10

DÍA tras día miré impaciente el trabajo de Cellini. Empezó haciendo un modelo de cera. Le vi cincelar los delicados detalles del barco, las olas con los huecos para los zafiros, y las amenazadoras nubes entre las que brillarían los diamantes.

—Nueve zafiros —me dijo—. No hay espacio para más. Los otros podéis tirarlos. Nadie encontrará otro uso jamás para unas piedras así.

También había dejado un hueco para colocar una piedra en el centro del barco, justo donde el capitán se sitúa para consultar la brújula, en el puente de mando. Cellini golpeó el hueco con un buril.

—Éste es para la crisoprasa. No os inquietéis si ahora tiene un aspecto apagado. Brillará, brillará. Representa el fuego: la luz, la linterna en la oscuridad. La iluminación que la pasión crea en el alma del enamorado y que lo guía en una única dirección. Nunca se desvía; nunca vira. Lo hará todo por ella. Cualquier cosa.

En los ojos del orfebre había un brillo salvaje. Me pregunté entonces qué lo empujaba a él, qué lo iluminaba. Para mí aquel hombre era como la esmeralda persa, una incógnita. No podía sondear en su interior.

Lo primero que hacíamos todas las mañanas era sentarnos juntos, simplemente para contemplar las piedras a la luz matutina y barajar ideas. Era el momento en que más lamentaba mi ignorancia en lo concerniente a la misteriosa dama. Un día, dos semanas después de llegar a Roma, recibí por fin una respuesta del tío Bennet. Me la mandaba desde el palacio de Hampton Court; la misiva había tardado cuatro semanas en llegar y me había seguido desde Venecia a Génova y luego a Roma. Corrí con ella al taller de Cellini y dejé que él estudiara las piedras mientras la abría y usaba mi código para descifrarla.

Mi querido Richard:

Parece que estabas en lo cierto. La corte es un hervidero de rumores acerca de la nueva amante del rey. El nombre de la dama, sin embargo, sigue siendo un secreto, así que todo son suposiciones. Tal vez Bess Holland, una de las damas de la reina; tal vez su antiguo amor renacido, Mary. Pero temo que no va a conservar mucho tiempo el favor del rey. El cardenal Wolsey se afana día y noche para que el monarca se divorcie y contraiga nuevo matrimonio. El Gran Amor Secreto, así lo llama él. La reina Catalina no sabe nada todavía. El matrimonio con la duquesa D’Alençon será la culminación de la política de Wolsey: una alianza con Francia y la ruptura con el Imperio. Pero mi señor tiene muchos enemigos. El principal es el duque de Norfolk. El cardenal creía que había expulsado a ese torpe caballo de batalla de la corte y que iría a pudrirse silenciosamente en su casa solariega, en sus tierras. Pero se le ve rondando cada vez más al rey. Incluso ha osado desafiar al cardenal. «El rey tiene un nuevo hombre en Roma. ¡Ya veremos!» Ésas fueron sus palabras delante de toda la corte. Puedes imaginar la furia de mi señor por la afrenta.

La mayoría de nosotros, sus servidores, desestimamos las palabras del duque, las consideramos una simple baladronada. Pero mi señor el cardenal está atribulado. Está convencido de que verdaderamente existe algún secreto emisario del Papa, y cree que tiene que ver con el asunto del divorcio. Le he oído murmurar: «Se está tejiendo una red en mi contra.» Y habla del Cuervo Nocturno, aunque no sé quién es. Te lo ruego, Richard, entérate de lo que puedas sobre ese hombre de Roma. Estaré eternamente en deuda contigo.

Dejé la carta, con un torbellino de ideas en la cabeza. Estaba exultante. Yo estaba en lo cierto desde el principio. La amante del rey no era una quimera. El matrimonio francés... sí, aquello me inquietaba. Pero esperaba que fuera simplemente un enlace dinástico, una unión de naciones que dejaría el corazón del rey libre para su amante.

No obstante, todavía tanteaba en la oscuridad. «Se está tejiendo una red en mi contra.» ¿Qué significaba aquello? ¿Y quién era aquel hombre de Roma? Cogí un papel y mi clave, y escribí una respuesta a mi tío, poniéndolo al corriente de mi estancia en Roma y prometiéndole hacer cuanto estuviera en mi mano para descubrir la identidad de aquel enigmático emisario.

«Averiguad para mí a cambio el nombre de la dama —le pedí—. Quién es, qué aspecto tiene, con todo detalle. Si se está difundiendo algo de la aventura, seguramente podréis enteraros de ello. Id a ver a Cornelius Heyes, que tantos presentes de amor le ha proporcionado al rey. Ofrecedle dinero. Os lo devolveré. Apresuraos. Saldré de Roma en cuanto pueda.»

Las horas que pasaba en el taller me dejaban agotado y exhausto, y la impaciencia no me dejaba reposo ni siquiera cuando me iba. A veces me llevaba a Martin a deambular por la ciudad. Recorrimos todo el barrio, hasta que llegué a conocérmelo de memoria: los callejones del Banchi, las grandes tiendas, la iglesia de los florentinos y los grandes edificios de la administración papal. Más hacia el Campo dei Fiori y mi posada, los apiñados palazzi de los nobles, a menudo con tiendas en los bajos. Y siempre, cada pocos metros, una iglesia o un convento con la tumba de algún santo y los peregrinos empujándose para entrar, rodeados de mendigos y vendedores de reliquias sacras. Algunos eran ingleses, pero no enviados del rey. Habían pasado semanas viajando, tal vez para orar allí donde tantos santos yacían en su eterno descanso. Veía la necesidad y el ansia en sus ojos. Eran como yo: almas en pos de algo, necesitadas e insatisfechas. Aunque yo era un peregrino de otra especie, uno que iba en pos de la fama y la belleza cincelada en oro.

Cuando sentía más angustia de lo normal me llevaba a Martin por Via Giulia y cruzábamos el río por el puente de Sant’Angelo. En la orilla opuesta estaba el castillo de Sant’Angelo, la imponente ciudadela papal, con su enorme torre cilíndrica de piedra rosada. Allí guardaba su tesoro el Santo Padre, y sus arsenales y las mazmorras para los herejes y aquellos con quienes se malquistaba. Al oeste se extendía el Borgo de San Pedro, el barrio amurallado que rodeaba el palacio papal. Destacaba la iglesia de San Pedro: el centro mismo del mundo cristiano. Seguramente, suponía yo, si en algún lugar iba a encontrar el alivio para mis cuitas era allí. La primera vez que crucé el río y me planté ante la masa laberíntica de edificios que conformaban la iglesia más grande de la Cristiandad, me quedé de piedra, atónito. Ante mí tenía una trinidad de iglesias. Enfrente, la concha truncada de la antigua basílica de San Pedro, sin tejado y semiderruida, con la nave agrietada y los arcos que quedaban flotando en el aire; delante, el campanario de siglos de antigüedad. Más allá de la vieja basílica, mucho más alta, se elevaba la bóveda que un día sostendría la cúpula del nuevo edificio, que sería inmenso y eclipsaría cualquier otro jamás concebido. Pero de momento, hierbajos y árboles crecían en los muros a medio levantar que llevaban veinte años intactos, desde la interrupción de su construcción. Todo el mundo sabía que el papa Clemente VII no haría nada para terminarla. Había gastado el dinero destinado a ello en la guerra y en una vida de lujos. Quedaba un tercer edificio, un mamotreto de piedra gris parecido a un establo que se cernía sobre el santuario sin techo de la vieja iglesia, protegiendo el altar mayor y la tumba del apóstol Pedro, así como al rebaño de peregrinos de la lluvia. A mí, esa primera vez, me dio la impresión de una iglesia en el acto de devorar a otra, un instante monstruoso congelado en el tiempo.

Me apresuré con miles de personas para escuchar al papa Clemente celebrar la misa. Su Santidad, de pie en el altar, detrás de cuatro enormes columnas salomónicas de pórfido, levantó la hostia por encima de la cabeza. Miré a aquel hombre, el Vicario de Cristo, causante de una guerra que había traído al norte de Italia sangre y desolación. Joven para ser Papa, puesto que tenía unos cincuenta años, iba bien afeitado y tenía rasgos elegantes y ojos de espesas pestañas. Miraba en derredor con expresión de noble desdén. Pensé en todas las cosas que se decían de él: su legendario carácter taimado, su orgullo, la malicia y la cobardía que, en conjunto, hacían sus intenciones tan ilegibles como si estuvieran cifradas.

Cuando terminó la misa me detuve a encender una vela en la capilla de Santa Petronila, patrona de las relaciones amistosas entre el emperador y el Papa, y rogué que la guerra se mantuviera a distancia hasta que yo estuviera a muchos kilómetros de allí, de camino a casa.

Mientras me apresuraba bajando la escalinata, alguien me llamó a gritos. Me volví y vi acercarse a los hermanos Fieschi. Parecían cansados.

—Todavía andamos detrás de la indulgencia —me explicó Piero—. Es tarea difícil, os lo aseguro.

—Hemos pagado cincuenta ducados al datario —me contó Federico—, y otro centenar al secretario del camarlengo apostólico, que nos prometió una audiencia con Su Santidad ayer y anteayer y el día anterior... pero nada.

—Dice que el Papa no puede decidir nada, que tiene que pensar en la guerra. Pero no nos rendimos.

—Sempre la speranza —dije, haciendo un juego de palabras con el nombre de su barco. La esperanza nunca se pierde.

Sonrieron sin entusiasmo. Lo cierto era que al Papa no le interesaban los peces pequeños como los hermanos Fieschi. Deberían conformarse con tratar con funcionarios menores y, a menos que encontraran un valedor para conseguir una audiencia, se irían con las manos vacías. Aquél tal vez fuera mi destino también cuando volviera a Inglaterra. Era un problema que me pesaba como una losa: mi insignificancia y mi falta de valedor en la corte. En una ocasión que había mencionado aquella cuestión al tío Bennet, éste había silbado, cabeceando.

—Querido Richard —me había dicho—, conseguirle una plaza a tu hermano en el college es una cosa: hay cien plazas que cubrir, y él es un erudito notable. Pero ¿presentarle a alguien como tú al rey? Eso es harina de otro costal.

No faltaba mucho para que tuviera que afrontar precisamente aquel inconveniente. Me despedí de los hermanos y fui con Martin colina abajo, hacia el puente y el pequeño estudio de Vicolo di Calabraga. No quería estar mucho tiempo lejos de mi oro y mis piedras.

Habían transcurrido tres semanas desde mi llegada a Roma y Cellini había pasado a la siguiente fase de su trabajo. Paulino bajó un par de tarros de loza y les quitó el tapón. Estaban llenos de un fino polvo blanco.

—En uno hay yeso —me explicó Cellini—; el otro contiene polvo de vieja arcilla cocida.

Tomó cantidades iguales de ambos, que mezcló dentro de un tercero, y añadió agua a la mezcla hasta obtener una crema líquida. A continuación sacó una pequeña redoma y vertió un chorrito verdoso en el molde de cera del barco. Luego untó todos los recovecos con un fino pincel de pelo de marta.

—Aceite de oliva —murmuró—. No demasiado. —Se irguió y me miró con una sonrisa diabólica—. Basta de cocina. Ahora a trabajar en serio.

Cogió un poco de arcilla de una tarrina y formó un borde alrededor del molde. Luego echó la mezcla de yeso blanco sobre la cera. Miré excitado cómo allanaba la superficie con un pincel un poco más grueso que el primero.

—Cuando la escayola se seque, ¿estaremos listos para el oro? —pregunté.

—No tan rápido —refunfuñó—. ¿Queréis un trabajo rápido y chapucero o una obra maestra? Primero recortaré y alisaré el molde de escayola con un cuchillo, hasta que esté perfecto. Luego usaremos este modelo para fabricar el molde definitivo de bronce. Sólo entonces empezaremos a trabajar el oro.

Todos los atardeceres, cuando menguaba la luz, Cellini dejaba las herramientas y apagaba el fuego. Salíamos entonces para ver, como él lo llamaba, la verdadera vida de Roma. El Carnaval acababa de comenzar. Al cabo de dos semanas sería Martedi Grasso, Martes de Carnaval, y Benvenuto me prometió una noche loca inolvidable. Ya a la sazón el gentío invadía las calles a la puesta del sol: los caballeros y los nobles, las damas con antifaz mirando entre las cortinillas de sus literas y los pajes con antorchas iluminándoles el camino. Había incluso cardenales a lomos de mulas españolas, más costosas que un buen caballo, cubiertos de terciopelo escarlata y oro, con esclavos moros que sostenían sombrillas de seda sobre sus cabezas y un séquito de docenas de ayudantes y guardias. Se dirigían posiblemente en peregrinación a casa de algún noble que poseía la estatua de un santo, donde habría música y baile e incluso algunos jóvenes cantantes y un par de cortesanas. Revoloteando en medio del gentío, grupos de músicos, acróbatas, personajes estrambóticos o enanos, todos fantásticamente vestidos de sarraceno, o bufones con traje bicolor que se detenían a interpretar escenas e interludios procaces. La multitud se arracimaba para reírles la actuación y luego continuaba su camino. En los oscuros callejones secundarios, los burdeles estaban en pleno apogeo. A sus puertas, en cabinas de madera, esperaban los empleados de poca monta y los prestamistas que habían adquirido el derecho de vender indulgencias donde más falta hacía. A nuestro paso oíamos sus roncos gritos:

—¡Sodomía, veinte ducados! ¡Adulterio, cincuenta! Todos los pecados, pasados y futuros, sólo trescientos ducados!

El dinero de aquellas indulgencias, en su mayor parte, iría a parar al tesoro papal, aunque por supuesto la extensa organización que comerciaba con tales documentos también sacaba tajada. ¿Quién más? Los Fugger.

Todas las noches Cellini me acompañaba a una nueva muestra de desenfreno. Hubo visitas a las suntuosas casas de las cortesanas, repartidas libremente por nuestro barrio; hubo orgías en casa de sus amigos. Allí conocí a Francesco Berni, el poeta capaz de componer una sátira o un soneto sobre cualquier tema que se le propusiera. Y allí estaban Michelagnolo, el escultor, y tres o cuatro de los pintores más destacados de Roma, que trabajaban en las diversas villas del Papa o en los frescos del palacio apostólico; todos habían sido discípulos del gran Rafael. Había nobles también, jóvenes en su mayoría, pero también hombres de más edad a veces, mecenas de varios artistas, que se daban el gusto de saborear su mundo desenfadado. Todos llevaban una dama del brazo: cortesanas, claro, algunas de las cuales formaban corrillos para hacer comentarios en susurros entre risitas.

Tras unas cuantas horas de sueño volvíamos al taller: yo legañoso y soñoliento, pero Cellini con su habitual fogosidad y la mano firme con el buril. Volvía a mirar el modelo de escayola del barco navegando a toda vela, libre ya de la cera. Cada una de sus líneas, las nubes, las estrellas, las olas, todo respiraba vida. Tenía la sensación de que sin aquellas noches de desenfreno nada de aquello hubiera podido existir.

El bronce, cuando llenó el molde con un chorro brillante que cayó de la caldera tan reluciente como el sol, todavía era mejor.

Corría el rumor de que Benvenuto estaba enfrascado en un trabajo digno de ser visto. Muchos días había tres o cuatro nobles en la tienda, que observaban tomando un vaso de vino. Creía que Cellini tendría uno de sus arrebatos de furia por tales dis-tracciones, pero, por el contrario, encontraba su presencia halagadora. Era joven, todavía no había cumplido la treintena, pero era todo un maestro y estaba realizando un trabajo digno del mejor.

Una mañana dejó el buril y la lima que había usado en el molde de bronce y lo levantó.

—Ya está.

Los hombres que había en la tienda murmuraron su aprobación y prorrumpieron en aplausos.

—Bravo, Benvenuto.

—Ahora, maese Richard de Londres, ¿qué os parece que hagamos a continuación?

Me relamí. Había estado esperando aquel momento día y noche, mientras era testigo de los cuidadosos preparativos de Cellini y de su libertinaje.

—Es la hora del oro.

—¡El oro! Oh, sí, pero ¿qué oro? ¿Cualquier oro? Os tenéis por un entendido. Bien, tomemos una plancha de oro ricotta. Sí, oro fundido dos veces, recocido como el queso. Y oro de una finura determinada. Si es de menos de veintidós quilates y medio será duro, poco dúctil, reacio a dejarse trabajar. Por encima de los veintitrés quilates será demasiado blando; como decimos nosotros, demasiado complaciente. Se colará donde no queremos que se cuele y quedará grueso y carente de espíritu como una mujerzuela. Paulino, aviva el fuego.

Benvenuto abrió el gran arcón de hierro del rincón y sacó una plancha de oro. La pesó y anotó cuidadosamente su peso hasta el último grano. Luego puso en el banco de trabajo una piedra negra plana, una piedra de toque, y un puñado de agujas relucientes en sarta. La primera era de plata pura, la siguiente estaba hecha de veintitrés partes de plata y una de oro, la siguiente de veintidós y dos, y así sucesivamente, hasta la vigésimo quinta, que era de oro puro. Cellini frotó su plancha de oro contra la piedra de toque, marcando una raya, y luego fue probando las distintas agujas para compararlas hasta hallar la correspondencia. Después pesó una pizca de plata, mientras Paulino sacaba un crisol bien limpio y unas tenazas y abría la puerta del horno. El propio Cellini metió en él el oro y la plata. Todos los presentes miramos reverentemente, en silencio, cómo el oro se licuaba, hermosamente brillante, mortalmente abrasador, dispuesto a obedecer la voluntad de Cellini. Cuando estuvo adecuadamente disuelto lo sacó del horno con las tenazas y lo vertió en un molde de hierro circular para dejarlo enfriar. Luego volvió a usar la piedra de toque y las agujas para examinarlo.

Esperé, conteniendo el aliento.

—Listo.

Cubrió con el fino disco de oro el modelo de bronce y se puso a trabajar, amasando y presionando, ora con un cincel de madera de brezo, ora introduciendo un buril con infinita delicadeza en los pliegues de la figura, poniendo cuidado siempre en mantener el grosor del metal y evitar que se quebrara. El oro, a pesar de su belleza, es blando: hubiéramos podido doblar el disco con los dedos. Cuando hubo asentado el oro en el molde, inició un segundo moldeado allí donde sabía que los detalles eran más finos, adaptando el metal a las fisuras del bronce, ejerciendo presión. Era un trabajo que llevaba su tiempo, pero Cellini no hizo ninguna pausa ni levantó la cabeza de su obra. Por fin dejó las herramientas.

—Ahora veamos si he estado perdiendo el tiempo —dijo.

Separó el oro del bronce mate y levantó el disco terminado. En el taller no se oía ni una mosca. Lo miré maravillado. El barco cabeceaba en las olas rizadas, con las velas y el cordaje tensos. Medía menos de ocho centímetros, pero tenía empuje, vigor, era evocador y fascinante. Debajo del barco había nueve pequeños huecos para los zafiros; encima quedaba espacio para los cuatro diamantes y, en pleno centro, en el casco, allí donde se situaba el capitán, estaba el único hueco que albergaría la crisoprasa.

—¿Y bien? —preguntó Cellini.

—Es magnífico —respondí. Pero mientras lo decía el malestar me invadió.

—¡Es un milagro!

—¡Soberbio!

—¡Sois un maestro!

El orfebre no apartaba los ojos de mí. Aparté la mirada.

—¡Martin! —llamé—. Corre a la taberna del final de la calle y tráenos una jarra del mejor vino.

Martin, que jamás corría, me miró sombrío y se fue. Volví a mirar el maravilloso barco. Se burlaba de mí: me daba rabia la bajeza de mi rango en comparación con la belleza del oro. Me sentía como aquel barco, arrastrado por los mares invernales. ¿Hacia dónde? ¿Qué me esperaba al final de mi viaje?

Martin sirvió el vino y yo me uní al corrillo.

—Sois un desafío para Rafael —decía un hombre—. Casi divino. La fortuna os aguarda, Benvenuto. Los otros orfebres del Papa se morirán de envidia.

Hubo carcajadas, brindis, más vino. Pero Cellini no me quitaba ojo.

—Inglés, ¿qué os ocurre? Parecéis un condenado a la horca. ¿Mi trabajo no os place?

Lo miré.

—Me place demasiado.

Observé al grupo. Eran cinco hombres, aristócratas de sonrisa educada, barba recortada, pendientes de perlas, sombreros con plumas que llevaban inclinados con desenfado. Y ése era precisamente el problema. Allí, en Roma, yo me codeaba con condes y marqueses, pero en Inglaterra volvería a tener los pies en la tierra. En mi tierra no conocía a nadie. Sería de nuevo el hijo de la Viuda Dansey, del Broken Wharf, nada más.

—Perdonadme —dije. Me sentía incapaz de hablar, pero los ojos de Cellini me sondeaban y merecía que fuera honesto con él—. No se trata de vos, Benvenuto. Pero en Londres no tengo la buena fortuna de mezclarme con compañeros tan distinguidos. Nadie creerá que alguien como yo pueda tener un tesoro que enseñar en la corte.

Cellini resopló.

—La falta de previsión de este hombre me asombra. ¿Realmente no conocéis a nadie en la corte inglesa?

Incliné la cabeza, preparándome para sus burlas. Pero los nobles no rieron, sino que se acercaron y empezaron a hablar todos a la vez.

—Mi querido maese Richard, eso no es ningún inconveniente.

—Sir John Russell está en Roma, negociando la paz con el emperador. Es el embajador del rey Enrique y podemos presentároslo cuando queráis.

—Y también está aquí Thomas Wyatt, el hijo de sir Harry Wyatt. No hay cortesano más perfecto que él.

Cellini rio, palmeándome el hombro.

—Mis amigos conocen a todo el mundo. Alessandro incluso tiene un cortesano inglés alojado en su casa. Lleva aquí meses, con su esposa e hijas. ¿Cómo se llama? Podéis presentarle a mi amigo, ¿verdad?

La cabeza me daba vueltas. Russell, el diplomático de más confianza del rey Enrique. Y Wyatt: poeta, experto y... ¿no era también el encargado de las joyas del rey? La influencia que tenían aquellos hombres me dejó estupefacto.

Alessandro del Bene, un perfumado joven noble que llevaba un jubón carmesí, le mandó un beso a Cellini.

—Haría mil cosas más difíciles, Benvenuto, para complaceros.

Alessandro pertenecía a una de las familias de banqueros más importantes de Roma. Sus antepasados habían sido expulsados de Florencia por un complot, por lo que a Cellini le gustaba burlarse de él y llamarlo «ese condenado exiliado». Ocupaba un lucrativo puesto en la tesorería del Papa y poseía parte del monopolio del pastoreo de ovejas en todo el patrimonio de San Pedro, sinecuras que le dejaban tiempo suficiente para dedicarse a los pasatiempos propios de la nobleza. Y por todo ello era un astuto cortesano.

Se volvió hacia mí.

—Ese hombre se llama Stephen Cage. Pero no sabría decir qué negocio se trae entre manos.

Aquel apellido me conmocionó. Me retrotraje a un año antes, a la enramada de flores de papel del gran salón de Elthan y las palabras de Hannah Cage: «Me voy a un lugar donde dudo que me encontréis.» ¡Qué equivocada había estado!

—Stephen Cage —repetí con secreto deleite.

¿Por qué me preocupaba tanto por aquella chica morena que se había reído de mí? Era la esencia del mundo al que yo aspiraba. Su despreocupación, su orgullo, su desdén eran cualidades que compartía con las piedras más finas. Y yo iba a tener la suerte de entrar en su mundo, en su entorno más cercano. Un noble romano me la presentaría con toda ceremonia y podría saludarla como a una igual. Me sudaban las palmas y me había acalorado. Pero ¿y su padre? ¿Podría presentarme al rey? ¿Qué sabía de él en realidad?

Martin me miró.

—Patrón —me susurró—, seguramente Thomas Wyatt o Russell...

—No. Stephen Cage. —Me volví hacia Alessandro—. ¿Tendríais la bondad de presentármelo?

Me hizo una reverencia, que Cellini rubricó con una carcajada cantarina.

—Entonces, decidido. ¡Paulino! ¡Otra botella! Hoy ya es demasiado tarde para volver al trabajo.