8

CAMINAMOS con rapidez desde la lonja. El sol naciente arrancaba destellos a los adoquines todavía húmedos por la lluvia nocturna. Las sirvientas salían de las casas para sumergir los baldes en las cisternas; los carros de varas cargados pasaban retumbando de camino a los mercados. Cuando llegamos a casa del barbero me encerré en el dormitorio y le dije a Martin que protegiera la puerta con su vida. No tendría paz hasta que hubiera abierto la bolsa y comprobado mi adquisición. Quité las mantas de la cama y esparcí mi tesoro sobre la sábana.

En primer lugar estudié la esmeralda con mi lupa, un disco de unos cinco centímetros de diámetro con la maravillosa propiedad de aumentar el tamaño de cualquier objeto que uno contemplara a su través. Cuando le di la vuelta, la piedra me permitió echar otro vistazo a sus fantásticos secretos y luego, una vez más, se opacó. La deposité en la balanza. Pesaba cuatro quilates y cuarto, casi veinte granos: un peso impresionante. Seguía creyendo que se trataba de una piedra entre un millón; su valor final sería de trescientos ducados o más. Pero harían falta manos maestras para tallarla y montarla de modo que los ojos profanos pudieran apreciar su belleza. La dejé y me centré en las otras. La crisoprasa también me daría beneficios, pero requeriría igualmente habilidad. En la colección de amatistas había un poco de todo. Algunas eran claras como el cristal, otras oscuras como el vino, pero entre los dos extremos había unas cuantas del color de la flor de melocotón y una o dos azul celeste que brillaban con una pálida llama interior. Esa clase de amatistas provenían de las minas de la India. Eran muy valoradas y costaban casi tanto como los diamantes. El zafiro blanco me gustó, al igual que la mayoría de los granates. Clasifiqué las piedras en dos grupos: las dignas de un rey y las otras. Llevé las descartadas a una de las joyerías subterráneas y las vendí por ochenta ducados. Era un comienzo, pero no podía detenerme ahí.

Aquella mañana visité al sastre. Mi ropa nueva estaba lista. Me vestí de pies a cabeza con el jubón negro, las calzas de seda, el manto ribeteado de plata y mi nuevo sombrero de terciopelo con plumas de avestruz. Luego tomé posesión de la espada. Era una hermosa pieza de acero con una gran cruz en la empuñadura hacia la que se curvaba la guarda. La hoja se deslizó con un satisfactorio siseo en su vaina. Con ella al cinto empecé a sentirme un caballero. Al caer la noche salí con Martin hacia el Puente de los Pezones.

Cuando entramos en la habitación de los cuatro divanes me incliné, apartando el manto, con la mano izquierda en el puño de la espada mientras me descubría con la derecha.

—Nobles damas —dije—. ¿Haríais el honor de acompañarme al casino?

Las cuatro respondieron con exclamaciones de aprobación. Me erguí, agradecido, y les entregué algunas baratijas que les había comprado.

—¡Qué caballero tan refinado! —rio Armida, destapando un frasco de perfume.

—Pero ¿está listo? —preguntó Dardania.

—Lo está —respondió Hipólita, categórica—. Ahora bien, sólo una de nosotras puede acompañarle.

Y ella misma se preparó para tal menester. Se puso un vestido de satén amarillo con mangas de terciopelo verde bordadas de oro veneciano. Armida le trenzó el cabello y Dardania sacó una cadena de oro con un gran colgante de jaspe verde y se la abrochó. Hipólita se quedó frente a mí, modosa e incluso con leggiadria, esa gracia y ligereza que los venecianos tanto aprecian. Ya no era una cortesana sino una dama.

Salimos a la calle y bajamos por el puente hasta donde una góndola nos esperaba. El agua se arremolinaba a nuestro paso, y por la ventana con cortinillas vi que girábamos varias veces por estrechos canales. Al cabo de unos minutos el costado de la góndola se arrimó al muelle. Allí había unas veinte góndolas amarradas, muchas con ribete de plata u oro, blasón en la cabina y sirvientes o esclavos a los remos. Al otro lado del muelle se erguía un edificio amarillo de estuco con ventanas de herradura. Del interior llegaba el sonido de música, gritos y risas. Subimos las escaleras hasta una puerta custodiada por un par de corpulentos sirvientes armados con espada y daga. Les dediqué un gesto altivo, aparté la capa para mostrar mi abultada bolsa y entramos.

Estábamos en una sala alargada, abarrotada de hombres y mujeres ricamente vestidos. Algunos iban de acá para allá, del brazo, hablando y riendo. Pero la mayoría estaban sentados a las mesas con las cartas en la mano, en concentrado silencio, y prorrumpían de vez en cuando en gritos de triunfo o desesperación. En un extremo había un grupo de músicos, dos de los cuales tocaban chirimías de boca acampanada. Uno sostenía un violín sobre el pecho y otro tocaba el tambor. Pendían de los muros colgaduras de seda azul y blanca. La habitación entera olía a sudor mezclado con ámbar gris y almizcle.

Hipólita me tocó el brazo y me señaló algo.

—Allí. Aquél es Giacomo da Crema, el que me dio las perlas.

Nos movimos entre la multitud hasta situarnos detrás de una mesa a la que estaban sentados tres hombres, todos con las cartas en la mano. Tenían frente a sí pilas de ducados que empujaban hacia un montón situado en el centro. Las cartas eran en sí mismas objetos maravillosos, exquisitamente doradas e ilustradas con monedas y espadas, caballeros y damas. Yo no entendía aquel juego.

—Juegan a primiera —me susurró Hipólita—. Observa.

Los hombres, según vi, apostaban su oro dependiendo de lo buena que fuera la mano que tenían y continuamente se deshacían de las cartas que no los satisfacían, las cambiaban por otras y echaban al centro más oro. Da Crema sudaba.

—¡Voy! —exclamó uno de los otros, y enseñó cinco cartas, todas de espadas.

—¡El diablo! —gritó Da Crema, y enseñó las suyas.

El ganador se inclinó hacia delante con una carcajada burlona y recogió el montón de oro. El tercer hombre propuso otra ronda. Yo miraba fascinado. La idea de apostar oro de aquel modo me horrorizaba, pero ejercía sobre mí una poderosa atracción. Juré que nunca cedería a ella. Mi empresa ya era en sí misma una apuesta arriesgada.

Da Crema volvió a perder y se quedó sin un céntimo. Con mano temblorosa se sacó del jubón una bolsita y echó sobre la mesa diez o doce pequeñas piedras azules. Los otros parpadearon y se inclinaron para verlas mejor. Eran zafiros, la mayoría ásperos y sin brillo. Haría falta descartar buena parte de los mismos durante la talla, como sucede con las peras medio podridas. Pero su color me gustaba. Eran del azul puro del cielo de verano: el tono más apreciado de zafiro, que no se ve a menudo.

Un jugador se burló.

—¿Eso? ¿Qué son? Bueno, jugad con ellas si tenéis que hacerlo. A un ducado la pieza.

Lancé la bolsa a la mesa. Cayó con un pesado tintineo.

—Las compro. Cinco ducados por cada una.

Da Crema me miró como un hombre salvado de la horca. Conté cincuenta y cinco ducados y me guardé las piedras. Muy complacido, llevé a Hipólita a una mesa larga donde varias parejas disfrutaban de un banquete de pichones asados y vino de la Toscana.

El vino y el éxito me animaron y le estaba acariciando la pierna a Hipólita, intentando atraerla a un balcón o una alcoba, cuando Da Crema se nos acercó jugueteando con una gran bolsa de monedas y riendo.

—Me habéis dado suerte, amigo —dijo, sentándose—. Deseo conoceros mejor.

Hipólita me lanzó una mirada de advertencia, pero yo me levanté e hice una reverencia.

—Richard Dansey, de Londres.

Da Crema me miró, y luego a Hipólita, a la que sin duda había reconocido.

—No me parecéis un noble.

Volví a inclinarme.

—Soy simplemente un amante de la vida, de la belleza y las piedras preciosas.

Rio y me palmeó la espalda.

—En tal caso, seguidme.

Nos llevó de vuelta al muelle, hasta una góndola con un delfín plateado en la puerta. Se acomodó en la cabina y ordenó al gondolero moro:

—¡A casa!

Hipólita y yo lo seguimos en la nuestra. Mientras nos deslizábamos por un canal más ancho, la luna salió y rieló en el agua como el azogue. La gran campana de San Marcos dio las dos de la mañana. Por fin desembarcamos en una hilera de pilotes ante un palacio cuadrado de la orilla oriental del Gran Canal. Las luces relucían en sus ventanas de tracería. Salió a recibirnos un criado con un candelabro y nos condujo hacia una gran escalinata, cruzando una enorme sala hasta un estudio privado. Las paredes estaban revestidas de mármol travertino y decoradas con relojes, cuadros, estatuas y libros con el lomo dorado. Pero había muchos huecos en los estantes. Aquel lugar tenía un aire de tristeza. Da Crema dijo al criado que bajara una caja forrada de cuero y la abrió.

Cuando quitó la tapa, de su interior salió un intenso resplandor. Contenía un rubí: un gran rubí en bruto aplanado, la forma más preciada en el caso de los rubíes. Era pálido en la superficie pero violeta oscuro en el centro, como el corazón de un fuego latente. Tenía profundidad y misterio. Supuse que sería de Serendip, aquella isla llena de tesoros del sur de la India también conocida como Ceilán. Pesaría cuarenta granos o, lo que es lo mismo, doce quilates o la doceava parte de una onza. Hubiese matado por poseerlo.

—Mi padre coleccionaba estas cosas —dijo Da Crema—. Nunca quiso que las engarzaran. Decía que quería contemplar su pureza virginal. Pobre papá. Sus piedras me entristecen mucho. —Le hizo un gesto al criado—. ¡Tú! ¡Vino!

Yo seguía mirando el rubí.

—Papá era nuestro embajador en la corte del Gran Turco, en Constantinopla. Os habríais desmayado si hubierais visto los tesoros que trajo. Ahora la mayor parte ha desaparecido. Cuando murió, me hizo jurar que nunca dejaría que estas piedras entraran en una tienda. Pero resulta que necesito dinero. Y vos no sois ningún tendero, ¿verdad?

Lo miré a los ojos.

—No lo soy —confirmé.

El criado volvió con el vino y unas copas de plata que dejó en la mesa con marquetería de maderas nobles.

—Bueno, pues —prosiguió Da Crema—. ¿Os importaría ver más?

Aquella noche, además del rubí, me llevé una esmeralda de un intenso verde pradera. Me pareció que era de las conocidas antiguamente como escitas, de la tierra de los cosacos: las más escasas y finas, y las más peligrosas para mí. También adquirí una pequeña colección de jacintos. Eran piedras iracundas, inflamadas de rojo con un resplandor amarillo; con esas piedras dicen las Escrituras que se fabricará la armadura de los jinetes del Apocalipsis, que destruirán un tercio de la humanidad. Sólo el rubí me costó trescientos ducados: y los valía. Volví a pensar en aquel primer rubí que tanto me había tentado: la hermosa piedra de un tendero, sin ningún misterio, que valía dos mil y me hubiera impedido comprar nada más. ¡Qué bien había hecho en esperar! Por fin me imaginaba rodilla en tierra ante el rey con aquellas piedras; los hombres encumbrados arquearían las cejas, sorprendidos, y volverían la cabeza y murmurarían a mi paso; las mujeres como Hannah Cage respirarían agitadamente al verme. Da Crema me abrazó cuando nos íbamos. Con la bolsa de oro que le había entregado en una mano, volvió corriendo a su góndola. Mientras nos alejábamos por las negras aguas lo oí llamar a su esclavo:

—¿A qué esperas? ¡Volvamos al casino!

En la cabina cerrada de nuestra góndola, Hipólita levantó una ceja.

—¿Y bien? ¿Estáis complacido?

Me apenó un tanto, lo admito, pensar en Da Crema y su adicción, y en la facilidad con que perdería mi oro. Pero tenía las piedras, y una mujer hechizadora me sonreía desde el almohadillado de terciopelo morado de la pequeña cabina. Me tendí sobre ella, haciendo que la embarcación se bamboleara. Mientras la góndola avanzaba practicamos finalmente el deporte que yo anhelaba. La dejé en su puerta, cinco ducados más rica, y volví a casa por el Rialto.

Era demasiado tarde para irme a dormir. Mientras amanecía sobre la ciudad, abrí el cofre y saqué las piedras. Les di vueltas a la luz pálida para apreciar todas y cada una de sus características, saludando a las recién llegadas y sondeando las antiguas en busca de nuevos descubrimientos que desentrañaran más sus secretos. Pero la cuestión de cómo usarlas me atormentaba. El esfuerzo de tallarlas y engastarlas adecuadamente sería hercúleo.

Noche tras noche volví al casino. A menudo me acompañaba Hipólita, que más de una vez se marchó en compañía de otro: algún joven noble con cadena de oro al cuello y seis o siete lacayos. Aquello me escocía, pero no era tan estúpido como para gastarme la ingente cantidad de oro que me habría costado tener a Hipólita para mí solo. Ella tenía sus planes y yo los míos. Así que dejaba que Giacomo da Crema me llevara del brazo de casino en casino, de salón en salón tapizado de seda, por canales oscuros atestados de góndolas. En todos aquellos lugares reinaba el mismo desenfreno, en todos el mismo ambiente de triunfo y miseria. Da Crema me presentaba como el Milor de li Diamanti, el gran aristócrata inglés. Mientras él jugaba yo iba de mesa en mesa, y acudía en su ayuda si estaba en dificultades.

—¡Milor! ¡Milor! —me llamaba a gritos—. ¡Ponedle precio a este topacio!

Hombres y mujeres iban cargados de piedras preciosas. Yo esperaba y, cuando con la suerte en contra las refinadas damas empezaban desabrocharse los pendientes de esmeraldas o a quitarse las sartas de perlas del pelo, aprovechaba la oportunidad. Muchas de aquellas baratijas no me servían de nada y las vendía a los orfebres para sacar algún beneficio. Pero adquirí un puñado de ojos de gato relucientes y añadí a mi colección varias amatistas preciosas, cada una de ellas exquisita a su modo.

Una ventosa y fría noche de finales de octubre volvía yo hacia casa por uno de los numerosos y estrechos callejones de Carampane cuando una mano me aferró de repente y me arrastró hacia un portal oscuro. Intenté alcanzar la espada, pero una patada en el estómago me hizo caer hacia atrás. Un segundo hombre me agarró y me inmovilizó. Jadeé, luchando por respirar. Otros dos se abalanzaron sobre Martin, que se defendió. Su linterna, desde allí donde la había dejado caer, iluminaba los adoquines. Un quinto individuo se me acercó, con capa negra y la capucha sobre la cara. Empuñaba una daga.

—Es el inglés que compra joyas —espetó con desprecio—. Dicen que lleváis todo cuanto poseéis encima. ¿Es eso cierto?

—¿Quién estaría tan loco? —tosí. Notaba la presión del cofre en el pecho. Sudaba. En cuanto me registraran lo perdería todo. Lancé una patada e intenté liberar los brazos, pero me tenían firmemente sujeto. Los otros dos sujetaban a Martin, que ya no se revolvía y parecía haberse rendido.

—Vamos a verlo —replicó el encapuchado—. A lo mejor tu criado hablará antes.

Nos arrastraron hacia la oscuridad de un callejón sin salida. El de la daga se acercó a Martin, que estaba flácido y aparentemente aterrorizado. No me había equivocado con él, pensé disgustado. Era lo suficientemente inteligente para entorpecer mis planes, pero en un momento de necesidad resultaba inútil. El jefe de la banda se plantó ante él y lo amenazó con la daga. Los dos que lo sujetaban rieron. De pronto, Martin se zafó dando un tirón con sus gruesos brazos. Con la mano izquierda sacó la daga. Antes de que pudiera usarla los dos hombres le inmovilizaron el brazo, pero eso no arredró a mi ayudante. Con la mano derecha blandió la porra. Yo me había reído de él por llevar aquella arma roma de matón. La descargó en la mejilla de uno de los hombres, que cayó desplomado con un crujido de huesos; el otro lo soltó. Grité y traté en vano de zafarme.

El jefe lanzó una cuchillada a la cara de Martin, que la esquivó, le pasó la porra por delante de los ojos y le hundió la daga entre las costillas. El tipo cayó con un largo suspiro encima del primero, que estaba de rodillas, gimiendo y apretándose la cara. La sangre empezó a teñir los adoquines. Quedaba todavía un hombre frente a Martin, con el miedo en los ojos y un cuchillo corto en la mano, moviéndose en círculos, buscando un flanco por donde atacar. Noté que mis dos agresores aflojaban su presa y, con una sacudida, me solté. Los dos sacaron sus cuchillos. Uno me amenazó y el otro se dispuso a pillar a Martin por la espalda. Desenvainé la espada con torpeza. El acero resonó en aquel angosto espacio y la hoja relució a la luz de la linterna. Se volvieron a mirarme y, en aquel momento, me di cuenta de que no tenía ni la más mínima idea de cómo usarla. Pero ante su mera visión los tres retrocedieron por el callejón y echaron a correr. El eco de sus pasos se apagó en la distancia. Martin y yo dejamos a los dos heridos en el suelo y pusimos pies en polvorosa, sin molestarnos en enfundar hasta que salimos a la plaza de Sant’ Aponal. Entonces envainé la espada y me volví hacia él.

—Martin, de no ser por ti...

Él desvió la mirada.

—No, patrón, no me deis las gracias. No podía veros asesinado o despojado de todas vuestras piedras.

Lo decía como si lo pensara realmente. Sentí vergüenza de mi hostilidad y mis sospechas. Pero seguía siendo un hombre de mi madre y, después de todo, había luchado por su propia vida también. Me recordé que debía ser cauto.

—Les has asestado un par de buenos golpes —le dije, sacudiéndome el polvo de la capa.

—Aprendí unas cuantas cosas trabajando en los muelles de Londres que vos desconocíais, nada más.

Poco después empecé a asistir a una escuela de esgrima. El maestro era un viejo soldado retirado que había combatido en las guerras contra César Borgia. Tenía su accademia di schermo en una gran sala abovedada del Campo di San Silvestro.

El primer día hizo que me quedara de pie sosteniendo el estoque mientras él fintaba y giraba a mi alrededor. Yo no debía atacar, sólo observar y esperar.

—Paciencia —me dijo—. Atento y en guardia. Determinación. ¡Y rapidez! —Me lanzó una estocada a la cabeza que paré justo a tiempo. Luego se apartó repentinamente y dijo—: Bien. Vuestra espada es también vuestro escudo, os cubre por entero. Mantenedla en posición horizontal, sin que caiga la punta. Escoged dónde golpear y golpead ahí. Nunca apartéis los ojos del adversario. Nunca le deis la espalda. Si dudáis... —tras tres sonoras estocadas, que bloqueé, terminó la frase—: lo pagaréis. Decisión. ¡Decisión y rapidez!

Ataqué y él paró mi golpe y aprovechó para darme unos toquecitos en el brazo con la hoja de su espada.

—Por encima de todo —susurró— aprenderéis a tocar sin ser tocado.

Me dispuse a aprender la nueva disciplina con determinación. Con el paso de las semanas aprendí las seis paradas y la única estocada verdadera, la punta que ataca como un escorpión. Aprendí la cola de dragón y a atacar y parar en un solo movimiento. Había además varias posiciones para estar en guardia: la puerta de hierro, el halcón, la guardia de mujer y la corona. Podías recurrir a ellas cuando te veías apurado y estar a punto para atacar de repente. Aprendí asimismo a disimular mi maestría y a no revelar la cantidad de estocadas que era capaz de asestar. Practiqué los amagos tanto como las estocadas: las fintas y los golpes nulos. Aprendí que saber fintar es ser el dueño de la situación: dominarse y dominar al adversario; controlar tus propios miedos y los suyos para mantener la mente lúcida y la calma, siendo el único que conoce cuál va a ser el siguiente movimiento, mientras que tu enemigo está inmerso en una bruma de confusión y terror.

También aprendí a luchar con otras armas: la espada a dos manos, la pica corta, con espada y escudo, con daga y espada e incluso con hachas y palos. Aprendí a blandir una espada con la punta templada y afilada como una cuchilla, capaz de atravesar una armadura. Por último, también me enseñó los rudimentos de la lucha cuerpo a cuerpo y con los puños.

Martin solía ser mi pareja en la práctica de aquellos ejercicios. Era más robusto que yo, y más hábil. Pero yo era rápido y aprendía rápido. Cuando el otoño dio paso al invierno, conseguí por fin pillarlo por la espalda. Me sonrió, sorprendido.

—Un golpe de suerte, patrón. Aun así, no quisiera toparme con vos en un callejón oscuro.

—Ni yo contigo —le respondí, y lo empujé hacia el suelo.

Por la noche, siempre que podía, iba a ver a Hipólita. Le susurraba mis ambiciones y sueños mientras yacíamos en la semipenumbra, ocultos por el dosel de seda verde de su cama, esperando los tres toques de campana que nos separarían.

—Somos iguales, vos y yo —me susurraba ella—. Nos atrae un mundo más elevado, resplandeciente de oro. Queremos pertenecer a él. ¡Oh, sí! Vos llegaréis todo lo alto que deseéis. No me cabe ninguna duda. Y yo también.

Más tarde, esas noches, ya de vuelta en casa, abría mi cofre. Siempre sacaba en primer lugar la esmeralda escita. Era como Hipólita, en mi opinión: hermosa y viva, un placer para la vista. Pero me desconcertaba. No era como ninguna esmeralda que hubiese visto. Resultaba demasiado transparente, centelleaba y estaba dispuesta a entregar sus encantos. Era una piedra cortesana. La apartaba con un dejo de sospecha. De la esmeralda escita pasaba a la persa, una piedra que me obsesionaba. Le daba vueltas entre los dedos, noche tras noche tratando de ver en su corazón. Algunas noches, hosca, se negaba rotundamente a brillar. Otras veces se abría de pronto, se revelaba y me llevaba de la mano a un país misterioso e inexplorado. Las noches de luna llena eran las mejores para esto. Aquella cualidad de la piedra me sorprendía y me daba un poco de miedo. Otra mujer acudía a mi mente cuando la miraba; una mujer que debía tratar de olvidar.

Todo ese tiempo seguí comprando. Ya era bien conocido. No tenía necesidad de registrar los almacenes: los comerciantes acudían a mí y lo mismo hacían los capitanes de barco recién llegados de El Cairo, Constantinopla o Túnez. De este modo añadí varias piedras grandes de las llamadas ballassius o palatius: la roca de un rojo violáceo en la que nacen los rubíes, a los que nutre con su sangre. Adquirí también, por doscientos ducados, una satisfactoria colección de ópalos. Un ópalo es una maravilla. Los hay de innumerables colores: llameantes como un rubí, verdes como la primavera, sulfurosos, oscuros como el atardecer, lechosos, transparentes. Se burlan de ti, se ríen y cambian una y otra vez. No destellan como un diamante o un rubí, sino que poseen un resplandor fantasmagórico que parece flotar en su interior más profundo. Me enamoré de aquellas piedras, casi me volví loco por ellas.

Llegó diciembre. El viento soplaba desde el Adriático y la lluvia hacía brillar el adoquinado de los callejones y repiqueteaba en el agua de los canales, de un gris plateado. En Navidades recibí una carta de mi madre.

¿Cuándo volverás? —preguntaba—. Tal vez desees saber que ha habido toda clase de fiestas y mascaradas y bailes de disfraces en la corte, y bailes a los que han asistido grandes damas. El rey sonríe por igual a todas. Así que ya ves que estabas equivocado: no existe ninguna nueva amante. Temo haber sido demasiado indulgente con esta locura tuya. Vuelve a casa y ya veremos qué hacer con tu deuda.

A mi pesar, sentí un pinchazo de duda. ¿Y si no había ninguna dama, de hecho? Aquello habría sido mi ruina. ¿Quién, aparte de un rey enamorado, pagaría lo que valían mis piedras? Acompañaba la carta de mi madre una del tío Bennet. La cogí en un arrebato, esperando que me trajera noticias mejores. Consulté el código que habíamos acordado y me puse a descifrarla. Bennet había escrito:

Tu noticia es valiosa. Ahora te daré la mía. De la supuesta amante real no puedo decirte nada, pero corren extrañas historias por la corte. Se dice que el rey no tiene la conciencia tranquila. Teme que su matrimonio con la reina Catalina vaya en contra de la ley divina. Habla de la maldición del Levítico: «No descubrirás la desnudez de la mujer de tu hermano: es la desnudez de tu hermano; no tendrás hijos.» Cierto es que todos los hijos del rey Enrique, excepto la princesa Mary, murieron siendo niños. Estos escrúpulos, dice la gente, acabarán en un nuevo matrimonio del rey. Y hay rumores sobre quién puede ser la nueva reina: la duquesa D’Alençon, hermana del rey Francisco. Así que, ¿dónde está tu real amante? Y voy a decirte algo: ha llegado un nuevo artesano a la corte, en la estela de sir Tomás Moro. Se llama Hans Holbein. Es un hombre de gran habilidad y que se interesa mucho por la orfebrería. Se está haciendo amigo de Cornelius. Como ves, tienes rivales.

Dejé la carta, atónito. ¡No había amante real pero sí una nueva reina! Aquello era imposible. Pero ¿quién podía saberlo mejor que Bennet? Si al menos hubiera estado en Inglaterra y oído personalmente el chisme... Seguía convencido de que el rey estaba enamorado de una nueva amante. Hubiera apostado cuanto tenía a que así era. Pero ¿sobreviviría aquel amor a los nuevos planes de matrimonio del rey Enrique si eso era lo que se proponía realmente?

Escribí una carta en respuesta a Bennet, rogándole que no cejara en su búsqueda de la amante. ¿Quién era? Tenía que saberlo.

Y además estaba Holbein. Había pasado por Basilea en mi ruta por Europa y visto muchos de los murales maravillosos con que éste había embellecido las fachadas de las casas. El movimiento, el fuego y la vida de aquellas imágenes eran extraordinarios. Si Holbein estaba verdaderamente aliado con Heyes tenía un par de rivales temibles. Debía encontrar un orfebre digno de mis piedras, un hombre que estuviera por encima de todos los artesanos de su tiempo. Pero ¿quién? ¿Qué grandes hombres había a la sazón? En Venecia sólo veía por todas partes pálidas imitaciones de Rafael; composiciones floridas coronadas por querubines regordetes o ninfas, faunos, tritones, musas, nereidas, dríadas y cualquier otra clase de sirena y hada conocida de la Antigüedad. No me había ido tan lejos para que hombres como aquéllos trabajaran mis piedras. Empecé a plantearme dejar Venecia. Génova sería mi objetivo. Resultaba peligroso cruzar los campos de batalla de Piacenza y Milán, pero Génova también era una capital del comercio en piedras preciosas: allí habría artesanos a montones. Tal vez, lejos del lujo veneciano, encontrara un estilo más sencillo, menos recargado. Además, estaría un paso más cerca de casa: desde Génova podría enfilar directamente hacia Francia. Pero cada vez que tenía decidido marcharme llegaba otro vendedor con otra gema. Después de todo, todavía me quedaban letras de cambio intactas. Sólo unas cuantas piedras más. Sólo una semana más, me decía, otro mes.

Un día de principios de enero, mientras practicaba estocadas con una espada en cada mano contra un estafermo de cuero, un anciano encorvado se me acercó y tosió educadamente. Tenía aspecto de noble. Llevaba una larga toga de piel y una pluma de avestruz en el sombrero. Pero sólo lucía una cadena de oro, ningún anillo. Se inclinó en un saludo.

—¿Sois maese Richard Dansey?

Bajé la espada y me sequé la frente.

—Lo soy.

—Me llamo Lorenzo de Bardi. —Vaciló—. Tengo una gema que quisiera que vierais.

Estaba acostumbrado a aquello. Dado el nerviosismo del anciano noble, no esperaba demasiado. Lo miré de arriba abajo. Tenía acento florentino.

—¿Qué os trae por Venecia? —pregunté.

Rio sin ganas y bajó la mirada. Su pobreza no pasaba inadvertida.

—Soy un fantasma que regresa a los escenarios de sus antiguos placeres. Por favor, venid a ver mi piedra.

Me apiadé de él, así que Martin y yo lo seguimos. Fue un largo y sinuoso camino hacia el oeste por el barrio de los tintoreros de seda, donde el hombre tenía alquiladas unas habitaciones. El mobiliario era pobre y las libreas de terciopelo verde de sus criados estaban viejas y raídas. Dos de ellos cerraron las puertas y se quedaron delante de ellas. El viejo me indicó que me sentara a una mesa cubierta con un mantel blanco y luego tomó asiento frente a mí. Uno de sus sirvientes abrió un cofre abombado de hierro y sacó de él un joyero, del que extrajo una bolsa de terciopelo rojo que dejó sobre la mesa. Otro criado, entretanto, nos sirvió vino de una jarra de loza: un objeto basto que normalmente yo hubiera desdeñado usar. De Bardi empujó la bolsa hacia mí, con los ojos brillantes. Demasiada ceremonia, me dije, para una mercancía que difícilmente valdría mucho.

Metí la mano en la bolsa y saqué una sola piedra. Su superficie era suave como el hielo, rizada de suaves facetas, plomiza. Le di vueltas, picado por la curiosidad. No tenía brillo ni profundidad. No supe determinar qué era. Un zafiro blanco o un mero pedazo de cristal de roca. Era grande; quizá pesaba treinta o cuarenta quilates, más o menos del tamaño de una avellana. Entonces, de repente, la superficie lechosa de la piedra se abrió. La luz la atravesó y penetró en sus profundas aguas azules a lo largo de una sinuosa imperfección blanca. La giré, y los colores se agruparon y estallaron en naranja, amarillo azufre y pinceladas de verde que cayeron en cascada sobre mi piel. Se me escapó un grito. Por un instante los colores danzaron para mí y luego, al girar la gema mínimamente, se disiparon como el humo y la piedra volvió a quedar gris y opaca, un guijarro sin vida. Sentí un pinchazo de dolor cuando se desvaneció aquella luz, e hice girar nuevamente la piedra hasta que destelló. Era un diamante, uno de los más escasos. Sólo había visto una piedra así una vez, en la tienda de Bartholomew Reade. Era pequeña, de menos de cinco quilates, pero todos los orfebres habían ido a la tienda para echarle un vistazo. Ninguno se había atrevido a intentar tallarla.

Miré a De Bardi. Contemplaba la gema sin parpadear, con sus profundos ojos apagados.

—¿Sabéis lo que es?

Me costó hablar.

—Un diamante. De la Vieja Roca de Golconda.

Asintió con un gesto.

Volví a mirar la gema. Seguí dándole vueltas, hasta que De Bardi habló.

—Es el último tesoro de mi casa. Tenía intención de dejárselo a mis herederos, pero mi hijo... —Su rostro se endureció—. Mi hijo me ha decepcionado. La vendería de inmediato. Pero si puedo entregársela a alguien que comprenda... He oído historias sobre vos, inglés, y sobre la clase de piedras que compráis.

Volví a mirar el diamante. De Bardi se inclinó hacia delante.

—Habéis visto cómo primero se enciende la llama, luego salta...

—Y luego —murmuré—, cuando uno cree que arde por completo, repentinamente se licua y desaparece.

—¡Sí, sí! —Nos miramos a los ojos y reímos. Nos entendíamos.

—Pero atrapar esa luz, atraparla, arrebatarle sus secretos... —Seguí mirándola.

De Bardi me atravesó con la mirada.

—Eso implica tallarla. ¿Osaréis hacerlo? Habéis notado la impureza.

Desde luego que lo había hecho. Había visto piedras como aquélla hacerse añicos. La dureza de un diamante es tal que sólo puede ser tallado con otro diamante, y un artesano prudente sólo usará uno procedente de la misma mina. Pero no encontraría ninguna otra piedra procedente de la misma veta. Habría que tallar aquel diamante con uno menos valioso. Y ése era el peligro. No todos los diamantes son iguales, y los más hermosos no son siempre los más resistentes. Una grieta inapreciable o una falla podría ceder repentinamente y la piedra entera quebrarse en mil pedazos.

Pero habría que intentarlo. El diamante era de momento indomable, voluble, burlón e incluso cruel. La talla lo domaría. Aprendería algo que todavía no sabía: a ser fiel. Brillaría con constancia, no sólo para aquellos que tuvieran la paciencia y habilidad suficiente para obligarlo a mostrar aquel rayo de luz. ¡Cómo deseaba aquella piedra! Miré nuevamente al noble.

—Presumo que os ofrecéis a venderme este diamante.

Di Bardi pareció despertar de un trance.

—¡Venderlo! Sí. Sí. De hecho... si me decís lo que vale...

La suave superficie de la gema lanzaba pálidos reflejos temblorosos de luz por el mantel. Era completamente diferente de las cuatro piedras que le había comprado a maese Aaron en el gueto cuatro días antes, aunque en aquel momento hubiese estado muy ufano. La levanté, le di la vuelta y asentí, procurando emitir un juicio fríamente. La piedra era de una nobleza absoluta. No tenía ninguno de los defectos comunes de un diamante. No tendía a amarillear ni a oscurecerse. No había rastro de untuosidad en su superficie; ninguna de las inclusiones habituales, ya fueran manchas de azufre o las impurezas conocidas como hielo, sal o grafito, empañaba su transparencia; no había en ella ni una nube, ninguna sombra en absoluto. Un diamante de buena talla y color valía entre cuarenta y sesenta ducados venecianos por quilate; con una imperfección o enturbiado, sólo de diez a treinta. Si la talla salía bien, obtendría una piedra impecable de veinte quilates de peso. Multiplicados por el valor de cada quilate y luego nuevamente por el peso total, aplicando la fórmula habitual, daría un total de veinte mil ducados: casi diez veces el capital invertido en mi empresa. Me sudaban las manos sólo de pensarlo. Pero ¿y si se hacía pedazos?

Miré al viejo.

—Es poco común. Os doy por él mil ducados. —Era mucho más de lo que había ofrecido jamás por una gema.

—¿Mil? —Apartó los ojos de la piedra y me miró.

Vi la indecisión en su rostro. Imaginaba sin duda lo que mi oro significaba para él: librarse de las deudas, tal vez, o de las miradas hoscas de los criados que no cobraban; o el regreso temporal a su anterior vida de honor y comodidades.

—¿Es suficiente? —pregunté.

Ya veis lo que aquella piedra me había enloquecido: regateaba yo por el anciano, elevando el precio antes de que hubiera dicho él ni una sola palabra.

—Suficiente —dijo—. Al menos para cubrir las necesidades que me apremian, Dios lo sabe. Pero esta piedra... —Tenía los ojos fijos en el diamante, sin parpadear—. Dentro de cien años —murmuró—, cuando nuestra familia haya recuperado su fortuna, mis herederos la tendrán. Será el único recuerdo de mí que les quede. —Con la cara crispada, se echó a llorar.

—Pero, dentro de cien años, ¿conservarán vuestros herederos la piedra? —dije suavemente.

Me miró, titubeando.

—Si os la vendo, ¿la tallaréis?

—Encontraré quien lo haga. Confiad en mí: lo encontraré.

Durante todo aquel rato seguí mirando el diamante. Su lustre me hipnotizaba. Los secretos que ocultaba eran más profundos incluso que los de mi esmeralda persa. La piedra rezumaba confianza en su propia belleza y poder. Era una piedra para quienes gobiernan el mundo, una piedra para un rey, para encarnar la pasión de un rey, que es mucho más fuerte que el amor de los hombres corrientes porque no hay poder en la tierra, ni temor, ni ley ni vergüenza que lo constriña. La hice girar de nuevo. Estaba considerando lo que podría hacer con ella, qué hojas de oro lo rodearían, qué ninfas repujadas, sencillas y delicadas, dispuestas a meterse en sus frías aguas.

De repente, De Bardi se inclinó sobre la mesa y cubrió el diamante con una mano.

—No —dijo—. No. No puedo. Es el último tesoro de mi familia. No puedo separarme de él.

Me quitó el diamante, volvió a meterlo en la bolsa y se levantó. Salté de la silla. No concebía que se negara a vendérmelo.

—Pero, noble señor, ¿y si os ofrezco mil doscientos ducados?

Se detuvo. Yo dejé la bolsa en la mesa y aflojé las cintas. Sólo quedaban en ella doscientos ducados. ¡Qué mala suerte! Estaba seguro de que el hechizo de un montón suficiente de dinero podría más que el del diamante.

—Martin —llamé—. ¡Rápido! ¡Ve corriendo a que el agente de los Fugger te cambie otra letra!

Empecé a buscar bajo el jubón el cofre donde guardaba las letras de cambio y las joyas. El noble me puso una mano en el brazo.

—No. De verdad. Ahora veo lo equivocado que estaba. Mis herederos lo tendrán. Deben tenerlo... Señor, ha sido un placer conoceros. ¿No me hacéis compañía? Tomad un poco más de vino. Contemplad un rato más la piedra.

Uno de sus criados se inclinó por detrás con la jarra. Yo estaba abatido, pero no iba a tomármelo con humildad. Agarré la bolsa, esbocé una rápida reverencia y salí de la habitación. Martin bajó corriendo las escaleras detrás de mí.

—¡Señor! ¿Y si nos quedamos y bebemos con él?

Me volví hacia él.

—¡No! ¿No le has visto la cara? Lo hemos perdido. —Salí a la calle y me apresuré hacia casa. ¿En qué había errado? ¿Me había equivocado siendo el primero en sacar a colación el dinero? ¿Dejándole tiempo para pensar mientras la piedra me tenía hechizado? ¿O el error había sido usar la expresión «poco común»? «Nunca alabes la mercancía antes de comprar», decía Morgan Wolf. Pero aquello era una tacañería, en mi opinión, cuando estabas en presencia de la belleza. Por un momento había estado en un tris de hacerme con el mejor diamante que había visto nunca. Me detuve en pleno Campo di San Silvestro y miré alrededor. Un viento frío soplaba desde el Gran Canal y empezaba a lloviznar. Cuando Martin me alcanzó, le dije:

—Prepara el equipaje. Nos marchamos de Venecia.

Me miró fijamente. Yo me volví y crucé la plaza hacia la escuela de esgrima, para aplacar un poco mi frustración con el estoque.

A pesar de todo, me resultaba duro marcharme. Tras seis meses allí me consideraba casi un veneciano. Ya no era el desaliñado aprendiz londinense que había recorrido penosamente el Rialto en agosto. Había aprendido a hacer reverencias y murmurar schiavo su con la incomparable deferencia de los venecianos: «Soy vuestro esclavo.» O, como decían de forma abreviada los nobles, s’ciao o, simplemente, ciao. Había conocido a hombres importantes, no sólo a Giacomo da Crema, sino a otros de más edad y mayor influencia. El senador Ludovico Falier, cuyo antepasado había sido el único dogo decapitado por traición; Alvise Pasqualino, uno de los fiscales de San Marcos, y el escasamente apreciado embajador del Imperio, el Grande de España, Alonso Sánchez. A todos aquellos hombres había comprado piedras. También les había vendido algunas: por eso había obtenido ciertas ganancias durante aquellos meses, aparte de llenar mi cofre.

La última noche en el puentecito de piedra llevé a las cuatro damas frascos de almizcle y piezas de seda bermellón y amarillo limón que había comprado a un turco recién llegado de Damasco. Angélica se sentó y aspiró el perfume del almizcle, mientras Armida y Dardania se envolvían en seda con grititos de placer. Me habían costado lo mío aquellas cuatro mujeres. Pero las olvidaría.

Hipólita me apretujó el brazo.

—No podéis iros estando el Carnaval tan cerca. Habrá bailes de máscaras y juegos en las calles, y encierros.

La tentación de hacerle caso era fuerte. Sentía aún la atracción de la pura, fría y fácil piedra escita. Pero sabía cómo acabaría aquello. Si permanecía allí mucho más, me convertiría en un veneciano de los pies a la cabeza. Perdería mi identidad. Dejarían de importarme mi negocio y mis ambiciones, me convertiría en otro Giacomo da Crema, hundiéndome lentamente bajo el peso de los placeres de la ciudad. Era mejor que me fuera enseguida, mientras los placeres eran todavía dulces. Aquella noche hicimos el amor de forma sencilla y cariñosa. Luego me quedé tumbado boca arriba, pensando. Hipólita se revolvió en el hueco de mi brazo.

—¿Me amáis? —murmuró.

—Por supuesto.

Suspiró.

—Hay un marqués que está loco de amor por mí —murmuró de nuevo—. Quiere instalarme en un palazzo del Gran Canal.

—No me sorprende.

Metió la mano bajo su almohada y me tendió algo. Era un libro encuadernado en piel amarilla.

—Tomad. El Canzoniere de Petrarca. Leed sus versos. Será el último toque para convertiros en un cortesano. Y algunas mujeres os querrán mucho más por ello.

Sonreí y continué largo rato en sus brazos. Cuando la lejana campana de San Marcos dio las tres, besé a Hipólita en la mejilla, despertándola de un sueño ligero. Luego abrí las cortinas de seda del dosel de la cama, me vestí y bajé las escaleras.

En la puerta de la calle me esperaba Martin. Nunca le había preguntado qué hacía mientras yo estaba ocupado en el piso de arriba. Vi entonces que había hecho una conquista. Una jovencita de unos dieciséis años se apartó de él hecha un mar de lágrimas y volvió a entrar en una habitación. Le puse una mano en el hombro y salimos juntos al callejón.

Martin cargó con nuestro baúl. En el cofre llevaba yo un fajo nuevo de letras de cambio del Banco de San Jorge de Génova. Cuando despuntó el alba cruzamos la laguna. Nuestros amigos los aguadores iban a los remos. Detrás de nosotros flotaba Venecia, cuyas cúpulas y torres no tardó en ocultar una neblina blanca.