17

DURANTE dos días recorrimos el valle del Tíber hasta Orvieto. Llegamos luego a tierras yermas por donde la carretera subía hacia un paso rocoso y pelado y donde el viento empujaba jirones de nubes. Teníamos enfrente la fortaleza de piedra de Radicofani, el puesto fronterizo de la República de Siena. La eludimos. Siena no era amiga del Papa, ni de Florencia. En una posada de las montañas conté las letras de cambio que me quedaban; calculé cuánto podía permitirme pagar, quedándome con lo suficiente para pagar a Benvenuto y volver a casa. Decidí que subiría la oferta a seiscientos ducados, cuatrocientos más de lo que había ofrecido en Venecia. Era una buena posibilidad, me dije. La última vez había fracasado. Todo dependía de la amplitud de miras del viejo. Guardé las letras de cambio y pasé ansioso una fría noche, intentando en vano dormir. Al día siguiente emprendimos el descenso hacia Cortona, en territorio florentino, y después los últimos ochenta kilómetros bajando por las colinas.

Por fin llegamos, Martin y yo, a la loma desde la que se veía Florencia; un bello panorama el de la ciudad amurallada con la cúpula de la catedral que sobresalía en su centro. Era el anochecer del once de abril. Faltaban diez días para la Pascua. Los tres o cuatro días que dijera John habían sido cinco. Cabalgamos deprisa hacia la ciudad y entramos en ella. Se respiraba un ambiente de tranquila opulencia. Los carros se marchaban a casa desde los mercados, los caballeros paseaban por las calles. Aquello en nada se parecía a la descripción que nos había hecho John de una ciudad dividida o temerosa de la guerra. Fui directamente a buscar el diamante.

El Palazzo de Bardi estaba en una calle que daba a la Piazza Della Signoria, en pleno corazón de la ciudad. El barrio de los banqueros y los orfebres no quedaba lejos y en sus calles abundaban los grandes palacios, por encima de los cuales se erguía la torre del Palazzo della Signoria. En la puerta de los De Bardi me presenté como un inglés que había trabado amistad con el dueño de la casa en Venecia y que rogaba verlo, aunque fuera brevemente. Caminé de un lado a otro del vestíbulo, impaciente, mientras le trasladaban el recado. Me fijé en las paredes desnudas de tapices y en los pedestales huérfanos de estatuas. Era evidente que el anciano noble seguía yendo corto de ducados. El demacrado y viejo chambelán regresó.

—El signor De Bardi os recibirá.

Me condujo por una escalera lóbrega en la que resonaban nuestros pasos hasta una salita. Me detuve, desconcertado. Sentado a un escritorio de nogal había un hombre joven, elegantemente vestido con un traje de satén negro. Se levantó y lo saludé con una reverencia.

—¿Así que vos sois un amigo de mi padre?

—Tuve el honor de conocerle hace unos meses, en Venecia. ¿Sigue...?

—Todavía vive, sí. Pero no está en condiciones de recibir visitas. ¿Aceptaréis mi hospitalidad en su lugar?

El joven era cortés y distinguido. Sonrió, tocó una campanilla y le susurró algo al chambelán cuando éste volvió. No había nada que yo pudiera hacer excepto inclinarme y darle las gracias. Pero por dentro ardía de rabia. ¿Dónde estaba la amarga disputa entre padre e hijo que me hubiera brindado alguna posibilidad?

Alonso de Bardi me llevó a una habitación más pequeña, decorada con trampantojos. Volvió a sonreír y me indicó que me sentara. El mismo viejo chambelán nos sirvió vino y dos o tres platos de pollo, cordero y ternera, sencillos pero exquisitamente preparados. Alonso bebió copiosamente, rio, me felicitó por mi italiano y me preguntó por mis negocios en Venecia y en Roma. Le revelé que comerciaba en piedras preciosas y que compartía mi interés por ellas con su padre, pero no mencioné el diamante.

—¡Qué afortunado momento habéis escogido para visitar Florencia! ¿Me equivoco si digo que no habéis oído nada acerca del armisticio? Su Santidad y el duque de Borbón han firmado la paz. —Tomó otro largo sorbo de vino, apurando la copa—. Eso complacerá a muchísima gente.

Me quedé allí sentado, calculador y receloso. Ya había habido rumores de paz muchas veces antes.

—Pero... ¿a vos no?

Dejó de golpe la copa en la mesa.

—¡Por Dios que a mí no! No sabéis nada de Florencia, veo. No somos ni una verdadera república ni un ducado, sino malditos vasallos de la Santa Sede. Unos cuantos parientes ilegítimos del papa Clemente tienen la ciudad en el bolsillo.

Noté que arrastraba las palabras y se trababa. Fue contando con los dedos:

—Ahí tenéis al negro Alessandro de Médici, el bastardo principal; es hijo de una esclava: lo llaman el Moro. Luego está Hipólito de Médici, un joven libertino y holgazán, el bastardo número dos. Para apuntalarlos ahí está ese par de malditos cardenales eunucos: Passerini, ese buitre obispo de Cortona, y el apestoso Innocenzo Cibo, primo del Papa. ¿He dicho eunucos? Perdón. Olvidaba que Cibo es muy aficionado a darle palmaditas en las nalgas a la esposa de su hermano.

—¿Es por eso que vuestra señoría no lamentaría ver avanzar el ejército imperial un poco más hacia Florencia?

De Bardi me fulminó con la mirada, repentinamente receloso.

—¿A qué habéis venido aquí en realidad?

Hice un gesto con la cabeza hacia el barrio de los orfebres.

—A comerciar.

—¿Y ese comercio es una razón para ver a mi padre? Despertáis mi curiosidad, inglés. Bien, le veréis. ¡Marcello, viejo hijo de puta! ¡Luz!

Había oscurecido mientras comíamos. El chambelán volvió y con manos temblorosas encendió las velas de un candelabro de cinco brazos.

—Perdonad a mi pobre Marcello. Es lento, viejo y tímido. Un verdadero florentino. —Le dio al criado una leve patada en el trasero. Marcelo trastabilló.

Los tres salimos por otra puerta y subimos por una escalera de caracol. Martin, que había estado observando la cena discretamente, nos siguió.

Recorrimos oscuros pasillos hasta unas puertas dobles talladas. Alonso las abrió de par en par sin miramientos e irrumpió en la oscuridad.

—No os preocupéis por mi padre. De noche es cuando más desvelado está.

Cuando entré en la habitación vi una gran cama con dosel que conservaba sus cortinas de seda, azul intenso. Recostado sobre almohadones, un pequeño anciano consumido me miró con los mismos ojos afables que recordaba de Venecia. Tenía el rostro más amarillento y las facciones más marcadas, y cuando me acerqué noté el hedor a podrido que emanaba de su cuerpo. Alonso se quedó atrás, apoyado en la pared, sonriente.

El viejo Lorenzo levantó una mano huesuda para saludarme.

—Aquí está el inglés que tan a punto estuvo de comprar mi diamante.

Oí un resoplido detrás de mí. Alonso me había calado y tendría que llegar a un trato con el anciano en presencia de su hijo.

—Lamento ver a vuesa merced tan enfermo. Lamenté más todavía enterarme de que habíais reñido con vuestro hijo. Me alegra comprobar que tales rumores eran falsos.

El anciano miró brevemente a Alonso.

—Estamos otra vez de acuerdo. ¿Y bien? No habéis venido sólo a verme. ¿Queréis echarle un vistazo al diamante?

Le hizo un gesto a Marcello, que dejó el candelabro y abrió el cofre que había junto a la cama. Sacó de él el joyero y de éste la bolsa de terciopelo rojo, que le tendió a su amo. Los dedos largos y temblorosos de Lorenzo de Bardi extrajeron el diamante de la bolsa. Contuve el aliento. Ya lo había visto a la luz del día; a la de las velas su seducción se multiplicaba. El sutil brillo recorrió la superficie semiopaca con apenas un toque de azul marino y carmín cuando el anciano le dio vueltas, con el rostro arrebolado. Yo estaba impaciente por tocarlo. Al fin Lorenzo me lo tendió. Lo levanté entre el pulgar y el índice. Era frío y suave. Cuando lo expuse a la luz de la vela, ésta penetró en él y experimenté nuevamente aquella repentina zambullida en sus profundidades, esa brillante cascada de colores; rojo sangre, índigo, verde mar. Aquello superaba incluso lo que recordaba. Había tres lugares distintos en los que el velo se abría, y en cada uno de ellos la danza de luz era diferente. Hubiera dado cualquier cosa por poseerlo.

El anciano sonrió, triunfante.

—¿Qué me dais por él ahora?

Le lancé una mirada esperanzada.

—Seiscientos.

Cabeceó.

—No está en venta. Comprádselo a Alonso cuando sea suyo. La semana que viene, tal vez. Quizás antes.

Pero una mirada al joven De Bardi me bastó para convencerme de que tendría pocas posibilidades por ese lado.

—¿Vender un diamante en bruto? —comentó despectivo Alonso—. No. Antes tendré que tallarlo. ¿Qué valdrá entonces? ¿Veinte mil?

Me volví hacia el moribundo.

—Os ruego que me permitáis llevarlo a tallar. Conozco al único hombre capaz de hacerlo. Vos sabéis que un error puede arruinarlo. Ochocientos.

Lorenzo me quitó el diamante. La cara se le iluminó cuando lo tocó. Luego gimió de dolor y se recostó en las almohadas con un suspiro.

—Nadie tallará esta piedra mientras yo viva. Pero volved a verme, inglés. Volved de día, cuando la piedra brilla verdaderamente. Vuestra conversación me anima.

Hice una reverencia y me volví para marcharme. Lorenzo estaba acostado, con el diamante en el puño.

Cuando regresábamos a nuestra posada, situada a unas cuantas calles del Mercato, Martin se guardó muy bien de decir nada. Al final no pude soportarlo más.

—¡Por Dios! —exclamé—. Dime que piensas que la nuestra es una misión de locos y que hemos terminado con ella.

—Yo no digo tanto, patrón. Sólo el tiempo dirá.

Día tras día me sentaba en la habitación oscura con vistas a Via dei Calzaiuoli, así llamada por sus zapaterías, pero de hecho una de las más importantes de Florencia.

El viejo Lorenzo me hablaba de su familia, del marchito esplendor de los Bardi, unos de los más ricos banqueros de Italia, hasta su bancarrota en el año 1343. Me hablaba de la rama de alto rango de la familia, los condes de Vernio, que todavía conservan una muestra de grandiosidad, su palacio de Via de Benci.

—Pero el esplendor hace mucho, mucho tiempo que desapareció.

Otras veces su conversación se centraba en la guerra.

—Demos gracias a Dios por el armisticio. El mundo tiene más sentido que cuando se despedaza. Alonso es un buen muchacho. Puede que hable de libertad, pero llegado el día se mantendrá al lado de su ciudad de origen contra los imperialistas. Debemos plantar cara a los invasores extranjeros. Los Médici tienen sus defectos, pero son florentinos, como nosotros. Si el Borbón alguna vez llega a Florencia, será a fuego y espada.

Aquellos discursos parecían agotarlo y se recostaba jadeando, con el diamante suelto en la mano.

Aquella demora me ponía frenético. Me imaginaba a los Cage en Roma, con el equipaje listo, esperando únicamente a que al Papa le placiera para marcharse. Podía renunciar a la caza y regresar. Pero la atracción del diamante era demasiado poderosa. Y volver y enfrentarme a Hannah sin él, después del modo en que la había dejado plantada... no, eso era impensable.

Me quedaba sentado viendo a los doctores hacer una incisión en el brazo del anciano con el bisturí y dejar que la sangre se derramara en una bandeja en forma de medialuna. Los veía cambiarle las vendas de las úlceras inflamadas del costado. Cuando se las destapaban, emanaba de ellas un hedor a podredumbre. La lentitud de Lorenzo en morirse me horrorizaba. Pero el anciano parecía enteramente conforme. Yo y el diamante de Golconda íbamos a ser sus últimos compañeros.

—Llevo cuarenta y tres años mirando esta piedra todas las noches. Nada más ha perdurado.

—Vendédmelo —le susurré—. Dejad que la recompense. Se la ofreceré a un gran rey, que se la entregará a su dama, y ésta lo lucirá sobre el busto. Miles de personas lo verán.

Lorenzo me miró.

—¿De qué dama se trata?

—De la más hermosa del mundo. ¿Qué otra podría lucir el diamante más bello?

Su determinación flaqueaba, estaba casi seguro de ello.

—¿Os he hablado alguna vez del día que lo compré? —me preguntó—. Fue en Venecia, en el Rialto, en la época de Lorenzo el Magnífico. Corría noviembre de 1484. Un mercader recién llegado de El Cairo... no osaba quedárselo: la tentación de tallarlo era demasiado fuerte. No osaba. Pagué por él dos mil quinientos ducados.

—Igualaré esa suma —le susurré, consciente de que si lo hacía me arruinaría.

El puño de Lorenzo se cerró sobre el diamante y los ojos se le llenaron de lágrimas. Cuanto más cerca estaba de la muerte, menos se avenía a renunciar al diamante. Ya no pude soportarlo más; me levanté y salí en tromba de la habitación. Necesitaba pasear para airear mi frustración... pero volvería. Sabía que volvería.

Apoyado en la puerta, Alonso me miró marcharme con una sonrisa burlona.

Llevaba en Florencia una semana cuando Martin vino a darme una noticia durante el desayuno. Me levanté de un salto.

—¿Ha muerto?

Aquello era lo que más temía: perder al anciano demasiado pronto.

—Hay otros asuntos en este mundo aparte de vuestro diamante —me espetó Martin con irritación—. No. Los imperialistas avanzan.

—¿A qué distancia están?

—Se dice que se han desplazado hacia el sur, bloqueando la carretera por la que nosotros llegamos de Roma. Están en un lugar llamado San Giovanni Valdarno, a unos treinta y dos kilómetros valle arriba.

—Pero ¿qué hay del armisticio?

—También hay novedades acerca de eso. Los ochenta mil ducados que los florentinos mandaron al duque de Borbón para que pagara a sus tropas y persuadirlo de que se retirara... bueno, los ha devuelto.

Se me hizo un nudo en la boca del estómago. El Borbón había roto el tratado y tenía intención de atacar Florencia. Eso era lo que me había jurado: tendría la inteligencia y la suerte de evitar verme atrapado en una ciudad sometida a los horrores de un saqueo. No me terminé el pan ni el vino. Corrí hacia el barrio de los orfebres, donde había hecho unos cuantos amigos, y les pedí noticias. El pánico era general. Ya no había tiempo para exportar mercancías de la ciudad por seguridad. Oí maldecir a los Médici; al Papa, que había tenido la arrogancia de incorporar Florencia a la Santa Liga sin su permiso; al cardenal Passerini, que gobernaba Florencia y no tenía la menor idea de lo que hacer. «Debería armar a la población. Deberíamos tener las picas y los arcabuces del arsenal. Hay suficientes para defender las murallas del Borbón.» «Passerini no se atreverá. Sabe que si estamos armados será el primero al que rebanen el cuello.» «No tenemos elección.» «Esperará al último momento. El duque de Urbino viene hacia aquí, con los venecianos y el resto de aliados de la Liga.» «No harán nada. Puede que sean nuestros aliados, pero a Venecia no le interesa salvar Florencia.»

A continuación fui corriendo a casa de De Bardi.

—Debo marcharme de Florencia —le dije—. Mañana a más tardar. Os lo suplico, si queréis que la piedra alcance todo su esplendor cuando ya no estéis, vendédmela ahora.

La respiración de Lorenzo era más lenta y estertórea.

—Será para mi heredero —murmuró por fin.

Me aparté de él, frustrado. Pero no dejé Florencia. Permanecí los dos días siguientes alejado del palacio. Era un riesgo. No quería que muriera y me culpaba por mi crueldad al privarle de su única compañía. Al día siguiente, me decía, volvería y le dejaría hablar de los viejos tiempos, de cuando había adquirido el diamante, en los años ochenta del pasado siglo, cuando tenía trovadores y bufón y esposa. Luego volvería a intentarlo.

Llegó el domingo de Pascua y me apretujé en el Duomo entre la multitud para asistir a misa. Todo eran murmullos. Passerini estaba repartiendo armas, decían algunos. No, decían otros. Pero lo que oí una y otra vez era que la Liga estaba en camino. Se acercaba por el norte. Algunos decían que estaba a quince kilómetros, otros que a veinticinco. Florencia se encontraba entre dos ejércitos.

A la mañana siguiente, Martin llegó con una carta. La cogí, atónito. Nadie en absoluto sabía que yo estaba allí. Pero Martin me dijo que la había traído un mensajero al palacio de los Bardi, donde él había estado esa mañana, como todas, para preguntar por el estado del anciano. La abrí y leí su contenido.

Mientras vos vais detrás de vuestras piedras, ¿qué habéis dejado atrás? Os lo advierto, otro hombre la ronda. Si amáis algo aparte de vuestros guijarros, mejor será que volváis. Éste es el consejo de vuestro amigo (que se mantendrá en el anonimato) de Roma.

Me quedé sentado mirando el papel. Luego se lo acerqué a Martin y me levanté. Temblaba de furia. Alguien osaba cortejar a Hannah Cage en mi ausencia. Pero ¿quién? Rememoré aquella noche, la dei moccoli. Recordé a Cellini sentado entre las ruinas con la mano de Hannah en la suya, y la sonrisa de ella, la sonrisa que me pertenecía y que le dedicaba sin embargo a él. Hannah seguía en Roma: aquello al menos estaba claro. Pero mejor habría sido que hubiera estado de camino a Inglaterra, enamorada de mí todavía, que aquello. Le di una patada a la silla mientras Martin dejaba caer el papel.

—¡El demonio fue quien me habló por boca de ese orfebre Lucagnolo el primer día! ¡Nunca debí haber confiado en Cellini! ¡Ni por un instante! Y cuando pienso en esa última noche, antes de marcharme... Me esperaba, Martin. ¡Me esperaba a mí!

No sólo eso. Había dejado mis piedras más valiosas a Benvenuto, un hombre que a punto había estado de cometer un asesinato en Florencia, un hombre en quien ningún orfebre de Roma confiaba. Me había acostumbrado a correr riesgos y a salir siempre triunfante. Pero ahora, aquello... después de todo lo que había pasado. Había hecho una jugada fatal. Podía dar a Hannah por perdida, tal vez también mis piedras, y yo... atrapado en una ciudad sentenciada a muerte.

—Patrón, ¿me aceptáis un consejo? Vuestro amor por ese diamante alimenta a De Bardi, lo mantiene con vida. Mientras permanezcáis aquí nunca se separará de él. Volved a Roma, patrón, y resolved vuestros asuntos.

Tenía una fuerte necesidad de hacer lo que me decía. Pero ya ninguna de mis otras piedras me satisfacía. Sólo el diamante de la Vieja Roca me proporcionaría el esplendor digno de la mujer a la que amaba. Y estaba allí mismo, a dos calles, en el puño de un moribundo.

—La suerte está echada. Mantendremos la apuesta un poco más.

Martin se limitó a suspirar, asintiendo.

Ese día De Bardi estaba muy apagado. Respiraba con dificultad mientras los doctores vestidos de negro le aplicaban emplastos de venenoso oropimente en las llagas y le limpiaban los humores corruptos con una esponja. Al día siguiente igual, y al otro.

El ejército imperial mantenía su posición: treinta mil hombres lo formaban, mal vestidos y mal calzados, desesperados, hambrientos de botín.

Frente a él estaban los venecianos, comandados por su capitán general, el duque de Urbino, que había dado un rodeo para situarse al sur de la ciudad, encarándolo. Eran sólo diez mil hombres. Una segunda fuerza aliada de franceses y suizos del norte ascendía a diez mil más.

—Urbino no luchará por Florencia —dijo Alonso de Bardi, sirviéndonos vino.

Mi deseo de conseguir el diamante le divertía enormemente y solía pedirme que comiera con él cuando dejaba a su padre. Me parecía una política inteligente aceptar.

—A cambio de nada, no. El Papa le quitó el ducado. Un modo estúpido de tratar a un hombre que puede que sea la única salvación de Su Santidad. Los Médici están atrapados como ratas. Passerini armará a la población. Debe hacerlo.

Ese día y al siguiente hubo muchos rumores. El ejército del duque de Borbón se aproximaba, y los venecianos, se decía, habían retrocedido para estar más cerca de los franceses.

Yo seguía a la cabecera del enfermo. El viernes el anciano abrió los ojos y me contó en susurros una vez más cómo había conseguido el diamante. Abrió la mano y me dejó cogerlo. La piedra me atraía con su opacidad y sus destellos de fuego, y los ojos del viejo brillaron febriles viéndome mirarla. Luego tendió hacia mí sus dedos temblorosos para arrebatármela.

—Patrón —me insistió Martin cuando volvíamos dando un paseo—. Si nos marchamos ahora, todavía podremos escapar.

Pensé en Hannah, allí en Roma, y en lo que estaría haciendo, y apreté la mandíbula, furibundo.

—Un día más. Sólo un día más —le respondí sin embargo a Martin.

La calle estaba abarrotada a diario de gente que iba de un lado para otro para enterarse de las noticias. Tarde, el viernes, corrió la voz de que el cardenal por fin había reconocido que la ciudad estaba en peligro. A la mañana siguiente se repartirían armas entre la población.

Salí temprano. La ciudad ya estaba llena de agitación. Los hombres de los dieciséis gonfaloni en los que se dividía Florencia iban a reunirse en las iglesias, dispuestos a ser conducidos al Palazzo della Signoria para recoger armas. Martin y yo caminamos por las calles hacia el norte, pasando el Duomo y el palacio de los Médici. La estampa de todo un estado movilizándose para la guerra me asustaba y me estimulaba.

Cuando llegábamos a las murallas de la ciudad, cerca de la puerta de Faenza, el gentío se apartó de repente para abrir paso a un desfile de jinetes. Vi al cardenal Passerini en su litera, con los estandartes escarlata, y detrás de él a los cardenales Cibo y Ridolfi, y también el cortejo de Hipólito de Médici. Se dirigían al campamento del duque de Urbino, se decía, a ofrecerle un soborno en nombre del Papa para que acudiera a defender la ciudad.

—¡Adiós a los Médici! —se mofó alguien—. ¡Id con Dios!

La gente se rio mientras la puerta se cerraba a la espalda de la comitiva. Por un momento, la multitud, agitada e insegura, fue como el mar antes de la tormenta.

—¡El pueblo! ¡El pueblo! —gritó alguien de repente.

—¡Libertad! —exclamó otra voz.

El clamor fue unánime. Inmediatamente todos supieron lo que hacer. Los tiranos habían abandonado la ciudad, y habían cometido la increíble estupidez de escoger precisamente ese momento para armar a la ciudadanía. La oleada de gente se dirigió hacia el sur, y Martin y yo la seguimos. En cada iglesia más hombres se unían a la marea humana, gritando repetidamente y cada vez con más brío: «¡Libertad! ¡Libertad!» Los estandartes de los dieciséis gonfalonieri ondeaban aquí y allá, por encima de las cabezas. Vi a jóvenes que corrían, gritando, y a hombres graves con cadena de oro y barba caminando con tranquila determinación, todos hacia el mismo destino. Cuando llegamos a la Piazza della Signoria ya se había congregado una enorme multitud. Algunos, que aún no habían oído la llamada, desfilaban en orden con su estandarte a la cabeza. Detrás se erguía el palacio, pálido y elegante a la luz matutina, con sus almenas escalonadas y la imponente torre, frente al cual sobresalía entre la multitud la maravillosa silueta blanca del David de Michelangelo. Contemplé su belleza un instante. David había sido retratado en un momento de resolución, antes de dispararle al gigante Goliat: una estatua propagandística de hacía veinte años, que representaba Florencia desafiando a los grandes poderes del mundo. Aquel día representaba la rebelión de los florentinos contra sus propios gobernantes.

En la puerta del palacio vi a un grupo de ancianos ciudadanos reunido alrededor de varios abanderados. Luigi Guiccardini, magistrado y abanderado de Florencia, discutía con algunos de los jóvenes más exaltados, rogándoles que mantuvieran la calma. De repente brilló una daga y uno de ellos se le echó encima. Guiccardini se desplomó. Un grito se elevó:

—¡El abanderado ha muerto! ¡Ha muerto!

La gente, que había permanecido quieta un momento observando la discusión que tenía lugar frente a la puerta, avanzó. Los guardias de palacio, hombres con arcabuces al hombro, se escabulleron rápidamente. La multitud se aglomeró en las puertas.

—¡A las armas! ¡A las armas! —gritaban todos.

Distinguí entre los asaltantes el rostro oscuro y decidido de Alonso de Bardi.

Martin y yo nos miramos.

—Volvamos a casa del viejo —le dije.

El gentío se acumulaba a la entrada de la plaza, así que tuvimos que retroceder contra la marea humana hacia Via dei Calzaiuoli. En la habitación del enfermo, el estruendo de la multitud era sólo un murmullo lejano al otro lado de las ventanas con las cortinas corridas.

Lorenzo, acostado, con los ojos abiertos, escuchaba. Estaba solo. Yo seguía de pie. No podía contarle lo que sucedía. De repente escuchamos disparos de arcabuz y, poco después, el tañido de la gran campana del campanario del Duomo; no la lenta llamada a misa, sino un toque a rebato. Golpeaban la campana con martillos como golpea un herrero el yunque: la señal de alarma. De Bardi volvió sus ojos hacia mí.

—Así que ha sucedido.

—Sí.

No le mencioné lo de su hijo todavía, porque valoraba si era necesario hacerlo. El viejo Marcello entró como una exhalación y le susurró algo al oído a su amo. La respiración de Lorenzo se hizo más agitada.

—Tienes que estar en un error —le dijo. Y a mí—: Hablemos de los viejos tiempos.

Se puso a contar la historia de nuevo. El viaje a Venecia, la música, el baile, las noches de amor. Exactamente como si yo hubiera vivido en 1484 y hubiera estado allí con él para compartir todo aquello. Fuera, los gritos decaían y volvían a aumentar. Marcello se marchó y regresó con el médico. Mientras, Lorenzo acariciaba la piedra.

—Dos mil quinientos —le susurré—. Os lo ruego.

Sonrió.

—El dinero ahora ya no significa nada para mí. Habladme, inglés. Contadme cosas de la dama de vuestro rey.

Y eso hice. Le describí su pelo, negro como el ala de un cuervo, sus labios sonrientes, sus pechos, que, cuando se vestía para llevar máscara, tenían los pezones rojos como cerezas. No tuve ningún reparo en mentirle, y el día avanzó hacia la noche, y la respiración del viejo se hizo paulatinamente más lenta y superficial. A veces, cuando el dolor era insoportable, cerraba el puño sobre la piedra. Marcello volvió a entrar en la habitación, en esta ocasión con un cura, y se sentó en un rincón. Mi desesperación iba en aumento. Hacía mucho que el tañido de la campana había cesado. De pronto se oyeron fuera alaridos y carreras. Mandé a Martin a ver lo que sucedía y, al cabo de un instante, oí un ensordecedor cañonazo procedente de la plaza. Alaridos y gritos y más disparos, y el fragor de los hombres al ataque. Martin entró. Los Médici habían regresado a Florencia, apoyados por los venecianos: los rebeldes estaban atrapados en el palacio. El viejo tosió y se atragantó, y tanto el médico como el cura saltaron hacia él. Luego recuperó la respiración.

—Mi hijo... —murmuró.

—Vuestro hijo... —Iba a decírselo, pero no podía envenenarle aquellos últimos instantes.

Movió apenas los labios y se quedó dormido.

Volví a sentarme, frustrado.

La habitación estaba prácticamente a oscuras. Los disparos y los golpes acompasados de los arietes cesaron. Yo también debí de quedarme dormido antes de que oyéramos pesados pasos en el pasillo y la puerta se abriera de golpe. Entró Alonso. Estaba sin aliento. Llevaba la ropa polvorienta, había perdido el sombrero e iba con la espada desenvainada. Lorenzo abrió los párpados. Miró a su hijo fijamente, con los ojos amarillentos espantosamente abiertos en la cara cadavérica.

Alonso se derrumbó en una silla.

—Demonios cobardes y bellacos. Eso son los florentinos. Hace tres horas éramos los dueños de la situación. Estábamos por encima de las leyes, volvíamos a ser una república, llamábamos traidores a Hipólito y a Alejandro, habíamos mandado nuestro propio embajador a la Liga. ¿Y ahora? Han vuelto y los hemos perdonado. ¡Los hemos perdonado!

El viejo lo miraba aún, sin entender nada. Yo fui el único que le hizo preguntas a Alonso y le sacó la historia. Los jóvenes habían irrumpido en el palacio e instalado allí el parlamento de los rebeldes; durante tres horas habían hablado y discutido. A nadie se le había ocurrido apostar hombres en las murallas o bloquear las puertas para evitar el regreso de los cardenales. Nadie había recorrido las calles para movilizar a la gente. Habían tocado la gran campana, pero, sin líderes, los florentinos no habían hecho nada. Por la tarde, los Médici habían vuelto a Florencia. Habrían untado bien a Urbino. Sus hombres habían desalojado la plaza con una descarga de disparos y tomado el palacio. Alonso había sido quien había encontrado un depósito de piedras para construir edificios, que habían arrojado a los atacantes desde las almenas. Aquello les había dado margen suficiente para entablar conversaciones, no con los Médici, que les habrían prometido la amnistía y el perdón y luego por la noche les habrían cortado el cuello, sino con los venecianos.

—Ellos son quienes nos han prometido que estaremos a salvo. Pero los agentes del Papa saben quiénes somos, conocen nuestros nombres. Cuando el ejército de la Liga se marche, estaremos muertos.

El rostro de Lorenzo era una máscara de horror e incredulidad.

—Mi hijo... —murmuró.

El médico le tomó el pulso y le hizo un gesto de cabeza al cura, que se acercó, se sacó del hábito un frasquito de oro y se puso a recitar en latín.

—Indulgeat tibi Dominus quidquid per visum deliquisti. —«Que Dios os perdone los pecados cometidos por la vista...» El sacerdote roció con unas gotas de aceite los ojos del anciano. Sí, había visto cosas hermosas y las había deseado. El cura lo absolvió de los pecados del olfato, el gusto, el tacto, la palabra y los genitales, ungiendo por turno cada órgano con los santos óleos.

Alonso se levantó.

—Adiós, padre. —Nos dio la espalda y salió de la habitación. Lorenzo volvió la cabeza de lado, de modo que me miraba a mí. Aflojó el puño.

—Tomadlo —me susurró—. Tomadlo.

Miré asombrado la piedra que descansaba en la mano del anciano, desprotegida. Busqué a tientas las letras de cambio bajo mi jubón.

Su voz era más que nunca un murmullo.

—No quiero oro. Tomadlo.

Cogí el diamante de su mano. En cuanto lo hube hecho, se relajó, como si todo el dolor lo abandonara en aquel mismo instante. Su cabeza cayó con un suspiro. El cura, que seguía con su letanía, se inclinó sobre él para cerrarle los ojos. La piedra lo había liberado. Era mía.