21

Y habría estado muerto de no ser por el grueso sombrero del español. Aun así, la sangre me corría por la cara. Gemí e intenté levantarme apoyándome en las manos. La voz volvió a decir:

—¡Lo has matado!

—¡Tú lo has matado!

—¡No, tú!

La mano derecha me patinó y rodé hasta quedar boca arriba. Lo veía todo borroso, pero estaba seguro de que no me equivocaba: hablaban en inglés. Las dos personas que hablaban soltaban grititos; y luego recuperé la visión de golpe y vi a Susan y a Hannah Cage de pie, inclinadas sobre mí, la una con un asador y la otra con un atizador. Hannah arrojó al suelo el hierro y se sentó en el suelo, sosteniéndome la cabeza.

—¡Mi pobre, pobre, pobre Richard!

Susan pasó por encima de mí para salir al dormitorio.

—Alguien puede haberle seguido. ¿No puedes dejar de achucharlo y ayudarlo a levantarse?

Intenté incorporarme y, con la ayuda de las dos muchachas, por fin lo logré. Me arrojé enseguida en brazos de Hannah. No quería soltarla; la había encontrado, eso era todo cuanto me importaba. Le besé el pelo, los labios, los ojos. Ella se quedó quieta y me dejó hacerlo.

—¡Ya vale! —siseó Susan—. ¡Rápido!

Hannah se liberó de mi abrazo. La habitación en la que estábamos había sido un vestidor y un espacio donde admirar pequeños adornos y obras de arte. Lo habían registrado. El suelo estaba lleno de cristales rotos. Hannah me llevó a una escalera de mano apoyada en una trampilla situada en el techo. Me las arreglé para subir por ella y la recogimos en cuanto estuvimos todos arriba. Nos encontrábamos en la casi más completa oscuridad. Me explicaron que un laberinto de almacenes, cuartos de criados y pasillos se extendía por ambas alas del palazzo, a los que se accedía por medio de escaleras de mano de madera y escaleritas estrechas.

—Esta escalera de mano es el único modo de bajar de aquí —me susurró Hannah—. Estábamos buscando comida.

—Hasta que Hannah casi os mata —añadió Susan.

—Lo hubieras hecho tú de haberte atrevido —le replicó Hannah.

—¡Silencio! —le respondió Susan—. Ya estamos cerca. Otra impresión fuerte la matará.

Me llevaban a gachas por un angosto pasillo que desembocaba en una habitación que era poco más que una alacena grande encajada bajo el alero. Dentro se movía algo.

Susan se nos adelantó.

—Madre. Hemos encontrado a Richard.

Cuando los ojos se me acostumbraron a la oscuridad, vi una silueta encogida contra la pared del fondo. Era Grace. Llevaba el pelo negro desgreñado sobre la cara. Me tendió una mano temblorosa.

—¡Richard! ¡Qué amable al venir! Bienvenido. ¡Chicas! Ofrecedle a Richard algunos dulces. Los almendrados son los mejores. No entiendo qué pasa con los criados.

Hannah y Susan intercambiaron una mirada. Me senté acurrucado y me apoyé en el muro inclinado. Todavía me latía la cabeza. Hannah arrancó un jirón de su vestido y se puso a vendarme la herida. Susan se desplazó en la oscuridad y volvió con un plato de plata vacío.

—Tiene razón. Los almendrados son de hecho los mejores. Pero ¡qué no daría yo por una rebanada de pan!

Sonreí al oír eso y me saqué una rebanada del jubón. Susan se echó sobre ella y la partió de inmediato en cuatro trozos. Comiendo, y con la calidez del cuerpo de Hannah contra el mío, sentí regresar mi fuerza y mi coraje. Grace suspiró satisfecha.

—Cuando Stephen vuelva, todo se arreglará.

Hannah me miró a los ojos ansiosa, y yo la interrogué en silencio. Entonces fue cuando Hannah y Susan, por turnos, me contaron la historia de su viaje.

Habían salido por la puerta de San Pablo la tarde del día anterior, con intención de recorrer los veinticuatro kilómetros hasta Ostia. Aunque oficialmente nadie podía abandonar Roma, la cantidad de gente que había comprado ese permiso o suplicado que se lo concedieran era sorprendente. Las rodadas de la carretera estaban anegadas y, esa circunstancia, sumada al tránsito de campesinos y carretas, entorpeció su avance. Cuando cayó la noche, seguían aún en la desolación de las marismas. Entonces Stephen se había adelantado a caballo para comprobar el estado de la carretera. Mientras estaba ausente, una partida de jinetes se les echó encima, disparando los arcabuces y virando antes de volver a disparar. Posiblemente eran imperialistas que, de algún modo, habían logrado cruzar el Tíber, o miembros del poderoso clan de los Colonna, enemigo del Papa, o simples bandoleros. Los caballos de carga se habían encabritado y algunos criados que conducían los carros, llevados por el pánico, se habían adentrado en la marisma. Toda la caravana de carros que había estado avanzando a duras penas por la carretera dio la vuelta y retrocedió apresuradamente hacia la ciudad, arrastrando a Grace y su familia con ella. Los fardos y las cajas se iban cayendo de los carros; cuando llegaron a las puertas cerradas de la ciudad tenían muchas menos pertenencias que al comienzo del viaje. Para entonces ya eran las dos o las tres de la madrugada y, a pesar de que Hannah y Susan estaban dispuestas a hacer otro intento por la carretera de Ostia, Grace no quiso ni oír hablar de ello. Stephen iba a volver por ellas. Siempre había sabido que aquel viaje desde Roma era un error. Pasaron en vela la fría noche, a las puertas de la ciudad, esperando. Pero Stephen no regresó. La neblina se levantaba de las lagunas que bordeaban la carretera. Al amanecer, en la espesa niebla que tanto había favorecido el ataque de los imperialistas, Grace les ordenó a todos volver al palazzo: sin duda Stephen las estaría esperando allí, o estaría de vuelta pronto y haría otros planes. Stephen lo solucionaría todo.

Pero Cellini y Alessandro se habían ido y se estaba desarrollando una enconada batalla al otro lado del río.

No tenían nada que temer, había argüido Grace. Después de todo, Inglaterra era neutral en aquella guerra, que nada tenía que ver con ellas.

A medida que el ruido de los disparos se iba acercando, los hombres de Cellini los fueron abandonando. Cuando los españoles y los alemanes por fin hubieron cruzado los puentes, quedaban apenas diez hombres armados para hacerles frente. Habitación tras habitación, Grace y sus hijas se habían batido en retirada. Fue Susan quien encontró la trampilla; Hannah había subido los dulces de su mesilla de noche. Lo más problemático para ellas había sido su madre. Los disparos y el asesinato de los criados, que había presenciado por las ventanas de la galería... Grace no acababa de creerse todo aquello. Quería bajar al encuentro de los imperialistas y decirles quién era, explicarles que estaban en un error. Sólo la promesa del regreso de Stephen la había inducido a subir por la escalera de mano.

Habían permanecido acurrucadas en aquel agujero hora tras hora, mientras proseguían la matanza y el saqueo. Los soldados habían efectuado un registro a fondo. Los habían oído gritarse cosas y derribar muebles, enfadados; pero la mayor parte del botín, por supuesto, estaba en aquellas cajas descargadas precipitadamente de los carros y amontonadas en la entrada del vestíbulo del que los primeros soldados habían huido tan precipitadamente: los tapices enrollados, la plata, los libros de Stephen, las flautas dulces y los laúdes. Por fin se hizo el silencio. Sólo al caer la noche las dos muchachas habían juzgado que merecía la pena correr el riesgo de encontrar comida.

—Y ahora nos hemos comido vuestro pan y los dulces también se han terminado —dijo Susan—. ¿Hannah?

—Sé que hay más, abajo, en la despensa.

—Asegúrate de traernos algunas peras confitadas —terció Grace—. Esas que nos regaló el cardenal Ceci. Pero verdaderamente opino que deberíamos esperar a Stephen en la planta baja. Aquí arriba nunca nos encontrará.

Conseguí levantarme.

—Debo ser yo quien salga. Puedo pasar por español. Prometedme que no saldréis de aquí. —La cabeza me dolía horrores. Me tambaleé y tuve que apoyarme en el hombro de Hannah, que torció el gesto.

—Tendríais razón —dijo— si pudierais caminar. —Me apartó el pelo de la brecha—. Más tarde iréis. Antes debéis dormir.

Yo ya estaba cayendo en la inconsciencia. Fuego, gritos, carreras, cañones y tambores, todo lo que me había estado rondando la cabeza se fue difuminando hasta que no quedó más que la dulce respiración de Hannah, la suave calidez de su cuerpo. Mientras dormía recorríamos juntos Francia, riéndonos de los horrores de Italia, a sólo unos días de distancia de nuestro hogar.

Me desperté de golpe. Ya había amanecido. La luz blanca que penetraba por las rendijas de las tejas descendía sobre nosotros. Hannah estaba tendida de lado, dormida. Grace, encogida al fondo de la habitación, tenía un aspecto envejecido y demacrado. Era como si sólo en sueños pudiera entender lo pavorosa que era nuestra situación. Me incorporé sobre un brazo. Me sentía débil, pero la cabeza ya no me dolía. Susan estaba al otro lado, cerca de la trampilla.

—Hay alguien abajo —susurró.

Escuché atentamente. Se oían pisadas, personas rebuscando y cosas rompiéndose. Contuve el aliento. Luego oí lo que me parecieron los sollozos de un bebé y chillidos de un animal. Susan se volvió hacia mí con una sonrisa traviesa.

—¡Belcebú!

Levantó la trampilla y el mono se puso a dar brincos, enseñando los dientes y parloteando.

Tenemos que conseguir que se vaya —siseé—. Va a delatarnos.

—Es mejor matarlo —dijo Susan.

—¡No! —Hannah se sentó y se inclinó hacia delante, furiosa—. Eso es lo que siempre has querido.

—¿Y qué si lo es?

—¡Chicas! —terció Grace—. Dejemos que lo decida Richard.

Yo ya estaba recogiendo la espada y el arcabuz.

—Quédense aquí —les advertí. Susan bajó la escalera de mano. Descendí por ella rápidamente y vi cerrarse la trampilla del techo. Entonces me puse a buscar a Piccolino. Podía ser nuestra perdición si los soldados volvían al palazzo. Pero el animal se había ido.

Recorriendo las habitaciones que olían a muerte volví a la sala, aguzando el oído todo el rato. Unos cuantos dulces no nos mantendrían con vida. Tenía que encontrar comida de verdad. Fuera, en la plaza, había una niebla espesa, igual que el día anterior. De ella salían los ruidos ahogados del saqueo, los cañonazos que disparaban desde el castillo, tiros de pistola, gritos. Me envolví en la capa corta del español y corrí hacia el norte. En el Banchi vi a oficiales españoles y alemanes que intentaban reunir a sus hombres. Pero, una vez muerto el Borbón, se reían de ellos: «¡Ya no obedecemos órdenes de nadie!»

También había italianos en el ejército imperial: napolitanos, sieneses, romanos pertenecientes al extenso clan de los Colonna. Su Santidad había incendiado sus pueblos y les había quitado sus rebaños. Ahora aquellos hombres habían vuelto. Mataban con más furia que el resto y, por dondequiera que pasaran, garabateaban en los muros una sola palabra: «Vendetta», venganza.

Pasé por casa de Juan Pérez, el embajador del Imperio, y también por la de don Martín, cuyo palazzo todos consideraban tan resistente. Sus puertas estaban abiertas. Aquel cañón del tejado no había salvado a don Martín. Había cadáveres por doquier, los más recientes amontonados encima de los antiguos. Los soldados estaban en cuclillas en la calle, jugando a dados encima de montones de crucifijos de oro y bolsas de ducados y joyas, e incluso de prisioneros atados, de una mujer hermosa o de un mercader de aspecto opulento. Algunos lo perdían todo en unas cuantas tiradas y regresaban a las iglesias y a los palacios por más. La riada de tesoros parecía no tener fin. Pasó una hora, o fueron dos o tres las que pasaron antes de que recuperara el sentido e irrumpiera en una fila de tiendas abandonadas de la Piazza Navona para hacerme con unas salchichas, pan y vino. Cuando volvía pasando por delante de la pequeña iglesia de Santa Maria in Vallicella, un oficial con fajín carmesí me dio el alto y me preguntó algo en alemán. Intenté seguir de largo, pero me repitió la pregunta. No había nadie más a la vista. Apunté el arcabuz y le disparé, murmurando para mis adentros: «Vendetta.»

Cuando regresé al Palazzo del Bene, el edificio estaba tan silencioso y en calma como un osario. Los cadáveres estaban cubiertos de moscas, que se arremolinaron zumbando cuando corrí escaleras arriba. Desde el vestidor les susurré a Hannah y a Susan que me alcanzaran la escalera de mano. De nuevo en la estrechez del ático, me eché a temblar. Estar de vuelta en aquel extraño reducto de femineidad era un triunfo y una alegría. No sólo mi Hannah sino las otras dos mujeres confiaban en mí profundamente. Grace sonrió. ´

—Contadnos nuevas de la ciudad —me dijo, con lo que pareció un gran esfuerzo.

Hice una pausa antes de responder.

—No son buenas.

—Debéis contarnos lo peor —dijo Susan—. ¿Ha resistido algo?

—Sólo el castillo.

—Podéis sacarnos de aquí —dijo Hannah—. ¿Podéis colaros por una puerta o pasar por encima de la muralla? ¿No podéis, Richard?

Su voz era clara y aduladora, como si estuviera retándome para que le permitiera ver la carrera de enanos o a ir a traerle otra copa de vino. Sacudí la cabeza despacio. Había llegado hasta las murallas y sabía que, más allá del centro de la ciudad, el ejército seguía comportándose como un ejército. Había patrullas y cambios regulares de guardia. Querían asegurarse de que nadie socorriera a Su Santidad.

—En tal caso —dijo Susan—. Debemos entrar en el castillo.

Les dije que no. Entrar en Sant’Angelo... si aquello estaba por encima de las posibilidades de treinta mil asediadores, sin duda estaba también por encima de las nuestras.

—Ya se os ocurrirá algo —dijo Hannah—. Seguro que sí.

Día tras día bajaba de la buhardilla y salía a la plaza. Primero iba siempre hacia el norte, al río, y echaba un vistazo a la otra orilla, al castillo de Sant’Angelo. El castillo achaparrado e inamovible, con almenas externas y torretas en las esquinas, su enorme torre de planta redonda y la torre más alta que sobresalía de ésta, en cuya cima seguía ondeando la bandera papal. El cañón retumbaba y los cañonazos impactaban en la ciudad papal. Los imperialistas todavía no tenían sus propios cañones, así que aunque los soldados devolvían el fuego con arcabuces, parapetados detrás de las ventanas de las casas, no eran un verdadero peligro para el castillo. Su Santidad se había negado a negociar, porque confiaba en el duque de Urbino y la Liga. Entre las líneas imperialistas y las murallas del castillo había una zona de edificios incendiados y cadáveres, además del río serpenteante y el desierto puente de Sant’Angelo. Yo no creía que tuviéramos ninguna esperanza si tomábamos esa dirección.

Me volví y corrí hacia la ciudad para efectuar mi cotidiana búsqueda de comida. Algunos días me iba bien y volvía con un buen suministro; otros no encontraba nada. Al tercer día, el príncipe Filiberto de Orange, que se había autoproclamado general del ejército ahora que el Borbón había muerto, ordenó que cesaran el pillaje y las matanzas. Pero los soldados no hicieron otra cosa que multiplicar sus desmanes. Incluso irrumpieron en el palacio apostólico, que el propio príncipe había elegido como residencia personal, y lo vaciaron de barricas de vino.

En medio del horror, había extrañas islas de normalidad: algunas tiendas abiertas donde vendían pan por unas monedas; los niños corrían por la calle para ir a visitar a sus padres encerrados en las prisiones de los soldados; se canjeaban letras de cambio por moneda de curso legal en los bancos hasta que también los saqueaban; los burdeles seguían abiertos porque era negocio. Vi a un grupo de españoles conduciendo a unas monjas en fila, maniatadas, y escuché los gritos de aquellas mujeres: «Pietate! Pietate!», piedad. En la puerta del burdel, un viejo truhán sonriente las obligó a entrar y entregó a los soldados una bolsa de oro.

Seguía habiendo tiroteos, incendios y cadáveres recientes en los montones. Pero los soldados estaban descubriendo que los romanos vivos podían serles de más utilidad. La ciudad estaba llena de escondites, razonaban: túneles secretos, catacumbas rebosantes de tesoros ocultos. ¿Cómo iban a encontrar todo eso a no ser acosando a los ciudadanos y practicando el arte de la persuasión? Ciertas casas se convirtieron en cámaras de tortura. Vi hombres colgados de las torres por los brazos, y los gritos que salían de aquellos lugares sugerían tormentos mucho peores. Los pobres cardenales Piccolomini, Araceli y Ceserino, que siempre habían sido tan amigos del Imperio, eran conducidos a diario por las calles, encadenados. Los soldados los golpeaban y se mofaban de ellos. Luego se los llevaban a un patíbulo situado a la vista del castillo, y allí los obligaban a permanecer. Los alemanes juraban que los colgarían a menos que el Papa se rindiera. Pero tras su ordalía diaria eran conducidos de nuevo a su prisión.

En la oscuridad de la buhardilla nos quedábamos sentados largas horas, en silencio. La nuestra era una intensa pero casta proximidad; compartía con Hannah el contacto de una mano, el sonido de nuestra respiración. Los gritos de los pobres prisioneros rompían el silencio. Para distraernos, abría el cofre y mis tesoros pasaban de mano en mano. Antes no habían visto mi jardín, con su prado de diamante verde y el reluciente estanque de las ninfas que formaba el zafiro blanco. Grace lo sostuvo en sus manos con un largo suspiro. Cerró los ojos y tanteó con las yemas de los dedos la silueta de las figuras. Pensaba en otros tiempos, tal vez, en la corte, cuando el rey Enrique todavía era joven y Stephen empezó a cortejarla con regalos; regalos casi tan valiosos como el que tenía en las manos. Su rostro se distorsionó y se echó a llorar. Hannah la cogió del brazo.

—Volveremos a casa, madre —le prometió—. Ahora tenemos a Richard.

Susan sostenía en alto el barco. A la luz moteada que se colaba por las tejas los diamantes brillaban y la crisoprasa relucía como un ojo.

—¡Mirad! —dijo—. Un mar tormentoso. ¡Qué bonito! —Señaló los zafiros, con sus impurezas blancas y su bruma—. Como el mío. —Se quitó una cadena de la que pendía una sola piedra blanquiazul.

—Así que lo hicisteis engastar —dije—. Benvenuto podría haberlo hecho mejor.

—Benvenuto estaba ocupado. Y estos diamantes... ¿son estrellas?

Me estaba irritando.

—Sí.

—Entonces es de noche. Y vuestro mar todavía es azul. De noche el mar es gris, o negro.

Le arrebaté el broche de las manos. Había estado tan orgulloso de aquel objeto, de su concepción, de la elección de las piedras y del trabajo de Cellini... No había caído ni una sola vez en la cuenta de que aquello era una incongruencia.

—¿Importa eso? —dije.

—No —me respondió Susan—. De hecho, no. De todas formas todo es pura fantasía. Os lo he dicho: es muy bonito.

—Lo bastante bonito como para hacerme con él un nombre —refunfuñé—. Miré de soslayo a Hannah, enojado. Sonreía, saboreando la discusión, justo como había hecho aquel primer día durante la cena, cuando Susan se había mofado de mis modales.

—Fantasías —murmuró Susan—. Lo que daría yo por ver un verdadero prado o un verdadero barco. —De repente se sentó y se volvió hacia su hermana—. ¡Hannah! Enseña a Richard el regalo que te hizo John.

Miré a Hannah, asombrado. Había descartado todas mis sospechas acerca de ella y John. Susan, seguramente, estaba inventando otra de sus maliciosas historias. Pero Hannah se limitó a sacudir la cabeza.

—Si quiere verlo...

Se desató el lazo del cuello para enseñarme un broche. Era de oro delgado y mal trabajado; la piedra del centro era una cornalina de color rojo anaranjado, semitransparente. Aquella chapuza no valía más de veinte coronas, que eran más de lo que yo creía que John podía permitirse. La indignación me dejó sin habla. Hannah me miró a los ojos con un frío desafío, como si fuera ella la insultada y no yo.

—¿Aceptasteis esta... esta cosa de John? ¿Después de haber rechazado mi diamante? —dije por fin.

Hannah sacudió la cabeza.

—Estabais tan altivo e impresionante esa noche... Y el pobre John tenía un aspecto tan abatido... Necesitaba que le dieran ánimos.

—¡Que le dieran ánimos!

Había levantado la voz. Susan se inclinó hacia nosotros.

—¡Silencio! —siseó—. ¿Queréis que nos maten?

Miré a Susan, cuyos ojos penetrantes brillaban como un par de zafiros. Su carta tal vez no había estado tan desencaminada, después de todo. De repente noté que Hannah se apretujaba contra mi brazo.

—Me equivoqué. ¿Me perdonáis?

Me volví hacia ella y la besé, allí, delante de su madre y de su hermana. Le hubiese perdonado cualquier cosa, una y otra vez. La calidez de su cuerpo a mi lado era prueba suficiente de que seguía siendo mía.

—Haces bien en rectificar —comentó Grace con grandilocuencia, como si estuviera dando a su hija un consejo en privado—. Te dije que John no te convenía.

Cuando Hannah se apartó con otra de sus misteriosas sonrisas, miré a Grace. Aquello, me dije, arrojaba nueva luz sobre lo que podía haber sucedido durante mi estancia en Florencia. Me imaginé a Grace presionando a Hannah para que me aceptara a mí, el rico mercader; y a Hannah, ofendida por la intromisión de su madre, lanzándose en brazos de John por despecho. Aquello me consoló un poco. Pero no podía perdonar a John tan fácilmente.

—¡Por Cristo y todos los santos! —murmuró Susan—. Estáis aquí sentados cortejando y riñendo e ideando juegos amorosos. ¿Qué vamos a hacer? Decidme, ¿qué vamos a hacer?

Me quedé mirando la oscuridad. Llevaba siete días devanándome los sesos, sin encontrar respuesta a esa pregunta.