el rey Enrique ya no confiaba en el cardenal Wolsey para llevar adelante su divorcio. ¿Por qué motivo? Pues porque cuando Enrique se viera libre de la reina Catalina no se pondría como objetivo tomar por esposa a la hermana del rey de Francia, sino a la mortal enemiga de Wolsey, a su verdadero amor: lady Ana.
Me estremecí. Aquello era verdaderamente, tal como Wolsey lo llamaba, un gran y secreto asunto. Y yo estaba en pleno meollo. Si no me equivocaba, entendía más de la cuestión que Wolsey o el propio Papa. Stephen Cage le habría hablado a Su Santidad de los poderes de los papas para conceder dispensas, de la separación entre la ley divina y la jurisdicción papal, la interpretación de las Escrituras. No le habría dicho que el rey Enrique estaba enamorado: enamorado de una mujer esbelta, de ojos negros, sagaz y ocurrente; una mujer que no era su esposa. No, en todos aquellos debates secretos, el nombre de lady Ana tenía que haber sido el secreto más bien guardado de todos. Así que Wolsey trabajaba a favor del divorcio, creyendo en el enlace francés, pero temeroso y prácticamente convencido de estar representando un simple papel en manos de su enemiga, de Ana. Mientras, el rey Enrique había revelado sus verdaderas intenciones a sólo los miembros más íntimos del clan de los Bolena. Noté que me acaloraba e hice un esfuerzo para evitar sonreír. Mis propias oportunidades se acrecentaban, sería más rico y más importante de lo que nunca había imaginado. No llevaba presentes de amor para una simple amante del rey sino para una mujer que se convertiría en reina. Miré al Santo Padre, que esperaba impávido mi respuesta.
—Comprendo a Su Santidad —dije—. Pero ¿y si Stephen Cage hubiese muerto? ¿A quién le transmito entonces el mensaje?
El Papa arqueó una ceja.
—Naturalmente, a vuestro rey.
Richard Dansey, emisario del rey Enrique. Aquello me complacía. Pero todo eso no era nada a menos que pudiera escapar del castillo. Clemente tomó una hoja grande de la mesa que tenía al lado.
—Éstos —dijo— son los términos de la rendición. Estoy obligado a pagar cuatrocientos mil ducados a los imperialistas. Hasta que podamos reunirlos, los rehenes permanecerán en el castillo bajo vigilancia. Pero la guarnición y la mayoría de los que se han refugiado aquí pueden marcharse libremente. —Me miró con una leve sonrisa—. Vos, Richard Dansey, estáis entre los que tienen permiso para irse.
Tuve que hacer un esfuerzo para preguntarle:
—¿Y la familia Cage?
—También, por supuesto. Pero la señora Cage... tristemente, sus capacidades... Ella no puede llevar un mensaje de esta naturaleza. Por eso me hacéis falta. ¿Tenéis algo de valor?
—Unos cuantos presentes que ofreceré a mi rey —dije.
Asintió con un gesto.
—Vuestros bienes serán respetados. Os iréis mañana. Y confío en que toméis el camino más rápido a Inglaterra.
Me arrodillé ante él.
—Santo Padre —le dije, sinceramente agradecido y aliviado—, os lo juro.
Hizo el signo de la cruz en el aire, sobre mi cabeza y murmuró una bendición. Le besé de nuevo los pies, me levanté y me retiré.
Salí a la plaza como en una nube. Corrí a la habitación de las Cage, muriéndome de ganas por contárselo. Imaginaba los ojos brillantes de Hannah vueltos hacia mí con gratitud mientras tenía en perspectiva los muchos días de viaje juntos; sí, y las muchas noches. Entré en tromba y allí, sentado en uno de los camastros, rodeado por las tres Cage, estaba John. Hannah se volvió con aquella mirada de animación de la que yo, por derecho, tendría que haber sido el único merecedor.
—¿No es una noticia maravillosa? —exclamó Hannah—. ¡Podemos irnos!
Miré a John y debió notárseme lo molesto que estaba de que me hubiera arrebatado mi triunfo. Hizo un gesto indolente con la mano, modesto, y dijo:
—¿Así que también os habéis enterado? Sí, lo vi todo cuando se acordaba. De hecho, es a mí a quien debéis agradecérselo. Me enteré ayer de que un nuevo ejército imperial está de camino desde Nápoles y que si el Papa no firmaba enseguida la capitulación el castillo caería muy pronto. —Miró a las mujeres que lo rodeaban—. Pero hoy eso ya no es ningún secreto. Todo el mundo lo sabe. Habrá tres grupos de imperialistas para escoltarnos más allá de las murallas y el príncipe de Orange estará presente para asegurarse de que no se comete ningún ultraje contra nosotros. Después, podremos irnos a donde nos plazca. Su Santidad entrega Ostia, Módena, Parma y Dios sabe qué más. Tiene que pagar centenares de miles en oro y debe levantar todas las excomuniones. Pero los imperialistas son unos pobres simples si esperan que Clemente mantenga sus promesas.
Cruzó los brazos y sonrió. Sentí una punzada de resentimiento: una estupidez, porque podía por fin estar seguro del amor de Hannah.
—¿También te vas? —le pregunté a John.
—Claro que sí. —Miró de soslayo a Grace—. Cuando has entrado estábamos hablando de las posibilidades de encontrar un barco en Ostia. Estamos decididos a intentarlo. ¿Vendrás con nosotros?
Hannah nos sonreía a John y a mí alternativamente. La expresión de mi viejo amigo era amable, honesta, abierta. Esperaba, con las cejas enarcadas, mi respuesta. Descarté mi enfado, me volví hacia Hannah y dije:
—Entonces nos iremos todos juntos mañana. Nos reuniremos en el patio por la mañana temprano. Junto a la armería.
Su sonrisa se iluminó y enseñó la dentadura, con los ojos relucientes por nuestra compartida perversión.
—Mañana. Junto a la armería —dijo.
Me di la vuelta. Estaba molesto, con John y conmigo mismo. Pero no tenía tiempo para permitírmelo. Antes del día siguiente, Benvenuto y yo teníamos que terminar un par de anillos. Cuando regresé al Ángel, Cellini ya estaba trabajando en la esmeralda. Había cortado la tabla y la sostenía sobre la pulidora para pulir los costados. También él se había enterado de las noticias.
—Mañana seguiremos nuestros respectivos caminos —me dijo—. Pero que nunca se diga que Benvenuto ha dejado un trabajo a medias.
Observé cómo la piedra revelaba gradualmente sus misterios y desplegaba, como se desenrosca una cochinilla, un brillante verde veraniego. Pero incluso tallada seguía conservando un corazón oscuro, un lugar desde el que los rayos de luz del bosque saltaban de pronto y luego retrocedían hacia las sombras. Avanzada la noche, Cellini dobló a su alrededor las pestañas que lo sujetaban firmemente al anillo. Me desperecé y acepté el vino que Martin me ofrecía. Casi me hubiese gustado liberar a Cellini de terminar la última pieza, pero tenía los ojos llameantes y por nada se hubiera detenido. Cogió el rubí plano en bruto que le había comprado a Da Crema.
—Ahora, la pasión.
Martin, a mi lado, se inclinó hacia delante. Estaba tan ávido del esplendor de aquellas piedras como yo. Pensé en cuando llegamos a Venecia y en sus intentos por hacerme desistir y conseguir que volviera a casa con la Viuda. Su lealtad hacia ella se había moderado bastante desde entonces. Me imaginé mi regreso a Thames Street y la mirada de mi madre cuando expusiera ante ella mi tesoro. No podía esperar que estuviera satisfecha. No, ésa era una batalla que todavía tendría que librar. Y Thomas: decidí en aquel momento que lo obligaría a confiar en mí, y que lo convertiría en mi aliado.
Al otro lado de la angosta ventana, más allá de la terraza y su mudo cañón, aparecieron los primeros albores del amanecer. Ningún arma disparaba, y en Roma no tañía ninguna campana y apenas algún pájaro trinaba. En las prisiones, los nobles y las damas, los sacerdotes y los cardenales se revolvían en sus cadenas. Los soldados, a millares, esperaban el amanecer, expectantes. Al día siguiente toda Roma sería por fin suya. Cellini levantó el rubí.
—¿Qué me decís de esto?
Tenía vida. Lo miraras por donde lo mirases, resplandecía en él el fuego y derramaba ríos de sangre. Era una gema para una hechicera, para una seductora de reyes. Abracé a Cellini.
—Si al menos pudierais ir conmigo a Inglaterra y ver al rey Enrique... —Era cuanto podía decirle: necesitaba su maestría como orfebre, pero también estaba celoso de él, porque era un rival para mis piedras. Siempre había deseado obtener mi triunfo en solitario.
Cabeceó.
—No, tengo que ir a Florencia. Mi padre está allí. Debo ver cómo ha capeado la guerra. Tal vez después me vaya más lejos, donde sea que amen la belleza y el oro.
Volvió a sentarse en el banco de trabajo y se puso a engastar la piedra en el anillo. Saqué el cofrecito. No quedaba en él ni una sola piedra suelta. De entre los pliegues que guardaban las piezas —el barco, el jardín, la cruz y el corazón—, saqué mi rollo de letras de cambio. Le pagué setecientos ducados, un poco más de lo acordado, y me quedé con casi nada. Pero se lo había ganado. Martin me dio un codazo. Se oía en los pisos bajos del castillo el murmullo de la gente congregándose. Había llegado el momento de que nos fuéramos. Los tres bajamos del Ángel por última vez.
El patio estaba abarrotado de gente. Los hombres de la guarnición estaban formando, con sus arcabuces y sus cuernos de pólvora y sus sacos de comida. Nobles, obispos, criados, mujeres y hombres pobres se abrían paso a empujones, mientras los oficiales papales gritaban órdenes que nadie oía. Crucé por entre el gentío hacia la puerta de la armería, donde Hannah y yo nos habíamos acostado entre los barriles de pólvora. No se la veía por ninguna parte, ni tampoco vi a Grace ni a Susan.
—¡Martin! —le ordené—. ¡Espérame aquí!
Iba hacia sus aposentos cuando reconocí la cabeza de John por encima de la multitud. Nos acercamos a empujones. Parecía disgustado.
—¿Y las Cage? —le pregunté.
—Ya han bajado. Van con Casale a la cabeza de la columna. Bueno, ya las alcanzaremos luego.
Lo miré de soslayo. La gente había empezado a moverse. De lejos nos llegaron el redoble de los tambores y el ruido metálico del rastrillo cuando lo levantaban. Era siete de junio: hacía un mes del inicio del saqueo y del sitio. Nos apresuramos por las escaleras y por la larga rampa curva, caminando por el corazón de aquella tumba antigua. Las antorchas ardían en la oscuridad, iluminando la bóveda del techo, arrancando destellos a las pecheras de los soldados y reflejos a sus caras lúgubres. Éramos un ejército en desbandada. Apenas trescientos hombres armados, pero diez veces la misma cantidad de sacerdotes, comerciantes y mujeres. Cruzamos la puerta y el puente por el que las Cage y yo habíamos pasado aquel amanecer neblinoso. La columna se prolongaba por delante de nosotros hasta perderse de vista. Cuando el último de los nuestros hubo salido, los imperialistas irrumpieron con gritos salvajes en el castillo. No iban a entrar en la torre de planta circular: allí el Sumo Pontífice y sus cardenales estaban a salvo a pesar de que eran prisioneros.
Al otro lado del puente nos adentramos entre las ruinas de Roma. Las casas estaban carbonizadas, sin ventanas. La muerte hedionda lo invadía todo. En las tres semanas que había pasado en el castillo, la ciudad había sido reducida a una abominación, a una salvajada. Los hombres se habían convertido en animales, una terrible señal del castigo de Dios a los hombres. Las piedras quemaban y el hedor me dio náuseas. Casi todas las puertas ante las que pasábamos tenían la marca de la peste. Bandas de soldados harapientos nos vigilaban ávidamente desde las esquinas. En algún punto, más adelante, estaban las Cage; pero mis intentos de adelantarme a la columna fueron infructuosos. Los grupos de lansquenetes cuya misión era vigilarnos mientras cruzábamos la ciudad nos encajonaban por ambos lados y, dadas las miradas asesinas de los soldados que había detrás de ellos, me alegré de que así fuera.
Al otro lado de la puerta de San Pablo, por la que había entrado la primera vez en Roma, cinco meses antes, la columna se dividió. Una parte se encaminó hacia el este y luego hacia el norte, por las colinas. Hacia allí se dirigía Cellini.
Nos estrechamos la mano por última vez.
—Saludad al rey Enrique de mi parte —me dijo.
—Dad las gracias a vuestro padre por permitir que su hijo se convirtiera en joyero —le respondí yo, riendo.
También abrazó a Martin.
—Tenéis un buen sirviente —me dijo—. Pero ¡qué mal os aconseja! ¡Imaginad que nunca hubierais venido a Roma!
Esperé a que Benvenuto desapareciera entre la marea de cascos y sombreros empenachados de los soldados, camino del norte a través de Campania.
—¡Patrón! —Martin señalaba hacia nuestra columna, que se había puesto en movimiento. Nos apresuramos. Al cabo de unos minutos vimos a John.
—Todavía van mucho más adelantadas que nosotros. —Tenía cara de profunda preocupación.
—Sé perfectamente que quisieras que Hannah fuera para ti —refunfuñé.
—¡Mi querido Richard! Hannah es tuya. ¡Claro que es tuya! —Me guiñó un ojo—. Si puedes conservarla...
Intenté agarrarlo, pero se adelantó corriendo y me miró por encima del hombro, riendo.
—Vamos, Richard. Nunca podrás estar enfadado conmigo.
Le alcancé y proseguimos cogidos del brazo.
—No, porque tienes razón: Hannah es mía.
Frente a nosotros, más allá de las marismas, se alzaba el castillo de Ostia y, junto a él, el mástil del barco que nos llevaría a casa: a casa y a un triunfo más glorioso de lo que había imaginado al salir del Broken Wharf hacía tantos meses; a casa, con el amor de Hannah y la victoria sobre mi madre; a casa, donde el rey Enrique esperaba ver su diamante.
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Nota histórica
Prólogo
Primera parte: El topacio: la piedra solar perfecta
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Segunda parte: La esmeralda escita: la cortesana de las gemas
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Tercera parte: La crisoprasa: una linterna en la oscuridad
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Cuarta parte: El diamante de Golconda: una espina en el corazón
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Quinta parte: El rubí de Serendip: una piedra que enciende la sangre
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24