19
AL día siguiente, Renzo da Ceri se dejó ver con su yelmo empenachado en todos los barrios de Roma, impartiendo órdenes para posicionar las reservas, señalando los tramos de muralla deteriorados y mandando obreros con carretillas de piedra y cal. Era un loco arrebato de precipitación; yo no sabía si reír o estar asustado viendo a los hombres levantando muros cuando teníamos al enemigo acampado a las puertas. Los obreros obedecían de mala gana. Renzo no podía estar en todas partes a la vez y, en cuanto se iba, dejaban la pala y se marchaban a la taberna más cercana. Oíamos al otro lado de los muros el ruido de los cascos y el murmullo distante de muchos hombres. Aquel maldito ejército no se iba.
Cerca de mediodía hubo una gran agitación en la ciudad. Se habían oído cañonazos en la zona norte del Borgo, y el fragor y el clamor de la batalla. Los imperialistas intentaban escalar las murallas. Yo estaba sentado en la sala de los Cage con John y las mujeres, mientras que Stephen estaba solo en su estudio. No hablábamos. De vez en cuando oíamos a Stephen dando patadas en las paredes, murmurando para sí y gritando luego. Por lo que parecía, estaba indeciso. Todas las pertenencias de los Cage estaban embaladas, pero seguían sin irse. Benvenuto, que había dejado el diamante, estaba sentado en el tejado oteando el horizonte. De vez en cuando Paulino venía a traernos noticias.
—Se retiran —nos dijo por fin.
Reímos y nos felicitamos. El ataque había durado apenas una hora. Por lo que parecía, el Papa había estado en lo cierto acerca de la debilidad de los imperialistas. Grace mandó llamar a los trovadores y al cabo de poco estábamos bailando mientras las campanas de toda Roma repicaban y los hombres corrían por las calles al grito de: «¡Victoria! ¡Victoria!» Stephen entró, muy serio. Sin decir una palabra salió y bajó las escaleras.
—El Papa —susurró Grace. Las chicas asintieron con la cabeza. Esa mañana se había hecho público el anuncio de que nadie podía abandonar la ciudad; pero Stephen, no me cabía duda, obtendría una dispensa si quería.
Le ofrecí a Hannah mi mano.
—¿Queréis dar un paseo conmigo por el jardín?
Grace sonrió con aprobación. Tuve la fuerte sensación de que el tiempo que me quedaba para pasar con Hannah era poco, obtuviera Stephen o no lo que quería de Su Santidad. Dimos una pequeña vuelta por el jardín, siguiendo el sendero de grava, pasando junto a las estatuas romanas, los limoneros, la glorieta, la enredadera por la que nunca había trepado. Ella caminaba a pasos lentos y silenciosos. Estuvimos callados hasta que empezamos la segunda vuelta.
—Me he enterado del secreto que habéis intentado con tanto esfuerzo ocultar —le dije.
Hannah levantó la vista rápidamente.
—La amante del rey —proseguí.
Parecía cauta.
—¿Os habéis enterado? ¡Qué inteligente sois, Richard!
—Debéis conocer a lady Ana Bolena muy bien: procede de Kent, como vos. Sois un misterio para mí, Hannah. ¿Por qué no me lo dijisteis?
Me miró un momento y luego sonrió y observó las marcas que sus pies dejaban en el sendero.
—Y vos lo sois para mí: por lo enamorado que estáis de vuestras piedras. Primero una, luego otra; luego ésa no es y necesitáis una todavía más espléndida. Sois un hombre perdido, Richard.
Volví a argumentarle que lo hacía todo sólo por ella.
—Cuando estemos en casa y tenga éxito con el rey, entonces lo entenderéis.
Se detuvo y levantó la cabeza para mirarme, con la frente fruncida. No entendí lo que le preocupaba, pero la inquietud de sus ojos la hacía infinitamente hermosa.
—¿Lo haré?
No le respondí, sino que me acerqué a ella y la besé. Suspiró levemente y dejó las manos en mis hombros. Cerró los ojos y se puso de puntillas para entregarse a aquel beso. Pero fue triste, pensé. Tuve la sensación de que tal vez aquél no era uno de nuestros primeros besos, sino el último. Se apartó repentinamente cuando oímos a Stephen dar voces en algún lugar de la casa.
—¡Fenton! ¡Fenton! ¿Dónde están esos caballos? ¡Te he dicho que necesitamos más! Y carga la plata en el carruaje de en medio. Pon hombres armados delante y detrás.
Hannah entró al vestíbulo corriendo delante de mí. Inmediatamente nos encontramos con Stephen.
—¿No os ibais?
En los ojos pálidos de Stephen había una mirada feroz.
—Enseguida.
—Permitidme aventurar que habéis obtenido lo que deseabais de Su Santidad. —Era un último intento de sacarle alguna información.
Se volvió hacia mí.
—No, por Dios, no lo he hecho. Pero volveré con un fracaso antes que quedarme más en esta trampa mortal. Los imperialistas volverán. Si vais a marcharos de este lugar, que sea ahora.
Se fue. Los criados corrían por el vestíbulo con un montón de fardos. Fuera, en la plaza, vi caballos y carros esperando.
Hannah me miró interrogativamente.
La conversación de Stephen me había dejado helado. Pero me negaba a creer lo peor.
—Dos días —le prometí.
Estaba calculando. Dos días para que el ejército se organizara y Benvenuto tallara la piedra. Tendría que contentarme con eso. Alguien habría en Inglaterra capaz de tallar y fabricar algunos anillos y cosas así con las piedras restantes: sacrificaría la perfección. Pero debía tener aquel diamante. Hannah me miró largamente y luego volvió la cara furiosa y se alejó de mí corriendo escaleras arriba, hacia la sala.
—Piccolino! ¿Alguien ha visto a Piccolino?
Había cambiado en un instante. La hermosa y profunda mujer, llena de promesas y oscura melancolía, volvía a ser la muchacha petulante y burlona. Miré hacia arriba, a la galería donde se había ido. Susan estaba asomada a la balaustrada. Lo había presenciado todo. Sacudió la cabeza, conmiserativa y burlona. Salí furioso a la plaza. La caravana de bestias de carga, hombres y carros era pasmosa: sólo entonces aprecié cabalmente la magnitud de lo que poseían los Cage y el grado de riqueza que eso implicaba. Vi a los juglares, al maestro de música y al maestro de danza; a las damas de compañía; al limosnero que supervisaba la carga de un baúl en el que presumiblemente iban los ornamentos de plata de la iglesia y los copones; a los cinco o seis pajes con librea verde hierba; a las criadas y los hombres que cargaban arcones y tapetes enrollados, manteles y alfombras, y a Belcebú-Piccolino, con su cadena de plata, encaramado encima de todo.
Martin estaba a mi lado, en silencio.
—Patrón —me dijo en voz baja—. Os lo ruego. ¿Por qué no os marcháis con ellos? Si corremos al taller de Benvenuto, le pagamos y nos llevamos las joyas...
No le respondí. Salieron del palazzo Grace, las muchachas, y Alessandro con unos cuantos criados más. Para mi consternación, los Cage estaban listos para marcharse. Stephen le hizo una profunda reverencia a Alessandro y se abrazaron. Alessandro besó a las damas, una por una, «a la manera inglesa». Grace me lanzó una última mirada interrogativa de soslayo, pero Hannah evitó mirarme y subió a uno de los carromatos con su padre. Demasiado tarde, les hice una reverencia, y me di cuenta de que había perdido la oportunidad de recibir aquel último beso que la costumbre permitía. El primer carro, en el que iban dos arcabuceros, se puso en marcha, salió de la placita y dobló por Via Monserrato. Al cabo de unos minutos, con un ruido sordo de ruedas de carro y entre resoplidos de caballos y mulas, los Cage ya se habían ido. Me quedé allí, en la plaza vacía, mirando fijamente la retaguardia de la procesión. Nunca había sentido mayor desolación, ni tampoco más rabia, tanto por los Cage, que se habían ido, como por mí, por mi terquedad en quedarme. Tenía ya la sensación de haber cometido un terrible error.
Aquella noche vagué por las calles de Roma sin rumbo. Era una noche húmeda y soplaba de las marismas un viento helado. Fui hasta las columnas y los arcos de triunfo semienterrados de Campo Vacino y enfilé hacia el norte, más allá del Coliseo, hacia las grutas. Todo me recordaba la ausencia de Hannah. El aire mismo estaba cargado de recuerdos y pesar. Los lugares en los que habíamos estado, las cosas que nos habíamos dicho... Las calles estaban silenciosas. Reinaba en ellas una calma expectante. Roma ya contaba con una victoria y al día siguiente sería el final del ejército Borbón, su vergonzosa retirada, tal como el Papa había prometido. Taciturno, volví al Palazzo del Bene. Dentro sonaba la música. Cuando entré, las puertas de la que había sido la sala de los Cage estaban abiertas de par en par. Alessandro del Bene estaba allí, con Benvenuto sentado a su lado, limpiando el cañón de su arma. Vi a John, dando golpecitos con un pie y palmadas al ritmo de la música popular de un gaitero y un par de violines, mientras varios soldados de Benvenuto bailaban. El esplendor de los Cage se había desvanecido como un sueño. Entre los rostros iluminados por la luz de los candelabros reconocí a bastantes amigos de Benvenuto: Berni, Polidoro, Pantasilea y Diego. Polidoro hablaba de un boceto con Rosso, el pintor florentino, que le agregaba detalles con carboncillo y luego reía y pasaba la jarra. En el fuego había una olla de vino humeante para preparar hipocrás. Cuando Alessandro me vio, me dijo que entrara. Martin se sentó con un grupo de criados que jugaban a las cartas al otro lado de las puertas. Cellini me alcanzó su arcabuz con una sonrisa. Tenía el cañón de acero chapado en oro y el serpentín que sostenía la mecha en forma de dragón rampante; naturalmente era obra suya.
—Me parece que estáis disfrutando de lo lindo con esto de ser soldado. ¿Cuándo os ocuparéis de mi piedra?
Cellini me hizo un gesto displicente con la mano.
—Querido Richard, siempre tan apremiante. Esta noche bebemos para celebrar la victoria y la continuidad del arte y su protectora la Iglesia.
—¡Por la Iglesia! —corearon algunos de los artistas—. Que nos encargue frescos y cálices y retablos sin parar. Amén.
Tomé una copa de vino caliente y me senté al lado de John, que me sonrió y levantó la suya en un brindis.
—Me sorprende que sigas aquí —le susurré.
—Oh, no dejaría Roma por nada. Aquí hay excelentes oportunidades para el comercio.
Me miró a los ojos y yo le devolví una mirada inquisitiva. Así que todavía seguía ocupándose de sus misteriosos e invisibles canjes de bienes. Pero ¿para qué bando trabajaba? Se había marchado de Florencia deprisa y corriendo: así que suponía que había estado trabajando para los Médici. Había dejado informadores tras de sí, que le proporcionaban «mercancía» en cuanto se enteraban de ella. Sospechaba que conocía a Stephen antes de que yo se lo presentara. Y tenía tratos con Ferramosca, en quien el Papa había confiado para negociar la paz, aunque lo tuviera en nómina el emperador. La sonrisa de John nada dejaba entrever.
La música aumentó de volumen y los bocetos pasaron de mano en mano: ninfas desnudas, sátiros juguetones, diosas delicadas. Me parecía una profanación de la habitación en la que Hannah y yo habíamos bailado, donde había participado en los grandiosos banquetes de los Cage. Pero se habían ido: había hecho mi elección y mis tesoros habían prevalecido por encima de mi amor. Tal vez hubiera sido un estúpido, pero me consolaba con la idea de que pronto estaría recorriendo la misma carretera que los Cage. Viajaría rápido y los alcanzaría antes de lo que ellos pensaban. Y luego le enseñaría a Hannah aquel diamante. Me permití relajarme y beber.
En el silencio de esa noche, de nuevo en mi cama de la posada, me imaginé a los imperialistas dispersándose, primero un grupo, luego otro: sus estandartes en el suelo y los hombres desvaneciéndose en la neblina, fulminados por la maldición del Papa. Al final debí de quedarme dormido. Cuando desperté oí un ruido que no fui capaz de situar. Era un murmullo parecido a un zumbido de abejas, mezclado con el retumbar del trueno. Martin me sacudía un brazo.
—¡Patrón, despertad! Están atacando.
Corrimos al palazzo. Había hombres en el tejado que oteaban la orilla opuesta del río. Era temprano, apenas había amanecido; la neblina cubría las calles con pálidas y tenues hebras. Encontré a Benvenuto y Alessandro en la planta baja.
—Desde el tejado no se ve nada —decía Benvenuto—. La niebla es demasiado espesa.
Alessandro daba saltitos, aterrado.
—Venid conmigo a las murallas, os lo imploro, Benvenuto. La incertidumbre es lo peor.
Cellini tenía los ojos brillantes.
—¿Queréis estar al pie del cañón? ¡Muy bien!
Me adelanté. Conocía la imprudencia de Benvenuto. Si había algún peligro, no iba a perderlo de vista. Así que salimos, con Martin y unos diez soldados de Cellini con arcabuces. Cruzamos el puente de Sant’Angelo al pie de los muros del castillo y luego corrimos por el Borgo. Bordeamos San Pedro, de cuyo interior salían cánticos: el Papa celebraba una misa por la victoria. Entre aquel punto y las murallas había una viña propiedad del Papa, flanqueada por el palacio del cardenal Cesi, por el que había paseado con Hannah hacía apenas unos días, entre la destacada colección de esculturas del cardenal. En aquellos momentos, allí donde la muralla describía una curva, oímos desde tres lugares distintos las descargas de los arcabuces y el fragor del ejército enemigo. Estaban atacando a la vez desde todas partes: desde el valle del Infierno, más allá de San Pedro, y por el oeste entre los viñedos. Subimos detrás de Cellini la escalera de piedra que llevaba a las almenas. Había cadáveres por todas partes. Hacía apenas una hora que había amanecido y la niebla se espesaba. A nuestro alrededor llovían las balas. Nos agazapamos detrás del parapeto mientras Cellini, con un brillo de fiereza en los ojos, cargaba su arma.
—Ahora que estamos aquí, tenemos que disparar.
Seguimos sus directrices. Yo había aprendido a usar un arcabuz durante mis viajes con William por mar, pero nunca había disparado contra el enemigo. Siguiendo las órdenes de Benvenuto nos levantamos y apoyamos las armas en la parte superior de la muralla. Lo que vi fue un blanco espacio con siluetas moviéndose, pero se oían los alaridos de los hombres por todas partes y el tintineo de sus movimientos y la lluvia de disparos. Disparé al azar hacia la niebla y volví a agacharme rápidamente. Las balas impactaban en la piedra a nuestro alrededor y nuestros cañones respondían desde las torres. Alessandro se agazapó detrás del parapeto.
—Dios, ojalá no hubiéramos venido... —murmuraba sin parar Alessandro.
En algunos lugares estaban apoyando escaleras de mano en la muralla, por las que el enemigo subía. Un hombre tras otro eran abatidos antes de que pudieran llegar hasta nosotros; pero otros ocupaban su lugar, al grito de: «¡España! ¡España!» Las balas de cañón pasaban por encima de nuestras cabezas y una impactó en nuestro lado de la muralla. Volaron tres hombres entre una confusión de sangre y escombros. El disparo procedía del castillo de Sant’Angelo, desde donde disparaban a ciegas hacia la niebla.
Cellini se nos acercó y nos arrastramos a lo largo del parapeto. Los españoles y los alemanes estaban atacando en grupitos repartidos por toda la muralla. No disponían de ningún cañón para responder a nuestro fuego, pero no por ello cejaban; era una maravilla. Su número jugaba a su favor. Eran tantos que, cuando un destacamento había disparado toda la munición o estaba demasiado agotado, avanzaba otro que lo sustituía. Siguiendo la curva de las murallas llegamos a un punto en el que las almenas eran más bajas. Había secciones agrietadas y deterioradas. Vi que habían levantado el muro posterior de una granja contra ellas para ahorrar gastos. Los españoles nos atacaban por ahí con más furia que nunca: tenían la inteligencia de concentrar su fuerza en el punto más débil. Se lo susurré a Benvenuto, que asintió con un gesto. Nos incorporamos para disparar; abatimos a dos de sus hombres. La niebla era todo lo espesa que podía ser. Estábamos en un universo blanco donde no se veía nada a un palmo de distancia y la muerte retumbaba a nuestro alrededor. Los disparos de los grupos de españoles y sus andanadas resonaban, ora cerca, ora lejos, y sentí una repentina euforia, como si fuera invulnerable. Luego la niebla se levantó un instante y, de pronto, vi filas de hombres, las picas erizadas en cuadrados densos, los arcabuces apuntando hacia las murallas, miles de ellos, y me aterró nuestra debilidad y la fuerza terrible del enemigo.
Los imperialistas se movían al pie mismo de las murallas, y uno de los capitanes del Papa repartía balas de hierro con mecha, bombas incendiarias que prendíamos y lanzábamos. Las explosiones y los gritos de abajo nos indicaban que habíamos acertado, pero más hombres salían agazapados de entre las viñas y se arrastraban por encima de los montones de apestosa basura que había sido lanzada desde las murallas. Por detrás de las primeras filas distinguíamos una silueta vestida de blanco a caballo arengando a gritos a la tropa. Las balas llovían a su alrededor y, cuando la niebla se levantó, lo vimos al pie de una escala animando a sus hombres a seguirlo. Un murmullo recorrió las almenas:
—El Borbón. El duque de Borbón.
—Ése es el hombre que hay que abatir —rugió Cellini. Todos apuntamos hacia la niebla. Subía por la escala y los españoles lo seguían, vociferando; disparamos una y otra vez. A continuación oímos sonidos confusos y notamos que los disparos de los enemigos disminuían. Por entre el humo y la niebla vi que los españoles retrocedían llevándose al hombre de blanco, cuya sobreveste estaba empapada de sangre.
—¡Le he matado! —gritaba Cellini—. ¡He matado al Borbón!
—Ninguno de nosotros puede ser el autor de ese disparo —le corregí.
—No seáis estúpido —gruñó Cellini—. Ninguno de vosotros podría darle a un buey.
Aquello me dolió. Había practicado en alta mar hasta tener buena puntería.
—Benvenuto —siseé—, ¿por qué tenéis que ser siempre el primero y el mejor?
John me miró. Él también había demostrado habilidad con un arma. Disparó y volvió a cargar tranquilamente, sonriendo.
Pero no había tiempo para riñas. A nuestro alrededor todo eran vítores. El fuego había cesado y muchos hombres abandonaban las almenas dando saltos y corrían por las calles, entre las casas, al grito de: «¡Victoria! ¡Victoria!»
—Ahora, en nombre de Dios, ¿podemos irnos? —Alessandro se levantó. Todavía temblaba.
Ninguno de nosotros le respondió. Escruté la niebla. Habían abandonado las escalas. Vi cuerpos en el suelo, yelmos empenachados, las barbas de los cadáveres moviéndose con la ligera brisa que creaba espirales de niebla, los heridos que intentaban levantarse. No podía creer lo que veía. Martin estaba a mi lado. No iba armado, pero me había estado ayudando a recargar el arma. Se oían los cascos de los caballos en la bruma. El cañón de Sant’Angelo todavía disparaba y sus cañonazos impactaban al azar en los viñedos y las marismas. Martin y yo nos miramos. Los dos pensábamos lo mismo: no se rendirían.
Despacio al principio, el sonido fue en aumento. Al cabo de poco fue un rugido. Miles de gargantas gritando al unísono, con los tambores y las trompetas sonando conjuntamente. La primera descarga de balas alcanzó la muralla y los españoles volvieron a las escalas. Nos agachamos, disparamos, volvimos a disparar. La tropa de Cellini se había retirado. Habíamos dejado un tramo de un kilómetro y medio de muralla sin cubrir; quedábamos demasiado pocos para defenderla. Aquellos soldados que habían corrido hacia la ciudad con la noticia de la derrota de los imperialistas tendrían la prudencia de no volver. No tardamos en quedarnos sin bombas y los hombres lanzaban calderos de aceite hirviendo a los atacantes, que soltaban alaridos, envueltos en llamas. Después arrojamos lo que pudimos: escombros, ladrillos, las espadas de los muertos. Seguían viniendo. Los españoles luchaban como fieras y su cara era de desesperación cuando alcanzaban las almenas y los derribábamos. Sabían que, una vez muerto el Borbón, nada los mantenía unidos. Si no tomaban Roma de inmediato el ejército se disgregaría y la Liga y los campesinos con sed de sangre les darían caza. Fue en ese momento, creo, que la mayoría de nosotros empezamos por primera vez a estar verdaderamente asustados. Aquéllas eran las murallas que Renzo da Ceri había prometido que resistirían y, por las escalas del exterior, subía el enemigo que el Papa juraba que era demasiado débil. ¿Dónde estaban las reservas que Renzo había apostado en la ciudad? Veíamos de vez en cuando al propio Renzo, con su armadura deslumbrante y su yelmo empenachado, caminando al pie de las murallas, a salvo de todo peligro, gritándonos que la victoria estaba cerca.
Disparé y miré hacia abajo, hacia la granja construida en la muralla. Un pelotón de españoles trepaba por la base del muro justo allí donde el montón de basura era más alto. Miraban hacia arriba. Antes de que la niebla volviera a espesarse, me pareció ver una abertura en el muro de la casa que daba a la ciudad: una ventana o una trampilla rodeada de siluetas de hombres. Le di un codazo a Cellini y le dije:
—¿Estáis seguro?
—No. Pero apuntad hacia allí.
Disparamos una vez, pero teníamos que hacer lo posible para mantener al enemigo alejado de las escalas que teníamos enfrente. Un joven que había bailado con las cortesanas la noche anterior estaba tendido en el suelo, con media cara destrozada por un disparo; Alessandro se había dejado caer a su lado, gimiendo de miedo.
Entonces, detrás de nosotros, Renzo da Ceri gritó lo que le hizo tan tristemente célebre.
—¡El enemigo ha entrado! ¡Sálvese quien pueda!
Los hombres que habían aguantado bajo el fuego enemigo dos horas se dejaron llevar por el pánico en un minuto, arrojaron las armas y corrieron escaleras abajo. Unos diez españoles, no más, salieron de la granja y apuntaron hacia los soldados que huían. Muchos de nuestros hombres saltaron del muro y lo mismo sucedió en toda la muralla. Una huida en desbandada. Detrás de ellos los primeros españoles coronaron las escalas y pasaron por encima de las almenas. Cellini, con el ceño contraído, furioso, murmuró:
—Ya no podemos hacer nada aquí.
Bajamos de la muralla y echamos a correr: Benvenuto, Alessandro, John, Martin, yo y tres de los guardias del palazzo. Más y más españoles se colaban por la vieja casa abandonada. Una ráfaga de disparos nos alcanzó por la espalda y otro de los hombres de Cellini cayó. A nuestra izquierda se erguía la fachada de San Pedro: un alarde disparatado, semiderruido, un sueño semiacabado, con los arcos deprimentes contra la niebla. Desde el hospital del Espíritu Santo llegaban los gritos de los enfermos, a los que masacraban en sus camas. Enfrente, donde la colina del Vaticano descendía hacia el río, vimos el yelmo empenachado de Renzo, que corría a la cabeza, con un mar de soldados y ciudadanos detrás. Oí al enemigo detrás de nosotros, el estrépito que armaba en los viñedos y alrededor del jardín de esculturas del cardenal. Cuando miré atrás vi que ni siquiera se molestaban en recargar las armas, sino que corrían con las espadas desenvainadas, segando hombres a su paso. De repente llegamos al río y nos detuvimos en un camino tortuoso que, a izquierda y derecha, se abría paso entre molinos de agua, muelles y casas de campo.
—¿Hacia dónde? —jadeé.
La niebla se estaba levantando. En la otra orilla del Tíber vimos las siluetas bajas de las casas y las tabernas que flanqueaban la nueva tienda de Cellini, de la que nos separaban un centenar de metros de turbulentas aguas marrones. El único puente del Borgo quedaba a la izquierda, corriente arriba, antes del castillo. La mayoría de la gente se dirigía hacia la derecha, siguiendo a Renzo camino del segundo barrio de Roma, el Trastevere, que tenía sus propias murallas y desde donde tres puentes cruzaban el río hacia la ciudad. Pero la puerta estaba muy lejos, y la carretera ya estaba bloqueada por una aglomeración de soldados y ciudadanos que huían.
Cellini miró hacia el Trastevere, como si pensara.
—No —murmuró—. Atrás. —Nos llevó hacia la izquierda. Detrás de nosotros sonaban los disparos. Desde el otro extremo de la calle que llevaba de vuelta a San Pedro, los escasos centenares de suizos que el Papa había mantenido a su servicio se aproximaban: verdaderos soldados que apuntaban hacia nuestros perseguidores y disparaban coordinadamente. Los españoles se detuvieron pero no tardaron en volver a disparar. Corrimos. Había muchísima gente congregada allí: nobles y cardenales con mulas ostentosamente engualdrapadas y rodeados de criados; damas en litera, todos ellos saliendo de sus palazzi. Frente a nosotros, con su esbelta torre, desde la que se dominaba toda la ciudad, se erguía el castillo de Sant’Angelo, en otro tiempo tumba de emperadores, ahora el último refugio de Roma.
Al otro lado de los suizos, una partida de españoles disparaba desde las murallas de la ciudad. Me volví a mirar. Disparaban desde el Passetto, el pasaje abierto en la muralla que iba del palacio papal al castillo. Vi un fogonazo rojo en las estrechas ventanas mientras los cardenales acompañaban a Su Santidad; los habían pillado a todos por sorpresa. En la orilla opuesta del río, la gente salía de la ciudad cruzando el puente hacia el castillo. Vi cómo derribaban al cardenal Pucci, vestido de escarlata, de su mula y lo aplastaban; a otros los arrojaron al río, donde rápidamente fueron arrastrados por la corriente. Las damas, los cortesanos y los obispos se amontonaban a las puertas, gritando, empujándose, incapaces de avanzar. Vi allí a Gregorio Casale, embajador de Inglaterra, y al cardenal Campeggio, cuyos palacios estaban allí cerca. También nosotros íbamos más despacio, atascados en la masa humana.
—¡Benvenuto! —grité por encima del barullo—. ¡Las joyas!
Mis tesoros estaban al otro lado del río, en el arcón de Cellini: el barco, el jardín del diamante verde, la cruz de ópalos, y mi bien más preciado, mi diamante de Golconda.
—No podemos cruzar el río por este puente —me respondió—. Ahora no.
Hubo más andanadas. Calle abajo vi caer al último de los suizos. Habían defendido su posición hasta el final. Delante de nosotros los soldados hacían incursiones desde el castillo. Por un momento pareció que las tropas del Papa se recuperaban y que intentarían hacer retroceder a los invasores desde el Borgo. Pero lo que de hecho hicieron fue derribar las puertas de las tiendas y las casas cercanas y sacar barriles, jamones y quesos, sacos de pan: provisiones para un sitio que nadie había previsto. Luego se abrieron paso de nuevo entre la gente hacia la puerta. Benvenuto iba a duras penas tras ellos, con John, Martin y Alessandro. Si los seguía, el castillo me tragaría. ¿Por cuánto tiempo? ¿Quién podía decirlo? Y mis joyas... no podía abandonar mis joyas.
Miré hacia atrás. Españoles y romanos corrían juntos por las calles, en un confuso amasijo de asesinos y víctimas. Pero los soldados todavía no habían llegado a la calle que bordeaba el río. A la cabeza, Benvenuto y el resto estaban siendo tragados por la puerta. Martin se volvió y me tendió la mano, gritando:
—¡Patrón!
Ya no estaban. Me volví y me abrí paso entre la gente, retrocediendo. Luego eché a correr. Pasé como una exhalación junto a hombres y mujeres con el rostro desencajado de terror, y luego los españoles se me echaron encima. Blandían las espadas, a la carrera, derribando a mandobles a la gente.
—¡España! ¡España! ¡Matadlos, matadlos!
Me colé en un portal. No tardarían en descubrirme. Pronto llegarían a mi altura y me arrastrarían afuera. Poco a poco saqué la espada de la vaina. Pasó un grupo de hombres corriendo: un noble sin sombrero, aterrorizado, con sus criados. Salí precipitadamente a la calle, enarbolando la espada.
—¡Matadlos! ¡Matadlos! —El grito fue como veneno en mi garganta.
Los hombres corrían como flechas delante de mí y, mientras yo los imitaba, un español se situó a mi lado. Iba vestido con un jubón abullonado, capa corta y llevaba plumas en el sombrero; enseñaba los dientes entre una espesa barba negra. Descargó la espada sobre el primer hombre que se le puso delante, con un sonido escalofriante, como el del cuchillo de un carnicero, y le alcanzó en el hombro. La sangre salpicó los adoquines. El español sacó la espada de un tirón y siguió corriendo. Aquello no tenía sentido. Noté la bilis en la garganta. Pero hice un esfuerzo para continuar corriendo y, con un terrible alarido, descargué la espada y le hice un corte al perseguido: me había convertido en un español más. Ya casi estábamos otra vez en el castillo. Por fin habían subido los rastrillos y la multitud se dividió en dos.
Dentro, los soldados imperiales que se habían abierto paso hasta allí estaban siendo masacrados, mientras que los romanos atrapados fuera corrían de acá para allá desesperadamente, intentando ponerse a salvo.
Más allá, en el puente, el gentío se había detenido, consternado, y empezaba a retroceder a empujones. Al pie de la muralla estaba el cardenal Armellini, un hombre tremendamente rico con quien habíamos comido una vez los Cage y yo. Recordé aquella comida, las bandejas de oro, las langostas y los pavos reales. En aquel momento daba vueltas atrapado en la calle con sus inútiles criados, hasta que bajaron una cesta con una cuerda desde las almenas y lo izaron, balanceándose. Los españoles se reían y le disparaban, pero entonces un tremendo cañonazo procedente del castillo impactó en las casas cercanas, levantando una lluvia de piedras, miembros cercenados y cuerpos. Los españoles se dispersaron por las calles y yo corrí con ellos, sin mirar atrás, sin que me importara quién me seguía, de regreso hacia el cruce donde Cellini se había detenido y el pequeño molino de agua y las maromas extendidas en el río para remolcar el ferry. Lo consideré un momento. El ferry, un pequeño esquife en el que cabían unas seis personas, estaba en la orilla. Habría sido fácil subir a bordo y cruzar el río sirviéndome de las sogas. Pero era una locura. Los soldados me verían. También desde el castillo lo harían, y los arcabuceros del Papa podrían confundirme con un imperialista. No. Pero aquellas sogas sumergidas en el agua amarronada, invisibles con la espuma de las lluvias recientes... era una posibilidad. Miré hacia atrás. Unos soldados se me acercaban, pero se detuvieron para derribar la puerta de una casa de campo e irrumpir en ella, gritando y disparando. Momentáneamente el camino estaba despejado. Bajé hacia el borde del agua, desenvainé la espada y me metí entre los juncos. Luego, agarrado con las dos manos a una cuerda, me sumergí en las aguas del Tíber.