9
UNA mañana gris y lluviosa de finales de enero de 1527, el gran barco Speranza viró en la desembocadura del Tíber e inició su trayecto río arriba hacia Ostia, el puerto de Roma. Soplaba una brisa helada. Me llevé una mano al sombrero para asegurarme de que el prendedor de oro que llevaba debajo de las plumas de avestruz seguía en su sitio. Por esa medalla me había embarcado en aquel último viaje. Martin le echó un vistazo, incómodo. Sospeché que de buen grado la hubiera arrojado al mar.
Seis días antes todavía recorría las calles secundarias de Génova buscando todas las joyerías que podía. La ciudad estaba recuperándose del saqueo de las tropas del emperador, ocurrido cinco años antes. En las tiendas había diamantes de la India y ópalos y esmeraldas en abundancia. Cuando me paseaba por los mostradores, Martin silbaba viendo aquellas piedras y me agarraba del brazo.
—¡Patrón! ¿Éste? ¿Qué me decís de este zafiro?
Su ojo para las gemas iba mejorando, había que reconocerlo. Pero yo no llevaba mucho tiempo en el comercio de piedras. Miraba los brazaletes de oro, esmaltados y labrados, los broches, los bajorrelieves, los relieves en bronce. Estaba buscando a mi artesano, el hombre capaz de engastar mis piedras en oro.
Al término de cada jornada volvía por los callejones a la posada del Ángel, situada detrás del Arsenal, de un humor más sombrío. Se acercaba Carnaval: Shrovetide, como lo llamamos en Inglaterra. Hacía un año que había visto en el campo de justas de Greenwich los indicios de la pasión del rey. Hacía demasiado tiempo de aquello ya. Si no era capaz de encontrar un artesano que me convenciera, me vería obligado a llevarme las piedras a casa, en bruto, sin engastar, y confiárselas a Christian Breakespere o Morgan Wolf. Noche tras noche en vela, tendido en la cama, intentaba convencerme de que eso era lo correcto. Harían un trabajo suficientemente bueno; sacarían el brillo de las gemas. Pero dudaba que hubiesen visto nunca en Londres piedras como mi esmeralda oscura o aquellos ópalos. Me imaginaba al viejo Breakespere sacudiendo la cabeza encima de la esmeralda, confuso, intentando deducir qué ángulo sería el adecuado para abrirse camino hacia sus secretos y poniéndola en el torno. Imaginaba la luz atrapada en la piedra apagada, sus misterios ocultos para siempre. Sin embargo, a causa de mi infructuosa búsqueda en Génova estaba postergando la vuelta, y el tiempo perdido podía arruinar mis planes tanto como un trabajo de artesanía vulgar. Para mi sorpresa, me encontré planteándole mi dilema a Martin.
—Por favor, patrón, volvamos a casa. Os lo ruego —me aconsejó simple y llanamente.
—Eso es lo que mi madre quiere, ¿verdad?
Se miró los pies, violento.
—Cierto. Me ordenó que os devolviera a casa lo antes posible. Daba igual si perdíais el dinero. Me dijo que no sois más que un niño y que perderlo os haría entrar en razón. —Se rebulló, incómodo—. Y yo la creí.
Por fin había puesto las cartas boca arriba. Apreté la mandíbula pensando en la Viuda.
—¿Qué opinas ahora? —le dije a Martin.
Levantó los ojos y me miró.
—Creo que vais a demostrarle lo equivocada que estaba. Pero ¡por favor, señor! Sólo si volvemos de inmediato. Pronto llegará la primavera y los ejércitos se pondrán de nuevo en marcha. Incluso vuestra suerte tiene un límite.
No respondí. Todas las noches libraba aquella batalla desde ambos bandos, y todas me juraba seguir buscando sólo un día más. «Mañana —me repetía—, mañana será el día.»
Una mañana, paseaba por las calles detrás de la lonja del pescado y por el rompeolas donde trabajaban los fabricantes de sogas. Había recorrido aquel barrio cuatro o cinco veces, pero ésta me fijé en una tienda que me había pasado inadvertida en mis anteriores visitas. Estaba detrás de una sedería. En el mostrador había cálices y bandejas de plata y patenas para celebrar la misa: nada que me tentara. Pero, como no tenía nada que hacer, entré. Martin me siguió y ambos nos pusimos a husmear en los estantes como solíamos hacer siempre. Al fondo de la tienda había una vitrina de medallas. Eran discos de oro de unos ocho centímetros de diámetro, de esos que les gusta llevar a los nobles en el sombrero. Eché un vistazo a la vitrina. Casi todas las medallas eran recargadas, composiciones abigarradas de santos con los emblemas de su martirio o los habituales grupos de musas, victorias y cupidos. De repente se me fueron los ojos a una pieza. Se trataba de la Virgen con el Niño. El diseño, profundamente grabado, era sencillo y audaz. La madre miraba a su hijo con los ojos bajos, de un modo a la vez triste y tierno, como si fuera consciente del destino del Niño Divino. El pequeño, por su parte, miraba hacia el frente, hacia fuera de la medalla, con tranquila certeza. Aquella pieza tenía vida, no hay otro modo de expresarlo. El corazón se me aceleró. Miré al tendero.
—¿Quién la hizo? ¿Vos?
El orfebre sonrió y negó con la cabeza. Era honesto, o sabía lo diferente que era aquella medalla del resto que tenía.
—No. Se la compré a un clérigo, un enviado del Papa que se quedó corto de dinero.
Yo daba vueltas a la pieza, maravillado con sus personajes. La postura de brazos y piernas y los pliegues de sus ropajes estaban tan llenos de dinamismo y vida que parecían captados a punto de iniciar otro movimiento: el brazo del niño oscilando, los dedos de la madre agarrándolo. Incluso el dorso de la medalla estaba bellamente acabado, con el cierre en forma de cuerda de oro que parecía poder desatarse como las de verdad, aunque de hecho fuera sólida.
—¿Podéis decirme quién la hizo?
—Me dijeron que un hombre muy joven que acaba de abrir su propio taller. Un tal Cellini. Benvenuto Cellini, de Roma.
Fruncí el ceño. «¡Roma!» Aquello estaba lejos, demasiado.
Martin me miró a los ojos y fue hacia la puerta.
—Lástima, patrón. Vamos.
Yo seguía sin soltar la medalla.
—¿Cuánto?
El tendero notó mi entusiasmo.
—Ochenta ducados.
No discutí. Le ordené a Martin que contara el dinero y me puse el prendedor en el sombrero. Desde ese instante la medalla empezó a ejercer su hechizo sobre mí. La prudencia me recomendaba otra cosa, pero sabía que la Virgen y el Niño me lo reprocharían toda la vida si volvía a casa.
Allí estaba yo, por tanto, bajando por la escala del Speranza para ser el primero en pisar el puerto de Ostia. Estaba de buen humor. Ya había estado en Ostia por negocios, con William, durante el viaje de cabotaje del Rose entre Génova y la distante Nápoles. Pero nunca había recorrido aquellos cuarenta y ocho kilómetros tierra adentro, hasta Roma. Dejamos a los hermanos Fieschi y al resto cargando sus sedas y terciopelos en caballos y partimos con un par de monturas de alquiler y un guía.
La carretera cruzaba un pantano desolado, lleno de charcas, cañas y graznidos de garzas. Avanzamos un rato por una antigua calzada que no tardó en ser ruinosa, así que proseguimos esforzadamente bordeando sus arcos desmoronados hasta que tampoco quedó rastro de éstos. Había estado lloviendo sin pausa y en algunos puntos nuestro guía tenía que aventurarse por el terreno inundado para ver por dónde seguía la carretera. Martin no dejaba de refunfuñar y maldecir.
—Ahora podríamos estar en la frontera de Savoya. O cruzando a Francia. ¡Todo este viaje sólo para buscar a un hombre!
El humor se me estaba agriando. Me toqué el broche del sombrero varias veces.
Al cabo de unas dos horas la carretera empezó a ser más empinada y alejarse de los pantanos. Ante nosotros se extendía la Campiña, una llanura deshabitada con apenas unas cuantas granjas dispersas y alguna que otra ruina en la cima de una colina, por la que pastaban vacas y cabras de largos cuernos. Era un panorama deprimente, con la incesante lluvia y las montañas borrosas a lo lejos. Pero ante nosotros, en un vasto recinto amurallado con torres, estaba la ciudad. Roma. Me quité el sombrero, grité e intenté espolear el caballo para que corriera más. Martin me miró con acritud, el sombrero chorreante. Llegamos a los muros y allí vi la puerta de ciudad más enorme que pueda uno encontrar en el mundo. Sus dos torres redondas tenían hileras de aspilleras para los cañones, de las que había más encima de la estrecha entrada. Era prudente que el Papa mantuviera su ciudad tan bien protegida. El reino de Nápoles pertenecía al emperador, y su frontera estaba al sureste, a menos de sesenta y cinco kilómetros. Cuando cruzamos la puerta saludé con el sombrero al capitán de la guardia, que me respondió con una deferente reverencia. De muy distinto modo había llegado a Venecia seis meses antes, siendo un insignificante mancebo recién venido del Támesis. Entré cabalgando en la ciudad de los papas con el orgullo de un conquistador.
Pero en cuanto hube cruzado la puerta miré alrededor, atónito. Allí no había ciudad alguna, sólo más campo abierto: los mismos pastos y huertos que habíamos cruzado a lo largo de kilómetros, con más ruinas, pequeñas granjas y algún monasterio aislado. A derecha e izquierda, encerrando aquella gran extensión de terreno, los muros de la ciudad describían un arco. Unos cuatrocientos metros más adelante, pasada una colina rocosa, por fin llegamos a las afueras de una ciudad. Casas encaramadas entre ruinas y, más allá de éstas, la insinuación de palazzi más grandes.
Allí estaba Roma, pues: encogida y endeble entre los muros de una antigua ciudad de emperadores, como un viejo embutido en la misma ropa que le había sentado bien en su juventud.
Martin me lanzó una mirada cargada de significado: «¿Esperáis encontrar un orfebre en un lugar como éste?»
Pasamos entre las casas. Cabalgamos por calles anchas y luminosas y por otras estrechas y sombrías, con las tiendas hacinadas en antiguas columnatas o al abrigo de algún teatro semiderruido o unos baños. Aquí y allá vimos espectaculares palacios de nueva construcción, pertenecientes seguramente a nobles romanos, de planta cuadrada e imponentes, sin ninguna de las florituras orientales de los palazzi de Venecia. Su esplendor me levantó el ánimo. Le pedí al joven guía que nos consiguiera un buen hospedaje y desmontamos en Campo dei Fiori, una gran piazza rectangular donde reinaba el bullicio de comerciantes, flanqueada por palazzi y varias posadas de aspecto casi igualmente espléndido. Sus rótulos, pintados en las fachadas de estuco, refulgían al sol invernal: La Nave, El Ángel, La Luna. Escogí La Nave, un emblema acorde con un negocio exitoso y, cuando Martin hubo dejado el baúl en una habitación, salimos para recorrer las calles a pie, siguiendo las indicaciones que el posadero me dio para llegar al barrio de los orfebres.
Iba fijándome en todo. Pasamos por una calle de fabricantes de ballestas, por otra de cerrajeros y otra más de sombrereros. Aquello me satisfizo, porque era síntoma de que el comercio gozaba allí de buena salud. Incluso el suelo estaba pavimentado con piedras lisas de buena calidad, algo que me resultaba sorprendente. En Venecia, el pavimento de las calles era de ladrillos puestos directamente sobre la tierra, con los bordes desparejos, mientras que, en Londres, todas las calles salvo las más importantes estaban recubiertas por la porquería de años, y si iba a pasar una gran procesión había que echar una capa de grava para evitar que la gente chapoteara en el barro.
Doblamos hacia una calle que se perdía en la distancia, maravillosamente recta y ancha. Era la Via Giulia, construida cincuenta años antes por el papa Julio. Se adentraba en el corazón comercial de Roma, con tiendas recién construidas a ambos lados y una iglesia a medio terminar dedicada a san Eligio, patrón de los orfebres. A nuestra izquierda estaba el río, mientras que delante y a la derecha empezaba el Banchi, el barrio de los bancos. Todas las firmas bancarias estaban allí: los Fugger, los Médici y los Chigi, y la gran familia romana de los Orsini. También estaba allí la Casa de la Moneda papal, un edificio recién construido con las armas del papa Clemente grabadas en la fachada: seis esferas rojas de los Médici sobre campo dorado. En la agencia de los Fugger cambié una letra por monedas de oro. Estaba convencido de que las monedas tenían un poder de convicción mayor que el papel.
Cuando salimos de la oficina miré hacia ambos lados de la estrecha calle.
—Ahora, Martin, empieza nuestra búsqueda.
Todas las orfebrerías estaban repartidas por el barrio. Sería tarea fácil encontrar al hombre que buscaba. Pero el primer comerciante al que pregunté no había oído hablar de ningún Cellini, y tampoco el segundo. Aquello me preocupó. Por lo visto, el hombre que había escogido para trabajar mis piedras no era nada famoso. La tercera tienda era un gran establecimiento bien gestionado, con una nutrida muestra de copas y jarrones de plata. El fuego rugía en el horno y media docena de aprendices se afanaban en distintas tareas. Cuando le mencioné a Cellini, el orfebre se secó las manos y puso mala cara.
—¿Oís esto? ¡Quiere encontrar a Benvenuto!
Los aprendices rieron e hicieron comentarios burlones:
—¡Buena suerte!
—¿Estáis cansado de la vida?
—Preguntádselo al obispo de Salamanca, a quien su criado estuvo a punto de dispararle en la cara.
Me encaré con el orfebre, enfadado. Era un hombre corpulento, con una barba gris como el hierro.
—¿Qué sabéis de Cellini?, ¿dónde está?
—Sé que es el demonio —dijo el hombre—. Soy Lucagnolo da Jesi, orfebre del Papa. Hasta hace unos años Benvenuto era un pobre aprendiz mío. ¿A qué os dedicáis, amigo? Os aseguro que en esta tienda encontraréis todo lo que necesitéis.
Noté que Martin se movía nervioso a mi lado.
Era una tienda próspera, con muchos trabajadores. Podía estar seguro de que mis encargos serían atendidos con rapidez. Miré las hileras de jarrones de plata bruñida generosamente ornamentados con cupidos, faunos y adornos de flores y hojas.
—Pero ¿también fabricáis piezas más pequeñas? —le pregunté.
El rostro de Lucagnolo se ensombreció.
—¿Esas fruslerías que hace Cellini? ¿No me creéis capaz? ¡Marchaos, pues! ¡Os digo que podéis comprar este jarrón por menos de lo que cuesta una de sus malditas pequeñas joyas! ¡Al diablo con vos! ¡Fuera de mi tienda!
Los aprendices volvieron al trabajo, tratando de disimular la risa. Les di la espalda y salí a la calle.
—¿Y ahora qué hacemos, patrón? —preguntó Martin—. Habéis oído a ese hombre. Cellini no es más que un aprendiz. Os lo ruego, patrón, evitadlo. Sabéis perfectamente que no os traerá más que problemas.
Me volví y le planté ante las narices mi sombrero con la medalla.
—El hombre que hizo esto no es un aprendiz. Y en cuanto a problemas, me meteré en muchos antes de abandonar esta empresa. ¡Vamos!
Lo llevé de vuelta por la Via Giulia y luego por el Banchi y todos sus callejones. Pregunté en todas las tiendas, hasta que al final di con un anciano llamado Pagolo Arsago que me sonrió asintiendo con la cabeza. También él había sido en otro tiempo maestro de Cellini.
—Ésta es una ciudad de difamadores —me dijo, llevándose un dedo a los labios—. No escuchéis nada de lo que os digan. Lo encontraréis a tres calles de aquí, en Vicolo di Calabraga. Es la novena puerta, la que tiene una vieja cornisa de piedra encima.
El nombre —que significa «mojabragas»— no inspiraba demasiada confianza. Tomamos por una calleja estrecha y oscura, con edificios de cinco pisos de altura a ambos lados. Una tienda tras otra se sucedían a lo largo de la misma, con las puertas en arco y una única ventana con barrotes cada una. El lugar olía a orina. Me detuve bajo un escudo de armas castigado por la intemperie que había perdido el dibujo hacía mucho. No había ningún cartel, nada que indicara que un orfebre trabajaba allí. Llamé a la puerta y, como no obtuve respuesta, entré. Me quedé un momento quieto mirando a mi alrededor, desconcertado. Me pareció haber entrado por error en alguna especie de habitación abandonada. Las paredes estaban llenas de estantes abarrotados de cajas de madera y montones de papeles desordenados, entre los cuales vi retales de seda verde o carmesí, barras de cera marrón, un puñado de cinceles, botes de barro con el borde sucio de pintura, innumerables frascos y botellas, recortes relucientes de latón y plomo, un plato de azufre y un montón de velas de sebo amarillas. Debajo de los estantes había un banco de trabajo igualmente cargado de trocitos de madera y rollos de papel, mezclados con una o dos copas de vino sucias y algún que otro plato esmaltado con restos de pollo y pan. Tumbado en el suelo dormía un spaniel junto a un arcabuz y un cuerno para pólvora. En una mesa cercana había un abultado laúd, boca abajo, encima de un montón de partituras. Di un paso, adentrándome más en aquella habitación sorprendente y maravillosa. Del batiburrillo sobresalía una figura que me impactó: una talla de madera, de un metro de altura aproximadamente. Representaba un joven desnudo con una espada corta en la mano derecha; con la izquierda sostenía la cabeza cortada de una mujer. El flujo de sangre que caía del cuello me impresionó tanto que me quedé mirándolo. Martin se puso detrás de mí y tosió.
De pronto atisbé un movimiento y vi a un hombre sentado. Había interrumpido su trabajo en un elaborado candelabro de madera y me observaba. Parecía próximo a cumplir los treinta, tenía barba negra e hirsuta y una mirada amarga bajo unas cejas espesas.
—¿Quién sois y qué queréis, en nombre de todos los demonios?
Hablaba con acento florentino, que según se dice es la lengua más pura de Italia. Avancé unos pasos más. Vi claros signos de que me encontraba efectivamente en el taller de un orfebre: un horno en el rincón más alejado con el ronroneo gutural del fuego; los crisoles a su lado y un balde de carbón; el arcón de hierro y, en el banco de trabajo, frente al hombre, el yunque estrecho como la horma de un zapatero, cuchillos finos, martillos, brocas y varias láminas de oro cortadas de diferentes formas. Pero no había ni rastro de la exposición pomposa que había visto en tantas tiendas: ni bandejas de medallas o anillos, ni tela blanca con bellas piedras y baratijas expuestas para inducir a comprar. Cogí una figurita de cera de Narciso que contemplaba embobado su reflejo y eché un vistazo al esbozo en carboncillo de Júpiter con un rayo, y a un Hércules atando a Cerbero que bramaba y echaba espuma por cada boca de sus tres cabezas; luego miré un broche esmaltado en forma de lirio con diamantes. Tenían alma, tenían la misma vida que mi Madonna con el Niño. Parecían a punto de moverse: Júpiter arrojaría su rayo, Cerbero mordería, el lirio temblaría con la brisa. Eran el trabajo de un visionario, de un artista que desdeñaba las apariencias y dejaba que el vino, los huesos de pollo y la inspiración divina se mezclaran en igualdad de condiciones.
—Busco a maese Benvenuto Cellini —dije.
—Lo habéis encontrado —respondió. Dejó la lima que sostenía—. Bien, ¿habéis venido a comprar?
—He venido a pediros que trabajéis para mí. Tengo algunas piedras que necesitan que las talléis y engastéis.
Giró un poco el candelabro hacia la izquierda y sostuvo contra él un cono de oro batido. Por el candelabro trepaban hojas y un ciervo saltaba entre el follaje, todo ello en bajorrelieve. Era la maqueta de una obra maestra en oro.
—¿Cuándo?
—De inmediato. Debo dejar Roma cuanto antes.
—Imposible. Completamente imposible.
—Eso no me lo creo.
No levantó los ojos.
—Tengo trabajo para tres meses, tal vez más. —Golpeó la maqueta con su lima—. Este candelabro es para el cardenal Cibo, el primo del Papa. Después tengo que hacer una jarra para el datario apostólico. Como veis, habéis venido a parar a la tienda equivocada, muchacho. ¿Qué es un anillo? Engastar piedras es un trabajo de niños. Hay tres o cuatro locales en esta misma calle que pueden satisfacer vuestras necesidades. Ahora, ¿seríais tan amable de no taparme la luz e iros?
Me acerqué al banco de trabajo, me apoyé en él con una mano y di unos golpecitos al prendedor del sombrero con la otra.
—¿Reconocéis esto? —pregunté.
Levantó la cabeza, dejó la lima y lo estudió más de cerca.
—Por Dios que creo que sí. Hice esta medalla para el obispo de Grosseto, hace cosa de un año. El cerdo canalla se ha deshecho de ella. ¿Os la dio?
—La compré.
—Doblemente canalla, pues. ¿Cuánto pagasteis por ella?
—Ochenta ducados genoveses.
—Vaya. Veo que tendré que subir los precios. ¿Y habéis viajado hasta Roma sólo para encontrarme? ¿De dónde sois? ¿Veneciano?
Vi que lo había halagado, y el hecho de que me hubiera tomado por veneciano me halagó a mí.
—No. Soy inglés. Me llamo Richard Dansey y soy de Londres. Y creo que cuando hayáis visto mis piedras cambiaréis de parecer.
—Bien, les echaré un vistazo. —Se levantó—. ¡Paulino!
Entró un muchacho de unos dieciséis años. Tenía el pelo negro rizado y una cara de rasgos delicados. Se parecía tanto al joven de madera que sostenía la cabeza como al Narciso de cera. Tenía la clásica expresión de profunda melancolía.
—Tráenos vino, del florentino. Ah, y Paulino, sé bueno y sírvenos unos higos confitados.
Cellini despejó una zona del banco junto a la estatua del sanguinario joven. Vi que la figura estaba encima del cuerpo decapitado de una mujer. Regueros de sangre manaban del muñón del cuello y le caían por los pechos perfectos. La cabeza cercenada que el joven sostenía estaba coronada de serpientes.
—Perseo —dijo el orfebre, señalándola—, matando a la gorgona Medusa. Espero poder esculpirla algún día en mármol o bronce, si algún patrón me paga. Se dice que de la sangre de la cabeza de la gorgona que cayó al suelo nació Pegaso, que hizo fluir el manantial de las Musas. Me gusta pensar que la sangre de Medusa cayendo sobre mi trabajo le añade intensidad.
Paulino regresó con una botella abombada, un par de vasos y una bandeja de higos secos azucarados. Luego se sentó en un taburete cerca del horno y nos observó con los pesados párpados entrecerrados. Martin se sentó a cierta distancia y cruzó los brazos.
—Bien —dijo Cellini—, echemos un vistazo a esas piedras. Pero no os prometo nada. —Se dirigió a su criado—: Paulino, luz.
El chico se acercó lánguidamente, colocó cinco velas en las cazoletas del exquisitamente tallado candelabro y las encendió. Luego cogió un higo de la bandeja y volvió a su lugar.
Me aflojé la camisa y me quité el cofre del cuello. Lo dejé junto al vino y lo abrí. Sólo iba a tener una oportunidad de impresionarlo. Saqué en primer lugar las dos esmeraldas y las dejé una al lado de la otra: una reluciente, de un verde pálido como un prado; la otra opaca, engañosamente hosca pero que ocultaba un secreto destello en alguna parte. Cellini se inclinó hacia delante y luego se apartó, con los ojos fijos en las piedras. Había logrado captar su atención. Puse al lado de las esmeraldas los cuatro diamantes tallados que le había comprado al judío y las amatistas, oscuras como el vino en contraste con el agua clara de los diamantes. Tras las amatistas saqué el endiablado amarillo de los jacintos, luego los granates, la crisoprasa dorada y el blanco zafiro. Miré al orfebre, que no parpadeaba. Seguía pareciendo un juez que escucha a los testigos sin haberse formado todavía una opinión.
Saqué el majestuoso y reluciente rubí rojo vino de Da Crema. Cellini se levantó y exclamó:
—¡Ajá!
Paulino e incluso Martin se acercaron para verlo.
Saqué entonces los ojos de gato y, a continuación, puse en fila los hechizadores colores de los ópalos.
Cellini se agachó hasta que sus ojos quedaron a la altura del banco.
—Sí, sí, sí... —murmuraba, mirando el corazón de los ópalos. Parecía un cazador o un espadachín midiendo a su adversario, buscando una línea de ataque.
Casi le tenía. Me quedaban pocas piedras en el cofre. Rogué que fueran suficientes. Los zafiros nublados fueron mi siguiente elección; unas piedras de poco valor pero de color delicado, y luego unas cuantas que había comprado en el barco en medio de la niebla; éstas me gustaban pero no sabía qué eran.
Cellini arqueó las cejas y asintió, como si apreciara mi gusto excéntrico.
Saqué por último las siete perlas de Hipólita y cerré de golpe la tapa del cofre.
—Santa Madre de Dios —murmuró Cellini—. Amigo mío, sí que me necesitáis. ¿Y a quién van a pertenecer estas maravillas?
—Son para un gran rey: se las regalará a la dama a la que ama en secreto.
El orfebre bebió un trago de vino y removió las piedras. Empujaba una con un dedo, la apartaba y volvía a recuperarla de repente. Yo lo observaba conteniendo el aliento.
—Vuestras perlas son de China —dijo de pronto.
—¿De China? Son persas, del estrecho de Ormuz.
—Originariamente, tal vez. Pero mirad cómo están perforadas. —Levantó una—. Por la base, no por el centro.
—Lo sé. ¿Y bien?
—Ningún europeo perforaría las perlas de este modo. Sería inútil para el propósito que más apreciamos: enhebrarlas en collares. Los chinos no llevan así las perlas.
—¿No?
—Las cosen a la ropa. Lo he visto. ¡Oh, sí, a Roma llegan toda clase de maravillas! No soy muy amigo de las perlas. Huesos de pescado, eso son. No duran como las piedras. Las mujeres pagan centenares de coronas por ellas sólo para verlas envejecer y perder el brillo y desgastarse hasta que adquieren forma de barrilete. Pero éstas no son comunes. Tenemos que encontrarles un uso.
Una oleada de alegría me invadió. «Ya es mío, pues», me dije. Pero callé, porque el pez podía escapar todavía del anzuelo.
Cellini continuó estudiando las gemas, en especial una pálida perteneciente a la colección adquirida en el barco entre la niebla. La levantó. Apenas tenía color, como un cielo apenas nublado al amanecer. Me fascinaba. Nunca había visto nada parecido, pero no sabía qué era ni cuánto valía. Cellini se puso a examinarla delante del resplandor de la vela.
—Sabéis lo que tenéis aquí, claro. Es un rubí.
—¡Un rubí!
—Un rubí blanco. ¿Nunca habíais oído hablar de tal cosa? La mayoría de los rubíes blancos no tienen valor. Son tan grises y opacos como el agua sucia del baño. El único modo de reconocer que son rubíes es por su dureza. Pero éste es muy distinto. ¿Lo habéis visto en la oscuridad? Os lo prometo, brillará.
Me lo tendió. El modo en que capturaba la luz y ésta fluía sobre su superficie era maravilloso, cierto. La había mirado muchas noches. Pero el brillo acerado de aquella piedra sólo me hacía anhelar las frías aguas de aquel diamante: el que había tenido en mis manos tan brevemente en la angosta habitación del barrio de los tintoreros de seda de Venecia. No había pasado un solo día sin que pensara en él. Dejé el rubí y suspiré.
—¡Si hubierais visto la piedra que dejé escapar!
Levantó la cabeza para mirarme con una sonrisa.
—Me gustaría saber qué piedra superaba éstas.
—Era un diamante de la Vieja Roca de Golconda. ¿Conocéis esa clase de piedra?
Cellini se puso serio.
—La conozco. —Rumió un momento. Ambos sabíamos lo que mis piedras hubieran anhelado aquel diamante por compañero. Luego me palmeó la espalda y rio—: ¡De nada sirve lamentarse! Lo que tenéis aquí es más que suficiente. El candelabro del cardenal puede esperar.
Y así empezamos. Aquel día entero y toda la mañana siguiente estuve observando con Cellini las piedras esparcidas sobre el banco de trabajo. Me estaba impacientando.
—No se da comienzo a las grandes obras apresuradamente —dijo el maestro—. Creedme, esto no es una pérdida de tiempo.
Levantó un ópalo, que lanzó destellos de distintos colores: ora ámbar, ora verde mar, ora oscuros como el vino. Sacudió la cabeza, suspiró y escogió un zafiro.
—¿De qué color tiene los ojos esa dama?
Bajé la vista. Detestaba tener que confesar mi ignorancia, pero no me convenía mentirle.
—Eso no lo sé.
Cellini dejó la piedra en el banco y me miró con ceño.
—¿Que no lo sabéis? ¿Cómo es posible?
—Si hubiera esperado hasta enterarme todavía seguiría en Inglaterra —repuse—. Incluso ahora pocos saben siquiera que nuestro rey está enamorado. Mis posibilidades de éxito dependen de la rapidez.
Cellini hizo un gesto de exasperación con los brazos y caminó alrededor del banco.
—¿No sabéis nada, acaso? ¿No sabéis que hay infinidad de clases de mujer? Este rubí, por ejemplo. Suponed que lo engasto en la cruz de un collar. ¿Resaltará como una catedral en una llanura o quedará encajado en sombras entre dos montañas? Y estas perlas, suponed que las enhebramos, aunque la forma en que las han perforado lo hace prácticamente imposible. ¿Penderán en una larga cascada recta o se derramarán, por así decirlo, chocando contra las rocas? ¿Y de qué color tiene el pelo? ¿Y su piel? ¿Se ruboriza? ¿Va maquillada? ¿Acaso no sabéis ninguna de esas cosas? Santa Maria Vergine!
—Sé todo eso. ¿Qué me estáis diciendo? ¿Que abandone? Sé muy bien los riesgos que corro. A vos corresponde compensar mi ignorancia con vuestro arte.
Volvió a sentarse en el taburete y apartó las piedras, irritado.
—Supongamos que el signor con acento veneciano me expone sus propias ideas para estas piedras.
Mis ideas. Noche tras noche había ido tejiendo ideas y fantasías en torno a las piedras mientras las sostenía a la luz de las velas, aunque hasta el momento ninguna se había consolidado definitivamente. Levanté uno de los zafiros nublados. Era de un azul excepcional, pálido y transparente; pero desde la superficie se ramificaban adentrándose en él manchas, brumas, borrones. Una vez tallado quedaría poco de él. Lo dejé junto a los demás y los puse en fila. Había once.
—El mar —dije, casi sin darme cuenta.
—¿El mar?
—¡Sí! ¿No lo veis? —En mi mente se estaba formando una imagen. Removí las piedras—. Estos zafiros no los talléis. Dejadlos tal cual, nublados, en bruto. Son las olas, y sus imperfecciones la espuma. Sus defectos son sus virtudes. En esas olas se mece un barco de oro que se guía por las estrellas. Usad los diamantes para eso. Un broche, ¿entendéis?
Cellini pareció contagiarse de mi entusiasmo.
—Ingenioso. Sí. Sí, el amor del rey, atormentado en un mar de pasión, siguiendo las estrellas de la esperanza. Por Dios que es un soneto. —Se puso a caminar arriba y abajo por la habitación—. En el centro tiene que haber una piedra grande. Pero ¿cuál? La encontraremos. Y habrá esmaltes y decoración cincelada en el barco, todo muy detallado. Se verán los falconetes, los cabrestantes, los juanetes. Navega a toda vela, viento en popa.
Agarró un papel y se puso a dibujar. De pronto levantó la cabeza y me miró.
—Tenéis dinero, claro.
Le lancé mi provisión de ducados y dobles ducados papales de oro con la imagen de la coronación de la Virgen en una cara y el escudo de armas del papa Clemente Médici en la otra.
—Aquí está mi bolsa.
Cellini me miró con una sonrisa pícara.
—Ha llegado la hora de abrirla, amigo mío.