11
A la tarde siguiente salí con Cellini por Via Giulia. Era el tercer domingo de marzo, faltaban sólo dos días para el Martes de Carnaval. Sonaba música por todas partes y actores enmascarados bailaban por las calles. El corazón me latía con fuerza. La última vez que había visto a Hannah yo no era nadie, y ella me había tratado como un simple entretenimiento. Pero esta vez las cosas serían distintas. Me había codeado con nobles, tanto allí como en Venecia. Saludaba y me vestía como un cortesano. Con el jubón veneciano de terciopelo negro, la espada con empuñadura de plata y el sombrero con su pluma y su broche, no desentonaba en compañía de nadie.
No tardamos en doblar hacia la izquierda y entrar en una pequeña piazza oblicua. A nuestra derecha, un edificio de estuco amarillo de cuatro pisos ocupaba casi por entero dos lados. Entre las hileras de ventanas se extendía un friso de antiguas escenas romanas de batalla pintado al fresco. Nos detuvimos en la puerta.
—El palazzo del Bene —dijo Cellini—. Estos frisos los pintó Polidoro da Caravaggio hace un par de años. ¿Lo recordáis? Otro de los aprendices de Rafael.
Un criado nos hizo pasar a un vestíbulo espacioso de mármol blanco con una escalera que conducía a un par de galerías. Era grandioso pero sin pretensiones. Subí, arreglándome la pluma del sombrero.
—¡Benvenuto!
Alessandro del Bene bajaba las escaleras a nuestro encuentro acompañado de un hombre de unos cincuenta años, alto, enjuto y rápido de movimientos, afeitado al estilo inglés. Alessandro abrazó a Cellini y luego me indicó que me acercara.
—Aquí está el hombre del que os hablé, el que procuró a Benvenuto tales maravillas.
Me incliné profundamente y con elegancia.
—Richard Dansey, mercader de Londres —continuó Alessandro—. Y éste es maese Stephen Cage. Un gran hombre en la corte inglesa.
Iba ricamente vestido, con un jubón veneciano dorado y escarlata, y en el sombrero llevaba un prendedor de oro parecido al mío. Yo no cabía en mí de gozo. Era como si acabara de llegar a la corte del rey Enrique, y la impresión que estaba causando era sin duda la correcta. Stephen Cage me miró largamente, me devolvió la reverencia con rapidez y desenfado, y le hizo un gesto de modestia a Alessandro.
—¿Un gran hombre de la corte? Ni mucho menos. Un mero peregrino. —Hablaba bien el italiano. Se tocó la medalla del sombrero, con la imagen de los santos Pedro y Pablo, con las llaves el uno y el otro con una espada: el emblema de un visitante de las dos tumbas que constituían los lugares más sagrados de Roma. Lo miré calculador. ¿Y si, después de todo, había metido la pata y, en mi entusiasmo por ver de nuevo a Hannah Cage, había dejado que me presentaran a un inglés sin ninguna influencia en la corte?
Stephen nos condujo escaleras arriba hasta la galería de la derecha y se detuvo ante una gran puerta.
Alessandro se puso a mi lado.
—He cedido a maese Cage la mitad de mi palazzo para que se aloje —me informó—. Esta noche nos sentaremos a cenar a su mesa, no a la mía.
Crucé la puerta y tuve que sofocar un grito. Era un gran salón que abarcaba toda la anchura de aquella ala del palazzo. Tapices enormes resplandecían en los muros con profusión de deidades paganas, pastores y cornucopias resaltados con hilo de oro y plata. En el centro de la habitación había unas mesas colocadas en L, con suntuosas alfombras turcas y manteles de lino blanco. Más allá vi un aparador de nogal en el que brillaban jarras y jofainas de plata, como las que había visto destinadas al rey en la calle de los Orfebres. Ardía el fuego en una chimenea con ninfas pechugonas esculpidas y, en una alcoba, cuatro músicos sentados en cojines de seda tocaban una melodía rápida y alegre con un violín y flautas dulces. La habitación entera respiraba comodidad y despreocupada opulencia.
De pronto oí el repiqueteo de una risa femenina detrás de una puerta al fondo. Cuando se abrió, cinco o seis spaniels entraron ladrando en la habitación, persiguiendo un mono vestido con un abrigo escarlata y amarillo. Al cuello llevaba una sarta de gruesas perlas. Varias mujeres salieron presurosas tras los perros. Y allí estaba Hannah Cage. Sonreía sin pudor, enseñando los dientes, mientras seguía con chispitas traviesas en sus ojos castaño oscuro al mono perseguido por la jauría.
Otra chica pasó corriendo y se volvió hacia ella.
—¡Hannah! ¡Detenlos! ¡Haz que vuelvan!
Más joven, rondaba los diecisiete, era esbelta y rubia al contrario que Hannah, robusta y morena.
—Antes tienes que atraparlo, dulce Susan.
Susan se agachó y desapareció bajo la mesa, donde se había refugiado el mono, detrás del mantel.
—Ven aquí, Belcebú, ven ahora mismo.
El mono pasó corriendo por delante de mis pies y lo agarré por la cadena. El animal se sacudió y dio saltos, enseñando los dientes mientras los perros ladraban a su alrededor.
—Así que me habéis seguido hasta aquí. Estoy ciertamente impresionada.
Levanté la cabeza y me encontré con Hannah que me miraba con picardía. Había hablado bajito, para que nadie la oyera. Le tendí la cadena del mono y me incliné en una profunda reverencia, muy formal. En aquel momento Susan salió a gatas de debajo de la mesa y se hizo cargo del mono.
—¡Susan! ¡Ya basta!
Una dama se acercaba. Stephen le puso una mano sobre el brazo, ignorando a sus hijas, como si el asunto del mono fuese un episodio común y no mereciera su atención.
—Quiero que conozcáis a Richard Dansey —me presentó—. Un vendedor de nuestra tierra.
—Mercader —le corregí molesto—. De Londres.
—Mercader —repitió Stephen educadamente, lo que encontré todavía más irritante. Se volvió hacia la dama—. Mi esposa, Grace Cage.
Ella me sonrió un tanto forzadamente. Era varios años más joven que su esposo, entrada en carnes y con el pelo todavía espeso y oscuro. Me sentí en presencia de una verdadera aristócrata. Posteriormente me enteré de que era prima del duque de Norfolk y, por tanto, de mejor cuna que el propio Stephen. Me hizo una reverencia y se inclinó hacia mí para que le diera un beso, al viejo estilo inglés, un saludo que incluso los de noble cuna usan: una costumbre que deja atónitos a franceses e italianos. Acercó su mejilla a la mía y se apartó.
—Y éstas son mis hijas —concluyó Stephen con resignación—. Hannah y Susan.
Miré a Hannah, que sonrió maliciosamente. Las veces que nos habíamos visto antes eran nuestro secreto. Volví a inclinarme en un saludo, quitándome el sombrero, con la mano izquierda en la empuñadura de la espada. Luego —¿cómo osé?— me acerqué para recibir mi beso. Y me lo dio, en plena mejilla. Por un instante percibí el perfume almizclado que salía de su vestido de seda carmesí, antes de que se apartara con una mirada pícara.
—¿Qué clase de mercader sois? De pescado salado no, espero.
Antes de que pudiera responderle, la pequeña Susan se me puso delante para que la besara, con los labios cómicamente fruncidos en su cara pecosa. Me dio un piquito en la comisura de la boca y se apartó con una mueca, como si hubiera probado algo repugnante.
Los criados empezaron a moverse con jofainas plata y aguamaniles. Miré alrededor, incómodo, e hice cuanto pude para imitar a los demás. Le tendí las manos a un criado para que les vertiera agua caliente mientras un paje esperaba con una toalla para secármelas. Toda aquella ceremonia me resultaba increíble. Sabía de su existencia y que era común en las casas de los nobles o la realeza. Pero no había visto nada de aquello en los casinos de Venecia ni en las fiestas de los artistas de Roma. Cellini, por otra parte, parecía a sus anchas. Después de celebrar la «libertad inglesa» para besar a las damas a conciencia, se estaba lavando las manos y bromeando con Grace. Hannah pasó a mi lado y me susurró:
—En esta ocasión sí que parecéis un caballero, Richard. Me pregunto si estaréis a la altura de las apariencias.
—Señorita Hannah —le hice una reverencia. Sabía cómo dirigirme correctamente a una joven dama. Se lo demostraría. Para empezar, estaba decidido a que no detectara ni un solo error en mis modales.
Stephen Cage me cogió del brazo y me condujo a la mesa en forma de L. Nos sentó a todos, uno tras otro; las damas en el lado interno de la mesa y los hombres frente a ellas, como estaba de moda en Roma. Me encontré situado a la izquierda de Alessandro, cerca del ángulo de la mesa, mirando los ojos brillantes de Hannah. A mi izquierda estaba Cellini, delante de la pequeña Susan, mientras que más allá estaban Stephen y su esposa, así como un cura que debía de ser el limosnero de los Cage, responsable de la caridad de la familia. Dejó un platito de plata para la primera rebanada de pan para los pobres y murmuró unas palabras de bendición en latín que, gracias a la música, que seguía sonando, nadie salvo Dios pudo escuchar.
—Maese Dansey, Richard Dansey —dijo Stephen, mirándome de pies a cabeza con ojos penetrantes—. Mercader. Debo de conoceros, a vos o a vuestra familia, en todo caso. ¡Ya lo tengo! —Me señaló con el índice—. ¡La Viuda de Thames Street!
Asentí, molesto. Que me reconocieran incluso allí y me marcaran con la reputación de casa era mortificante.
—Es mi madre.
Stephen sonrió.
—¡Oh, es bien conocida! Sus negocios son ingeniosos, mucho. Especias, colorantes, incluso un poco de usura. —Se volvió hacia mí con los párpados entornados, burlón—. ¿Y vos? ¿Son vuestras empresas similares?
La sutileza de su desprecio me aturdió. ¿Cómo iba a impresionar a aquel hombre? Vi desvanecerse en el aire mi presentación ante la corte, así como cualquier interés que Hannah hubiera podido sentir por mí.
—Los míos son diez veces más ingeniosos que los suyos —dije.
Stephen gruñó y Grace me miró con una leve sonrisa. Estaban sirviendo los platos, una docena por lo menos: aves de corral y pequeñas aves de caza y empanadas, todo en bandejas de plata. En el centro, justo al lado de un salero dorado en forma de ninfas bañándose, había una majestuosa garza, con las alas grises extendidas, la cabeza y el cuello arqueado como si estuviera viva, con la cresta negra temblando detrás de sus ojos sin vida.
—La he abatido yo mismo —estaba explicando Stephen—. Con ballesta, en las marismas.
Uno de los criados se inclinó sobre la mesa para cortar las pechugas en lonchas con unos cuantos cortes elegantes ejecutados a ritmo de la música. Yo contemplaba aquel espectáculo estupefacto; allí había detalles de una vida de lujo en los que no había soñado siquiera. Viéndome, Susan se tapó la boca con una mano y rio.
Por un instante me encontré con la mirada de Hannah, que nada dejaba entrever. Comía con perfecta naturalidad, mirando la mesa con aburrimiento. Cuando quiso tomar vino llamó a un criado levantando un dedo, tomó la copa, bebió y se la devolvió. Usaba el tenedor tal como si se hubiera servido de aquel curioso instrumento italiano toda la vida; se secaba los labios con la servilleta después de cada bocado, cogía sal de las doradas ninfas con la punta del cuchillo y probaba sólo un poquito de cada uno de los muchos platos, sin dejarse ninguno.
Yo estaba decidido a mantenerme a la altura y demostrar que no era un simple comerciante. Pero la comida era una prueba dura. Después de beber dejé la copa en la mesa: mi primer movimiento en falso. Miré los platos que tenía delante con desaliento. Entre las bandejas con las distintas preparaciones de carne y aves asadas había platos de plata que contenían una docena de salsas diferentes. La verde de agraz aderezado con pimienta y ajo era aparentemente para la garza, y la mostaza para el asado de cerdo, pero ¿para qué era la mermelada de jengibre? Miré a Susan ponerla a cucharadas solemnes por encima de las lampreas negras e hice otro tanto, momento en que ella se echó hacia atrás con la silla y me señaló con una carcajada. Hannah le dio a su hermana una patada por debajo de la mesa y se inclinó hacia mí.
—Ser ignorante no es una deshonra, Richard. Ésta es para el arenque con azúcar —me dijo.
La voz de Stephen me llegó desde la cabecera de la mesa.
—¿Y cómo es el comercio en Italia? ¿Os gustan los precios?
Le miré, pero no pude responder de la rabia que sentía. Al final estaba sentado en compañía de gente escogida y de posición elevada, como había esperado tantos años. Y me desagradaban. Había confiado en que las maneras y el modo de vestir que había aprendido en Venecia me dieran una estampa de nobleza, pero con los Cage aquello no servía de nada. Susan, evidentemente, me consideraba un zopenco al que se podía hacer creer cualquier cosa. Incluso había sacado a un spaniel de debajo de la mesa y le pasaba ostentosamente los dedos por el pelo, mirándome socarronamente para ver si la imitaría. Hannah me miraba con su sonrisa provocativa. Se inclinó por encima de la mesa hacia mí y murmuró:
—Debéis perdonar a mi familia. Estoy segura de que es bastante más accesible para vos de lo que parece.
Me incliné hacia ella.
—Por Dios que lo será.
—En tal caso, divertidme —susurró—. No tenéis idea de lo aburrida que es la vida aquí. Sorprendedme. No creo que podáis. —Se apoyó en el respaldo arqueando las cejas con una sonrisa hechizante.
Me limpié los labios con la servilleta, me la puse al hombro y miré a los ojos a Stephen Cage.
—Os agradezco que me lo preguntéis. Tengo un negocio floreciente. —Miré al resto de los comensales—. Tal vez os interese verlo.
Los criados estaban retirando los platos. Se llevaron la garza con las alas rotas, las costillas al descubierto y el cuello caído hacia un lado en la bandeja. Lo que quedaba de ella, que era bastante, se lo darían a los pobres, que sin duda ya hacían cola en la plaza, a la puerta de la casa. Los criados la reemplazaron por natillas o doucettes, platos humeantes de crema de almendras, dátiles confitados y uvas, y nos ofrecieron copas de hipocrás caliente.
Todos se volvieron a mirarme. Hannah se humedeció los labios y se inclinó hacia delante, cruzando los brazos bajo el pecho con un leve tintineo de perlas. Cellini frunció las espesas cejas y sacudió la cabeza para advertirme. Le ignoré. Estaba encendido. Los insultos de Stephen y el desdén de Hannah me dolían. No iba a dejar que aquellos aristócratas me vapulearan. Tiré de la cadena que llevaba al cuello y saqué mi cofre de su escondrijo bajo mi ropa. Me temblaban los dedos. Era consciente de la falta de delicadeza de lo que estaba haciendo. Pero ya me lo había quitado y lo había dejado en la mesa, entre los platos.
Grace me miró desde la otra punta de la mesa, sorprendida. La expresión de Stephen era impasible y anodina. No esperaba de mí nada que pudiera interesarle. Me saqué la llavecita del cinturón, la inserté en la boca de Cupido y abrí la tapa. Mantenía las piedras entre capas de seda para que no se rozaran, porque no todas son igualmente duras: un rubí puede estropear un zafiro, y un zafiro rayar el jaspe. Mis dedos dieron primero con los cuatro diamantes blanquiazules. Los levanté y los puse en la mesa, junto a un plato de confites de jengibre. Habían sido bien tallados. Destellaban, y bajo aquella danza de color sus aguas brillaban, frías como el hielo. Hannah tenía la mirada encendida. Desde el extremo de la mesa, Stephen intentó ver mejor, repentinamente interesado.
Las gemas que saqué a continuación eran más grandes que los diamantes y tenían destellos de más colores: de amatista, de azufre, del azul de las llamas, y cambiaban a cada momento. Sentí un escalofrío al verlas, como siempre me sucedía. Adelanté la barbilla y me pasé un dedo por el vello que intentaba convertir en una barba al estilo italiano de moda.
—¡Oh! —exclamó Hannah, para mi satisfacción.
Incluso la desgarbada Susan se apoyó en los codos para echar un vistazo, haciendo que la mesa de caballete se tambaleara.
—¿Qué son? —me preguntó Hannah.
—Ópalos. ¿Os gustan?
—¡Cuántos colores!
Los observamos. Los rojos, los dorados, los verdes. Se convertían los unos en los otros, pero, mientras duraba, cada uno de los matices era completamente auténtico. Miré a Hannah.
—Si quebráis un ópalo, todos los colores desaparecen.
Grace no quitaba ojo a las piedras. Su mirada era inquisitiva, precisa, penetrante. Las evaluaba y, esperaba yo, me reevaluaba.
Saqué las perlas de Hipólita.
—¡Qué redondas! —murmuró Hannah—. ¡Qué suaves y delicadas!
Se inclinaba hacia mí por encima de la mesa. Yo era consciente del brillo de sus ojos y la proximidad de su cuerpo. Tenía los brazos juntos y estirados por delante y el pelo le caía por debajo de la cofia.
—Están en su más perfecta juventud —dije.
—¡Oh! —Me miró—. ¿Envejecen las piedras como hacemos nosotros?
—Por supuesto que sí —le respondí, mirándola a los ojos. Tenía las pupilas negras y brillantes como la tabla de un diamante, con los iris tan marrones como el sardónice—. Si no las sacan con cuidado de casa quienes las aman, al final amarillean y mueren, solas y sin que nadie las admire. Es algo terrible.
Hannah sostuvo mi mirada un momento y luego sonrió, enseñando su dentadura perfecta. Bajó los ojos a las perlas, que hizo rodar ligeramente sobre el mantel con los dedos. Eché un vistazo al extremo de la mesa. Tenía toda su atención. Me pareció que era el momento de enseñarles mi pálida esmeralda escita. Como un jardín, una esmeralda de este tipo siempre es refrescante, independientemente de lo saturado que esté el espacio de otras piedras. Derramó sus rayos fríos y verdes sobre la mesa. Después de la emoción de las otras piedras, vi su humor mudar a un asombro más tranquilo. Dejé que la miraran un minuto y, luego, como un sol dorado verdoso, saqué mi crisoprasa y, tras ella, dejé caer sobre la mesa mis zafiros nublados como guijarros, como una granizada. Tenía aquella mesa de mujeres y hombres de la nobleza en la palma de la mano. Les había arrebatado a las piedras parte de su hechizo. Había llegado el momento de sumergirlos en un torrente de maravillas, así que saqué los ojos de gato de color gris verdoso, la oscura esmeralda persa, el rubí blanco, las amatistas, los jacintos y los granates. Cada piedra era de un color más vivo y más brillante que la anterior, y era recibida con un murmullo de admiración. Me guardé mi mayor tesoro para el final, el reluciente rubí, tan grande como la yema de un dedo. Lo puse entre las demás y dejé que su fuego tiñera la blancura del mantel.
La habitación estaba en silencio. Las doucettes y el hipocrás humeaban en la mesa, olvidados. Incluso Cellini se había inclinado hacia delante, mirándolas sin parpadear. Hannah levantó la cabeza, me miró y volvió a contemplarlas. Tenía los ojos brillantes. Respiraba rápido por la nariz y tenía el labio superior perlado de sudor. Me había planteado una tarea, un reto: había levantado una barrera entre nosotros y yo la había derribado. Me miraba desarmada. Si no hubiera habido nadie presente, juro que hubiera rodeado la mesa para besarla, y hubiera sido mía.
—¡Por todos los santos! —exclamó por fin Stephen—. ¡Sólo ese rubí tiene que valer quinientas coronas!
—Valdrá mucho más cuando lo haya llevado a su absoluta perfección —dijo Cellini—. Hay que tallarlo y engastarlo. Una vez hecho veréis una maravilla.
La pequeña Susan seguía mirando fijamente las piedras con aquellos ojos azul verdosos, duros, sin parpadear.
—Dadme una —dijo.
Grace frunció el ceño.
—¡Susan! ¡Calla!
Hannah miró a su madre y a Susan, y luego a mí. Tenía la mirada risueña y le temblaba la barbilla intentando contenerse, como si estuviera impaciente por ver lo que yo haría y cómo me las arreglaría para pararle los pies a su hermana. Sentí rabia por lo que aquella desagradable niña acababa de hacer. Había roto el hechizo. La barrera entre Hannah y yo volvía a estar allí: se me planteaba un nuevo desafío. ¿Qué hacer? Si accedía mostraría debilidad y me convertiría en el pelele de Susan. Pero si me negaba demostraría ser un simple mercader estrecho de miras. Pasé los ojos por las piedras y me detuve en el peor de mis zafiros, un guijarro resquebrajado y mate como queso mohoso. Lo cogí y se lo lancé por encima de la mesa a la pequeña Susan. Ella lo atrapó con la mano como si fuera una mosca. A Hannah se le iluminaron los ojos de la sorpresa y se echó a reír. Había pasado la prueba: había demostrado desdén aristocrático y aristocrática grandeza de espíritu en un solo gesto. Escogí entonces uno de mis cuatro diamantes, una piedra de Bengala del más puro azul pálido, una amatista rosa pálido igualmente valiosa y un vivo granate de Bohemia. Los empujé por encima de la mesa hacia Hannah.
—Escoged la que os guste.
Sonrió, dejando ver un instante su dentadura. La tenía en mis manos: seguro, seguro que era mía. O eso pensaba yo.
—Pero, Richard —me dijo—, si voy a aceptar un regalo debéis ofrecerme algo digno de mí. —Volvió a empujar las gemas hacia mí.
La miré incrédulo. Se había librado de mí otra vez, por completo. Sonrió viendo mi perplejidad. Me había equivocado radicalmente al juzgar su capacidad de respuesta: no era la clase de criatura que se deja atrapar de un modo tan burdo. Susan dejó de admirar su zafiro, me miró y me señaló con un dedo.
—¡Ja, ja, ja! ¿Eso os ha dolido, eh?
Grace y Stephen intercambiaron una mirada incómoda y él hizo un gesto rápido con la mano al limosnero, que inclinó la cabeza y murmuró unas palabras de agradecimiento.
—Benedictus Deus in donis suis, et sanctus in omnibus operibus suis...
La cena había terminado. Grace se levantó de la mesa en un arrebato y se acercó con ceño a las dos muchachas.
—Susan, Hannah.
Ambas se levantaron obedientes y cruzaron rápidamente la sala hacia los spaniels acurrucados junto al fuego.
Ciego de rabia, me puse a recoger las piedras para devolverlas al cofre. Grace se me puso al lado con una sonrisa amable.
—Por favor, perdonad a mis hijas, Richard. Las trajimos a Italia para que adquirieran modales. Temo que tendremos que quedarnos bastante tiempo.
Me levanté y me incliné ante ella.
—Por favor, no tiene importancia.
Los criados trajeron las jarras, jofainas y toallas para otro lavamanos.
—Mi buen muchacho, otra copa de hipocrás para Richard —pidió Stephen a un paje.
Mientras los pajes servían vino y obleas, me llevó hacia la chimenea con una mano en mi hombro. A sus ojos, yo ya no era un simple comerciante sino una persona importante, merecedora de su interés. Tenía que apoyarme en eso y darle a entender mi necesidad imperiosa de ser presentado al rey Enrique; pero en aquel momento todo lo que quería era marcharme.
Las dos chicas acariciaban las orejas de los spaniels, susurrando entre sí y riendo. ¿Cómo iba a acercarme a Hannah ahora, después de aquella derrota? Nos separaban unos tres metros de reluciente alfombra turca, rojiza y azul, pero era como si estuviera a centenares de kilómetros de distancia.
—Caramelito, pobre damita —murmuró, inclinada sobre las orejas de su perro.
Bajo aquella indiferencia saboreaba indudablemente su triunfo. ¿O esperaba, tal vez, o incluso deseaba, mi siguiente ataque? No. Era pretencioso por mi parte pensar aquello. La miré, furioso. Mis gemas habían hechizado a todos los comensales. Incluso Susan estaba sentada, sosteniendo el neblinoso zafiro al contraluz. Sólo Hannah se había librado del hechizo.
Stephen estaba todavía a mi lado.
—Dansey... —meditaba—. Dansey... veamos... Vuestra madre era Waterman de soltera. ¿Tenéis un tío? ¿Un secretario del cardenal de York?
Lo miré, sorprendido.
—Sí —respondí—. Bennet Waterman.
—Ah. Un puesto de mucha confianza el suyo.
—Eso creo.
Me quedé mirándolo, receloso. ¿Era amigo de Wolsey o pertenecía al grupo de cortesanos que se oponían a él? Se me puso piel de gallina al pensar que podía estar frente al misterioso «hombre de Roma» de la carta de Bennet. Si era así, se trataba de un enemigo de mi familia. Pero aquélla era una suposición demasiado arriesgada. Decidí no mencionar aquel encuentro a Bennet. Al menos por el momento. Stephen tenía una expresión impenetrable, como si no deseara decir demasiado. Le hizo un gesto de asentimiento a su esposa. Grace se me puso al lado.
—Tenéis que contárnoslo todo acerca de vuestra empresa. ¿Disponéis de un barco propio?
—Mi madre es la propietaria de un barco —respondí—. Yo no necesito tener uno. Comerciar con gemas no implica llevar cargamentos voluminosos.
—Por supuesto. —Grace se humedeció los labios—. ¿Y ésta es vuestra primera empresa, Richard?
—No la primera, pero sí la primera que llevo a cabo por mi cuenta.
—Estupendo. ¿Os quedaréis mucho tiempo en Roma?
—Me quedaré tanto como haga falta —respondí, sin apartar los ojos de Hannah.
—¡Bien! Mañana por la noche se celebra la carrera en el Corso. Corren los caballos salvajes de los bereberes del norte de África. Habrá gradas dispuestas para la gente bien, desde las que se verán mejor. ¿Tal vez querríais acompañarnos?
El corazón me brincó en el pecho y volví a mirarla.
—Será para mí un placer.
Le lancé otra rápida mirada de soslayo a Hannah. Me observaba, pensativa y retadora. Se había reanudado la caza.