18
ESA misma noche salimos a caballo de Florencia hacia el oeste, por las colinas, alejándonos de los ejércitos. Luego volvimos sobre nuestros pasos, hacia el sur y el este. Dos días de viaje nos llevaron hasta Cortona y por aquel paso azotado por el viento hacia territorio del Papa. Los árboles verdeaban en las colinas y cubría la llanura una cálida neblina azul. No podía pensar en otra cosa que en Hannah, y en el traidor. Me había imaginado mi triunfo cuando Cellini viera el diamante. Ahora, cuando pensaba en él, el odio me hacía hervir la sangre. Era primero de mayo cuando por fin cruzamos el Tíber por el puente Milvian y entramos en Roma. Llevábamos fuera casi un mes. Flotaba en el aire una ligera niebla. Un guardia corpulento vigilaba la puerta, pero era un civil, no un militar. No había señal de las Bandas Negras de los Médici, ni de los suizos.
La rabia me arrastró hasta la vieja y conocida plaza, con su estuco pardo y la cenefa pintada con imágenes de antiguos héroes encima de las ventanas enrejadas. Aporreé la puerta. Me abrieron dos desconocidos. Iban armados con arcabuces. En ese instante otro miedo distinto me atenazó: ¿y si los Cage habían dado por concluida su misión y se habían marchado? Pero en cuanto pronuncié el nombre de Stephen Cage asintieron. Entré. Había más hombres armados en las escaleras, y un par de alabarderos custodiaban la puerta de la sala. Dentro se oía música y la risa de un hombre. Me dejé ver. Allí, en una silla dorada, junto a la chimenea, estaba Benvenuto. Susan Cage estaba con él, ambos con un laúd sobre las rodillas. Benvenuto tocaba muy bien. Tocó una frase alegre y esperó a que Susan lo siguiera, ceñuda y haciendo morritos, con notas más lentas pero delicadas. Luego se rio y le lanzó un nuevo reto. Ella murmuró algo con fingido disgusto. Avancé para encararme con ellos. Si se comportaba con tanta libertad con Susan, no quería ni pensar cómo se habría estado comportando con Hannah.
Desenvainé. Susan soltó un grito ahogado. Cellini dejó el laúd hábilmente y al instante siguiente estaba frente a mí, en guardia. Lo ataqué. Respondió a mis golpes con sonoras paradas. Se defendía bien, pero no me atacaba. Susan saltó de su asiento.
—¡Estáis locos! ¡Parad! ¡Basta!
Las puertas se abrieron de par en par y los dos alabarderos entraron. Giré en redondo para enfrentarme a ellos.
—Dejadnos —dijo Cellini—. No es más que un combate amistoso.
Los hombres se retiraron, no demasiado convencidos.
—Sabes que puedo simplemente ordenar a mis hombres que te maten —me dijo Cellini, moviéndose en círculo—. Esos soldados son míos.
Volví a atacar y esquivó.
—¿Vuestros?
—Las Bandas Negras se han marchado. ¡Oh, el Papa las ha despedido! Su pillaje se había convertido en una molestia. Además, le costaban treinta mil ducados al mes. —Me atacó con energía y aparentemente sin esfuerzo. Yo estaba cansado, me di cuenta entonces, a causa del viaje, y a mis paradas les faltaba fuerza.
—¿Y los soldados?
—Cada casa se procura su propia protección. Mis amigos y yo protegimos a Alessandro en una ocasión, cuando los Colonna invadieron Roma. Ahora nos ha vuelto a llamar. Vivo aquí, con estas encantadoras damas.
—¡Traidor!
Arremetí contra él, entrando a fondo. Era una estocada mortal. Sin embargo, Cellini cruzó su hoja con mi guarda justo a tiempo.
—¡Parad, por favor! —gritó Susan, riendo al mismo tiempo—. ¡Sois tan cómicos! Richard, ¿lo recordáis?: «Otro hombre la está rondando.» Tendríais que buscar a otro, no a Benvenuto.
Bajé la espada y la miré. Así que la carta era suya. En aquel momento la puerta de la galería se abrió y entraron Grace y Stephen, seguidos de John, al lado del cual estaba Hannah, que iba de su brazo.
—¡Cómo! ¡Espadas! —Stephen se nos acercó corriendo, sacudiendo la mano como uno hace para separar a unos perros que se pelean—. Deponed las armas. Deponedlas.
—No ha sido más que una simple diferencia de puntos de vista —dijo Cellini. Envainó la hoja. Yo miraba a John. Empezaba a sentir mi asombro y mi rabia cuando Hannah se apartó de él y corrió a mi lado. Se colgó de mi hombro, y la calidez y el peso de su cuerpo cambiaron mis sentimientos instantáneamente.
—¡Gracias a Dios! —suspiró—. Todo el mundo habla del levantamiento en Florencia. ¿Escapasteis antes?
—No, estaba allí. —De repente la espada era un engorro. La devolví a su vaina. Hannah tenía los ojos brillantes. Su admiración, su preocupación y su devoción eran todos para mí y sólo para mí. Eché un vistazo a John. Se me acercó ágilmente, de una zancada, y me estrechó la mano.
—Viejo amigo. Casi te dábamos por perdido. Pero eres como yo, siempre sales con bien de todo.
—Y llegáis en buen momento para comer. —Grace me dedicó su refinada sonrisa. Llamó a Fenton y enseguida dio comienzo el viejo ritual: pusieron las tablas encima de los caballetes, desplegaron los manteles, entraron los trovadores. Las bandejas de plata, los candelabros dorados, los tapices, todo parecía haber sido desempaquetado de nuevo.
Nos sentamos. Con los ojos de Hannah mirándome y sus ansiosas preguntas, lo que quedaba de mi furia desapareció. Stephen también me trataba con mucho respeto y quería enterarse de todos y cada uno de los movimientos de los ejércitos.
—Cuando me marché —le dije—, los españoles y los lansquenetes habían retrocedido. Estando los venecianos en Florencia, ésta les parece una ciudad difícil de tomar.
Hannah intervino.
—¡Oh! ¿Qué es un... un lansquenete?
Me volví hacia ella, encantado con su interés.
—Un lansquenete, mi querida Hannah, es un demonio criado en Alemania, con una espada en una mano y Lutero en el corazón.
Hannah se estremeció, horrorizada, y posó una mano en mi brazo. Yo no cabía en mí de gozo. En mi cofrecito tenía el diamante de la Vieja Roca, cuya existencia nadie conocía todavía. Pero me prometí que no se lo enseñaría a Hannah hasta haberlo hecho tallar; luego la dejaría pasmada con él. Entonces sabría sin duda lo alto que llegaría yo cuando volviéramos a casa.
Después de comer paseé con ella por la galería y le rogué por fin que me perdonara: por haberme marchado corriendo esa noche cuando deberíamos habernos encontrado en el jardín, por luchar como un animal en la sala, por mis vanos celos y mis sospechas.
Me apretó el brazo.
—Querido Richard. Espero que lo que ganasteis en Florencia fuera más valioso que lo que os perdisteis esa noche.
—Pagué por ello un precio terrible. Pero ¿habrá otras noches?
—Tal vez.
Cellini apareció en aquel momento.
—Si ya os habéis apaciguado, acompañadme al taller. Me parece que vais a llevaros una sorpresa —me susurró al oído.
Hannah me dedicó una última sonrisa evasiva pero prometedora. Cellini y yo caminamos juntos a la luz del atardecer. Nada dijimos hasta que estuvimos en el taller, junto al río, y Cellini abrió su arcón y me tendió un medallón con cadena, un disco de unos cinco centímetros de diámetro. Allí estaba: el jardín, tal como lo habíamos ideado. Allí estaban los campesinos en oro repujado, segando maíz con sus hoces; los prados con jacintos carmesíes como amapolas; el pastor al pie del árbol; las ninfas, una vestida y dos desnudas, con los pies colgando sobre el pálido y lechoso estanque del zafiro blanco, cuyo borde rodeaban las nueve perlas de Hipólita. Había aprovechado hasta el último milímetro de espacio y, sin embargo, la composición no resultaba recargada ni forzada. Sólo faltaba una cosa. En lugar de la lejana dehesa representada por la esmeralda escita había una cuenca vacía.
—Es una maravilla... —murmuré—. ¿Y la esmeralda?
—La esmeralda, decís. —Cellini se mesó la barba—. ¡Bueno! Intenté tallarla y no pude.
—¡No pudisteis!
Cogió la piedra redonda y suave con la otra mano. Relució con un pálido brillo color hoja de haya, con destellos de turquesa y ámbar.
—Miradlo. ¿Habíais visto alguna vez una esmeralda parecida?
Tenía que admitir que no. Siempre había tenido algo raro aquella piedra. Era demasiado pálida, brillaba con demasiada facilidad y con unos colores demasiado inconstantes para ser una esmeralda. Pero su belleza siempre había aplacado mis sospechas.
—¿Estáis diciéndome que es falsa?
Cellini arrojó al aire la piedra y la atrapó.
—Eso depende de lo que queráis decir. No es una esmeralda. Es un diamante.
—¡Un diamante!
—Uno de los más raros. Es un diamante verde. Sólo había visto uno como éste.
Cogí la piedra de su mano con avaricia. Para mí ya estaba claro. Tenía el temperamento de diamante: su profundidad límpida, su repentino estallido de color, pero todo ello verde esmeralda. Era una maravilla.
Miré a Cellini.
—¿Lo tallaréis? —le pregunté.
—Si queréis arriesgaros. Pero el verde de un diamante de esta clase está más bien en su superficie únicamente. Es una virtud que las piedras absorben de su roca materna, pero que no penetra hasta su corazón. Talladla y tendréis sólo una vulgar piedra blanca.
La miré fijamente. Su superficie ondeaba como una suave corriente de agua.
—Es perfecto tal cual.
Asintió con un movimiento de cabeza y me miró de soslayo, sonriendo.
—Paulino, tráenos vino. A nuestro amigo le hace falta. Se marchó a Florencia por una piedra y ha vuelto sólo con mal humor.
Me tocaba a mí sonreír. Me saqué el cofre, lo abrí y le tendí a Cellini un trozo de seda doblada. Él la desdobló y sacó la piedra: el diamante de la Vieja Roca de Golconda. Lo expuso a la luz en silencio, le dio vueltas hacia abajo, de lado, hacia atrás; se detuvo y volvió a girarlo. Yo le dejé hacerlo, en silencio.
—Sus principales facetas están aquí —murmuró—, una vez hayamos eliminado la imperfección. Tiene una buena transparencia, muy buena. Es puro, límpido, de un azul plateado. Por la forma en que la luz... sí, la luz invita a situar la tabla aquí. Y su modo de brillar, su fuego, serán de lo mejorcito. Pero será un trabajo peliagudo. ¡Oh, sí! ¿Deseáis que lo intente?
Yo estaba justo a su lado, mirando desde su misma perspectiva el diamante. Ya lo veía de un modo distinto. La gema oculta bajo su suave capa externa parecía saltar a la vida.
—Confío en vos —le dije.
—¡Ahora confiáis en mí! —Cellini soltó una carcajada—. ¿Y qué planes tenéis para esta piedra?
—Una espina. Una espina que atraviese el corazón.
Cellini me entregó el diamante.
—Tenéis razón. Esta piedra es letal. Es una piedra por la que los hombres matarían. —Tenía una mirada penetrante—. No tengo ni idea de cómo habéis podido permitírosla.
—Digamos únicamente que todavía me queda lo suficiente para pagaros. —Saqué los granates rojo sangre y los diamantes de Balás y las amatistas, y lo dejé todo al lado del diamante. Cellini, provisto de papel y carboncillo, ya había empezado a bosquejar.
Aquella noche, de regreso en La Nave, me senté a beber con John, que había pedido una botella de vino añejo del más fino.
—Amigo mío —protestó, con las manos abiertas en un gesto de súplica—. ¿Qué podía hacer yo? Hannah estaba destrozada. Simplemente le hice compañía lo mejor que supe. No hablábamos de nada más que de ti. Y cuando Benvenuto reclutó su pequeño ejército, le ofrecí mis servicios.
»Así pues, ¿Susan te mandó de verdad una carta a Florencia para advertirte de que te estaba suplantando? La pequeña puta tiene valor.
Me reí. John tenía razón. Susan no era más que una chiquilla rencorosa. Envidiaba la felicidad de su hermana, y a lo mejor le hubiera gustado tener para sí algunas de las sonrisas de John.
Estaba impaciente de que Cellini se pusiera a trabajar. Pero se pasaba varias horas al día en el Pallazzo del Bene. Según explicaba, Alessandro se preocupaba constantemente por sus defensas. Los hombres allí acuartelados eran cincuenta en total; había unos cuantos en los tejados, otros en los dos jardines que flanqueaban las alas del edificio, otros dispuestos a defender las ventanas. Quince eran arcabuceros y el resto iban armados con picas, ballestas y espadas. Tenían una buena cantidad de pólvora, que Cellini se ocupaba personalmente de moler y mezclar.
Del ejército del Borbón no había noticias. Se suponía que seguía en Siena, donde había ido a reabastecerse. La mayoría de los romanos no creían en el peligro. Un ejército andrajoso a ciento noventa kilómetros de distancia, para el que Florencia seguiría siendo un asunto pendiente antes siquiera de volverse hacia el sur, hacia Roma... ¿Qué peligro podía representar eso? La milicia ciudadana obedecía de mala gana la orden de patrullar las puertas y las murallas. ¿Para qué? Sólo un puñado de hombres, como Alessandro, temía lo peor, y había hecho sus propios planes en consecuencia. Stephen Cage era otro de los que se tomaban en serio la amenaza.
—Deberíamos largarnos de esta maldita ciudad en cuanto podamos —me dijo en voz baja—. Nuestras cosas están a punto para ser cargadas con pocas horas de antelación. —Se despidió para hacer otro viaje por el río hasta el palacio del Papa.
Mandé a Martin en busca de noticias a la ciudad. Ya hablaba italiano casi tan bien como yo y sabía que podía confiar en él como espía.
Era viernes y hacía dos días que había vuelto a Roma cuando Martin trajo una carta del albergue inglés. Me la mandaba Bennet Waterman. La cogí de un manotazo, impaciente, y me senté de inmediato a descifrarla.
Mi querido Richard:
Por fin puedo proporcionarte un nombre, uno que está en boca de todos en la corte y que pronto toda Inglaterra conocerá. Se llama Ana Bolena. Es una dama de Kent. Tanto su padre como su hermano son cortesanos y es hermana del último amor del rey, Mrs. Mary.
El rey la considera una belleza, aunque no lo sea. Tiene el pelo y los ojos oscuros, la silueta esbelta, es de temperamento ingenioso y sagaz. Su emblema: un halcón.
Por fin entiendo el temor que veo a diario en mi mentor, el cardenal Wolsey. Tuvo algo que ver en la ruptura del compromiso de lady Ana hace algunos años, por eso ella lo odia. El amor del rey la convierte en una mujer poderosa, lo bastante tal vez incluso para amenazar al cardenal. Bien podía llamar Cuervo Nocturno a esa oscura mujer que vierte injurias contra él en los oídos del rey cuando están los dos juntos a solas. Pero el cardenal jura que sus días de esplendor están contados. Cuando el rey se divorcie y se case con la princesa d’Alençon, de esa Ana no volverá a saberse nada.
Por el bien de tus asuntos, vuelve corriendo a casa. El miedo es nuestro pan de cada día. Otra cosa te digo además: el cardenal teme cada vez más lo que el emisario secreto pueda estar haciendo en Roma. Y estoy disgustado contigo, Richard: tres meses en Roma y ni una palabra del agente enviado allí para acosarnos. Si no fueras mi propio sobrino, sospecharía que me ocultas algo.
Bueno, hemos descubierto su nombre a pesar de todo, y es alguien de quien guardarse y a quien temer: Stephen Cage. Es el primo de lady Ana, un hombre fuerte de su facción y, por tanto, enemigo del cardenal Wolsey y nuestro.
Te lo ruego, mándame pronto noticias de Italia y, si puedes, dime algo de ese Stephen Cage. Es un hombre peligroso.
Dejé la carta y exhalé con fuerza. Por fin tenía un nombre. Un nombre y una cara. Vi mentalmente a lady Ana, con mi cruz de ópalos sobre el busto, o mi barco, o mi idílico diamante verde. No era una belleza, aseguraba Bennet, pero era sagaz: mejor que mejor. Apreciaría mis tesoros y haría suya su belleza.
Pero la segunda parte de la carta era un golpe duro para mí. Lo que llevaba semanas sospechando era cierto: Stephen era el hombre en Roma. No había escrito a Bennet desde que había conocido a los Cage, y mi deslealtad me cargaba con el peso de la culpabilidad. Si no me andaba con cuidado perdería pronto la confianza de mi tío, y temía el perjuicio que pudiera ocasionarme el hecho de que el cardenal Wolsey llegara a considerarme uno de sus enemigos. Pero no era más que otro riesgo que debía asumir. Mi nueva lealtad me obligaba y la carta de Bennet confirmaba que hacía bien en mantenerme cerca de los Cage. Stephen era un Bolena, la facción que contaba con el lugar de Ana en el favor del rey para asegurarse su propia fortuna. Yo también formaba ahora parte de esa facción. Debía hacerle a Stephen Cage todos los favores que pudiera, para que estuviera en deuda conmigo. Era el modo más seguro para mí de llegar a la corte y a la mujer a la que amaba. Pero las sospechas y las advertencias de mi tío seguían acosándome. ¿Qué estaba haciendo allí Stephen?
Le leí la carta a Martin, que soltó un silbido.
—Estáis jugando a un juego peligroso, patrón, porque no sabéis quién es quién ni quién impone las reglas. Manteneos al margen de esas intrigas cortesanas y, por el amor de Dios, vayámonos a casa.
—¿Qué? ¿Ahora que acabo de enterarme del nombre de la dama? ¿Y quién tallará nuestro diamante? No. Todavía no, Martin. Todavía no.
Al día siguiente, sábado, cuatro de mayo, salí como de costumbre hacia el taller de Cellini. Cuando bajaba camino del río oí el tañido de las campanas de San Pedro y de Santa Maria del Popolo, al norte, e inmediatamente después las de toda la ciudad. Benvenuto salió y nos quedamos los dos allí, escuchando, mirando hacia la orilla opuesta de un Tíber hinchado de turbulenta agua amarronada.
—¿Qué creéis que es? —dije.
—Supongo que ya nos enteraremos.
Cruzamos juntos el puente de Sant’Angelo y fuimos hacia el Borgo. Allí había un torrente de gente que salía corriendo de casa para ver qué pasaba. Entre el gentío, grupos de soldados se abrían paso hacia las murallas de la ciudad: el general del papa Clemente, Renzo da Ceri, había movilizado lo poco que quedaba de los destacamentos de suizos y de la milicia ciudadana. Junto al palacio del cardenal Campeggio subimos a la muralla por unas escaleras de piedra, adelantando a los hombres que acarreaban con esfuerzo barriles de pólvora para el cañón de las torres. Desde allí oteamos el valle pantanoso conocido como del Infierno. Teníamos frente a nosotros un ejército cuyos flancos se prolongaban lo que parecían kilómetros a derecha e izquierda. Los estandartes ondeaban en los distintos regimientos; las picas arracimadas, la extensión más grande y desordenada de los arcabuceros, la caballería y, detrás, montones y montones de carromatos. El fragor de los cascos de los caballos y el estrépito de los arneses y las armaduras era audible desde nuestra posición. Los hombres que nos rodeaban contemplaban aquel panorama asustados y asombrados. Yo también estaba conmocionado. Sabía por experiencia que aquel ejército había estado en Florencia, a doscientos cuarenta kilómetros, sólo una semana antes.
—Debo ir a ver a Alessandro —dijo Cellini.
Caminamos de vuelta por una ciudad en la que vimos agrupar a criados y artesanos en compañías y armarlos. Tenían un aspecto desgalichado y poco entusiasta. En el barrio de los orfebres Cellini se detuvo a hablar con un conocido aquí y otro allá, y nos enteramos a fragmentos de lo que se rumoreaba. Nadie parecía demasiado preocupado: «Las murallas nos protegerán.» «¿Cómo sabemos que ese ejército es del Borbón? Es más probable que sea de la Liga.» «Se dice que los imperialistas se están muriendo de hambre.» «Tienen que serlo: sin las Bandas Negras estamos indefensos.» «Bueno, supongamos que el Borbón toma la ciudad. Las cosas sólo pueden ir a mejor.» «Cierto, Roma ya ha estado sometida a los curas demasiado tiempo. Dejemos que el emperador venga de España a gobernarnos. ¿Por qué no?»
Fuimos al Palazzo del Bene, a cuyas puertas los hombres de Cellini montaban guardia, inquietos. Paquetes y fardos abarrotaban el vestíbulo y los criados de los Cage iban de un lado a otro sacando todavía más. Sentí un pinchazo de aprensión y corrí escaleras arriba. En la galería encontré a John, con un arcabuz al alcance de la mano, hablando con Hannah. Mis sospechas se reavivaron de inmediato, pero la sonrisa con la que me recibió John era abierta e inocente. Hannah corrió hacia mí. Apoyó la cabeza en mi hombro y murmuró:
—Esto me espanta.
John, sonriente, se retiró.
—¿Asustada? ¿Vos? —Le palmeé el brazo—. ¿La joven que se ponía en el camino de los toros bravos?
—Hay más motivos para asustarse de esto que de unos cuantos toros.
—Nadie parece preocupado.
—Pero mi padre lo está.
Mi obligación era seguir hablando para tranquilizarla y persuadirla de que en realidad no había nada que temer. Estaba disfrutando de mi papel de galante protector. En aquel momento la puerta de la salita se abrió y nos apartamos rápidamente. Stephen y Grace entraron, seguidos de Susan. Grace me estrechó la mano en silencio. Stephen, cargado de documentos lacrados, echaba chispas por los ojos.
—¡Demonios! ¡Tal vez vos podáis decirme, Richard, cómo han cubierto tanto terreno los imperialistas en tan poco tiempo, vadeando ríos crecidos, marchando cincuenta kilómetros diarios! ¿Acaso están famélicos, demasiado débiles para marchar? Bien, ya han mandado a su trompetero a las puertas de la ciudad, a pedir la rendición de Roma. ¿Sabéis qué estandarte llevan?
Negué con la cabeza.
Stephen me golpeó el pecho con el índice, sin soltar los documentos.
—Una horca. Una horca con una soga para colgar al Papa. Así es como el Borbón infunde en sus tropas el espíritu de la marcha. Eso es lo que les está prometiendo a luteranos, moros y judíos, a todos aquellos a quienes la Iglesia persigue. Bien, que se venguen si pueden. ¿Dónde está el tratado de paz del Papa? Esto ya lo preveía Ferramosca cuando decía a los españoles y alemanes que nunca podrían confiar en el papa Clemente. ¿Y dónde está el ejército de la Liga, que debería haber detenido a éste antes de que llegara tan lejos?
—Querido Richard —intervino Grace—. ¿Por qué no venís con nosotros? Seguidnos a casa, a Inglaterra.
—¿Os marcháis en serio?
—En cuanto podamos —me respondió Stephen—. ¡Su Santidad! —escupió—. Es exactamente lo que los chistes populares dicen de él: el Papa de los síes y los tal veces, el Papa de los pies de plomo. Mañana, dice. Bueno, mañana pues. Y, si no, nos vamos. —Me miró a los ojos un instante y permitió que una sonrisa de complicidad le cruzara la cara—. Nos comprendemos cada vez mejor, vos y yo, creo. Debería procurar llevar más lejos nuestra conversación. —Se volvió de repente para consultar algo con Fenton y me dejó con la desagradable sensación de que a cambio de un favor se me pediría que traicionara más todavía los secretos de Bennet.
—Pero las carreteras... —me quejé a Grace—. ¿No estaréis más seguros aquí?
—La carretera de Ostia pasa por el este del río... —dijo suspirando Susan, como si estuviera instruyendo a un niño—. Los imperialistas están al oeste. Si nos marchamos ahora no correremos peligro.
—Consideradlo, Richard. Por favor, hacedlo. —Grace volvió a apretarme la mano y se volvió hacia su marido.
Miré a Hannah, que me recompensó con una de sus amplias sonrisas. Me sentí tentado. Me imaginaba camino de Ostia, navegando hacia casa con Hannah, cabalgando por Francia en aquella nutrida y esplendorosa cabalgata de la casa de los Cage, con los criados plantando el pabellón para uno de sus fantásticos almuerzos allí donde nos detuviéramos. Y Hannah: verla todos los días y, sí, con suerte, de noche. Pero luego me acordé del diamante sin tallar, opaco, neblinoso, con sus encantos todavía ocultos y que tal vez nunca serían revelados. ¿Cuántos de sus anteriores propietarios ni siquiera habían intentado tallarlo, disuadidos por una u otra razón? ¿Iba a ser yo como ellos y volvería a casa con maravillosas joyas, sí, pero sin el tesoro más grande de todos? Cellini había engastado el diamante verde el día anterior. El diamante de Golconda seguía guardado en su arcón, esperando.
—Unos días más, Grace —respondí—. El peligro de los imperialistas no es tan acuciante. Luego, si Dios quiere, me reuniré con vuestra familia.
Me despedí con una profunda reverencia, y Hannah me miró partir, huraña.
Me consolé con la idea de que pasaría algún tiempo antes de que los Cage lo tuvieran todo dispuesto para marcharse. Quería ver a Cellini, insistirle en que volviera al trabajo. Pero estaba ocupado con Alessandro, discutiendo si poner más ballesteros en las ventanas posteriores. Me marché, echando humo por las orejas. Con Martin salimos a recorrer la ciudad en busca de noticias.
En algunos barrios había temor, pero en la mayoría una alegre confianza. No había grandes prisas por escapar de la ciudad ni para poner a salvo los objetos de valor. Los imperialistas, por lo que parecía, no disponían de ningún cañón: los habían dejado atrás, en Siena, para poder completar la marcha con tanta rapidez. Serían incapaces de bombardear las murallas. Esa noticia me alentó.
Aquella tarde, el Papa celebró una misa en San Pedro. Se sentó en su trono, vestido con un bonete violeta, mirándonos desde su posición más elevada, en los ojos su habitual expresión de soberbia cautela. Dio un largo sermón, instando a su pueblo a no temer nada, con aquella voz suya cadenciosa. Los imperialistas no tenían la fuerza suficiente siquiera para tomar una pequeña fortaleza, mucho menos una ciudad como Roma. Después del primer ataque fallido, el ejército se disolvería y no volverían a verlo más.
—Dios, en su misteriosa providencia, ha conducido hasta aquí a los herejes luteranos, hasta el trono de su sagrada religión, para destruirlos y dar ejemplo con ellos. Todos aquellos que mueran en la defensa de su Santa Ciudad recibirán el perdón de todos los pecados y entrarán de inmediato en el paraíso, y también sus herederos recibirán lucrativos beneficios eclesiásticos. Dos días: eso es todo lo que necesitamos. Si nos mantenemos en las murallas dos días, se irán.
Había miedo, pensé, en su modo de mirar y de humedecerse los labios carnosos. Pero la congregación murmuró apreciativamente. Su Santidad bajó del trono y doce sacerdotes con sobrepelliz blanca formaron un círculo detrás de él. Cada uno llevaba un largo cirio encendido. La iglesia estaba en silencio. Entonces el papa Clemente empezó la terrible ceremonia del anatema. Expulsó al duque de Borbón y a sus cómplices del seno de la Santa Madre Iglesia y los condenó a todos, a treinta mil almas, al fuego de Satán y sus ángeles por toda la eternidad.
Un murmullo de satisfecho espanto recorrió la multitud cuando los doce sacerdotes arrojaron al suelo los cirios, que rodaron hasta que todas las llamas se hubieron extinguido.