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SEIS meses más tarde me encontraba en el entrepuente del Rose, pasando por el fuerte de piedra amarilla y el monasterio de Belén, aproximándonos a las calles de Lisboa. Era una tarde brumosa. El barco se deslizaba despacio por el puerto mientras yo miraba emocionado.
A mi lado estaba William. El mar me había revelado una faceta distinta de su personalidad. Ya no era el más bien desaliñado perro manso que seguía a mi madre a todas partes y cumplía las órdenes de la Casa Dansey. Adquiría más talla con cada milla que nos alejaba de Londres. Vi que entendía de artillería y navegación, que sabía cómo trazar un rumbo y calcular una latitud con el astrolabio. Poseía conocimientos notables de la lengua curiosamente agradable de los portugueses. Todas esas cosas me había propuesto yo aprender.
Cuando desembarcamos, William dejó que el capitán descargara la lana que estábamos obligados a transportar en el viaje de ida, y se puso en marcha como un sabueso, rastreando las oficinas comerciales situadas en las calles detrás de la plaza del gran mercado que lindaba con el puerto, haciendo preguntas y saludando a los viejos amigos. Vi a un hombre tras otro sacudir la cabeza y santiguarse al enterarse de la muerte de Roger Dansey. William les palmeaba el brazo, asentía con un gesto a las noticias que le daban ellos y proseguía su camino. Noté en su estrategia algo del encanto de mi padre. Mantenía la atención centrada en su interlocutor y hacía que todos se sintieran como el ser más afortunado del mundo. Yo estaba decidido a no perder detalle de los métodos de William y a aprender rápido.
Eran los tiempos del orgullo portugués: el rey Juan el Piadoso, más conocido como Juan el Especiero, mandaba sus barcos mercantes bordeando la costa de África hasta las Indias. Allí comerciaban con nuez moscada de las Molucas, pimienta de Serendip, jengibre y canela de la India. Los portugueses habían expulsado de este comercio a turcos y árabes. Habían hecho arder la ciudad de Adén hasta los cimientos, y William me dijo que El Cairo y Venecia todavía se resentían de ello. La Casa da India ejercía el monopolio sobre cada grano de pimienta y rama de canela de Lisboa, e imponía unos precios tan altos como quería. Pero, según me explicó William, había oscuras madrigueras donde se almacenaban las mercancías procedentes de barcos que habían escapado a la vigilancia del servicio de aduanas real. Bastaba con un poco de ingenio y audacia para encontrarlas.
Allí donde William iba, yo lo seguía. Me condujo por calles tortuosas más estrechas que ninguna de Londres, de las que los perros salían al sol cegador para volver luego a la sombra fresca, y donde las mujeres anunciaban a gritos sus mercancías: vino y miel, almendras, higos, redes de pesca y cordeles. Nos adentramos en un patio árabe adornado con arcos de ladrillo y con una fuente cantarina en el centro.
—Tu padre fue quien descubrió este lugar —me susurró William—. Fue el único que habló con ellos hasta que confiaron en nosotros. Nunca pienses mal de él, Richard. Sabes que solía decir que no es el beneficio lo que cuenta, sino cómo lo obtienes. Tu madre opina que soy un comerciante más listo que él. Pero si Roger Dansey nunca hubiera tenido pérdidas, yo no habría podido obtener beneficios.
Me los imaginé juntos. Imaginé a mi padre, con su imaginación vivaz, su encanto y su sed de maravillas, metiéndose por cada resquicio de aquellas calles. Me gustaba visualizarlo llevándose las mejores gangas bajo las narices de la competencia. Pero sospechaba que William había sostenido el negocio durante años; que, sin su sentido común, mi padre hubiese traído a casa muchos cargamentos estériles.
Mientras un criado nos servía vino, William negoció con un moro de tez oscura el precio de dos celemines de canela y uno de clavo. Se frotaba las manos, satisfecho, cuando nos marchamos.
—¡Hecho! Volveremos al anochecer con nuestros hombres a buscarlos. Auténtico clavo proveniente de sólo dos islas en el mundo, chico. Hemos sido afortunados de encontrarlos a este precio, tremendamente afortunados. —Se desperezó—. Un buen día de negocios. —Se palmeó el pecho y me miró con ojos chispeantes—. Ahora, querido muchacho, ha llegado la hora de encontrar un burdel.
Me quedé mirándolo. Aquel individuo animado y alegre no tenía nada que ver con el William que yo conocía de casa. Me pasó un brazo por los hombros y me guio por otros callejones hasta una puerta baja que parecía conocer bien. Me pregunté si también mi padre habría frecuentado aquel lugar. Dentro teníamos para escoger entre seis o siete prostitutas ajadas, disfrazadas de pastoras o diosas paganas, cada una con una lira de madera o un cubo de lechera, símbolo de sofisticación o inocencia.
—¿Qué te parece? —me preguntó William mientras subíamos las escaleras abrazados a las ninfas escogidas—. Tienes que aprender a disfrutar de las alegrías del viaje, mi Richard, tanto como a sufrir sus inconvenientes. Richard, permíteme que te presente a tu señora. —Luego, mientras entrábamos juntos en una habitación oscura, me susurró—: Prométeme sólo una cosa: nunca se lo cuentes a tu madre. Nunca.
No le dije que John y yo ya habíamos hecho nuestra incursión en los baños de Stew Lane. Las rameras de Lisboa estaban cortadas con el mismo patrón y me dejaron descontento y caviloso, con deseos de volver a empezar, aun sabiendo que la próxima vez no sería mejor que la anterior. En el diván contiguo, William se sentó con un suspiro, completamente satisfecho. El presente, con sus placeres sencillos, le encantaba. Me volví y noté la bolsa debajo. Llevaba en ella sesenta coronas: todo cuanto había heredado a la muerte de mi padre. Estaba impaciente por deshacerme de William y empezar a gastarlas. Pero no sería fácil. Se había mantenido cerca de mí en todo momento, y lo que planeaba tenía que hacerlo en secreto. Mi madre no debía enterarse de nada, no todavía.
Al día siguiente estábamos de nuevo en la calle. William se volvió hacia mí en una esquina y me dijo que su siguiente socio era un tanto desconfiado, y que era mejor que lo visitara él solo. ¿Le perdonaría si me abandonaba una o dos horas? El corazón me dio un vuelco. Le vi perderse de vista y partí rápidamente por mi cuenta. Sabía exactamente dónde me dirigía, porque siguiendo fielmente a William había mantenido los ojos bien abiertos.
En primer lugar visité a un cambista del muelle para canjear mis coronas por cruzados portugueses. Salí de nuevo a la calle y busqué una tiendecita por la que habíamos pasado el día anterior, situada a la sombra de la enorme catedral con aspecto de fortaleza. Entré. Como en Cheapside, había allí estantes forrados de tela blanca e hileras de gemas recién llegadas de las Indias, Birmania, Serendip y Bengala que relucían a la intensa luz meridional.
Mientras las miraba, sosteniendo ésta o aquélla a contraluz, sentí una estremecedora y profunda pasión por la belleza. Vi diamantes. Vi rubíes orientales, esmeraldas y perlas de Persia. Pero no podía aspirar a tanto.
Hice un esfuerzo por mirar las piedras de menos valor, los berilios y los ojos de gato y las cornalinas, todas ellas al alcance de mi bolsillo; pero ni siquiera en aquel lugar era prudente sacar todo el dinero de golpe.
Era como si oyera a mi madre decir: «Haz una compra modesta y arriesga poco la primera vez.» Pero los ojos se me iban al estante superior, el de las gemas más nobles. Los clavé en un topacio que brillaba como un sol, perfecto, sin una nube. El tendero me indicó su peso: ocho quilates, un buen tamaño. Era de Etiopía, estaba casi seguro, cuna de las mejores piedras de esa clase.
Un topacio es casi tan duro y brillante como un diamante. Si lo expones al fuego para quitarle color se convierte en lo más aproximado a un diamante indio que puedas encontrar. Pero aquella piedra no necesitaba adulteración alguna. En mi opinión, ya superaba en belleza a un vulgar diamante. Su precio era de cien cruzados: yo sólo tenía setenta y uno.
Empecé a regatear. Severo primero, luego burlón, levanté el topacio e hice un mohín pretendiendo verle un defecto, me volví y me marché; pero regresé. Había visto usar algunos de aquellos trucos a William; otros me estaban saliendo de forma natural, lo que me emocionaba tanto como me alarmaba. El tendero bajó el precio a noventa cruzados, luego a ochenta, luego a setenta. Me sudaban las manos. Podía comprarlo. Pero si lo hacía me quedaría sin herencia: más de doce libras esterlinas, el salario de dieciocho meses de un cura modesto o un empleado. Si me equivocaba, nunca volvería a ver reunida aquella suma. En aquel instante supe que mi vida podía seguir dos rumbos: uno me llevaría a la seguridad, la comodidad y la vulgaridad; por el otro camino afrontaría peligros y cuitas, y, con suerte y si era lo bastante hábil, vería cumplidos los deseos más profundos de mi corazón. También sabía que si me acobardaba nunca más volvería a comprar una sola piedra. Asentí rápidamente y conté el oro.
Pasé por una agonía, expectante, hasta que William terminó sus compras. Compraba barato y a hurtadillas, lo que implicaba adquirir poco a poco una barrica de azafrán aquí, tres cajas de pimienta allá.
Pasó un mes antes de que las compuertas del Rose fueran selladas y zarpáramos de nuevo, oyendo desvanecerse los cánticos del monasterio de los Jerónimos en la brisa mientras poníamos proa al mar abierto.
De vuelta en Londres no perdí tiempo. Le llevé mi topacio a Christian Breakespere. Era de una tonalidad que pensé que le gustaría. En su tienda siempre tenía un buen número de piedras del color del sol otoñal, ópalos amarillos, granates, ámbar. El anciano levantó la piedra con sus pinzas y la expuso a la luz, de modo que se incendió y tiñó su mano de oro. Luego la bajó y me miró con su amable sonrisa.
—Una piedra fina. De las de su tipo, muy fina. ¿Digamos que sesenta coronas?
Le sostuve la mirada.
—Había pensado que ochenta.
—¿Eso habías pensado? —Le centelleaban los ojos—. Entonces digamos mejor que setenta. ¿Hecho?
—Hecho.
—Sigue como has empezado, joven Richard. No me decepciones.
Cobré allí mismo, en oro. Había obtenido una ganancia de diez coronas, pero me parecía de mil. Corrí a casa dando saltos por Labour-in-Vain Hill y doblé la esquina del cementerio con la bolsa de oro tintineando en la mano. Luego me contuve. No debía revelar mi secreto demasiado pronto. Antes tenía un largo camino por recorrer.
En nuestro siguiente viaje, William y yo llegamos más lejos, hacia el sur y bordeando el Mediterráneo. En Barcelona compré el cofrecito de acero con la ingeniosa cerradura y la cadena fina que desde entonces usé para mis compras. En Toulon adquirí una sardónice, en Génova un ópalo. Navegamos luego por la costa de Italia hasta Ostia y Nápoles, donde compré unos cuantos jacintos y una pequeña amatista pálida. Nada de lo que compraba era lo más raro o lo más preciado. Pero tenía ojo y, siempre que llevaba mis adquisiciones a la calle de los Orfebres, les sacaba provecho.
Transcurrieron dos años. Mi madre dominaba más el negocio. Contrató otros agentes y acometió nuevas empresas. Por lo visto tenía reservado un rincón de la bodega de cada barco que partía de Londres; exportaba lana o cáñamo, con instrucciones de encontrar y traer a la vuelta algunos productos básicos cuidadosamente escogidos.
La excitación flotaba en el aire del Broken Wharf. Nuestros hombres se movían con brío, como si fueran conscientes de formar parte de una empresa que había cobrado nueva vida. A menudo pensaba que a mi padre le habría gustado ver la nueva situación de la firma Dansey y emprender aquel último gran negocio con el que soñaba.
Cada vez que volvía a casa, lo primero que hacía era ir a la escuela a esperar a Thomas. Había optado por quedarse con el maestro, profundizando más y más en las obras de teología y derecho canónico.
Mi madre hablaba de él con orgullo. Había destacado en los debates anuales que se celebraban en el cementerio del priorato de Smithfield, en los que competían todas las escuelas de Londres. Muchos grandes hombres habían despuntado en aquellos debates, entre otros Tomás Moro. Todo lo que le hacía falta a Thomas era llamar la atención de algún hombre de alto rango, porque nada era posible sin un mecenas. Mientras seguíamos el camino de siempre, Old Fish Street abajo y pasando el mercado, con los canalones obstruidos de sangre y vísceras de pescado, Thomas me habló de los planes que nuestra madre tenía para él.
—El tío Bennet, según ella, es mi mejor esperanza. ¿Sabes que el cardenal va a fundar un college?
El hermano de nuestra madre, Bennet Waterman, un abogado de la ciudad completamente calvo, de cara radiante y un aire de diabólica astucia, hacía poco que estaba a las órdenes del gran cardenal Wolsey, el hombre más orgulloso y poderoso del mundo después del rey. Wolsey necesitaba los servicios de Bennet. Se proponía liquidar varios monasterios menores para financiar la mayor fundación que Oxford hubiese visto jamás y que sería conocida como el Cardinal College.
—¿Y tú vas a ser uno de sus primeros eruditos? —le pregunté—. Eso debería complacerte.
Thomas no respondió. Ése fue el primer indicio, creo, de que mi hermano se resentía tanto como yo del dominio de nuestra madre. Pero no estábamos todavía preparados para ser aliados. Eso es lo peor de la tiranía: divide a los sometidos.
En vez de ir por el camino corto a casa, Thomas me llevó Labour-in-Vain Hill abajo. Justo en la esquina, una silueta salió de la oscuridad. Era John. Corrí a abrazarlo, pero su reacción fue contenida, como la de Thomas. Poco después de mi primer viaje a Lisboa se había embarcado en la gran nave de su familia, el Lazarus, camino de Alemania y el Báltico, para comerciar con las materias primas que habían enriquecido a su padre: alquitrán y brea, listones, hierro y sal. Desde entonces lo había visto sólo un par de veces.
—Así que la pandilla se reúne de nuevo —dije.
Thomas soltó una carcajada irónica.
—¿Ah, sí?
Tenía razón. Aunque estábamos allí los tres, no éramos los mismos que habíamos juntado las manos y hecho aquel juramento dos años antes. Pero no era culpa mía. Me pareció que mi viejo amigo y mi hermano compartían un secreto. No sabía cómo romper su secretismo y empecé a estar molesto. Al pie de la colina, donde la calle desembocaba en Thames Street, Thomas y John se fueron hacia la derecha en lugar de doblar a la izquierda, camino de casa. Dejé que se adelantaran. En unos cuantos pasos estuvimos al pie de la ventana desde donde habíamos llamado a la encantadora Hannah Cage y cantado para ella. Nos detuvimos. La ventana estaba oscura y seguía cerrada a cal y canto. Thomas y John miraron hacia arriba un instante. Entonces John dijo:
—No está.
—¿No andarás todavía detrás de esa muchacha? —le pregunté riendo. Hacía mucho que yo había descartado la idea. No es que hubiera olvidado a Hannah: todavía me dolía su risa burlona. Pero quería prosperar antes de volver a acercarme a esa clase de chicas. Aun así, que Thomas y John hubieran seguido tras ella sin mí me fastidiaba—. Me sorprendes —bromeé—. ¿En qué misterioso hombre te estás convirtiendo?
Ninguno de los dos sonrió. La amistad que había llegado tan fácilmente parecía fuera de nuestro alcance. Estaba seguro de que John no podía ser feliz dedicándose al comercio familiar que siempre había detestado. El malestar de Thomas lo entendía menos. Siempre había sido reservado, un chico ensimismado y enfrascado en sus libros, que sólo se destapaba en los debates con rápidas y demoledoras muestras de ingenio y conocimiento.
Volvíamos por Thames Street cuando se levantó un viento frío procedente del río. No faltaba mucho para que anocheciera.
—Venid conmigo al almacén, por los viejos tiempos —propuse.
Me siguieron hasta el Broken Wharf. En la puerta del almacén pasamos por delante de Martin Deller, que estaba sentado en un barril con su maza de madera sobre las rodillas, vigilando las idas y venidas por el muelle. Nos miró con los párpados entornados y asintió. Entramos en la vieja y conocida penumbra cargada de una mezcla de aromas de canela, clavo y pimienta.
—¿En qué comercias? —me preguntó Thomas.
Todavía no me había atrevido a confesar mi nuevo negocio a mi madre, así que no era prudente que se lo revelara a Thomas ni a John. Así pues, les hablé de las calles y los patios de Lisboa, de las maravillosas gangas que conseguíamos, de la habilidad de William para el comercio, de la atención que le prestaba yo y de mi sumisión. Sabía que lo que les contaba debía parecerles vago y sólo a medias cierto. Aquélla era la historia de William, no la mía. Thomas sabía bien que yo, aunque casi nunca hablara de ello, soñaba con el comercio de piedras preciosas. Di golpecitos a las cajas, irritado. Me moría por enseñárselo todo: el alijo de gemas guardado en el cofrecito encerrado en el arcón, en mi habitación, y la bolsa de oro y plata que descansaba a su lado. Thomas y John caminaban por uno de los pasillos oscuros, entre barriles apilados. La sensación de aislamiento que me envolvía era terrible. Los llamé.
—¡Esperad! Tengo que enseñaros una cosa. —Desanduve el camino presuroso, doblé la esquina de casa y subí a mi habitación, que daba a Bosse Lane y al patio de piedra resquebrajada de terra incognita.
Cuando volví a reunirme con ellos, sin aliento, abrí el cofrecillo y vacié sobre la tapa de un tonel el montoncito de piedras que había traído en mi último viaje. William y yo habíamos llegado hasta Nápoles, donde había comprado un lote de grandes topacios españoles, vistosas piedras que a los joyeros les encantaba tallar; tenía también en la colección un par de cristales de roca de Arabia, de seis puntas, y cuatro o cinco cornalinas rojas. John soltó un silbido. Thomas se apresuró a cubrir las piedras con una mano y echó un rápido vistazo por encima del hombro.
—Nuestra madre te matará si lo descubre.
—Así que no estás ganando dinero —me pinchó John. En su vieja sonrisa retadora había un matiz de envidia.
En respuesta planté ante ellos mi bolsa, llena a rebosar de las monedas que había acumulado a partir de aquellas primeras sesenta coronas.
—Nunca lo diremos —prometió Thomas—. Ahora, escóndelas.
Lancé al aire una cornalina.
—¿Por qué? ¿De qué tienes tanto miedo?
Thomas me miró.
—Has pasado demasiado tiempo fuera con las gaviotas, querido hermano. Olvidas cómo son las cosas aquí, en tierra firme.
—Bien, ¿y cómo son? —Empezaba a enojarme.
Thomas se levantó.
—Ven conmigo y lo verás.
Guardé reacio las piedras en el cofre y lo seguí hasta el oscuro fondo del almacén. Pasamos por delante de diversas mercancías que William había adquirido durante nuestra última aventura: las especias de Lisboa; la tintura azul francesa, similar al añil aunque más barata; las alfombras turcas. Thomas se paró ante una caja que no reconocí, rotulada con una letra ensortijada: SEDA DE DAMASCO. No sabía que hubiera nada parecido en nuestro almacén. Nuestros agentes no traían nada similar porque cubrían las rutas más cortas, hasta Flandes, y yo estaba seguro de que aquello no había llegado en las bodegas del Rose. Di una patada al cajón: era pesado. Me volví hacia los otros.
—Se trata del antiguo juego. Thomas nos reta a echar un vistazo. ¿Lo hacemos?
Saqué el cuchillo y John, con una sonrisa sombría, me imitó. Pusimos manos a la obra, echando un vistazo de vez en cuando hacia la puerta, donde seguía sentado Martin. Por fin vimos algo. Dentro había unos cuantos dobleces de tejido carmesí que cubrían algo duro. John apartó la seda y dejó al descubierto montones de libros encuadernados en piel nueva de color claro. Los miramos sorprendidos. La firma Dansey nunca había comerciado en tal cosa. Los libros, como las piedras preciosas, pertenecían a la categoría de lo que mi madre consideraba una mala inversión. ¿Y qué clase de libro se habría tomado alguien la molestia de traer desde allende los mares? John sacó uno y lo abrió. La portada estaba llena de extraños arabescos de hojas. Al pie había un crucifijo, pero sin Cristo; trepaba por la cruz una serpiente con la triple corona del Papa.
—¿Y bien? —dijo Thomas—. ¿Tan pronto habéis olvidado el latín? ¿O esto es demasiado críptico para vosotros? Desconocer este tipo de cosas es preferible, os lo prometo. Se trata de El cautiverio babilónico de la Iglesia. Su autor es Martín Lutero.
John dejó caer el libro como si le hubiera picado un aguijón.
El simple hecho de que le vieran a uno abrir aquel libro implicaba arresto, prisión en la torre de los Lolardos, donde iban a parar los herejes, ser interrogado por el cardenal, excomunión y muerte en la hoguera. Corrían rumores acerca del temible contenido de aquella obra, de su retórica feroz que demolía todo lo que dábamos por sentado. Se decía que si leías el libro de Lutero nunca volvías a ser el mismo.
Nos quedamos un momento mirando fijamente aquellos volúmenes. Luego acerqué la mano para tocar la piel del libro caído en el suelo y lo recogí. Los otros me observaban atentos. Pasé la hoja de la serpiente en la cruz y leí tan rápido como me permitía mi latín, página tras página. El Papa era descrito como un demonio de tiranía y avaricia, un despiadado cazador, un codicioso comerciante que mandaba almas al Purgatorio a cambio de oro. Vi los poderes de los sacerdotes refutados uno por uno. No existía la Extremaunción. Los curas la habían inventado para lucrarse, tergiversando un verso apócrifo. El clero no tenía poder para conjurar el cuerpo ni la sangre de Cristo en el sacramento de la Comunión, que sólo era un acto de fe. La Confesión también tenía que ser un acto de fe; la tarea que los sacerdotes nos imponían, la contrición por todos nuestros pecados, era inútil, tan grandes eran éstos y tan fuera estaban del alcance de nuestra memoria y nuestro entendimiento. Incluso nuestras mejores obras, aquellas de las que nos enorgullecíamos, resultarían ser terribles pecados bajo examen. Ninguna de las ceremonias tiránicas de una Iglesia podrida podía salvarnos, sólo la fe, la fe y la fe. Seguí leyendo, asombrado, hasta que Thomas me arrebató el libro de las manos.
—Ya basta. ¿Ahora lo entiendes?
Empezaba a entenderlo. Mi madre no simpatizaba con Lutero, de eso estaba seguro. Pero había muchos en Londres dispuestos a pagar generosamente por aquellos volúmenes, y pocos tan osados como para importarlos desde Alemania, donde se imprimían. La ganancia para ella en aquel negocio mortal de libros sería mucha y segura, siempre y cuando no la descubrieran. Aquello era un síntoma no sólo de la confianza que tenía en su propio poder, sino de hasta qué punto estaba dispuesta a seguir una política de extremo riesgo y que requería una capacidad de juicio precisa.
Thomas devolvió la tapa a su lugar y empezó a doblar de nuevo los clavos con el mango de su cuchillo.
—¿Crees que puedes dedicarte por tu cuenta a un negocio, así sin más? —me siseó—. Es ella quien decide lo que se compra y lo que se vende. Ella escoge los riesgos y los asume. ¿Qué harás si te deshereda? Y te prometo que lo hará.
—¿Por qué estás tan seguro?
Thomas bajó los ojos.
—Porque me ha amenazado a mí con hacerlo... y, según ella, yo soy su favorito.
Aquello me desconcertó. No imaginaba qué podía haber hecho el pacífico Thomas para desatar de aquel modo la ira de la Viuda de Thames Street. Thomas y John se miraron. El velo de secretismo había caído de nuevo. Estaba más aislado de ellos que nunca. Cuando el último clavo sujetó la tapa, fuimos hacia la puerta. Martin nos miró irnos, impertérrito.
—No te envidio —dijo John—. No por tener esa familia. Prefiero los tablones, el pescado y el hierro en lingotes, aunque me aburra mortalmente.
Se marchó hacia Timber Hythe. Empezaba a llover. Thomas fue hacia la puerta de casa.
—¿Vienes?
—Iré enseguida.
Estaba dándole vueltas a todo aquello. Thomas tenía razón. Sin embargo, en la temeridad de nuestra madre radicaba mi oportunidad. Volví rápidamente al almacén, fui hasta el fondo y subí las escaleras de la contaduría. Miriam Dansey levantó la vista, sorprendida. Tenía desplegada ante sí una carta de navegación del Mediterráneo occidental, con las costas irregulares llenas de topónimos y un sinfín de líneas de compás cruzando el mar abierto. Sin más preámbulos, dejé mi cofre en la mesa, giré la llave y lo abrí. A la luz de las dos velas, las cornalinas y los topacios españoles relucieron como brasas. Mi madre se levantó despacio, con la mirada clavada en las gemas. Luego estiró un largo índice y apartó el cofre de sí como si contuviera escorpiones. Al final me miró, pálida, con la boca contraída.
—¡Por Cristo y todos sus ángeles! —Cerró el cofre de golpe—. Te prohibí comerciar. Nunca debería haber confiado en ti para que te fueras solo. No eres más que un niño; no, peor que eso, y sé de dónde te viene la malicia. ¿Muerto? No, no ha muerto. Lo tengo ante mis ojos. —Mirando más allá, hacia las escaleras del almacén, llamó—: ¡William! ¡William! ¿Dónde está? ¿En qué estaba pensando ese necio? ¡Le dije que te vigilara y te impidiera cometer locuras!
—¿Y qué me decís de vos? —respondí—. ¿No consideráis un poco temerario tener esos libros en el almacén?
Volvió a sentarse y me miró con sus ojos fríos como el acero.
—Veo que Martin se ha relajado un poco en sus tareas de custodia —dijo tranquilamente, y dio un manotazo en la mesa—. Eso es distinto. Todo el mundo sabe lo valiosos que son. Los compramos en Amberes por una corona y los venderemos aquí por tres. El efectivo se habrá triplicado en menos de dos semanas. Todo son beneficios, si nadie habla. Y nadie lo hará —añadió, achicando los ojos, furiosa—. ¡Pero esto! —Volvió a abrir la tapa y sacó una piedra, un reluciente topacio español pálido del tamaño de una avellana—. Esto podría ser cualquier cosa, vidrio amarillo.
En vez de responderle saqué la bolsa, aflojé las cintas y dejé caer una cascada de oro y plata sobre el mapa. El efecto fue satisfactoriamente dramático. Cubriendo las costas de Francia, España y el norte de África había una docena o más de angel nobles, discos de oro de dos centímetros y medio de diámetro que valían seis chelines y ocho peniques cada uno. Había nueve rose nobles, que valían diez chelines cada uno, y, mezclados con ellos, unas treinta coronas de oro, con un valor de cuatro chelines y dos peniques cada una, así como medias coronas de oro y un buen número de chelines de plata y groats también de plata.
Mi madre se quedó boquiabierta. Se inclinó hacia delante y revolvió las monedas con el dedo. Luego levantó la vista.
—¿Tú has ganado todo esto? ¿Con las piedras?
—Nada más y nada menos.
—¡Vaya! —Volvió a apoyarse en el respaldo. Intentaba que no se le notara, pero estaba impresionada. El dinero la atraía, fuera cual fuese su procedencia—. Bien, puedes arriesgar tu dinero si quieres. Pero el señor William es el verdadero comerciante y aprenderás de él. Vuelve dentro de un año y enséñame lo conseguido. Eso... si te queda algo.