20
AL principio fue fácil, porque la corriente no era muy fuerte, y fui dejando atrás los disparos, gritos y llantos. ¡Qué paz tener el agua ondeando por encima y alrededor! Un agua que había descendido de las montañas, pasado por Orvieto y el valle del Tíber, que seguramente los venecianos y el duque de Urbino recorrían a marchas forzadas en aquellos momentos para acudir en auxilio de Roma. Extendí un brazo y luego el otro, con la cabeza asomando apenas del agua. Trescientas brazadas, quizá, y llegaría al otro lado. Nadé denodadamente, pero al final tuve que detenerme. En el centro la corriente era fuerte. Jadeé, tragué agua amarillenta y llena de tierra. Podría haberme ahogado con mucha facilidad. Miré hacia delante. Tenía la extraña sensación de que la orilla opuesta estaba siempre a la misma distancia; de hecho, me parecía más lejos que nunca.
Oí a mi espalda chapoteos y gritos. El bote se adentraba en la corriente. En él iban unos diez hombres, todos ellos soldados del Papa, que, amontonados, tiraban de la maroma para salvarse. La soga formaba una curva en el agua y, para mi consternación, me di cuenta de que yo estaba agarrado del otro extremo y que, poco a poco, me devolvían a la orilla del Borgo. Intenté impulsarme con todas mis fuerzas, pero no pude contra tantos brazos vigorosos. Los juncos, la calle con las casas de campo y los españoles, el molino que acababa de dejar atrás: todo estaba cada vez más cerca, al igual que el propio ferry, cuyos ocupantes miraban hacia atrás atemorizados. Luego oí disparos procedentes de la orilla. Uno de los soldados cayó por la borda, con la cara ensangrentada. Luego cayó otro, y otro más, y entonces el resto, todos juntos, se zambulleron y la corriente los arrastró, manoteando, con los brazos en alto como representaciones de hombres tragados por el infierno. El bote se detuvo. Los imperialistas, riendo, se marcharon para centrarse en su botín. Volvía a estar solo, casi en el punto de partida. Los brazos me temblaban de debilidad, pero empecé nuevamente a impulsarme, despacio, dolorosamente, hacia el centro de la corriente, que era cada vez más y más fuerte; seguramente estaba a más de medio camino de la otra orilla, cerca del punto en que la corriente era más rápida. Cerré los ojos y seguí poniendo un brazo delante del otro. Me imaginé el diamante, esperando en la tienda de Cellini, llamándome para que no me soltara, para que continuara avanzando y fuera a salvarlo. Luego, maldiciéndome por mi deslealtad, me imaginé a Hannah, me vi encontrándome con ella cuando todo aquello hubiera terminado y sus ojos preocupados cuando escuchara el relato de mis penurias. Gracias a Dios ya estaba a salvo y en alta mar.
Noté que algo me asía el pie y abrí los ojos dispuesto a luchar hasta la muerte. Pero delante de mí vi sólo juncos y la soga que salía del agua hacia su poste con una anilla de hierro. Momentáneamente creí que volvía a estar en el Borgo y me estremecí. Pero todo estaba silencioso. Salí arrastrándome del río y me desplomé en el suelo, débil y temblando. Las campanas de la ciudad repicaban. El repique más cercano era el solemne de la gran iglesia de los florentinos. Estaba en Roma, a salvo. El río era una barrera mucho más infranqueable que aquellas miserables y deterioradas viejas murallas de la ciudad. Me levanté, riendo a carcajadas. Había perdido la bolsa en el río, se la había llevado la corriente. Pero el cofre que contenía mis piedras en bruto y la esmeralda oscura, los ojos de gato, mi gran rubí y mis letras de cambio estaba a salvo.
Era casi mediodía. Tenía hambre; necesitaba comprar comida. Aquélla era mi máxima prioridad. Mis joyas estarían bastante a salvo de momento en el arcón de Cellini. En la pensión tenía una pequeña reserva de dinero. Miré a mi alrededor y tomé por un callejón que llevaba entre edificios al barrio florentino. En Via Giulia había grupos de gente corriendo de acá para allá. Un mercader con un pequeño cofre, tres o cuatro monjas, un grupo de soldados desarmados. Uno de ellos llevaba una insignia de mando. Le paré.
—¿Qué noticias hay?
—Han parlamentado. Lo que haya podido salir de esas conversaciones no lo sé.
—Pero ¿qué órdenes tenéis para defender Roma?
—No hay órdenes. No hay nadie al mando. ¡Escondeos donde podáis! —Se marchó corriendo.
Yo seguí hacia el sur; volvía a estar asustado. Cuando pasé por el Palazzo Farnese vi una horda de gente que se apiñaba para refugiarse en él. Otros se dirigían hacia el norte, hacia la morada de sólida construcción de don Martín, con su torre y sus cañones, o a los palazzi de los cardenales Aracili, Ceserino y Piccolomini: hombres que se sabía que eran leales al Imperio y a quienes los españoles y los alemanes respetarían.
Vi a una anciana monja cruzar corriendo la plaza, levantándose las faldas y con una caja enjoyada de reliquias bajo el brazo. Posiblemente no había salido de su clausura desde hacía cuarenta años. Miraba temerosa a su alrededor: los espacios abiertos, la multitud que corría bastaban para aterrorizarla sin necesidad de que aparecieran los soldados. Incluso en medio de aquel pánico y aquella confusión, había quienes todavía seguían apoyados en las esquinas, observándolo todo, sonrientes. Los imperialistas nunca cruzarían el río, pensaban.
Pero ¿quién iba a pararlos? Renzo da Ceri se había encerrado en el castillo con el Papa. Las tropas papales brillaban por su ausencia: o bien todavía protegían con resolución las murallas, mucho más allá de las ruinas, al este, o, simplemente, se habían largado. Nuestra única oportunidad era destruir los cuatro puentes sobre el río. Pero nadie había dado la orden de hacerlo.
—¿Quién volverá a construirlos? —oí que cuchicheaba un hombre—. Nosotros seremos quienes tengan que hacerlo, con nuestros impuestos. Dejad los puentes en pie. Los imperialistas no cruzarán.
A mi espalda sonaron las trompetas y redoblaron los tambores. Volvía a haber disparos al sur, hacia el Trastevere. Yo casi había llegado al Campo dei Fiori, pero me volví y corrí hacia el río para ver. Fui a parar justo al lado del puente de Sixto. Soldados y ciudadanos se precipitaban por él hacia mí, mientras que en la otra orilla del río los tambores se acercaban. Al otro lado del puente estaba el Trastevere; nuestros hombres habían abandonado sus murallas precipitadamente. Mientras miraba, una columna de soldados imperialistas salió de la ciudad y aparecieron otros a lo largo de la orilla, a derecha e izquierda. En el puente, un grupito de guardias papales con estandarte hizo un alto. El estandarte rezaba: «Fe y patriotismo.» Se volvieron para disparar, pero los imperialistas se les echaron encima y, tras una breve refriega, vi caer el estandarte y a los imperialistas avanzando por el puente. Estaban cerca, tan cerca que oía sus gritos: «Lanz und Geld», guerra y botín. Era el grito que los había impulsado centenares de kilómetros desde los Alpes, durante la campaña de Milán y el intento fallido de tomar Florencia. Habían tenido una recompensa escasa por sus sufrimientos. Ahora andaban sueltos por la ciudad más rica del mundo. Miré, sembrado por el terror, cómo terminaban de cruzar el puente y corrían en estrecha formación por las calles. Detrás de ellos venían grupos de españoles, menos precavidos, que se dispersaron por todas partes, alcanzando a los perseguidos y derribándolos a mandobles: hombres y mujeres, monjes y curas, mercaderes y nobles.
Giré sobre los talones y corrí de regreso por Via Giulia hacia los callejones. Era demasiado tarde para ir a la posada. En lo único que pensaba era en mis piedras. Desemboqué, sin aliento, en la orilla del río, junto a la antigua herrería que Cellini usaba como taller. Por supuesto, estaba cerrada. Sacudí los barrotes de las ventanas y golpeé la puerta con el hombro, pero sin éxito. Bien: mis piedras estaban a buen recaudo. Lo que me hacía falta era un escondite por allí cerca desde donde montar guardia. Al fin y al cabo, sería por poco tiempo. La Liga no tardaría en llegar. El duque de Urbino había actuado con precaución cuando la masiva fuerza del Borbón marchaba dispuesta para la batalla. Pero para los franceses y los venecianos sería coser y cantar echar a un ejército sin mandos, ebrio de botín. Me agaché detrás de un cobertizo bajo cercano, donde había un viejo yunque, unas cuantas vigas partidas y otros desechos. Esperé. Me sentía débil; llevaba la ropa aún húmeda y tenía escalofríos. Necesitaba correr o luchar, simplemente para no perder el coraje. A mi alrededor había gritos terribles, carreras, disparos.
De repente, un grupo de hombres irrumpió en el callejón. Eran más o menos una docena y hablaban en español. Discutían acerca de la estupidez de explorar una zona donde no había más que los talleres de unos cuantos pobres artesanos. Su capitán estaba de acuerdo. Luego vieron la puerta de Cellini y se detuvieron. Un sitio tan bien protegido les interesaba. El capitán les ordenó que cogieran una viga y que derribaran la puerta. Me agaché más cuando se acercaron al montón detrás del cual estaba escondido. Los hombres dieron impulso a su ariete y, al cuarto golpe, las bisagras saltaron. Dejaron la viga con gritos de triunfo y entraron en tromba. Miré hacia allí, bullendo de frustración y rabia. Nada podía hacer.
Oí la voz de su capitán en el interior del taller.
—¡No! Esta casa es mía. Buscaos una. Ya nos encontraremos en la iglesia más tarde.
Los hombres obedecieron, refunfuñando. Los vi regresar por el callejón a Via Giulia. El capitán español estaba solo. Salí arrastrándome de detrás de las vigas. En el taller sonaban golpes: no me oiría acercarme. Ya estaba en la puerta; me asomé hacia dentro. El español, un hombre alto con jubón verde de terciopelo y sombrero de ala ancha con tres plumas rojas, estaba inclinado sobre la cerradura del arcón de Benvenuto. Tenía al lado el arcabuz. Blandía un martillo: el mismo con el que Cellini batía el oro para hacer el barco. Era una herramienta demasiado fina para aquellos menesteres. Pero consiguió doblar la pestaña, metió el martillo por debajo e hizo palanca para abrir el cerrojo. Me daba la espalda. Cuando levantaba la tapa del arcón entré en la habitación.
—¡Ah! —Primero sacó láminas de oro batido y una bolsa de monedas. Rio entre dientes y luego su risa fue de triunfo: la risa de un hombre que ha dado con el tesoro de su vida. Había encontrado mi colgante de esmeraldas y la cruz de ópalos—. ¡Qué imprudencia esconder esto aquí! —murmuró, levantándolos y exponiéndolos a la luz—. Pero yo os pondré a buen recaudo. —Se metió las dos joyas en una bolsa que llevaba al cinto. Luego encontró mi diamante. Lo levantó despacio y le dio vueltas, murmurando para sí—. ¡Qué tímido! ¿Por qué no brillas para mí? —Aquello era una crueldad; la suya era la voz suave de un hombre a punto de cometer una violación. Me moví describiendo un arco por detrás de él. Si lo atrapaba entonces, mientras seguía cautivado por mis piedras... Despacio, muy despacio, empecé a desenvainé. Él giró otra vez la piedra y, de repente, seguramente captó aquel rayo de luz.
—¡Oh! —Se quedó apabullado, inmóvil, mudo.
Mi espada salió de la vaina con un levísimo chasquido acerado. El español giró sobre sus talones, con la piedra en el puño izquierdo y agarrando el arcabuz con la mano derecha. Disparó. La deflagración me ensordeció y la habitación se llenó de humo. Pero un arcabuz es un arma demasiado pesada para sostenerla con una sola mano. La bala impactó en el suelo, donde se hundió levantando esquirlas de baldosa. Salté hacia delante con un golpe descendente de mi hoja. El español retrocedió de un salto y desenvainó. Paraba las estocadas con eficacia. Yo estaba cansado, hambriento, profundamente agotado; quizás él también. Pero luchamos endiabladamente. La eterna tentación del hombre nos podía: oro, tesoros, las hermosas cosas de valor que crecen bajo tierra. Mi diamante nos daba fuerzas a ambos. Me serví de la punta, de las estocadas descendentes, las laterales y de los molinetes ascendentes. Él lo paraba todo; intuía que no tardaría en rendirme. De hecho el brazo me pesaba como el plomo. Aquella maroma que cruzaba el Tíber había tenido para mí un coste muy elevado. El español alzó la mano izquierda y me enseñó el diamante. Sonreía.
—¿Es vuestro?
Asentí con la cabeza. Volvió a cerrar el puño.
—Ya no. Ahora pertenece a don Adriano de Córdoba.
Se abalanzó hacia mí. Sus golpes eran rápidos, su muñeca diestra blandiendo la hoja, ora hacia un lado ora hacia el otro. Mis respuestas eran un poco demasiado lentas y me acertó en la manga, rasgando la tela. Sonrió. Veía acercarse su triunfo. Echó un vistazo brevísimo a su mano izquierda. Estaba pensando en aquel maravilloso instante en que la luz penetraba en ella, siguiendo la serpenteante inclusión, cuando el ojo captaba a la vez toda la belleza de la piedra. Tal vez se estaba preguntando lo difícil que sería volver a captar ese momento. Mi hoja transformó una parada en una estocada y quedamos pecho contra pecho. Le miré a los ojos. Los tenía muy abiertos de asombro. De su torso sobresalía sólo la empuñadura de mi espada; el resto lo atravesaba de parte a parte. Se derrumbó despacio contra el cofre mientras yo extraía de su cuerpo la espada con un chorro de sangre. Cayó al suelo de bruces. La sangre fue esparciéndose a su alrededor, formando un charco. Me incliné y le quité el diamante.
Corrí hacia la puerta. No había nadie a la vista. Seguían oyéndose disparos y los cañonazos eran más fuertes desde el castillo. Volví a acercarme al cuerpo para recuperar el resto de mis tesoros, el colgante de esmeraldas y la cruz de ópalos, y también la bolsa del soldado, que contenía unas pocas monedas de plata. Luego me senté al banco de trabajo de Benvenuto, exhausto. Allí estaban el Perseo, los bocetos, el modelo para el candelabro del cardenal Cibo, el horno en la esquina. Cosas tan familiares, testigos ahora de un asesinato.
Cogí el diamante. Volvía a ser mío. Pero tenía que convencerme de que no había sufrido daño alguno y que todavía podía hablarme como solía; como una tierna virgen arrebatada a tiempo de las manos de su raptor. Puse la piedra de modo que la luz penetrara en ella, rebotando, susurrando, reverberando, estallando en un surtidor azul, amarillo, bermellón, golpeando el flanco blanco de la inclusión para luego enroscarse sobre sí misma y salir. Me estremecí. Volví a moverla y dejé que la neblina blanca cubriera su superficie suave, ondeada, seductora. Me invadió una debilidad mareante. Los ruidos del exterior, los disparos y los gritos, me llegaban débiles, como procedentes de una enorme distancia. ¡Qué afortunado era de estar allí solo, de tener por fin tiempo para darle vueltas a la piedra despacio y con amoroso cuidado! Cada vez que perdía aquel brillo sentía un pinchazo de dolor y pérdida, pero luego lo recuperaba y volvía a captar aquella inmersión de colores en sus profundidades; exactamente igual que cuando Hannah cambiaba de humor en un instante, y su calidez era mucho más cautivadora porque sustituía repentinamente la frialdad.
Pero la luz del diamante estaba cambiando. Era cada vez más profunda, más oscura, los rojos y los azules se intensificaban a expensas de los amarillos y los verdes. El cambio me fascinaba. Pasó un buen rato antes de que desentrañara la causa de aquel fenómeno. Anochecía. No era en absoluto consciente de haber estado allí sentado tanto tiempo. Cuando moví el brazo, me flaqueó. Pronto sería demasiado tarde para que me fuera. Moriría así, siendo el más afortunado de todos los propietarios de aquella piedra; el único que había visto tan profundamente en su corazón. Tendría que haber hecho un esfuerzo por espabilarme, pero la idea de la muerte no me turbaba en realidad. Las sienes me latían.
Fuera se oyó un grito, justo al lado, y el sonido de pies a la carrera. Salté del asiento. Estaba en guardia y asustado. Los soldados volvían. Habrían echado en falta a su capitán; me encontrarían. Escondí el diamante apresuradamente en mi cofre, me tambaleé mareado y tuve que arrodillarme y avanzar a gatas hacia el arcón. Saqué el resto de mis joyas y tanteé el fondo: una bolsa de monedas; las láminas de oro; un saquito de piedras preciosas de varios tipos. Cogí todo aquello con la idea de devolvérselo a Benvenuto. Me quedé paralizado. Los pasos rápidos se acercaban. Pasó una mujer corriendo frente a la puerta destrozada perseguida por tres soldados. Volvía a reinar la calma. Me acerqué otra vez al cadáver del español y le quité la capa, una capa corta de soldado negra, con ribete rojizo. Me deshice de la mía ribeteada de plata. También prescindí de mi sombrero después de quitarle la medalla de oro de la Virgen, y me puse el de ala ancha con plumas del español. Cogí el arcabuz, frascos de pólvora y mecha. Luego me asomé a la calle. La cabeza me martilleaba. Anochecía. El cañón retumbaba a intervalos desde el castillo. Un resplandor rojo teñía el cielo.
Salí y, corriendo, doblé la esquina y regresé a Via Giulia. Había cadáveres en el empedrado, cubiertos de polvo y barro: nobles, mujeres con sus hijos todavía en brazos. De la iglesia de Santa Catalina de Siena, calle abajo, me llegaron los alaridos más horrorosos mezclados con gritos de hombre y disparos. La sangre empapaba los escalones de la iglesia. La gran imagen dorada de Santa Catalina estaba tirada en la calle. La santa, boca abajo, tenía huellas sangrientas en la parte posterior, en las zonas por donde los soldados la habían arrastrado fuera del templo. A su alrededor había cálices, patenas, relicarios y candelabros con pedrería, cruces, copones de plata, relieves de oro de la pasión de Cristo.
Me quedé demasiado rato contemplando aquello; un alemán se me acercó con su espada y yo retrocedí, desenvainando la mía. Pero sólo quería defender su botín, así que me gritó algo y me dio la espalda. Lo vi sentarse en un pequeño arcón y ponerse a tirar de un arrugado dedo cortado: una reliquia santa montada en oro. Ese mismo día, hacía un rato, había ido a besarla y a rezar sobre ella. El alemán arrancó la carne muerta del oro con la daga y la tiró al suelo.
Seguí caminando como en un sueño. En todas las casas se oían gritos, puertas que se rompían, disparos. Oí un grito procedente de arriba y retrocedí de un salto. Una silueta cayó delante de mí y se estrelló contra el empedrado. Era una muchacha que no llevaba más que la enagua: estaba muerta. Se formó un charco de sangre alrededor de su cabeza. Ahogué un grito y eché a correr. Más adelante el fuego era peor. Allí estaba el palazzo del cardenal Piccolomini de Siena: amigo incondicional del Imperio, aunque aquello ahora no significaba nada. Se había negado a pagar rescate y los alemanes habían rodeado su casa e intercambiaban disparos con los de dentro. Cerca de la iglesia inglesa vi hombres cargados con cruces y estatuas, cadáveres en los escalones donde había visto por primera vez a John en Roma. Dos monjes muertos tendidos en un charco de su propia sangre; una joven monja en manos de tres españoles que la violaban en plena calle, delante del convento de Santa Brígida. No sabía dónde iba ni por qué; apenas sabía siquiera quién era yo. En el Campo dei Fiori las puertas y las ventanas de las tiendas estaban hechas pedazos. Los soldados sacaban de ellas fruta y botellas de vino. Eran hombres ávidos y tenían como prioridad el oro, las mujeres, o el pan. Cogí una rebanada y engullí unos bocados, luego me doblé y vomité en la alcantarilla, que apestaba a sangre.
No sé por qué, pero estaba andando otra vez; pasé por la cancillería papal, de cuyas ventanas caía una lluvia de papeles y libros. Vi a hombres y mujeres atados, prisioneros, con el miedo de la muerte estampado en el rostro. Tomé hacia Via Monserrato, por el viejo camino que me era familiar. Pasé una casa que seguía en pie; los soldados habían amontonado leña y muebles fuera y le habían prendido fuego para incendiarla. Fui hacia la tranquila y vieja plaza con el palacio estucado de amarillo; aquel palacio tan inexpugnable, custodiado, gracias al cuidado de Alessandro, por una fuerza de cincuenta hombres armados. Miré hacia la parte superior de los muros. Algunas balas habían impactado en los frescos de Polidoro. De una ventana colgaba un cuerpo; vi otros dos cadáveres tirados en la calle. La puerta estaba abierta.
Entré. Allí estaba el vestíbulo en el que había entrado aquel día con Cellini, empujado por un nombre: Hannah Cage. Allí estaban las escaleras en las que le había hecho una reverencia a Stephen y le había dicho: «Richard Dansey. Mercader londinense.» Había varios muertos en el suelo. El chambelán de Alessandro tenía un corte de espada desde el hombro al pecho. Los otros dos eran amigos de Cellini, y todavía tenían los arcabuces al lado. El suelo estaba resbaladizo de sangre. Subí los escalones, temblando, agarrándome a la balaustrada de piedra para no caerme. En el piso de arriba, allí donde la galería se curvaba, había otro cuerpo en el suelo, boca abajo, con un sangriento boquete en la parte posterior de la cabeza. Estaría corriendo cuando un soldado le había golpeado por la espalda. Le di la vuelta con un pie y solté un grito. Era el chambelán de los Cage, Fenton. Miré fijamente su rostro pálido, la familiar barba, las cejas espesas, la boca abierta como si fuera a anunciar de nuevo: «Señor, la mesa está servida.»
Horrorizado, abrí de un empujón la puerta de la sala. Habían derribado uno de los tapices y el aparador estaba hecho añicos. Las sillas y los taburetes volcados estaban esparcidos por el suelo, y había cadáveres por todas partes: cerca de la puerta, uno de los músicos de los Cage, el hombre que tenía los dedos más ágiles para tocar la flauta; más allá, el maestro de música que se inclinaba hacia Susan mientras ella tocaba el laúd y le corregía con tacto la digitación. La puerta de la salita estaba abierta. Tendida en el umbral, con las faldas levantadas hasta la cintura y la garganta rebanada, estaba una de las damas que habían jugado con nosotros la noche dei moccoli. Estaban todos allí.
Seguí adelante. Intentaba únicamente encontrar a Hannah: por la saletta en la que habíamos jugado a cartas, por la galería, subiendo la escalera hacia los apartamentos privados en los que nunca había estado. Allí arriba había dormitorios, y cadáveres y más cadáveres. Temblaba cada vez que abría una puerta. Las criadas, los valets; caras familiares, tan habituales... todos en el suelo, sin vida. Empujé otra puerta para abrirla. Daba a un dormitorio. Tal vez era en ése donde ella había dormido. Tal vez, si no me hubiera ido a Florencia en pos del diamante, habría dormido yo también en él. Desde allí se accedía a un vestidor. Abrí la puerta y entré.
Un fuerte golpe me derribó al suelo. Me quedé allí tendido, mareado, esforzándome por levantarme, con la cabeza embotada de dolor. Las piernas ya no me sostenían. Oí una voz sobre mí:
—Lo has matado.