16
ALMORZÁBAMOS casi a diario en el Palazzo del Bene. Comíamos bien, a pesar de ser Cuaresma. El chambelán de los Cage solía conseguirnos una docena de langostas o un esturión gordo con sus pequeñas huevas negras, ostras, cigalas o rodaballo con miel y dátiles. Algunos días Stephen obtenía una dispensa para comer lacticinia, pulpa de fruta y, además, teníamos nuestro marisco con crema de leche y huevos. Otras veces los Cage me llevaban a casa de sus contactos importantes en Roma, al palacio de planta cuadrangular del cardenal Campeggio, junto al río, cerca de San Pedro, o a la residencia de Gregorio Casale, embajador permanente de Inglaterra. En ocasiones había noticias de la guerra. Sir John Russell se había roto una pierna al caer de su caballo; la embajada de paz inglesa había flaqueado y sólo quedaba un hombre para mediar entre Su Santidad y el ejército del emperador, que avanzaba a pasos agigantados hacia Florencia. Ese hombre era Cesare Ferramosca, inteligente, hermético y leal únicamente al emperador. Stephen y el resto fruncían el ceño y cabeceaban. Pero ¿qué significaban la paz o la guerra para mí, mientras brindaba a la salud de Hannah discretamente, brindis que ella me devolvía y que nadie más notaba?
Otros días paseábamos por los jardines del Papa, o los Cage plantaban su pabellón de seda carmesí entre las ruinas y nos dábamos un banquete en su exquisita vajilla de mayólica decorada con ninfas, granadas y cupidos. En una ocasión nos aventuramos a entrar en las grutas, antiguos salones de banquetes subterráneos. Nos metimos en aquellas cavernas, donde todo resonaba, con linternas que levantábamos junto a los muros pintados con serpientes marinas enrolladas, tritones, peces, pájaros, escorpiones, trampantojos de balcones y fuentes y estatuas de oro que miraban hacia abajo desde las pérgolas. Bajo sus ojos, Hannah y yo nos besamos.
John siempre me acompañaba en aquellas excursiones. Me sentía más que orgulloso de que me siguiera a todas partes alguien que era más que un simple criado, una especie de caballero a la espera que hacía reverencias y miraba sonriente y mantenía la boca cerrada. Era también una satisfacción ser el líder y ver a mi viejo amigo en la posición de leal seguidor. El único problema era su ropa. Al cabo de varios días le dije que debía permitirme que le comprara un traje completo.
John sonrió avergonzado.
—Cuando mis mercancías lleguen de Florencia te lo devolveré. Espera y verás.
Desestimé sus palabras con un gesto. El dinero daba igual. Estaba ebrio por el éxito que tendría en cuanto volviera a Inglaterra. Tenía los contactos necesarios, tenía la cruz y el barco y el jardín de oro que crecía con rapidez entre las manos de Cellini y que acogería la esmeralda y el zafiro blanco. De todos modos, me aseguré de que la ropa de John no fuera tan espléndida como la mía. Dejé que escogiera un jubón negro con un fino ribete de plata y un sombrero de terciopelo con pluma de avestruz blanca pero sin joyas. Aproveché la oportunidad de proporcionarle a Martin un atuendo más apropiado. La gente volvía la cabeza cuando caminábamos los tres por Via Monserrato camino del Palazzo del Bene. Al final del día me esperaban siempre las sonrisas de Hannah y, si tenía suerte, un beso.
Era domingo Laetare, 31 de marzo, mediada la Cuaresma, cuando se llenan de flores los altares de todas las iglesias y los sacerdotes visten ornamentos de color rosa en lugar de violeta. También hay un relajamiento del ayuno. Ese día estábamos invitados a comer con el embajador portugués, que nos había prometido algo que no olvidaríamos.
Don Martín de Portugal, sobrino del Juan III el Especiero, vivía en una mansión almenada cercana al Corso. Tenía su casa una torre de piedra y un par de cañones en el tejado, y se decía que era el palacio más inexpugnable de Roma después del castillo de Sant’Angelo.
Comimos capones fritos azucarados, faisán a la naranja y cabrito al horno con canela envuelto en una masa finísima. Incluso Stephen soltó una exclamación de satisfacción cuando sirvieron los platos. Don Martín, un hombre poco corpulento de unos treinta años, comía poco y miraba a sus invitados con una leve sonrisa. Cuando terminamos de comer, se volvió hacia Stephen.
—Me ha llegado una noticia inquietante de Inglaterra. Espero que me aseguréis que no es cierta.
Stephen miró hacia arriba bruscamente.
—Lo que he oído es que vuestro rey intenta separarse de su esposa —prosiguió don Martín—. Una infame calumnia contra el más piadoso y honrado de los monarcas.
Stephen se limpió los labios con la servilleta y se la puso al hombro.
—Es cierto.
Yo los miraba, escuchando atentamente. Por fin: era la primera vez que Stephen admitía que el divorcio era algo más que un simple rumor, algo más que un plan secreto de Wolsey de la docena de planes que podrían ser desestimados en cualquier momento.
—¿Qué? —dijo don Martín—. ¡Después de casi veinte años de virtuoso matrimonio!
—Había dudas en cuanto a la legalidad del hecho de que nuestro rey se casara con la viuda de su hermana. Recordad el Levítico, don Martín. Asaltan a nuestro rey graves escrúpulos de conciencia que honestamente ya no puede seguir ignorando.
Don Martín rio, exasperado.
—Pero ¡si el papa Julio II le concedió una dispensa aprobando ese matrimonio!
Stephen se inclinó sobre la mesa. En sus ojos pálidos había una mirada profunda e incalculablemente amenazadora.
—Hay asuntos que vuestra señoría no tiene en cuenta, como si el Papa tiene el poder de conceder cualquier dispensa o si, por el contrario, el impedimento por consanguinidad forma parte de la ley divina que ni siquiera un Papa puede pasar por alto.
Miré a Hannah. También ella escuchaba atentamente, con los ojos clavados en su padre. Por lo que parecía aquella conversación le interesaba mucho. Don Martín dio un manotazo en la mesa, irritado.
—Pero ¡por Cristo bendito! ¡Mi propio señor, el rey Juan, está casado gracias a esa dispensa! ¡Y el año pasado el emperador Carlos se casó con su cuñada, que es además prima hermana suya! ¿Serán acaso bastardos sus descendientes? ¡Vais a destruir todas las líneas dinásticas de Europa!
—El fallo de Dios contra este matrimonio es obvio —respondió Stephen—. Que nuestro rey no haya tenido hijos es buena prueba de ello.
—¿Decís que no ha tenido hijos? —resopló don Martín, asombrado—. Tiene una hija.
Stephen hizo un gesto displicente.
—Una hija no va a salvar a Inglaterra de la guerra civil cuando el rey Enrique muera. Tiene que ser un varón.
De repente don Martín sonrió y se retrepó en la silla.
—¡Ah! Así que la cuestión no es meramente el divorcio, sino un nuevo matrimonio. Y he oído que vuestro rey le ha echado el ojo... ¿a una princesa francesa? ¿La hermana del rey Francisco, la duquesa D’Alençon, tal vez?
—Estáis más enterado que yo —repuso Stephen fríamente.
Lo miré sorprendido. Había admitido sin ambages los planes de divorcio del rey Enrique. ¿A qué se debía entonces aquella repentina reserva acerca de su nuevo matrimonio con la princesa? Don Martín respondió con una sonrisa de complicidad y el resto de la comida transcurrió con la exquisita educación que los cortesanos tan a la perfección dominan. Pero me di cuenta de que Stephen se marchaba disgustado. ¿Y yo? No me gustaba aquella conversación sobre el futuro matrimonio del rey. Veía esfumarse todos mis planes para conseguir riqueza y posición. Necesitaba tener las joyas terminadas y volver a casa enseguida.
Pasaba más tiempo que nunca con Cellini, metiéndole prisas. Estábamos a principios de abril. Acusaba el paso del tiempo, pero mi cofre contenía muchas piedras por engastar todavía. Casi una semana después del domingo Laetare, miraba a Cellini fundir el oro para el jardín de la esmeralda en el crisol de bronce cuando oímos el insistente redoble de un tambor. Dejó el buril y nos asomamos por la puerta. El ruido era más fuerte. Corrimos hacia el extremo de la calle. Por Via Giulia avanzaba una columna de hombres. A la cabeza iba un estandarte con círculos escarlata sobre campo dorado: los colores de los Médici. Detrás iban cuatro hombres con bombos, seguidos de los soldados vestidos de negro, con jubón negro abullonado, capa y sombrero con plumas rojas y amarillas. Al hombro llevaban alabardas o arcabuces. Avanzaban en desorden, pavoneándose, con un vaivén de espadas que resultaba terriblemente amenazador.
Cellini cabeceó sombríamente.
—Las Bandas Negras —dijo.
Había oído hablar de aquellas tropas florentinas. Habían luchado contra el emperador el verano anterior, en Milán, donde su capitán, Giovanino de Médici, había perdido la vida. Ya nadie los comandaba, y se había rumoreado que, si el peligro crecía lo bastante, el papa Clemente los llevaría al sur y les pagaría para que protegieran su ciudad. Tras ellos llegó una segunda columna con escarapela azul y amarilla, desfilando con paso marcial: mercenarios suizos, la élite de la soldadesca. Observamos a ambas columnas perderse de vista hacia el norte. Cellini sacudió la cabeza y volvió taciturno al trabajo.
Esa noche, acostado en mi cama, oí a los hombres gritando y cantando, el estrépito de la madera al astillarse y algún que otro cruce de espadas. Una vez golpearon la puerta la posada de enfrente y vi por la ventana a tres soldados vestidos de cuero negro que la aporreaban con la empuñadura de las espadas. Cuando les abrieron entraron en tromba, soltando palabrotas y blandiendo las armas. A la mañana siguiente me precipité por Via Monserrato con John y Martin. La calle estaba llena de trozos de muebles, cerámica y cristales de ventanas. Pero, Gracias a Dios, la mansión de los Cage estaba intacta; la puerta era sólida y las ventanas de la planta baja tenían reja. Ansioso por mis joyas, corrí al encuentro de Cellini.
En Vicolo di Calabraga había restos dispersos en el empedrado. A la puerta del taller había un carro rodeado por varios hombres con la espada desenvainada. Vi que Paulino salía con un rollo de papeles que metió en el carro con calderas y crisoles, atados de herramientas y el gran arcón de hierro en el que Benvenuto guardaba su oro y sus joyas. Cuando me acerqué corriendo los hombres me cortaron el paso.
—¡Dejadlo pasar! Es un amigo. —Cellini apareció. Llevaba en brazos la estatua de Perseo envuelta en tela.
—¡En nombre del demonio! ¿Qué estáis haciendo?
—¿Qué hago? Embalo las cosas, hago el equipaje, eso hago.
—Pero ¿qué hay de vuestro trabajo?
—Puedo continuar dentro de unos días, cuando me haya instalado en mi nueva tienda. A salvo, en el barrio de los orfebres, río abajo. Por Dios, no voy a arriesgarme a quedarme aquí, con las Bandas Negras merodeando.
Aquel retraso me enfurecía, pero Benvenuto tenía razón. Aquellos maníacos atracadores sueltos entre mis tesoros... no quería ni pensarlo. Tendría que apechugar con aquella pérdida de precioso tiempo. Me volví y me encaminé rápidamente de vuelta al Palazzo del Bene. Hannah me serviría de consuelo. En la sala me encontré con Grace.
—¡Qué espantoso! ¡Y ésos son los hombres que se supone que tienen que protegernos! ¿Qué será entonces encontrarse con el enemigo?
Alrededor de los Cage los criados iban y venían, uno con un candelabro, otro con un paquete, mientras Fenton, el chambelán, ladraba instrucciones. Un terrible presentimiento me asaltó.
—Querida Grace, ¿no estaréis pensando en iros?
Ella me miró de un modo exquisito.
—Se dice que la guerra no pasará de Florencia. Pero, por mi parte, ojalá ya estuviéramos en alta mar o, mejor incluso, en Francia. Stephen está de acuerdo conmigo. Nos quedaremos sólo lo que tarde en terminar aquello por lo que está aquí. Pero en cuanto sea posible que Su Santidad dude, hoy de un modo, mañana de otro...
Me daba cuenta de que ya habían abandonado cualquier pretensión de ser peregrinos. La puerta de la galería se abrió y entró Susan, seguida por un criado que llevaba su laúd envuelto en tela.
—¡Con cuidado, he dicho! —Miró hacia arriba, me vio e hizo un gesto hacia el lugar de donde venía.
Le hice una reverencia a Grace y fui hacia allí. Fuera, en la galería, apoyada en la balaustrada, con el vestido carmesí que llevaba el día que nos conocimos en Roma, estaba Hannah. Me puse a su lado. Los soldados iban y venían por detrás de nosotros.
—Así pues el tiempo, al fin y al cabo, está en nuestra contra —le dije.
Se volvió hacia mí con su sonrisa burlona.
—Siempre hay tiempo, si eres audaz y no lo dejas escapar.
Pillé al vuelo lo que pretendía decir.
—Entonces tendré que venir por vos.
—¿Ah, sí? —Sonrió—. ¿Cómo?
Hice un gesto con la cabeza hacia abajo, hacia el jardín.
—¿Escalaréis la tapia? Muy galante. ¿Por dónde?
Me estaba retando de nuevo. Paseé la vista por la tapia. Medía unos cuatro metros de altura y era de ladrillo. Se caía a pedazos y en ella se apoyaban tiendas y cobertizos de una sola planta.
—Por ahí. Allí donde sobresale ese tejado y la enredadera trepa por ese lado.
—¿Y cuándo vais a llevar a cabo esa audaz hazaña?
—A medianoche. ¿Estaréis esperándome?
Le relucían los ojos.
—Tendréis que hacer un intento y descubrirlo.
Pasé el resto del día con el alma en vilo. Imaginaba pérgolas a la luz de la luna, abrazos, besos y más, mucho más. Para mantenerme ocupado y acelerar lo más posible la fabricación de mis joyas, regresé con Benvenuto para ayudarle a trasladarse. Martin trabajó conmigo, pero de John no había ni señal. La nueva tienda de Cellini estaba justo en el borde del río, en la curva que se asomaba al Borgo y San Pedro. Como antes había sido una herrería, disponía de un horno en buen uso. Era una zona tranquila y no había por allí ningún soldado.
—Mañana terminaremos —dijo Benvenuto—. Luego reanudaremos el trabajo.
Caía la noche cuando Martin y yo volvimos caminando a la posada. Las Bandas Negras ya deambulaban, pavoneándose por las calles en busca de problemas. Mientras subíamos a nuestra habitación, una silueta embozada en una capa salió de ella y bajó las escaleras como una exhalación. Me llevé la mano a la espada y estaba a punto de perseguir a aquel individuo, cuando John me llamó desde dentro del cuarto.
—¡Richard! Déjale, déjale. Ven, tengo buenas noticias.
Encontré a John sentado cómodamente a la mesa.
—Mis mercancías por fin han llegado de Florencia.
Lo miré sorprendido.
—¿Y dónde están?
John lanzó una bolsa de cuero por encima de la mesa hacia mí.
—Ya las he vendido.
Me senté. Aquello me resultaba sospechoso. Eran unas mercancías siniestras las que podían cambiar de manos con tanta rapidez y por tanto oro. Y estaba de acuerdo con Benvenuto: John no tenía aspecto de comerciante.
—¿Al hombre de las escaleras? —le pregunté.
John sonrió.
—Cesare Ferramosca.
—¡Ferramosca! —El más leal de los emisarios del emperador. El hombre en quien toda Roma confiaba para que negociara el tratado de paz con el duque de Borbón.
—Así que en eso comerciabas...
—Desde luego. De hecho no te mentí cuando te dije que era comerciante. Pero en estos tiempos los secretos son un bien mucho más rentable que cualquier otra cosa.
—¿Y habrá paz?
John se encogió de hombros.
—Nadie confía en nadie. Un embajador difama al otro. Ten por segura una cosa: tengamos paz o tengamos guerra, no será a causa de las figuras visibles. Las invisibles son las que cuentan.
—¿Los hombres como tú?
John sonrió con descaro. Aquella sonrisa suya que me era tan familiar barrió mis temores.
—Bien, este oro es bastante real, en cualquier caso. ¿Lo celebramos, Martin?
—Sí, patrón, traeré una botella.
Martin se marchó llevándose una de las dos velas. En la semioscuridad, John volvió a sonreír.
—Nunca me creíste, ¿verdad? ¡Ah, Florencia, ciudad de las delicias! Pero las noticias que proceden de allí no son buenas. Si el ejército imperial se acerca más, la población se levantará contra los Médici. Libertad, eso ven en el Imperio. El Papa y los Médici no significan otra cosa que tiranía y vasallaje. Sí, creo que Alessandro de Médici y sus compinches, el cardenal Cibo y el cardenal Passerini, esta noche están temblando en la cama.
No me gustaba oír aquello. Como todos los romanos, había empezado a considerar Florencia nuestro baluarte contra el ejército borbónico. La gente decía que los imperialistas tardarían meses o años en conquistar Florencia. La fuerza del duque de Borbón se agotaría antes de que se hubieran acercado siquiera a Roma.
—¿No todos los florentinos están a favor del Imperio? —le pregunté, mientras Martin servía el vino.
—Todos no. Pero con unos cuantos hombres valientes, apasionados de la revolución, bastará. Hombres como Salviata y Corsini, y De Bardi.
Al oír aquel nombre salté de la silla, como empujado por un resorte. Recordé una vez más el diamante que había tenido en las manos sólo un momento en Venecia pero que tantas veces había visto en sueños. Vi su frío resplandor azul y su repentino fuego, y aquel velo lechoso que cubría súbitamente sus encantos.
—No estarás refiriéndote a Lorenzo de Bardi...
John levantó la copa y rio.
—¡No! ¡Al viejo, no! Me refiero a su hijo Alonso. Los dos no se quieren demasiado. El padre es un incondicional de los Médici y el hijo su apasionado detractor. Se dice que el viejo Lorenzo lo ha desheredado. No quiere verlo ni hablar con él. Morirá solo, porque ya no le queda salud. Y no tardará en hacerlo. Días, lo más probable... ¿Qué pasa?
Lo estaba mirando fijamente. Debía de estar pálido como un fantasma. La cabeza me daba vueltas. Lorenzo de Bardi muriendo en soledad, sin herederos. El viejo y el diamante. Muriendo. Solo. Sentí que lo tenía a mi alcance y supe en aquel mismo instante que nunca me contentaría con las otras piedras. Me levanté.
—John, ¿cuántos días se tarda en llegar a Florencia a caballo?
—Tres o cuatro si cabalgas rápido como el rayo. Y si las lluvias no han cerrado los pasos.
—¿Y a qué distancia de la ciudad crees que está el ejército del duque de Borbón?
—Por lo que sé, a unos sesenta y cinco kilómetros. ¿Por qué?
—Martin, encuéntranos caballos. Nos vamos.
—Por la sangre de Cristo, patrón. No; os lo ruego. ¿Por el diamante?
—Por el diamante.
—Pero ¿y la señorita Hannah? ¿Y Benvenuto?
Hannah... sí. En sus ojos había leído una promesa, sin duda. Casi lloraba de pensar en lo que podría estar perdiendo cuando dieran las doce de aquella noche. Pero ¿estaría ella aguardándome o sólo caería preso de patas en otra trampa, otra parodia, otra tomadura de pelo? Si conseguía aquel diamante, pensé, el diamante de la Vieja Roca de Golconda... la conquistaría.
—Le llevarás un mensaje —le dije a Martin—. Y Benvenuto puede trabajar perfectamente sin nosotros. —Me volví hacia John—: ¿Vendrás?
John se reclinó y se estiró.
—Mi querido Richard, eres mi amigo del alma, pero no volveré a meter la mano en ese avispero.
—Muy bien, pues.
Martin seguía allí plantado. Di una palmada para que reaccionara.
—¡Rápido! Tenemos un largo camino por delante. Estaremos de vuelta dentro de una semana, lo prometo. Y esa piedra nos hará ricos.