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POR el momento me contenté con obedecer a mi madre. Estaba creciendo, me dije, madurando como una gema que en las profundas entrañas de la tierra avanza lentamente hacia su perfección. Estaba adquiriendo un buen dominio del italiano y aprendiendo bastante portugués y español: valiosos logros, puesto que muy pocos extranjeros se molestaban en aprender una lengua menor como el inglés. Mi ojo para las piedras se agudizaba con cada viaje y mi reserva de monedas crecía a la par. No tardé en poder adquirir una o dos gemas de las más caras. Había llegado la hora de pasar a la siguiente fase de lo que ambicionaba. Me había propuesto convertirme en mercader de joyas, no en un mero minorista que surtiera de piedras a Breakespere y Wolf & Heyes, sino en un comerciante de prestigio capaz de hacer negocios directamente con la corte. Así me acercaría a su mundo maravilloso, dorado y fastuoso. Como para Thomas, me dije, mi mejor baza era nuestro tío.
Bennet Waterman tenía un alto concepto de sí mismo por aquel entonces. Era uno de los auditores del cardenal Wolsey. Se ocupaba de las facturas de la cancillería y habitualmente de cualquier asunto que los laberínticos negocios del cardenal requirieran. Aquello situaba al tío Bennet en el halo de la corte. Llevaba una toga de terciopelo ribeteada de seda y un prendedor de plata con un pequeño granate. Cuando el cardenal Wolsey residía en York Place, su enorme casa de Westminster, el tío Bennet solía ir en barco río abajo a visitarnos, a Thames Street. Mientras mi madre y William conversaban acerca de las últimas tarifas de la pimienta en nuestro aireado salón iluminado por las velas, el tío Bennet nos llevaba a Thomas y a mí aparte, con la barriga oronda tras una de nuestras generosas aunque sencillas cenas. Le encantaba presumir de cortesano ante su hermana, y aunque ella se burlara de sus ademanes y sus aires, era un contacto que no podía permitirse despreciar, al menos por el bien de Thomas.
—¡Ah, el rey Enrique! Es la flor de la caballería, hijos míos. ¿Os he contado cómo llegó a casarse con la reina Catalina? Él sólo tenía once años cuando se prometieron. Ella tenía diecisiete y era la viuda de su pobre hermano, el príncipe Arturo. Seis años duró su compromiso, mientras el difunto rey se afanaba buscando el modo de reclamar su dote a España. Nunca hubiese dejado que su hijo se marchara, ¿sabéis? Dicen que le tenía una envidia terrible por su aspecto y su fuerza. Lo tuvo encerrado como a una malhadada virgen de cuento. Pero cuando el rey Enrique VII falleció, ¿qué hizo nuestro joven rey? Pues se casó con Catalina de inmediato. Con dote o sin ella. Ningún caballero sacado de un antiguo romance podría haber actuado con más justicia.
En las Navidades de 1523 regresé a Inglaterra después de otro viaje con William. El tío Bennet me coló entonces en una audiencia general en el gran salón del rey, en Westminster. Me susurró que no me apartara de su lado y que no llamara la atención. Permanecí de pie entre los pajes y seguidores de menos rango del cardenal, mirando las filas de personajes de alcurnia en que estaban representadas las diversas facciones y los distintos poderes de la corte. El corazón me retumbaba en el pecho. Nunca había visto al rey tan de cerca. Estaba allí sentado, inmóvil, una presencia poderosa y abrumadora: nuestro soberano señor Enrique VIII. Tenía poco más de treinta años y era apuesto como nadie, de extremidades largas, con una cara alargada y delgada, con barba, aunque la moda en Inglaterra era afeitarse. Paseaba la mirada por el salón. Estaba de un humor terrible: acababa de llegar a Inglaterra la noticia de que los turcos habían expulsado de Rodas a los Caballeros de San Juan. Tenía delante una misiva del Papa y vociferaba sin parar con su vozarrón:
—¡Soy el Defensor de la Fe!
Aquel título era un regalo del Papa que Enrique llevaba con mucho orgullo.
Mientras hablaba, me fijé en su atuendo con criterio de joyero. En el gorro de terciopelo negro llevaba una insignia con un gran brillante. El cuello de la camisa era de hilo de oro con esmeraldas; el dibujo del jubón, recamado en oro, seguía un patrón romboidal con racimos de perlas en los vértices. Sobre el pecho le colgaba una cadena de oro con zafiros y amatistas talla esmeralda, de la que pendía un pesado medallón en el que relucían cuatro rubíes oscuros; al cinto, una daga con la funda de pedrería; anillos en los índices de ambas manos, uno con un ópalo, el otro con un diamante, y, sobre las calzas de seda carmesí, por debajo de la rodilla derecha, una liga con esmaltes y perlas. Cuando se movía, las joyas centelleaban en su pecho, dedos y piernas como si del mismísimo Dios sentado en su esplendor se tratara.
A su lado estaba la reina Catalina, de casi cuarenta años, con una cara regordeta de barbilla prominente, muy maquillada. La cruz de oro que llevaba sobre el pecho y las sartas de rubíes y perlas formaban sin duda parte de aquel ajuar traído de España. Me enteré por mis amigos de la calle de los Orfebres de que rara vez compraba nada nuevo. Sentada con ella estaba la princesa María, una pequeña de siete años no demasiado agraciada, de ojos oscuros, la única hija superviviente de Enrique y Catalina en sus catorce años de matrimonio. Cada vez resultaba más evidente que sería la futura reina y, por eso mismo, un comerciante en ciernes habría obrado sabiamente ganándose su favor. Pero para que aquello se hiciera realidad faltaba mucho. El verdadero objetivo de momento era el rey.
Sabía que Enrique compraba montones de gemas al año y que había hecho ricos a Cornelius Heyes y a los otros. El negocio estaba allí, pero ¿cómo hacerme con él? Todo pasaba por las manos de aquellos pocos grandes joyeros. Si hubiera tenido un valedor en la corte... Miré las filas de cortesanos encumbrados. Allí estaba el cardenal Wolsey, con dos sacerdotes muy altos que llevaban las cruces de plata de dos metros que representaban su autoridad como legado papal y arzobispo de York. Su orgullo era inmenso. A cierta distancia estaban su limosnero, sus chambelanes y tesoreros y, alrededor, los funcionarios de más alto rango, auditores, secretarios, e incluso el funcionario cuyo trabajo consistía en derretir el lacre para el cardenal. Sospeché que el tío Bennet, un abogado humilde, no tenía tanta influencia sobre el cardenal como pretendía.
Enfrente del cardenal estaban los poderes rivales de la corte: el sabio e irónico sir Tomás Moro, que acababa de ser nombrado presidente de la Cámara de los Comunes; el severo Thomas Howard, duque de Norfolk, el curtido soldado veterano de Flodden, que llevaba años ambicionando en vano la caída del cardenal. Era un individuo de escaso poder efectivo, aunque de mucha influencia y majestuosidad. Ganarse las simpatías de cualquiera de aquellos hombres era casi tan difícil como aproximarse al mismísimo rey Enrique. Lo que necesitaba yo era una oportunidad, una ventaja, un golpe de suerte.
En 1524, un año después de haber visitado a mi madre, abrí de nuevo mi cofre ante ella. Para entonces formaba parte de mi colección un pequeño pero perfecto zafiro que le entregué como regalo. Hizo rodar la piedra con un dedo sobre la mesa y me la devolvió.
—Quédatela —me dijo—. Véndela. Todavía vas a necesitar hasta el último penique. Continúa, Richard. Aún no me has convencido.
Por alguna razón, los miembros de la antigua pandilla nunca estábamos todos en Londres al mismo tiempo. En otoño regresé nuevamente a casa. Pero John se había ido a Hungría para comerciar con sal. Las grandes minas húngaras estaban amenazadas por el feroz avance de los turcos y la Casa Lazar buscaba sacar provecho rápidamente, antes de que el mercado se cerrara.
—Ha encontrado su oportunidad de negocio —comentó Thomas, ambos sentados en el muelle con la mirada fija en los remolinos del río—. Si sobrevive a él. —Thomas estaba cada vez más cabizbajo aquellos días. Seguía con el franciscano. El college del cardenal aún no estaba terminado; los monasterios destinados a financiarlo se habían negado a que los disolvieran.
—¿No puedes encontrar un puesto en otra parte? —le espeté.
Sacudió la cabeza.
—Madre dice que espere. Un poco más.
Al verano siguiente, el de 1525, cumplí los veinte. En aquellos años hervía de descontento. Los negocios con William habían perdido su encanto para mí. Había aprendido de él todo cuanto podía y mis ganancias aumentaban a paso de tortuga. Los portugueses no se interesaban verdaderamente por las piedras preciosas, a pesar de que sus navíos recalaban en los mejores mercados: Surat, Calicut, Pegú. No, «que sean especias», había dicho su rey, el tendero jefe de Portugal, y especias habían sido. Mi ciudad anhelada era Venecia: allí estaban las piedras preciosas y cualquier otro lujo para llevar una vida de opulencia.
Cuando llegó el día de mostrar mis tesoros nuevamente a mi madre desplegué ante ella ópalos y amatistas, granates, jacintos y perlas, y vacié mis tres bolsas de oro a su lado con un pesado tintineo. Levantó una ceja.
—Si pudierais prestarme un poco de dinero —me quejé—. Si dejarais que el Rose comerciara un poco más lejos...
Se sentó en su silla y me miró con aquellos gélidos ojos azules.
—¿Y por qué debería hacer algo semejante? Mientras sigas en la firma de los Dansey, hijo mío, Nápoles continuará siendo nuestro puerto más alejado. Entre Londres y Nápoles podemos encontrar todo lo que nos hace falta.
Pero recorría con la mirada mis joyas con un brillo calculador en los ojos. Si sabía proponérselo adecuadamente, conseguiría ganármela.
Acosé al tío Bennet para asistir a estrenos y bailes de máscaras, audiencias, celebraciones de mayo, procesiones, peregrinaciones, fiestas... Costaba dar con él aquel verano; estaba plenamente dedicado a la gran visita de Wolsey a las abadías, que exprimía tanto oro a los abades y era motivo de tantas protestas solapadas. Sin embargo, siempre que podía me hacía un favor, en parte para complacerme, creo, y en parte para demostrarle a mi madre lo importante que era.
Cuando llegó el verano, la corte no regresó a Londres. La peste se había desatado y todos nosotros nos movíamos a hurtadillas, con hierbas contra la cara, sin acercarnos a nadie con quien nos cruzáramos en la calle.
—El rey pasará las Navidades en el campo, en Eltham Palace —nos contó Bennet—. Las Navidades Ocultas, las llaman. No obstante, creo que podré colarte si eso es lo que tienes en mente.
Llegué allí de noche, y Bennet me introdujo en el Gran Salón, mezclado con los criados que estaban sirviendo copas de oro y cuencos de vino. Me quedé parado en la puerta, asombrado. El salón era un bosque formado por árboles de damasco verde de cuyas ramas pendían hojas de lámina de oro y racimos de bellotas doradas, brillantes a la luz de las antorchas. Entre los árboles había bestias maravillosas, antílopes y elefantes y leones de tela con coronas de oro y la cola de alambre de hierro, y bufones disfrazados de salvajes que daban saltos con máscaras forradas de hiedra, entre chillidos estridentes y carcajadas. La habitación estaba llena de risas y música. Rodeaba el bosque un emparrado de rosas sedosas en el cual el rey y sus cortesanos bailaban al son de cálamos y violines. También todos los hombres llevaban máscaras, doradas y sonrientes, con barbas de hilo de oro. Las parejas metían la cabeza por los aros de la pérgola y las ristras de perlas de las damas entrechocaban sobre sus pechos.
Me invadió un vehemente deseo mientras observaba entre los mayordomos y pajes y los cuencos de vino humeante. ¿Por qué no podía participar en todo aquello? ¿Qué ley inquebrantable me obligaba a ser un comerciante en fardos de lana y cajas de especias mientras aquellas criaturas de oro se mofaban de mí con sus risas? Agarré súbitamente una máscara que había junto al vino y me uní a ellos. Los bailarines se separaron y se arremolinaron bajo el enramado, arrastrándome consigo; los violinistas daban saltos entre los asistentes, y los salvajes parloteaban, y los caballeros y las damas jadeaban y reían.
Me llamó la atención una muchacha, más alocada y desinhibida que el resto, que echaba atrás la cabeza cuando giraba, con un pelo negro que se le escapaba de la capucha. Era alta y fuerte; los pechos llenaban la blusa de batista que asomaba por la abertura de su vestido azul marino. Llevaba dos collares de finas perlas de Oriente que se derramaban por encima del busto y el corpiño. Los bailarines se apartaron brevemente y la seguí entre los árboles resplandecientes para cogerla de las manos. Sus ojos castaño oscuro bajo la dorada máscara chispearon sorprendidos. Bailamos juntos entre los árboles, mientras los cálamos trinaban y los violines cantaban. En aquel instante era uno de ellos, un afortunado, un ser dorado en un mundo de belleza y joyas. La hice girar más deprisa y ella echó atrás la cabeza y rio. Pero la música terminó y puso fin al baile. Nos detuvimos al pie de una enramada de rosas de papel. La vehemencia de la danza las había arrancado y estaban en el suelo, pisoteadas.
La muchacha me dijo:
—¿No vais a soltarme las manos?
Estaba comportándome como un tonto; se me notaba que no era cortesano.
—Sólo si me mostráis el rostro.
Le solté las manos, y cuando se quitó la máscara hice otro tanto. Tenía la cara redonda, suave, encendida de emoción, una emoción tan ajena al mundo del comercio que me dejó sin aliento. Ella no se preocupaba por otra cosa que no fuera el placer del momento y la alegría de vivir. Tuve una sensación promisoria. Con una muchacha como aquélla a mi lado podría ir a cualquier parte, convertirme en lo que quisiera. Mientras pensaba aquello vi cambiar su expresión; sonreía de un modo curioso. Entonces también yo caí en la cuenta. Llevaba seis años sin ver aquel rostro, pero no tuve duda: era Hannah Cage.
Ella echó atrás la cabeza y rio.
—¡El muchacho que jugaba en la calle! ¿Habéis heredado un ducado?
La música sonó de nuevo, me bajé la máscara para ocultar la turbación y la cogí de la mano. Evolucionamos hasta incorporarnos al grupo.
—Todavía no —respondí por fin—. ¿Y vos? ¿Habéis dejado el hogar? ¿Estáis casada? —El corazón se me salía del pecho. Ella rio.
—Mi padre nos compró una casa más elegante en la ciudad, lejos del tufo del río. ¡Casada! Para que me case tendrán que atraparme. Y los cortesanos son terriblemente lentos.
—Pero yo os he atrapado. ¿No es así?
—De momento. Pero me voy a un lugar donde dudo que me encontréis.
Un bufón cayó y gritó delante de nosotros con un campanilleo. Relajé mi presa un instante y Hannah se apartó y desapareció entre los bailarines. Me agaché bajo los árboles y corrí tras ella; en un claro miré a ambos lados y me abalancé hacia la izquierda, hacia la puerta del salón. Fui a dar de bruces con mi tío Bennet, que sacudió la cabeza con gesto de desagrado. Yo estaba furioso y avergonzado. Mi tío tenía razón; si me pillaban, sería él quien pagara las consecuencias. La caza había terminado. De momento.
Después de Navidad, la peste empezó a ceder terreno. Bennet me dijo que el rey se había trasladado con la corte un poco más cerca de Londres, y que celebraría una gran justa para todos los nobles en su palacio de Greenwich, el Martes de Carnaval, para señalar el comienzo de la Cuaresma.
—Pero esta vez —me amonestó— debes ser discreto.
Le di las gracias. Mi encuentro con Hannah Cage me había dejado insatisfecho. Y además, si quería introducirme en la corte tenía que estar atento y seguir al rey en todo momento, como el ladrón sigue los pasos de su víctima.
Por lo que ahí estaba, la mañana del 6 de febrero de 1526, entre el gentío, en el Tiltyard, el campo abierto que ocupa todo el flanco oriental del palacio de Greenwich. A mi espalda se elevaban sus torres y pináculos, más allá de los cuales empezaban las casas bajas del pueblo, arracimadas como mendigos a las puertas del monarca.
En el centro del campo había barreras de unos dos metros de altura, construidas con planchas robustas, para separar a los caballeros que participaban en las justas. A mi derecha había un nutrido grupo de tiendas. Vi escuderos y armeros moviéndose entre ellas provistos de tenazas, martillos y sacos de remaches, mozos de cuadra con trajes bicolores, y ayudas de cámara vestidos de satén blanco que llevaban vino humeante. Allí estaba el gran pabellón del rey, con sus cubiertas cónicas coronadas por dragones y leones dorados, donde seguramente estarían ayudando al monarca a ponerse la armadura. Más allá estaban las tiendas de las cocinas, por los respiraderos de cuya cubierta salía el humo, y el campamento de los marineros del rey, que habían desembarcado cabrestantes y grúas para montar los distintos pabellones. Cerca de treinta trompetistas y tamborileros a caballo se mantenían a la espera.
Al final vi que apartaban la puerta de la gran tienda y salió el rey Enrique. Llevaba una armadura completa, de pies a cabeza, de acero brillante en las partes visibles, con una sobreveste de oro y plata con emblema carmesí y un lema o verso alrededor. También su caballo llevaba armadura, con penacho de plumas de avestruz escarlata en la testuz. El rey sostenía la lanza con una mano, dorada y pintada, larguísima, aunque ingeniosamente hueca para que fuera ligera y de fácil manejo. Salieron otros once jinetes de entre las tiendas y se situaron en fila detrás de él, todos ataviados con los mismos colores. Cuando avanzaron al trote, los cascos levantaron terrones húmedos y hierba. Los tambores redoblaron y sonaron las trompetas con estruendo repentino. La muchedumbre que me rodeaba se descubrió y yo vitoreé como el que más.
—¡Dios salve al rey! ¡Dios salve al rey Enrique! —grité.
Una segunda hilera de jinetes se situó en el extremo opuesto. Todos llevaban sobreveste de satén verde y carmesí. Ambos grupos se acercaron al palco de la reina, situado a la misma distancia de los dos extremos del campo, y la saludaron con sus lanzas. Repasé los cortesanos que había a ambos lados de la reina buscando a Hannah, pero no vi señal alguna de su presencia.
Vi a los escuderos ayudar al rey a situar la lanza en posición. No era cosa fácil. El tope de la lanza se fijaba al cuerpo con abrazaderas y el guantelete derecho de Enrique quedaba sujeto al asta, que se aseguraba con cierres a su brazo izquierdo. Otro par de cierres sujetaban el asta a la cara interna del codo izquierdo y descansaban sobre la muesca del escudo.
Con las piernas estiradas y espoleando los flancos del caballo, el rey Enrique arrancó.
El animal avanzó sin ponerse al galope, amblando, lo apropiado en las justas, moviendo a un tiempo el pie y la mano de un mismo lado: sólo manteniendo esa marcha podía el jinete esperar acertar en su envite. El rey avanzó como una nube de tormenta, despacio pero con una fuerza inmensa y la lanza a una altura mortífera. El marqués de Exeter, uno de los viejos amigos de la infancia de Enrique, arrancó desde el otro extremo del campo, acortando distancias con el soberano. También era hábil, pero la oscilación de su lanza indicaba que carecía del control y la fuerza de Enrique. Cuando se encontraron, la lanza del rey impactó en el escudo de Exeter con estruendo y se quebró. La de Exeter, derrotado, se bamboleó fuera de control. Aplaudí y vitoreé al rey, cuya lanza rota le señalaba como vencedor. El monarca volvió grupas y regresó despacio al punto de partida. Pasó a menos de tres metros de mí y, por primera vez, vi claramente el diseño de su escudo de armas. Lo seguí con la mirada. Me sudaban las palmas y me notaba el pulso en los oídos.
Lo que vi repetido en la espalda del rey, en su escudo y los flancos de su caballo fue un corazón en llamas. Aquel corazón estaba atrapado en una prensa, tal vez una prensa de uva o de esas que usan los encuadernadores, con un lema debajo: DECLARE JE NOS. Declare I dare not. «Declaro que no oso.» Era el corazón de un amante torturado, prisionero en la agonía de una oculta pasión no correspondida. Cuatro años antes, cuando acababa de regresar de mi primer viaje a Lisboa, el rey había cabalgado en una justa llevando un emblema parecido. En aquel caso había sido un corazón herido, y los otros participantes lucían una variedad de símbolos similares: corazones destrozados, corazones encadenados, corazones prisioneros. Sus lemas proclamaban: «Irremediablemente», «Se me parte el corazón», «Entre la alegría y el dolor». Nadie entonces había reparado en ello; pero poco después se supo que Enrique había iniciado un romance con una nueva amante. Mary, sobrina del gran duque de Norfolk, casada con un tal William Carey, primo lejano del rey y otro de sus amigos de la infancia, había estado en la corte francesa. Se convirtió en dama de la reina, mientras que Carey pasó a ser un cornudo de la corte complaciente.
Yo había seguido el progreso de aquella aventura desde la calle de los Orfebres, donde había visto preparar los relicarios de oro, las botellas de perfume de cristal, las cruces y los colgantes abarrotados de rubíes y perlas maldiciendo mi suerte por ser demasiado joven y pobre para compartir los beneficios del amor del rey Enrique. Con el tiempo, el flujo de joyas desde Cheapside a varios palacios reales disminuyó. De hecho, a decir del tío Bennet, el rey hacía poco que había devuelto a Mary a su marido, embarazada. La herida del corazón regio de cuatro años antes había sanado. Y ahora aquello: de nuevo un corazón en llamas y aquel «declaro que no oso».
Otra pareja de jinetes pasó con estrépito, las lanzas se torcieron y fallaron el golpe. El público prorrumpió en abucheos. ¿Quién era la mujer?, me preguntaba. ¿Una de las damas de su esposa, tal vez, como habían sido Mary y su predecesora, Bessie Blount? Fuera quien fuese, estaba seguro de que aquélla era por fin mi oportunidad, el golpe de suerte que había estado esperando. La recompensa para quienes suministraran joyas con las que alimentar la pasión del rey sería enorme. Y esta vez estaba decidido a sacar tajada.
En mi viaje de vuelta a Londres, embutido en un banco entre los demás pasajeros de la embarcación, con el chapoteo de los remos y las salpicaduras de agua del río en la espalda, no dejaba de darle vueltas al problema que se me planteaba. Era exasperante. Había esperado mucho tiempo. Me había educado, había entrenado mis sentidos, mi habilidad y mi criterio para convertirlos en herramientas precisas, listas para su uso. Pero si iba a hacer un intento serio tenía que encontrar financiación a una escala que estaba fuera de mi alcance. No me quedaba otro remedio que recurrir a mi madre. Mi orgullo se rebelaba contra ir a mendigarle. Tendría que combatir su eterna desconfianza en las piedras preciosas, cuya fascinación tanto dinero había costado a su marido a lo largo de los años.
La encontré sentada a la mesa de la contaduría, con montones de monedas brillantes ante sí: escudos franceses, cruzados portugueses, ducados genoveses. Las pesaría todas antes de llevarlas a la Casa de la Moneda para cambiarlas por coronas inglesas. Seguía teniendo un aspecto juvenil. El pelo, ondulado y hermoso, siempre se le escapaba por algún punto de su cofia negra de viuda. En el hogar ardía un pequeño fuego y el aroma de los clavos del almacén de abajo se mezclaba con el del carbón ardiente. William Marshe, en el asiento de respaldo alto, tenía un libro de contabilidad abierto ante sí y en la cara su habitual expresión melancólica. Oscurecía. Había varias linternas de estaño apagadas en el suelo, que nuestros vigilantes nocturnos usarían. Me senté junto al fuego frente a William.
Mi madre me habló sin mirarme.
—Así que tienes algo que decirme.
Me costaba más empezar de lo que había esperado. Era inútil intentar emocionarla con mis ambiciones, describiéndole la pompa y la seducción de la corte. Aquello sólo la pondría en mi contra de entrada. Así que fui directo al grano, contándole lo del emblema y el lema del rey y el significado que a mi entender tenía: las llamas de la pasión encendidas una vez más para reemplazar a la rechazada Mary. Mientras hablaba, ella me miraba como un joyero sondeando una piedra para encontrarle algún defecto.
—Una nueva amante —dijo, retrepándose en la silla—. ¿De veras? Entonces ¿por qué no has oído nada acerca de eso, tú, con ese oído privilegiado que tienes para las nuevas de la corte? Las amantes del rey suelen ser las primeras en jactarse de su promoción.
Me alejé de la chimenea.
—Os lo he dicho: «Declaro que no oso.» Todavía la está cortejando: va tras ella. La incita, la atrae, al igual que ella lo atrae a él. El lema y el corazón en la prensa: todo indica que la dama aún no se ha entregado.
Miriam Dansey se puso los brazos detrás de la cabeza, bostezó y soltó una carcajada.
—¡No se ha entregado! ¡Qué maravilla! ¿Por qué no lo ha hecho? Yo lo haría si el rey Enrique me cubriera de joyas.
Di una palmada y salté, encantado de que hubiera caído en mi trampa.
—¡Ahí lo tenéis! Vos misma lo habéis dicho. ¿Qué hace un rey cuando se le niega el amor? —Di vueltas por la habitación, dejando que mi larga sombra bailara con la hoguera—. La cubrirá de zafiros, la enterrará en diamantes, comprará toda Persia y las Indias y las pondrá a sus pies. Y yo...
Mi madre soltó una carcajada estridente.
—¡Ahora lo veo! ¡Crees que serás el único que le venderá joyas al rey! ¡Oh, mi loco, loco muchacho! El rey se las comprará a Cornelius, a Christian y a Morgan Wolf. A los hombres que conoce y en quienes confía. ¿Por qué iba a molestarse en comprártelas a ti?
—Mis joyas serán mejores —respondí.
—¡Uf! —bufó, divertida—. ¿Y cómo, en nombre del cielo, vas a lograr eso?
Me senté en un taburete y me incliné hacia su mesa. William no me quitaba ojo de encima. Era sagaz, a pesar de su aspecto, y seguramente me estaba valorando igual que mi madre.
—Las piedras llegan a Londres procedentes de Amberes o Brujas, donde han llegado antes desde Génova o Venecia. Los italianos y los franceses se quedan con las mejores. Heyes y los demás se limitan a esperar sentados en Cheapside lo que los comerciantes les traen. Yo no haré eso. Iré a Venecia y me haré con las gemas en cuanto lleguen de Oriente. Volveré con piedras nunca vistas. Haré...
—¿Por qué no ir más lejos? —preguntó William, sonriendo apenas—. A El Cairo, o incluso a Serendip o Golconda.
Me estaba probando, intentando ver cuán ambiciosos eran mis planes. Sacudí la cabeza.
—No hay suficiente tiempo. Si quiero beneficiarme he de llegar el primero. Cuando la dama sucumba a los encantos del rey, el torrente de regalos disminuirá. Enrique ya no querrá lo más raro y fino. Sólo hará compras menores, como esos regalos de Año Nuevo que todavía le manda a Bessie Blount.
William volvió a sentarse y asintió.
—Veo que voy a perderos, Richard. —Miró a mi madre, que tamborileaba sobre la mesa, impaciente.
—Yo seré quien lo decida. —Se volvió hacia mí—. Por tanto, me pides un préstamo. Uno muy, muy cuantioso. ¿No es así?
Asentí. La Viuda de Thames Street frunció el ceño. Dio un golpe con el sello de los Dansy sobre la mesa y dijo:
—No lo decidiré hasta que el Rose regrese.
William zarparía cualquier día, y yo con él. Había tenido la esperanza de evitar aquel viaje. Apoyé las manos en la mesa.
—Entonces será demasiado tarde. La rapidez lo es todo. Seguro que lo sabéis.
Ella se levantó despacio y apoyó sus manos junto a las mías.
—Tienes demasiada prisa —me dijo suavemente.
La miré, ceñudo.
—Muy bien —dije—. Dejad que el Rose se haga a la mar. Pero no iré en él. Mi lugar está aquí, donde puedo seguir los acontecimientos de la corte.
Mi madre contuvo el aliento y frunció las cejas, dispuesta a replicar. Pero luego pareció cambiar de idea y sonrió.
—Como prefieras.
Me volví y salí de la habitación.
Al cabo de dos semanas el Rose partió corriente abajo desde la torre de Londres, con la marea, y salió a mar abierto con su habitual cargamento de lanas inglesas. Posiblemente pasarían meses antes de que volviera.
Esperé con impaciencia. Intentaba creer que mi madre tenía la intención de invertir parte de los beneficios del Rose en financiar mi empresa, aunque lo más probable era que con la demora intentara debilitar mi propósito.
Pasaba el tiempo recorriendo la ciudad a la caza de noticias. Tenía que confirmar si estaba en lo cierto... y enterarme del nombre de la dama. Necesitaba un rostro, una silueta, tener un modelo de belleza en mente antes de ponerme a comprar, porque las gemas son tan diversas y volubles como las mujeres.
Mi tío Bennet no supo decirme nada acerca de una nueva amante del rey. Todas las noticias procedentes de la corte eran acerca de embajadores de Francia y de la nueva Santa Liga Católica que el Papa estaba formando para luchar contra la ambición desmedida del Imperio y expulsar los ejércitos españoles y alemanes de Italia. Su Santidad se había sumado a dicha alianza con Florencia y Venecia, y luego con Francia, estados que intentaban con ahínco reunir un ejército. Pero nuestro rey, tras una rápida deliberación, había decidido mantenerse en una posición estrictamente neutral. De este modo, según Bennet, Enrique podría ser el pacificador, el único al que las demás potencias acudirían suplicando ayuda a cambio de favores. Con esta agradable perspectiva, el rey se había marchado de Londres para pasar el verano cazando. La corte se dispersó por el país y el flujo de noticias cesó por completo.
Hubiérase dicho que el nuevo amor de Enrique era una quimera conjurada sólo por mi propia fantasía, de no haber sido por el torrente de joyas que manaba de la calle de los Orfebres. En abril había sido un broche de oro con un corazón de esmalte negro, cinco rubíes y cinco diamantes que suministró Morgan Wolf; al mes siguiente, una sarta de sesenta perlas y, al otro, un marco de oro para una miniatura, guarnecido con un halcón de ojos de esmeralda. Todos aquellos objetos habían ido a parar a manos del rey.
Cada vez comunicaba yo la nueva a mi madre como prueba, convencido de hallarme en lo cierto. Pero ¿quién era la dama? Nadie sabía nada sobre la mujer que había recibido aquellas joyas, ni se había visto a ninguna lucirlas.
En julio, por fin, el Rose volvió y ancló junto al Puente de Londres. Me quedé en el muelle, viendo arribar el barco con William a proa. Me dio un breve apretón de manos y se fue directo a la contaduría.
Recorrí impaciente el muelle, echando breves vistazos a la ventana mientras los hombres descargaban la mercancía de las gabarras: nuez moscada, pimienta y fardos de arpillera. Anochecía y la niebla se cernía sobre el río cuando al fin vi a William mirar por los cristales y hacerme señas de que subiera. Me apresuré por los oscuros pasillos del almacén, subí las escaleras de madera de la contaduría y entré.
Pese a todo, mi madre me hizo esperar. En una mano sostenía un papel lleno de cifras que repasaba rápidamente, moviendo en silencio los labios, mientras la arena se escurría por la cintura de un reloj con armazón de ébano. Dedicó un rato a comprobar las cuentas de sus subalternos. Mantenía la otra mano sobre el respetado sello de los Dansey, un círculo de bronce con relieve de madera pulida, con el que jugueteaba mientras leía. Ocupé una silla frente a ella. El corazón me retumbaba en el pecho.
De pronto dejó los números y tumbó el reloj de arena para detener el paso del tiempo. Me miró un momento con la cabeza ladeada, sin dejar de juguetear con el sello, tras lo cual golpeó tres veces la mesa con él y empujó hacia mí una hoja. La tomé y la leí con avidez: «Por el presente documento requiero que abonéis al mencionado Richard Dansey, comerciante de Thames Street de la ciudad de Londres, la suma de mil marcos en ducados venecianos o bonos, según se acuerde, antes de la festividad de San Miguel o ese día a más tardar de este año de gracia de 1526.»
Se trataba de una letra de cambio para la sucursal de Venecia de la banca de Anton Fugger de Núremberg, con la firma al pie de Miriam Dansey junto a un gran círculo rojo de lacre estampado con el dragón heráldico de la empresa. Por fin tenía lo que había anhelado todos aquellos meses. Y la suma era cuantiosa, más de lo que me hubiese atrevido a soñar. Grité de alegría.
—¡Vais a financiar mi empresa!
Mi madre asintió sin sonreír.
—No me lo agradezcas tan pronto. Aún no has visto esto. —Recuperó la letra y empujó hacia mí otro papel, que recogí y leí sin demora.
Era un contrato: uno de esos instrumentos para practicar la usura sin pecar, para que la City continuara con sus negocios a salvo de los tribunales eclesiásticos. Por aquel contrato yo aceptaba recibir mil marcos y entregarle a ella a cambio mil doscientos procedentes de los beneficios de mi negocio. Al pie había un espacio para mi firma. O sea, el veinte por ciento de interés para mi madre: sólo a partir de esa suma tendría yo ganancias. Era una tasa elevada. No me hacía un préstamo simplemente por el hecho de ser su hijo, sino que invertía en la empresa: en una empresa en la que confiaba muy poco. Sentí un arrebato de ira mientras dejaba el papel sobre la mesa. Estaba preparado para una negativa, pero no para aquello. De una tacada me ayudaba e interponía otro obstáculo en mi camino.
—Tenéis razón —dije—. Ya me siento mucho menos agradecido.
Volvió a sentarse, acariciando el sello de madera pulida, con una sonrisa casi imperceptible.
—¿Te lo estás pensando? —preguntó.
Tomé una de las plumas de ganso que había en el tintero de peltre y eliminé el exceso de tinta.
—No, por Dios.
—¡Espera! —Selló el documento y se inclinó hacia mí—. Querido Richard, estás corriendo un gran riesgo. Y me pides que comparta ese riesgo. ¿No sería más conveniente que te quedaras aquí a trabajar en la empresa familiar? ¿Que fueras allí donde yo te aconseje, contando siempre con el respaldo de nuestro querido William, un hombre en quien confío y que velará por ti? En el comercio lo mejor es hacerse un nombre poco a poco. No puedes comerte el mundo de un bocado, Richard. ¿Por qué quieres abrir nuevas rutas por tu cuenta, cuando hay tanto aquí para ti?
Su voz era suave y seductora. En la mesa, ante ella, descansaban los dos documentos: uno me amenazaba con sus condiciones de pago; el objetivo del otro, sospechaba yo, era retarme con la enorme suma del préstamo. Vi claramente lo que se proponía. Si me embarcaba en mi empresa y tenía éxito, ella sacaría un cuantioso beneficio; indudablemente la idea de aquellos doscientos marcos la atraía. Si fracasaba, estaría en deuda con ella y enteramente en sus manos. Tendría que pasar años trabajando para saldar mi deuda, viajar allí donde me mandara y comprar lo que me ordenara. Era muy capaz de echarme en cara toda la vida que ella estaba en lo cierto y yo equivocado. Me convertiría en su pelele, en un humilde vasallo de la Casa Dansey. Aunque no llegara a recuperar jamás su dinero, doscientos marcos para tener tal poder sobre mí eran una ganga. Nunca volvería a emprender un negocio por mi cuenta.
Eso, si fracasaba. Pero para tener éxito, para ser libre, para escapar de la fetidez del Támesis, del turbio mundo familiar que se había convertido en una prisión para mí y entrar en una esfera que mi madre no podía siquiera imaginar, merecía la pena correr cualquier riesgo.
La tinta se había secado en la pluma. Me esforcé por ocultar la rabia que sentía.
—¿No queréis añadir ninguna otra condición antes de que firme? —le pregunté.
Dio un golpe con el sello sobre la mesa, irritada de pronto.
—Sólo que te lleves un criado de la familia de mi elección. No me gusta la idea de que emprendas completamente solo tu alocada aventura. ¿Te parece aceptable?
—Muy bien.
Volví a mojar la pluma en el tintero, furioso. La tinta se derramó por el borde de peltre.
—Tendréis vuestros mil doscientos marcos —le dije—. Y obtendré mis propios beneficios, os lo prometo.
Firmé el documento con una rápida floritura: «R. Dansey.» Estaba hecho. Me había hipotecado: no había vuelta atrás. Mi madre se quedó el documento y me tendió la letra de cambio. Me miró, pensativa y un tanto sorprendida, como si no hubiera esperado que aceptara su oferta.
Me levanté.
—Escúchame, Richard —me dijo—. No te falta buen ojo para las gemas, eso me consta. Pero por Dios que tienes el corazón de un niño. Procura no seguir los pasos de tu padre.
La miré con altivez.
—No sigo los pasos de nadie. No sigo los de él y, desde luego, tampoco los vuestros.
Frunció el ceño levemente.
—Soy muy consciente de eso.
Doblé en tres la letra de cambio y me incliné para besarla en la mejilla. Salí rápidamente de la habitación, bajé las escaleras y crucé el almacén echando chispas. Aquel segundo documento me pesaba como una rueda de molino; era un pacto con el diablo que algún día me vería obligado a saldar. Pero, cuando salí al aire húmedo de la orilla del río, la rabia y los temores se esfumaron y sentí únicamente alegría.
Esa noche, tendido en la cama, desvelado, realicé mentalmente varias conversiones de moneda y empecé a asimilar lo que representaba aquella suma. Un marco de plata equivalía a dos tercios de libra esterlina; por tanto, 1.000 marcos eran 666 libras esterlinas con 13 chelines y 4 peniques, o 296 onzas de oro o, lo que era lo mismo, poco más de 3.000 ducados venecianos. Suficiente, me dije, para comprar unos quince diamantes de buena calidad, o veinte de menos valor más veinte ópalos de los más finos, o un centenar de amatistas orientales; quizá más si compraba sabiamente. ¿Cómo elegir? Tenía ante mí una docena de posibilidades de reunir una maravillosa colección de joyas.
En los días sucesivos hice recuento de mis modestos ahorros y los convertí en letras de cambio. Christian Breakespere me ofreció una pequeña suma de los suyos; incluso William Marshe lo hizo. Realicé un último esfuerzo por enterarme del nombre de la amante, acudiendo a mis contactos de negocios y presionando al tío Bennet para que se sirviera de los suyos en la corte. Pero fue en vano.
Era irritante: mi empresa resultaba muy arriesgada por el hecho de no disponer de aquella información. Consideré posponer la partida. Pero ya había esperado demasiado; si quería tener alguna posibilidad de éxito, debía zarpar de inmediato a pesar de mi desconocimiento. Estaba convencido de que el nombre de la amante no seguiría siendo un secreto por mucho tiempo. Rogué al tío Bennet que lo descubriera y me escribiera lo antes posible. Convino en hacerlo, asintiendo con su calva cabeza.
—Bien, bien. Haré cuanto pueda. A cambio, prométeme que me mandarás noticias de Italia sobre su política y el progreso de las guerras. Mándame rumores y secretos. Tengo una razón en concreto para pedirte esto, querido Richard. No me falles y haré por ti cuanto esté en mi mano.
Una noche antes de hacerme a la mar guardé las letras de cambio en el cofre y me lo metí debajo de la camisa, en contacto con la piel. Mi gran aventura estaba a punto de comenzar.