13

PASÉ toda la noche en vela en la posada.

No entendía por qué Hannah estaba jugando de aquel modo conmigo. Igual que sucedía con Stephen Cage, había más en juego de lo que parecía. ¿Qué sentía en realidad por mí?

Revivía una y otra vez el contacto de aquel beso, pero en cada ocasión era distinto: ora apasionado, ora burlón, ora ardiente, ora helado; como el diamante que se había mofado de mí en Venecia. Hannah había ido a mi encuentro después de la carrera de caballos. Seguramente eso significaba que me deseaba tanto como yo a ella. Pero con Hannah no había nada que pudiera darse por seguro.

Irritado, aparté el cobertor, encendí una vela y cogí mi libro de Petrarca, el más elegante de los poetas, cuyos versos dan pátina al cortesano. Las campanas tocaban la medianoche cuando empecé a hojearlo. Y resultó que Hipólita me había presentado a un monstruo. Hermosos versos los suyos, sí, pero era un poeta apasionado, loco de desesperación, un hombre que se enardecía o se quedaba paralizado, que detestaba la vida, que vagaba como un barco sacudido por la tormenta sin estrella que lo guiara, entre tinieblas, en un laberinto, ciego, asustado, avergonzado, alimentado por el amor y destruido por él. Nunca dejaría que aquello me sucediera a mí.

Aparté el libro, pero no para dormir. Planifiqué mi reunión con Hannah del día siguiente. Me había retado y yo estaba lastimosamente mal preparado. Sacudí a Martin para despertarlo.

—Saca las cartas y enséñame todo lo que sepas.

Bostezó y me miró asombrado. Luego sacó su mazo manoseado, refunfuñando. Hasta entonces yo me había mantenido apartado de las cartas. Me daba pavor que me anularan como había anulado a otros, hasta el punto que, como el poeta Berni decía, no me importara apostarme los ojos o mi propia sangre pinta a pinta. Martin, por su parte, era un jugador empedernido y había convertido las cartas en una provechosa fuente de ingresos complementaria. Me quedaba el resto de la noche para aprender.

Y así empezamos. El juego era la primiera. Estaba convencido de que Hannah lo escogería. En Venecia y Roma estaban obsesionados con él. Era un juego de verdaderos cortesanos, más exigente mentalmente que el ajedrez, decían; artero, sutil, lleno de faroles y contraataques para desbaratar el juego del contrario. Me pasé la primera hora perdiendo. Después la suerte y la habilidad empezaron a favorecerme y poco a poco me recuperé hasta el punto de casi desbancarlo.

—Bueno, patrón. Aprendéis rápido, os lo aseguro. ¿Ya es suficiente? —me preguntó Martin con un bostezo cuando las campanas de toda Roma daban las tres.

Pero yo no estaba satisfecho.

—¿Qué otros juegos podría escoger?

Martin parpadeó para aclararse la vista.

—Bueno, están el gleek y el maw, y el noddy y el picardy, y el gagne-perde y el ruff and honours y...

—Enséñame a jugar a todos.

Martin sacudió la cabeza con cansancio y repartió las cartas. Era la hora más tranquila de la noche; la ciudad estaba en silencio y hacía frío. Martin, aunque medio dormido, jugaba por instinto y por los largos años de práctica. Empecé a perder. Cuando la luz del amanecer se coló por las persianas, ya no sabía si el seis de espadas que tenía en la mano valía dieciocho puntos y debía emparejarlo con un siete y un as en la primiera, o si era un Tumbler y derrotaba a un Towser en el gleek, o si con otro seis valía cuatro en el noddy, ni si debía descartarlo u ocultarlo o convertirlo en triunfo.

Nuestro juego se convirtió sin solución de continuidad en pesadilla, y vi a Hannah lanzando sobre mí cartas extrañas, sin ningún significado, con su sonrisa convertida en carcajadas de entusiasmo.

Abrí despacio los ojos. Tenía la cabeza apoyada en el tablero de la mesa y por las rendijas de las ventanas cerradas entraban punzantes rayos de luz diurna. Me incorporé con esfuerzo. Al otro lado de la mesa, Martin, repantigado en una silla como la mía, roncaba. Le sacudí el brazo para despertarlo.

—¿Qué? ¿Qué...? Jugaré al ruff.

—Hemos terminado —le dije—. ¿Pasamos cuentas?

Martin parpadeó y miró la hilera de marcas de tiza que había en el borde de la mesa.

—Me debéis doscientos noventa y seis baiocchi.

Fruncí el ceño y di un manotazo en la mesa, irritado. Un baiocco era una moneda fina de plata que valía aproximadamente lo mismo que uno de nuestros medios peniques de plata ingleses. A ciento nueve baiocchi por ducado papal, había perdido casi tres piezas de oro. Martin aceptó el dinero de mi bolsa con los ojos brillantes de satisfacción: para él, aquello equivalía a varios meses de sueldo. El oro no significaba nada para mí, podía permitirme perderlo. Pero no podía dejar escapar los secretos de Hannah, eso no. Martin se desperezó y bajó apresuradamente a la planta baja para traerme mi ración matutina de trigo hervido en leche con canela y una jarra de vino.

—¿Otra partida, patrón?

Negué con la cabeza. La confianza y la decisión me serían de más provecho que otras seis horas de tediosa práctica.

—Ya es hora de que vayamos a ver las piedras.

Después del desayuno, salimos a la calle. Hacía un día espléndido, aunque frío. Fui dando un rodeo para aclararme las ideas, pasando por la cancillería apostólica y Via Giulia. Las calles estaban extrañamente desiertas. Justo pasada la iglesia de San Eligio, donde empieza el barrio de los orfebres, pasé junto a un grupo de soldados con coleto abullonado y plumas azules y rojas en el sombrero. Llevaban arcabuces y estaban arracimados en la entrada de una casa. Con ellos había seis o siete hombres con hachas y martillos. El tendero discutía con los soldados, y dos de ellos lo empujaron con la culata de sus armas para obligarlo a entrar de nuevo. Vi cómo los obreros desgoznaban la puerta y la arrojaban a la calle. En cuanto los soldados irrumpieron en la casa oímos estruendo de muebles volcados y loza haciéndose añicos. Aflojé el paso, mirando de soslayo para no perdérmelo, pero Martin tiró de mí.

—Seguid caminando, patrón.

Más adelante pasamos por delante de otras entradas sin puerta y tres compañías más de soldados. Vimos el trabajo de hachas y martillos, y caras asustadas que aparecían en ventanas y balcones y volvían a esconderse rápidamente. Apretamos el paso y entramos en la tienda de Cellini. El orfebre me miró serio mientras iba a sentarme en mi taburete de siempre.

—¿Qué sucede? —le dije.

Dejó que la pulidora se detuviera poco a poco y levantó la cabeza.

—La guerra, amigo mío, la guerra. Los imperialistas se están moviendo hacia el sur. Hay nuevas proclamas: todos los extranjeros deben registrar sus armas; hay que declarar y registrar todos los almacenes de grano, y las puertas de los sospechosos de estar a favor del emperador serán arrancadas de sus goznes para que las autoridades puedan registrar sus casas cuando les plazca. Y en este barrio... —Hizo un gesto con la cabeza hacia el Banchi y Via Giulia—. En este barrio hay muchos florentinos.

—Pero Florencia es aliada del Papa.

Cellini me miró impaciente.

—Permitid que os lo explique. Hasta hace cuatro años gobernaba Florencia Giulio de Médici. Cuando se convirtió en Papa, en nuestro actual Santo Padre, Clemente VII dejó Florencia en manos de sus allegados, entre ellos el cardenal Cibo. —Asintió en dirección al candelabro—. Sí, mi generoso patrón. Ahora hay dos tipos de florentinos: los amigos de los Médici, que son pocos y cuyo número disminuye progresivamente, y el resto de la ciudad, que estaría encantada de ver al emperador arrojar al Papa y a toda su familia al mar de una patada.

Acepté el vino que Paulino dejó en el banco de trabajo. La cabeza me latía tras haber pasado la noche en vela.

—Entonces, en nombre de Dios, ¿qué hacéis ahí sentado? Los soldados llegarán de un momento a otro.

Cellini se echó a reír.

—Saben que aquí no tienen que acercarse. Su Santidad y el cardenal Cibo tienen en mucha estima mis servicios. No, yo soy un hombre de los Médici, como mi padre. ¡Larga vida al negro Alessandro y al putero Hipólito! ¡Abajo la República!

Volvió a inclinarse sobre la pulidora y yo me senté a mirar. Daba vueltas mentalmente a sueños de copas, espadas y bastos, al fuego de la gema, al beso de Hannah. Benvenuto ya había ensanchado la tabla de la crisoprasa a su gusto. Trabajaba en la corona que rodeaba ésta, cuyas facetas manipulaban la luz y la desviaban hacia abajo, hacia el corazón de la piedra, hasta que, confluyendo en el culet, el resplandor rebotaba y se expandía. Cada corte acrecentaba mi emoción.

Al final levantó la crisoprasa con aire triunfal. Estaba completamente tallada. El juego de luz era exquisito. Más pálida que una esmeralda y sutilmente lechosa, como una mañana brumosa con el sol brillante y difuso, de modo que en lugar de centellear como hacen las piedras preciosas tenía un resplandor verde fantasmagórico que parecía iluminar la piedra desde dentro, con rayos dorados atravesándolo. Cuando la movías, la crisoprasa se volvía inestable, voluble, quedaba fuera del alcance de la imaginación. La miré un buen rato y la solté por fin con un escalofrío de placer.

—¿Vais a engastarla ahora? —dije.

Cellini cabeceó.

—Antes tengo que cocer los esmaltes. Y antes de eso tendré que machacarlos en el almirez. Pero todavía no. —Se desperezó y señaló el rayo de sol que se colaba en la tienda por la ventana—. Ha llegado el momento de hacer más planes. Bien, sacad vuestras piedras. Rápido, rápido, rápido. No contaremos con una luz como ésta cada día, no en esta época del año.

Paulino desplegó un mantel blanco. Tiré de la cadena del cofrecito y lo abrí. Una vez más pusimos las piedras en hilera, de modo que el sol de la mañana las iluminara y les arrancara un torrente de matices de bermellón, verde mar o dorado. A pesar de estar ensimismado por culpa de Hannah, me estremecí al verlas. Benvenuto se agachó para situarse a su nivel y fue levantándolas una por una. Suspiró. Yo también las miraba fijamente y las empujaba con el índice para clasificarlas. Aparté los rubíes de Balas. Había siete, todos ellos sin tallar, rojo sangre y púrpura a partes iguales, como los rubíes, aunque de un tono más pálido y diluido. Pero en cualquier caso eran piedras llamativas y de gran dureza, y de un tamaño considerable también, algunas tan grandes como avellanas. Reunir rubíes de aquel peso habría costado decenas de miles de coronas. Los junté formando un corazón y puse unos cuantos granates en los huecos que quedaban. Brillaron con un resplandor púrpura más profundo, y el corazón pareció henchido de sangre. Formé una grieta entre las piedras en la que puse el zafiro blanco. Cellini abrió mucho los ojos y se inclinó para ver.

—Bien, vuestro corazón. Me gusta. Y el dardo clavado en el centro... es una vieja metáfora, pero buena. El zafiro, sin embargo... no. Es demasiado insulso. No, no funcionará.

Tenía razón. El brillo lechoso y suave del zafiro no era apropiado para simbolizar el violento impacto del amor. Anhelé más que nunca poseer el diamante que había dejado escapar en Venecia, el diamante de la Vieja Roca, con sus fríos destellos azules y su corazón misterioso: noble, hermoso, exquisito. Como Hannah. No, sin aquel diamante la espina en el corazón seguiría siendo un sueño sin realizar.

El rayo de sol se deslizaba despacio por el banco de trabajo. Tiramos del mantel. La luz pronto se habría ido sin que hubiéramos desentrañado ningún otro secreto de mis piedras. Los dos bebimos. Mientras el sol se derramaba por el borde del banco de trabajo, iluminó en el último momento los ópalos. Estallaron al unísono en todos los colores imaginables. Eran dementes, volubles, peligrosos. Empecé a caminar arriba y abajo por la habitación, emocionado. Veía visiones. Cellini se volvió a observarme.

—Tened esto en cuenta —dije—. El rey le ha entregado a su dama el broche del barco. Él mismo ha declarado que su amor es una locura, una obsesión. Lo arrastra por mares invernales en pos de sus ojos como estrellas. Ella acepta el regalo. Se lo pone. Está a punto de sucumbir. Pero tiene miedo. —Volví a mirar el banco de trabajo, formé con ópalos una hilera vertical y añadí a cada lado de la misma otros dos, formando una cruz.

Cellini frunció el ceño.

—¿Una cruz? ¿Estáis loco? ¿Como regalo de amor de un hombre para cometer adulterio?

—No —dije—. Es perfecta. ¿No lo veis? La cruz es una promesa. Precisamente la promesa que ella quiere que le haga el rey Enrique. Él le estará diciendo: «Podéis confiar en mí. Soy un hombre de honor, un hombre religioso.» Así que, por tanto, una cruz: pero una cruz de ópalos, la más voluble y artera de las piedras. Porque ella es asimismo una amante peligrosa. Los ópalos se lo dirán: «Esto es la humanidad. Ésta sois vos y éste soy yo. La bella, falible y apasionada humanidad.»

Cellini negó con la cabeza.

—Estáis realmente loco. Ni siquiera conocéis a esa dama.

Me acerqué a la ventana. Por Dios que iba a saber quién era bastante pronto. Mientras, era capaz de deducir unas cuantas cosas al menos.

—Si deja que el rey la corteje más de un segundo, entonces seguramente le gusta el peligro. Y, creedme, tiene que estar asustada.

El orfebre se desperezó y se mesó la barba.

—¡Humm! Una cruz de ópalos. Nunca oí hablar de tal cosa. El símbolo de la salvación hecho con las piedras de la brujería y el pecado. Una pieza verdaderamente perversa. —Se inclinó sobre los ópalos y sonrió—. Maese Richard, sois un hombre muy de mi agrado. Lo haremos. Eso sí, no dejéis que el Papa ni sus cardenales la vean. No creo que aprueben vuestra teología.

Le di unas palmaditas en el hombro.

—Apresuraos a terminar esos esmaltes. Todavía nos queda mucho trabajo por hacer.

Volví a salir a la calle con Martin. Era apenas pasado mediodía. Caminamos juntos por Via Monserrato y entramos en la placita donde se encontraba encajado el Palazzo del Bene, en una esquina, como si me esperara. Su estucado amarillo, que antes me había parecido tan monótono, ese día refulgía al sol, casi de un rojo sangre. Dejé que Martin llamara a la puerta y, cuando el chambelán de Alessandro abrió, entré.

De inmediato me resultó evidente que estaba sucediendo algo inusitado. Al habitual grupo de criados del espacioso vestíbulo se le habían unido unos seis hombres vestidos de escarlata con alabardas. Lo primero que me vino a la cabeza fue que Alessandro había obrado de algún modo contra las autoridades. Pero aquellos alabarderos no eran los rudos soldados que había visto en Via Giulia. Eran la guardia de un personaje muy importante. Los acompañaban un par de monjes, cada uno de los cuales llevaba una cruz de plata en el extremo de un palo de unos dos metros, lo que indicaba que el visitante era un eclesiástico de alto rango.

En el piso de arriba, Grace salió de la sala donde habíamos cenado dos días antes, me sonrió con su perfecta sonrisa y me besó en la mejilla.

—¡Richard! ¡Qué suerte que hayáis venido!

Le devolví el beso con más calidez de la necesaria. Cuanto más cerca estuviera de Grace, me parecía, más cerca estaría de Hannah.

Oí voces a lo lejos y risas de muchachas.

—No os hubiera importunado de haber sabido que teníais un invitado importante —le aseguré.

Grace miró hacia las partes más recónditas del palacio con una expresión que era una mezcla de reverencia e irritación.

—Stephen está con el cardenal Campeggio. Pero creo que las chicas están en la galería.

Me acompañó al salón. A pesar de estar nervioso por ver a Hannah, sentí vértigo cuando oí aquel nombre: Campeggio. Aunque fuera italiano, era el obispo de Salisbury por la gracia de nuestro rey Enrique, y cardenal protector de Inglaterra. Era el hombre situado entre el Papa y el rey, como mediador o embajador, leal a Su Santidad, por supuesto, pero también muy en deuda con el rey. A quién era leal en realidad, nadie hubiese sabido decirlo. Era un hombre poderoso, pero pacífico; un hombre de gran entendimiento que había estado casado en una ocasión, antes de ser sacerdote, y que amaba los placeres de la mesa. Recordaba yo bien el revuelo en Londres cuando llegó para pedir apoyo para una cruzada contra los turcos, hacía unos nueve años. Yo sólo tenía doce por entonces y había mirado maravillado pasar su barcaza remontando el Támesis con banderas escarlata y cruces de plata. Su presencia era otro signo de la importancia de los asuntos que manejaba Stephen.

Seguí a Grace por una gran puerta que había al lado de la chimenea. El aire fresco me dio en la cara. Estábamos en una galería porticada con balaustrada y una hilera de columnas a lo largo del borde, con vistas a los jardines ornamentados con estatuas de mármol. Los muros y el techo abovedado estaban pintados con escenas de héroes, pastores, paisajes marinos brumosos y bosques. Oí la risa de Hannah mezclada con gruñidos y ladridos.

En el extremo más alejado de la galería, tres spaniels corrían en estrechos círculos, dando brincos detrás de una pelota que Hannah sostenía por encima de ellos colgada de una cadena. Susan estaba sentada más cerca de mí con una viola de gamba enorme entre las piernas. Las rodillas y los codos le sobresalían en cuatro ángulos grotescos; sostenía el arco con una mano y rasgaba las cuerdas, muy concentrada, con el ceño fruncido. El arco acariciaba las cuerdas, que respondían con un lúgubre aullido. A sus pies, el enano de Alessandro, Morgante, le lanzaba dulces al mono, que los atrapaba con las manos y sonreía.

Susan levantó la cabeza.

—¿El mono se llama de verdad Belcebú? —pregunté.

—Así es como lo llamo yo. Hannah lo llama Piccolino o algo parecido. Es una bestia desagradable.

La miré con el ceño fruncido.

—¿Hannah o el mono?

—Lo que prefiráis.

Pasé por delante de ella. Hannah me vio y en su rostro se dibujó una sonrisa que me reconfortó y me deleitó. Tiró la pelota hacia Susan, y los spaniel la siguieron, ladrando y saltando a su alrededor. Susan se levantó gritando furiosa y se puso a darles patadas y a llamarlos satanás y demonios y toda clase de cosas parecidas.

—¡Susan! —le advirtió Grace—. ¡Intenta comportarte como una criatura civilizada!

Hannah vino hacia mí y me ofreció la mejilla para que se la besara.

—¿Os quedaréis a cenar con nosotros? —me preguntó Grace—. Mañana ya es Cuaresma: esta noche es la última de Carnaval.

—Y he oído que es la más cruel y desatada de todas —susurró Hannah a mi lado.

—Pero faltan dos horas para la cena —prosiguió Grace—. Un rato difícil de pasar, ¿verdad? Si tuviéramos más tiempo, os sugeriría una visita a las grutas o por el río hasta el Belvedere. Siempre somos bien recibidas allí por Su Santidad.

—A lo mejor Richard se entretendría con un juego de cartas —sugirió Hannah. Me miraba retadora, sin apartar los ojos de mí.

—¡Qué idea tan encantadora! —le dije.

Grace sonrió y dijo:

—Entonces vamos a la salita.

Nos llevó hacia la puerta del extremo de la galería. Daba a una habitación mucho más íntima por su tamaño que el salón, con una sola ventana con vistas al suroeste y, más allá de Via Giulia, al río. Las paredes estaban pintadas de verde oscuro con remolinos de flores de todas clases. Uno tenía la impresión de encontrarse en algún templo rústico entre flores silvestres. Había tres mujeres de más edad sentadas junto a la ventana, con tambores de bordado, entre costureros y tijeras. Levantaron los ojos de la labor cuando entramos y nos saludaron con una inclinación de cabeza. Eran, deduje, las damas de compañía de las Cage. A la derecha, una puerta daba al salón; a la izquierda, detrás de otra, se oía un murmullo de voces, una de las cuales reconocí como la de Stephen. Seguramente allí estaba su antecámara o su estudio, un espacio donde recibir a los huéspedes más distinguidos.

Grace fue a sentarse con las damas y miró con vivo interés su trabajo. Hannah me llevó a una mesita con las patas en forma de esfinge con el pecho desnudo. Un mantel blanco la cubría y habían dispuesto tres sillas a su alrededor.

Me indicó que me sentara. Uno de los impecables y silenciosos criados de los Cage sirvió vino. Susan entró, dejó su instrumento en un banco con un profundo tañido y ocupó una de las sillas. Me lanzó una mirada muy significativa.

—No dijisteis que Susan jugaría también.

—El juego al que vamos a jugar es de tres. —Hannah abrió un arcón y sacó un mazo de cartas que puso sobre la mesa. Eran grandes, casi tan largas como mi mano, y el mazo era grueso. Las miré receloso.

—¿Qué cartas son?

—Tarocchi. Los franceses las llaman Tarot.

Observé, consternado, cómo Hannah barajaba y empezaba a repartir los naipes de tres en tres. El Tarocchi era un juego notablemente difícil, al que jugaban sobre todo los aristócratas, un invento italiano desconocido en Inglaterra. Yo había visto jugar a él en Venecia, pero no había jugado nunca. Martin, por supuesto, no lo conocía y, en cualquier caso, yo no tenía las cartas adecuadas.

—Jugaré a lo que queráis menos al Tarocchi.

Hannah siguió repartiendo.

—Me permitisteis elegir.

—Confiaba que elegiríais dentro de lo razonable.

Me miró indignada.

—¿Qué pensabais que escogería? ¿La primiera, tal vez? Incluso nuestros criados juegan a eso. ¿Por quién me tomáis? ¿Por una moza de taberna?

Grace levantó los ojos del tambor de bordado que le había cogido a una de las damas.

—Espero, queridas, que tratéis bien esas cartas. Le costaron a vuestro padre su buen dinero. Son obra de maese Padovano, el Michelangelo de los fabricantes de cartas.

—No temáis, madre mia —entonó Susan.

Pillaba las cartas en cuanto Hannah las repartía, se las colocaba en abanico en la mano y las miraba con gemidos de placer. Ya tenía la sensación de que aquel juego se me escapaba.

—¿Qué obtendrá Susan si gana?

Hannah levantó una ceja.

—No me parece muy probable.

—Pero supongamos que lo hace.

—Si gana, podrá teneros.

Susan resopló y me lanzó una mirada de profunda aversión. Grace volvió a mirarnos.

—No estaréis apostando fuerte, ¿verdad, corderitos?

Hannah siguió repartiendo.

—Nada de importancia.

La miré: la leve sonrisa de sus labios, las cejas arqueadas, la intensidad de su mirada. Jugaba conmigo como un gato con un ratón. Seguían lloviendo cartas de envés verde uniforme, que Hannah lanzaba por encima del mantel con sus veloces y pálidos dedos.

Me incliné hacia ella para decirle en un susurro:

—Querida y dulce señorita Hannah, ¿es esto justo? ¿Hacerme jugar a un juego que no comprendo?

—¡Pobre Richard! —dijo Hannah—. Me parece que éste no es el único juego que no entendéis. En la vida que habéis escogido llevar tendréis que ser más rápido aprendiendo. ¿O me estáis diciendo que os dais por vencido de entrada?

Echando chispas, volví a apoyarme en el respaldo de la silla.

—No.

Ya estaban todas las cartas repartidas. Levanté una de mi montón. Al ordenar la mano, vi que las cartas tenían el anverso laminado con pan de oro y policromado con mucho detalle. Los palos eran los cuatro habituales de las cartas italianas, oros y copas, bastos y espadas, aunque el diseño de aquellas cartas era tan recargado que a veces costaba diferenciarlos. Dos parras con racimos a las que un zorro se encaramaba para comerse la fruta, por ejemplo, equivalían al dos de bastos. Luego estaban los triunfos, las cartas ganadoras, la ilustración de cada una de las cuales era en sí una pequeña obra de arte exquisita. Tenía en la mano una mujer desnuda que sostenía en alto una estrella; un hombre que le tendía una flor a una mujer, con Cupido sobre la cabeza de ambos; un esqueleto a caballo con una guadaña. Los triunfos no llevaban número, sino nombre.

—Debéis recordar las figuras —apuntó Hannah—, y cuál supera a cuál.

—Estáis loca —bufé—. No puedo recordar algo que nunca he sabido.

—Me parece que deberíamos apiadarnos un poco de él —dijo Susan.

Hannah torció el gesto, como si estuviera valorando hasta qué punto darme ventaja.

—Bueno, algo os diremos, pero no demasiado —cedió por fin—. Hay setenta y ocho cartas, aunque jugamos sólo con setenta y dos. Veintiuna de ellas son triunfos, que derrotan todos los palos. La carta que más vale es el Ángel.

—También la llaman el Día del Juicio —añadió Susan—. A veces incluso Dios. Por debajo de ella está el Mundo.

»Luego el Sol, la Luna y la Estrella.

»El Diablo y la Muerte, y el Traidor.

»Después va Gobbo, el Jorobado, y las Virtudes.

—Por debajo de éstas están el Amor y todos los demás problemas de la vida —dijo Hannah, mirándome a los ojos.

»Vienen a continuación el Emperador y el Papa, la Emperatriz y la Papisa.

»Por último está Bagattino, al que llamamos el Mago.

—Hemos olvidado algo —dijo Susan—. ¡Ah...! ¿Le contamos lo del Loco?

Hannah sacudió la cabeza, negando.

—¡Oh, no! Que sea una sorpresa.

—Buena idea.

—Me parece que eso es todo lo que tenemos que deciros. ¿Seguís queriendo jugar?

—Y ganar —les dije. Hervía por dentro. Que me mantuvieran en la ignorancia si querían. Iba a derrotarlas, costara lo que costase.

Hannah eligió cuatro de sus cartas y las puso aparte, boca abajo.

—Todos los demás lanzan una y jugamos. —Echó un vistazo a su hermana—. Tú primero. Y no ayudes al enemigo.

—No eres para mí menos rival que él —le espetó Susan. Eligió una carta y la puso boca arriba sobre la mesa: tres espadas curvas entrelazadas con otras tres.

Me tocaba a mí. Decidí empezar siendo audaz y descubrí un joven con espada.

Inmediatamente Hannah colocó encima cuatro jóvenes a caballo con espada.

—Mía, me parece. —Recogió ambas cartas, las puso boca abajo y jugó otra. Era el rey de espadas. Susan tiró un ocho. Yo tenía el tres y el cuatro. Dudé si sacrificar una de las dos y que Hannah se llevara otra vez la baza. Pero era una maniobra demasiado evidente y poco agresiva. Así que escogí la figura de un viejo encapuchado con la espalda encorvada que llevaba un reloj de arena y un báculo. Tenía que ser Gobbo, me dije, el Jorobado. Puse aquella carta encima de las otras dos. Hannah frunció el ceño.

—Es imposible que no tengáis una espada. No puedo creer que no la tengáis.

—¿Y qué si la tengo?

Adelantó el torso y me habló con retintín, en un susurro irritado.

—Si tenéis una espada debéis jugarla. No podéis jugar un triunfo hasta que no os queden otras cartas del mismo palo.

—Si no me explicáis las reglas, no tenéis derecho a enfadaros si las infrinjo —le dije.

Susan señaló a su hermana con una carcajada.

Hannah hizo una mueca y un gesto condescendiente con la mano.

—Tomadlas, pues. Son cinco puntos por el rey. El Jorobado no vale nada. Pero no creáis que vais a ganar.

Después de aquello tuvimos una pequeña escaramuza con los bastos de menos valor y conseguí cierto éxito. Miré sonriente a las dos muchachas. Pero Susan cabeceó.

—Pobre inocente —dijo—. Estas cartas no tienen valor y los triunfos sólo valen un punto. Tendréis que hacerlo mejor.

Entonces Hannah echó un diez de copas encima de mi tres, Se disponía a recoger la baza cuando Susan puso una mano encima de las suyas.

—No tan rápido, hermana mayor. —Se volvió hacia mí—. Las copas y los oros van al contrario. Un dos vale más que un tres y un tres tiene más valor que un diez, por supuesto.

Hannah miró furiosa a su hermana.

—De eso nada.

Susan rio, estupefacta.

—Por Dios que sí.

—Richard —dijo Hannah—, ¿a quién vais a creer? ¿A esta pequeña mentirosa o a mí?

Las miré a ambas. Susan tenía la boca abierta en una expresión de infantil asombro y furia, mientras que la bella mirada de Hannah era de profunda astucia.

—Ni que decir tiene que creo a Susan.

Hannah empujó las cartas hacia mí, irritada.

—Habéis escogido una amiga peligrosa.

—Mi querida Hannah —dije—. Me dejaría vencer gustosamente sólo con que me dijerais el nombre de la amante del rey.

Susan levantó la cabeza de golpe, con los ojos como platos.

—¡Por todos los santos! ¿Por eso estamos jugando?

—No —dijo Hannah—. Porque no voy a perder. Nos estamos jugando a Richard, en cuerpo y alma.

—¡Pero no estarás pensando de veras en decírselo! —insistió Susan.

—No seas boba. Te lo he dicho: no voy a perder.

Me volví hacia Susan.

—Podéis salvar a vuestra hermana de muchas angustias simplemente diciéndomelo vos.

Susan resopló.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Además —terció Hannah—, Susan es muy dada a mentir.

Susan se quedó con la boca abierta de indignación.

—Bonitas palabras, viniendo de ti. ¡Oh, cómo voy a disfrutar de esto! ¡Juguemos!

Hannah se quedó con mi as de bastos gracias a su Emperador, y echó una carta con el dibujo de una gran torre de plata en llamas.

—La Casa del Diablo —murmuró Susan—. Nadie puede apagar ese fuego. —Hizo una mueca, bizqueando, nos miró fijamente a los dos y luego, con un gesto desdeñoso, tiró una carta. Era la figura de un hombre con sombrero de ala ancha, de pie en una mesa con dados y cartas dispersas.

A Hannah se le escapó una exclamación de indignación. Desde el otro extremo de la habitación, Grace levantó un instante la cabeza de la costura. Hannah se volvió hacia Susan y bajó la voz.

—Querida hermana, si descubro que estás ayudando a Richard a ganar te haré algo que te resultará sumamente desagradable —le dijo.

Susan se retrepó en el asiento y cruzó los brazos.

—Piensa lo que quieras. Sabes que soy un poco torpe jugando a las cartas.

Hannah me miró.

—Susan os está entregando el Mago: el triunfo más bajo y el único, aparte del Ángel, que puntúa. Es uno de los siete Tarocchi, y vale cinco puntos. Si queréis derrotar mi carta, debéis tenerlo.

Lo medité cuidadosamente. Tenía que ganarle. La carta de Hannah, la Torre o la Casa del Diablo, no era una de las que me habían mencionado. Miré los triunfos que me quedaban. Tenía la Estrella, el Amor, la Muerte y un par de mujeres que debían de ser las Virtudes. ¿Qué posición ocupaba la torre encendida en el escalafón? El fuego lloviendo del cielo, la divina venganza, el hombre arrojado a manos del diablo y la condenación. Aquélla era probablemente la carta que enlazaba el cielo con el hombre. Podía apostar que mi Estrella la superaba. Me descarté de la mujer desnuda que sostenía la estrella de plata por encima de la cabeza y la dejé encima del Mago y de la Torre.

Momentáneamente nadie se movió. Luego Hannah empujó las cartas hacia mí con una mirada glacial a su hermana.

—Tomadlas.

Perdí durante varias jugadas y luego tomé la delantera con mi rey de oros. Jugábamos rápido los tres, como impulsados a ganar por algún demonio. Hannah descubrió el Ángel, la carta de más valor, y se llevó mi Muerte y el Sol de Susan. Luego Susan hizo unas cuantas jugadas astutas con sus triunfos. Con su Traidor, colgado boca abajo de un árbol, se llevó mi caballo de copas y la reina de Hannah.

—El Traidor —murmuró ésta mientras su hermana se guardaba las cartas—. ¡Qué apropiado!

Después la reina de bastos de Hannah atacó a mi rey, al que habían representado sentado, con barba blanca, manto verde y sosteniendo en la mano un tosco garrote. No pude evitar una exclamación de deleite. Pero la mano de Hannah cubrió las cartas antes que la mía. Nuestros dedos se tocaban y cruzamos una mirada: la suya era testaruda, con una pincelada de aquella indomable sonrisa suya de regocijo.

—Vamos, vamos, Hannah —le dije—. Dejádmelas a mí. Un rey es el amo de su reina.

—En este juego no. Los reyes de espadas y bastos son los dos Peregrinos: i Pellegrini. Son unas criaturas tristes que palidecen ante sus mujeres.

Yo seguía sin apartar los ojos de los suyos.

—Hannah, todo eso os lo estáis inventando.

—No —terció Susan—. No lo hace. La baza es suya, en serio.

Aparté la mano despacio. Hannah recogió las cartas, sonriendo. Nos quedaban menos de siete naipes a cada uno. Yo tenía delante un montón considerable de bazas ganadas, pero había sido pródigo con mis cartas altas y me quedaban pocas. Gané la siguiente baza y me jugué el caballo de oros calculando los oros que todavía quedaban en juego. Pero la Papisa de Hannah me ganó. La maldije interiormente. Susan se llevó las dos bazas siguientes; luego Hannah recuperó la iniciativa y se destapó con un nueve de oros. Me incliné sobre la mesa y la agarré de la muñeca.

—¡Así que teníais un oro pero habéis usado un triunfo contra mi caballo! Sois una tramposa, Hannah, una tramposa.

Me sonrió divertida.

—Así que os habéis dado cuenta. No creía que lo hicierais. Ahora estamos en paz.

Le solté la mano. Nos quedaban sólo dos cartas a cada uno. Hannah, ni corta ni perezosa, tiró un diez de bastos. Susan eligió una mujer vestida de blanco con balanzas y espada: la Justicia. A mí me quedaba un triunfo: una mujer con los ojos vendados y una rueda atada a la cual una figura subía y otra bajaba. La Rueda de la Fortuna. Pero ¿valía más o menos que la Justicia? Si jugaba y ganaba, tenía una oportunidad de quedarme con las seis cartas restantes. Lo más prudente era que me guardara el triunfo para el final. Pero ¿cuándo había actuado yo con precaución? Y me parecía que el inventor de aquella baraja consideraba la suerte más poderosa que la justicia. Puse mi Rueda de la Fortuna encima de las otras dos cartas. Hannah y Susan me miraron.

—¡Vaya! Continuáis sorprendiéndome, Richard Dansey —me dijo Hannah con el ceño fruncido—. Vuestra es la baza.

Recogí las cartas, riendo. Miré el último naipe que me quedaba, un cáliz laureado de rosas. Era el as de copas. Hannah acarició su única carta, pasándole el dedo por el borde.

—Veamos lo que tenéis, Richard. ¡Jugad!

Planté en la mesa mi preciado as. Hannah dudó. Luego, con un bufido de irritación, tiró su carta. Era una reina noble y belicosa, vestida de carmesí y plata, que sostenía una espada. Sonreí.

—No tan deprisa —dijo Hannah—. Susan, enséñanos tu última carta. Y que sea un triunfo.

Susan arqueó la ceja izquierda, nos miró a ambos y enseñó un bufón con gorro de cascabeles que tocaba la flauta y el tambor.

Solté un exabrupto. Había perdido la baza. Tocaba contar los puntos. Estaba convencido de que la reina de espadas marcaba la diferencia entre la derrota y la victoria. Pero entonces Susan recuperó su carta, la puso en su propio montón y dejó las otras dos.

—El Loco —dijo Susan—. No, no es un triunfo. No puede vencer ni ser vencido. Se une a la fiesta, luego se excusa y se marcha. Pero es valioso aunque no tenga poder. El Loco es el séptimo Tarocchi: cinco puntos para mí. —Empujó la reina y el as hacia mí. Me guardé las cartas y miré a Hannah. Torciendo el gesto se mordía el labio. Los tres miramos el montón de cartas que teníamos, cuyo verde contrastaba con el blanco del mantel. Hannah fue a coger el mío.

—No, de contar los puntos me encargo yo —dijo Susan.

Hannah la dejó hacerlo, pero no le quitó ojo mientras, con dedos ágiles, pasaba las cartas de tres en tres e iba separando las que puntuaban. Yo miraba sin perder detalle, aunque no entendiera apenas aquel extraño sistema de recuento.

—Treinta y uno —dijo Susan—. ¿De acuerdo?

Hannah asintió levemente con la cabeza y le preguntó a su hermana:

—¿Y las tuyas?

Susan repasó su montón.

—Veinte, miserable de mí.

Hannah cogió sus cartas y las contó bajo la mirada suspicaz de Susan. Cuando hubo pasado la última, dejó la pila sin decir nada.

—¡Veintiséis! —dijo Susan—. ¡Has perdido, has perdido!

Me incliné hacia delante con los codos sobre la mesa, sonriente.

—Y ahora, mi dulce Hannah, estáis obligada a decírmelo.

En la antecámara privada de Stephen el murmullo de voces subió de tono. Grace y las damas dejaron la labor y levantaron la cabeza. Hannah ordenó el mazo con brusquedad.

—Habéis hecho trampa —me espetó—. Sois un tramposo, un tramposo. Ese rey que me habéis robado vale cinco puntos. Esos puntos eran míos.

—Ya que hablamos de hacer trampa —le susurré yo—, ¿qué hay de mi caballo de oros? Dádmelo y quedaos con el rey. Veréis como sigo ganando. ¿No es cierto, Susan?

—Qué va —susurró Hannah—. Si hubiera ganado ese rey, la partida se hubiera desarrollado de un modo muy distinto.

—¿Qué hay de mí? —terció Susan—. Yo también he hecho trampas, pero estabais los dos demasiado enfrascados para notarlo.

Hannah se volvió a mirarla, con la boca abierta de indignación.

La puerta de la antecámara se abrió y oímos pasos que se aproximaban. Grace se situó en el centro de la habitación e hizo una profunda reverencia recogiéndose la falda con ambas manos.

—Milord cardenal.

Nos levantamos apresuradamente de la mesa. El cardenal Campeggio era un hombre alto y encorvado en la mitad de la cincuentena, con una cara larga y triste de sabueso. Vestía manto y solideo escarlata. Al cuello llevaba una cruz de pedrería con cadena de oro. Me reconoció inmediatamente como un extraño en la habitación. Me acerqué a él e hice una genuflexión. Me ofreció la mano de dedos hinchados y le besé el anillo de oro, en el que distinguí las bolas de los Médici y los lirios florentinos del papa León X, primo del actual y que había promovido a Campeggio a cardenal. En el meñique llevaba un anillo con un delicado citrino tallado: un rostro de perfil. Era un trabajo exquisito.

—La Antigua Roma —me comentó el cardenal, que seguramente notó que yo lo admiraba—. Nada de lo que los orfebres modernos hacen puede igualarla. Así que vos también sois inglés, y, según creo, entendéis de piedras.

—Tengo ciertos conocimientos, señoría —admití. Vostra signoria era el tratamiento que correspondía a un cardenal; di gracias a Hipólita por habérmelo enseñado. Estaba frente a un hombre que cuando yo todavía era un niño ya era un eclesiástico importante y legado papal. A sus ojos tristes y afables poco se les escapaba. Su mirada se demoró sobre mí.

—Y creo también que vuestra familia tiene una estrecha relación con el cardenal Wolsey: un hombre a quien tengo en gran estima.

Aquello, sabía yo, no era del todo cierto. Campeggio y Wolsey eran viejos rivales. Wolsey había aprovechado la oportunidad que le brindaba la visita de Campeggio a Inglaterra para hacerse legado, con lo que le había arrebatado buena parte de su poder. Pero adiviné que Campeggio estaba al corriente de los asuntos secretos de Stephen y que éste seguramente le había dicho que yo estaba al tanto de los de Wolsey. Que un hombre de Wolsey lo viera con Stephen Cage en aquellas circunstancias era seguramente muy embarazoso para el cardenal. Parecía ansioso, en cualquier caso, de que Wolsey se apaciguara, lo que no hizo sino acrecentar mis sospechas. ¿Formaba también ese amable y sombrío anciano parte de la red que tanto temía Wolsey? Stephen, colocado detrás del cardenal, nos observaba con una fría sonrisa.

Campeggio retiró la mano y me erguí. Stephen salió de detrás de él. Se detuvo un instante junto a mí y me hizo un gesto de complicidad con la cabeza. Hannah recogió las cartas y fue a dejarlas en la repisa de la chimenea.

—Tramposo —me susurró al pasar.

Pasamos al salón, donde habían dispuesto las mesas y tocaban unos juglares. La cena era más señorial y suntuosa que nunca. Mientras sonaban las trompetas iban sirviéndonos una interminable sucesión de platos —capones rellenos de queso, pichones con agraz, cerdo con jengibre y pastel de pulmón de cabrito—. El último banquete previo a la austeridad de la Cuaresma. Cuando hubieron servido la última fuente, la conversación se centró en la guerra. El ejército imperial del duque de Borbón había dejado Piacenza, por lo visto, y avanzaba hacia el pie de las montañas del norte de Florencia.

El corazón se me aceleró y me sudaban las manos. ¡Florencia! Así que la guerra había llegado al centro de Italia, abriéndose paso por Venecia y los demás territorios aliados del Papa en el norte: algo que nadie había creído que pudiera suceder.

Alessandro del Bene rio nerviosamente y se limpió los labios con la servilleta.

—Pero los imperialistas todavía están a trescientos cincuenta kilómetros de distancia, y hambrientos. La lluvia ha provocado la crecida de los ríos y las montañas siguen nevadas. No están en condiciones de cruzarlas. Gracias a Dios se encuentran muy lejos de Roma, y nos separan de ellos Florencia y el ejército veneciano. Es seguro que pronto, una vez más, firmarán la paz.

—¡Bien! —exclamó entusiasmada Grace, pinchando un bocado de lechón asado con el tenedor—. Resulta gratificante escuchar buenas noticias.

Vi que Campeggio apartaba la mirada.

—Me parece que vuestra señoría sospecha cosas que se guarda para sí —dije, antes de darme cuenta de que lo hacía.

Todos los comensales se volvieron a mirarme: Stephen y Grace conmocionados; Alessandro alarmado; Hannah, por primera vez en toda la cena, con interés. Campeggio sonreía levemente, como si estuviese satisfecho de que alguien hubiera sabido entrever lo que ocultaban las reconfortantes medias verdades de Alessandro. Asintió despacio.

—El ejército del emperador no ha cobrado su paga. Sin dinero no puede disolverlo, y ¿de dónde va a salir ese dinero? Sabe que Roma es rica en tesoros. El ejército del Borbón está formado por treinta mil hombres, mercenarios luteranos germanos y moriscos españoles, en su mayor parte musulmanes de Alicante, y todos detestan al Papa. Creedme, corremos un peligro mayor de lo que estamos dispuestos a admitir.

Nos quedamos sentados en un sombrío silencio. Lo que acababa de decir Campeggio me había dejado helado. ¿Cuánto faltaba para poder dar por terminado el trabajo de Cellini y embarcarme hacia Inglaterra? Si el ejército no llegaba hasta que él terminara, hasta que yo me enterara de aquel nombre, hasta que tuviera a Hannah... Me incliné hacia ella y le susurré:

—Hannah. Ya habéis oído lo que ha dicho el cardenal. ¿No vais a decirme su nombre?

Sin mirarme, Hannah me susurró a su vez:

—No. No quiero.

—¿Por qué no jugáis otra partida? —sugirió Susan.

—¿Y que haga trampa otra vez? —le preguntó Hannah—. No. Ni hablar.

Perdí la paciencia. Si hubiéramos estado solos le hubiera pegado.

—¿Por qué, Hannah? ¡Decidme por qué! —le grité.

En vez de responderme pidió vino y se tomó un buen trago. Cuando devolvía la copa se le iluminaron los ojos de repente y dio una palmada.

—¡Ya sé! ¡Lo resolveremos esta noche!

Susan torció el gesto y entornó los ojos, incrédula.

—¿Te refieres a le moccoli?

—Eso es —dijo Hannah, volviéndose hacia mí con una refulgente sonrisa traviesa—. Dejemos que le moccoli lo decidan. Oh, y, estimado Richard, traed una vela.

Miré a una y luego a la otra.

—¿Una vela?

—Sólo una vela —dijo Hannah.

Las dos sonrieron, se miraron y prorrumpieron en carcajadas.